jueves, 9 de noviembre de 2017

HISTORIA : ALEJANDRO MAGNO .- NATIONAL GEOGRAPHIC .- Alejandro Magno .- Alejandro contra el Imperio persa, la batalla de Issos .-

Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., cuando estudiaba Educación Secundaria, el curso de  Historia Universal, en el año 1,965, en el Instituto Nacional  Agropecuario N° 32 de Ayabaca(Desaparecido), tuve un impacto de la hazaña y capacidad militar del gran conquistador Alejandro Magno, quien inició su campaña militar en 334 a.C, el mismo  que aplicando la estrategia y sobre la táctica militar envolvía a poderosos ejércitos que le triplicaban en número como eran los persas; mi curiosidad fue por la famosa Batalla de Issos, donde Alejandro Magno derrotó a un poderoso ejército del rey persa Darío III, cuatro veces superior en soldados y combatientes;  quien huyó abandonando a sus ejércitos, semejante humillación para los conquistadores del Oriente, que pretendían conquistar Grecia;  significó el inicio de una derrota militar; que hábilmente la aprovechó Alejandro Magno en su conquista hacia el Oriente, llegó a Persia, Babilonia; incluso intentó conquistar la India logrando una primera victoria contra el Rey Poro, pero no continuó por la negativa de sus soldados.
Lamentablemente, murió envenenado en Babilonia, después de 11 años de aplastantes victorias y conquista territorial;  dejando un gigantesco imperio sin  la consolidación, que originó que sus generales se repartan los territorios en violentas luchas, desapareciendo la conquista militar de Alejandro Magno según los historiadores solo duró 32 años, su muerte se registra en 323 a.C.
Una vez más gracias a la Revista National  Geographic, se ha preparado este artículo que los invito a leer, gozarán de imágenes que les permitirá entender la gigantesca campaña militar de Alejandro Magno, más conocido como Alejandro el Grande...

http://www.nationalgeographic.com.es/personajes/alejandro-magno
http://www.nationalgeographic.com.es/personajes/alejandro-magno/fotos
http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/la-batalla-de-issos_6946/4
http://www.nationalgeographic.com.es/buscador/?q=alejandro Magno
http://www.nationalgeographic.com.es/historia/actualidad/nuevas-pistas-sobre-el-difunto-de-anfipolis_8732
http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/alejandro-magno_7693
https://es.wikipedia.org/wiki/Dar%C3%ADo_III


La huella en la historia de este general macedonio es absolutamente indeleble, tanto por sus hazañas como por su marcada personalidad. Durante su breve vida se convirtió en una temida leyenda con todos los ingredientes para acabar siendo un mito. Y sus palabras acrecentaban precisamente este poderoso halo que movía ejércitos enteros para saciar su inagotable ambición: "No hay una parte de mi cuerpo que no tenga una cicatriz y todas son por vosotros, por vuestra gloria y prosperidad" llegó a afirmar en una ocasión.Grecia
Y, evidentemente, sus gestas estuvieron a la altura de los militares más audaces de la historia de la humanidad. En solo once años venció a la primera potencia de la época, el Imperio persa, y conquistó un inmenso territorio que se extendía desde su Grecia natal hasta las puertas del subcontinente indio. Difundió la cultura griega, que, fusionada con las culturas de las regiones sometidas, impregnó el lenguaje, la política, el arte, la literatura y la religión. A fin de cuentas cambió el mundo de su época. 
Por si fuera poco, tras apoderarse de todas las tierras del Imperio persa, Alejandro Magno quiso ampliar las fronteras del dominio macedonio conquistando las ignotas tierras de la alejada India.

