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La inquisición y la caza de brujas
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*** Blog Fundado el 03 de Enero del 2008 ***
Con frecuencia se representa a Teresa de Ávila como una mujer inquieta, que tuvo siempre la valentía de ir contra corriente. Así lo hizo a los 19 años, cuando decidió ingresar en un convento carmelita pese a la oposición frontal de su padre, y a los 47, cuando, sin importarle las críticas y las maledicencias, fundó el monasterio que sería el germen de una nueva orden, las carmelitas descalzas.
Pero lo que quizás olvidamos es que la valentía suele ser la superación del miedo, y Teresa, en su vida de monja mística y reformadora, se sintió muchas veces cuestionada y amenazada.
Al poco de ingresar en el convento carmelita de la Encarnación, en Ávila, Teresa empezó a desarrollar una intensa vida espiritual, orientada a la oración mística. Tras superar una serie de graves dolencias físicas, que la pusieron al borde de la muerte, en torno a 1555 tuvo una experiencia de «conversión». En su autobiografía explica que en una ocasión quedó profundamente conmovida al contemplar un cuadro en el que se representaba a Cristo lleno de llagas; «arrojeme junto a Él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle», escribió. La lectura de las Confesiones de san Agustín la impresionó igualmente por la escena de la conversión del santo. Como consecuencia de ello, decidió renunciar hasta a las más pequeñas diversiones que se permitían en el convento y entregarse a una vida de oración. Desde entonces alcanzó los niveles más altos de la oración mística, en la que notaba que se le suspendía el entendimiento. A veces escuchaba «palabras sobrenaturales» y tenía visiones, arrobamientos y éxtasis.
Sin embargo, este tipo de experiencias religiosas podían resultar arriesgadas. Cabe recordar que entre 1545 y 1563 se desarrollaron los debates del concilio de Trento, en los que se condenaron los principios de la Reforma de Lutero y de otros protestantes, que favorecían una religiosidad interior, al margen de la jerarquía eclesiástica. La Inquisición española había redoblado la vigilancia contra toda desviación religiosa, fuera la de los grupos luteranos que se descubrieron en algunas ciudades o la de los alumbrados, como solía llamarse a las personas que buscaban una comunión directa con Dios y tenían éxtasis o realizaban profecías. Para los inquisidores, no había duda de que detrás de estos comportamientos andaba el demonio.
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En ese clima, no era extraño que en el convento de la Encarnación las monjas murmuraran por los arrobamientos místicos de Teresa y su insistencia en buscar rincones tranquilos donde meditar; eran actos «extremos» que ponían en peligro la reputación de la comunidad. La propia Teresa se sentía confusa y temerosa respecto a sus vivencias y puso gran empeño en asegurarse de que se ajustaban a la doctrina de la Iglesia. Empezó a confesarse con sacerdotes jesuitas, con ideas claras sobre la importancia de mantener la disciplina ascética y no dar rienda suelta a los vuelos místicos. Pero sus dos primeros confesores y directores espirituales resultaron ser demasiado jóvenes para entenderla (tenían 24 y 27 años respectivamente). Teresa consiguió entrevistarse con el comisario general de los jesuitas, Francisco de Borja, a su paso por Ávila, y éste la tranquilizó diciéndole que lo que ella experimentaba era «espíritu de Dios». Aun así, el canónigo de Ávila, Gaspar Daza, manifestó su convicción de que Teresa era víctima del demonio porque no daba la talla de santa.
Otro medio que Teresa utilizó para justificarse fue la escritura. En 1554 empezó a escribir Cuentas de conciencia, para persuadir a sus confesores de que lo que oía y sentía en la oración no venía del demonio, sino de Dios. El mismo propósito tenía su autobiografía, el Libro de la Vida, escrito en 1562 y ampliado tres años más tarde, en el que daba cuenta del intenso miedo que pasó en momentos en los que tuvo dudas o en los que otros dudaban de ella.
Las habladurías se intensificaron en 1560, cuando Teresa planteó su proyecto de reformar la orden carmelita. Teresa creía que la vida en los conventos carmelitas se había relajado demasiado. En su opinión, las horas que las monjas pasaban en el locutorio entreteniendo a familiares y a jóvenes ociosos que buscaban conversación eran un obstáculo para su progreso espiritual. Por otro lado, los conventos tenían demasiadas monjas –en el de la Encarnación había más de 120– y, como no había medios para mantenerlas, las religiosas se hacinaban en grandes dormitorios, o bien se alojaban en apartamentos privados, quizá compartidos con alguna pariente o con sirvientas o esclavas, donde gozaban de comodidades muy alejadas del rigor de la regla monástica.
Las monjas también rompían a menudo el voto de clausura, cuando necesitaban ayuda médica o bien cuando se las reclamaba para cuidar de familiares o consolar a viudas. Para poner freno a estos abusos, y después de consultar al reformador franciscano Pedro de Alcántara y al teólogo dominico Pedro Ibáñez, Teresa pensó fundar un convento reformado en el que un máximo de trece monjas descalzas pudieran llevar una vida de clausura, pobreza y oración, como la de los primeros carmelitas.
El confesor y director espiritual de Teresa desde hacía varios años, llegó incluso a la conclusión de que ella andaba muy perdida y que toda su oración era engaño
En cuanto se divulgó el proyecto, Teresa se vio sometida a una «gran persecución» por parte de las demás monjas y otros clérigos. Constantemente oía «risas» y «dichos» como el de que la idea de fundar un convento era «disparate de mujeres». El jesuita Baltasar Álvarez, confesor y director espiritual de Teresa desde hacía varios años, llegó incluso a la conclusión de que ella andaba muy perdida y que toda su oración era engaño. Pero Teresa no se arredró. Al contrario, aconsejaba a confesores y letrados que fueran más pacientes con otras mujeres, que también acabarían siendo ayudadas por Dios. Cuando todos la imaginaban avergonzada y airada, ella se sentía tranquila, convencida de que había hecho todo lo que estaba en su mano y que conseguiría fundar el convento, aun sin saber cómo ni cuándo.
Mientras esperaba pacientemente el permiso para la fundación, aumentaron sus arrobamientos místicos. Fue entonces cuando corrió el rumor de que sus planes de fundación eran fruto de alguna revelación sospechosa. Según su testimonio, le venían a decir «con mucho miedo» que «andaban los tiempos recios» y que podría ser acusada a la Inquisición. Ella respondía, riéndose, que sabía que no tenía nada que temer, que si tuviera algún motivo para preocuparse por su falta de ortodoxia, ella misma acudiría voluntariamente, y si alguien la hubiera acusado, Dios la ayudaría a quedar en libertad y «con ganancia». Finalmente, en 1562 consiguió fundar en Ávila el convento de San José. Hasta su muerte Teresa recorrería miles de kilómetros por Castilla para fundar otros quince monasterios de carmelitas descalzas.
Aunque Teresa gozaría en adelante de la aprobación y el favor del mundo oficial –incluido Felipe II, que la admiraba–, las amenazas no desaparecieron nunca del todo. Por ejemplo, su autobiografía fue presentada a la Inquisición de Valladolid para que examinara si contenía visiones, revelaciones y doctrinas peligrosas, pero el eminente teólogo Domingo Báñez redactó en 1575 un informe favorable. En Sevilla, Teresa fue acusada dos veces ante la Inquisición por religiosas del convento carmelita que ella misma había fundado allí, pero el Santo Oficio rechazó rápidamente los cargos.
En 1582, tras fundar en Burgos su décimosexto convento, Teresa escribía a Ana de Jesús, fundadora del convento de Granada, recordándole que lo importante no era el número de conventos fundados, sino poblarlos de religiosas que vivieran como «varones esforzados y no como mujercillas». Ese esfuerzo o valentía, que su cultura asociaba a la masculinidad, sigue siendo objeto de intriga, fascinación e inspiración, que mantienen vivo el interés por esta abulense universal.
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