¿Alejandro Magno?
Posible representación de Alejandro Magno, quien aparece acompañado por sus elefantes y soldados.
Foto: Jim Haberman / UNC-Chapel Hill


Monedas macedonias
Monedas del antiguo Reino de Macedonia halladas durante unas recientes excavaciones arqueológicas cerca de Demir Kapija.
Foto: Vladimir Atanasov / Archaeological Museum of Macedonia

Peligros sin cuento
Serpientes voladoras atacan a los hombres de Alejandro en tierras de la India, según relata Curcio Rufo. Miniatura del siglo XV.
Foto: Bridgeman / Aci

Las naves de Alejandro
Reconstrucción de un barco mercante de la época de Alejandro Magno, según los restos del naufragio del siglo IV a.C. excavado en la costa de Kyrenia, en Chipre. Las naves utilizadas por Nearco serían semejantes a las que vemos aquí.
Foto: Lloyd K. Townsend JR. / NGS

Anfípolis
Dos esfinges, cuyas cabezas no han sido halladas, flanquean la entrada de la tumba de Anfípolis, que estaba sellada con grandes bloques de piedra.
© AP PHOTO / HELLENIC MINISTRY OF CULTURE AND SPORTS

El mosaico de Issos
El mosaico de Issos, también conocido como mosaico de Alejandro Magno, es una copia romana de una pintura helenística conservada en la Casa del Fauno, en Pompeya. Representa la batalla de Issos, en especial la carga de los hetairoi de Alejandro guiados por su líder mientras los soldados de Darío III Codomano intentan proteger a su rey. Forma parte de la colección actual del Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.

La batalla del Gránico
Cuadro pintado por Charles le Brun en 1665 y que se encuentra expuesto en el Museo de Louvre, en París.

La familia de Darío ante Alejandro Magno
En la obra podemos observar a Hefestión señalando a Alejandro.
Obra de Justus Sustermans conservada en la Biblioteca Museo Víctor Balaguer

Alejandro y Poros
Cuadro de Charles Le Brun, pintado en 1673 que muestra a Alejandro y Poros durante la batalla del Hidaspes.


La ambición de Alejandro
Tras la conquista del Imperio persa, Alejandro quiso ampliar el dominio macedonio llegando hasta la India. Abajo, moneda con efigie del rey macedonio. Museos Estatales, Berlín.
BPK / SCALA, FIRENZE

Alejandro y Poro
Un vencido rey Poro se muestra ante Alejandro tras la batalla del río Hidaspes, en este óleo de Charles le Brun. Siglo XVIII. Museo del Louvre.
WHITE IMAGES / SCALA, FIRENZE

Macedonios contra indios
Esta tetradracma de plata exhibe en su reverso un jinete macedonio que ataca a dos guerreros indios montados en un elefante. Al parecer fue acuñada en Babilonia, en el año 326 a.C., para conmemorar la victoria de Alejandro sobre Poro. Museo Británico.
BRITISH MUSEUM / SCALA, FIRENZE
 
Eternos enemigos
Este relieve del llamado Sarcófago de Alejandro, hallado en la necrópolis real de Sidón, recrea un combate entre griegos y persas. Siglo IV a.C. Museo Arqueológico de Estambul.
ERICH LESSING / ALBUM

La galantería del vencedor
Alejandro visita a las princesas persas. Óleo por Charles Le Brun. siglo XVII. Trianon, Versalles.
AKG / ALBUM

Alejandro contra el Imperio persa, la batalla de Issos

En su avance hacia el corazón del Imperio persa, Alejandro Magno se enfrentó al ejército de Darío III en un llanura entre Turquía y Siria. El arrojo de sus falanges y su genio como estratega le dieron la victoria

Eternos enemigos
Este relieve del llamado Sarcófago de Alejandro, hallado en la necrópolis real de Sidón, recrea un combate entre griegos y persas. Siglo IV a.C. Museo Arqueológico de Estambul.
ERICH LESSING / ALBUM
http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/la-batalla-de-issos_6946/2

El divino Alejandro
Alejandro fue representado en numerosas ocasiones con rasgos de divinidad, como en este medallón de terracota, donde se muestra como el dios Sol Helios. Museo del Louvre, París.
DEA / ALBUM

Los inmortales del Gran Rey
Arquero persa del palacio real de susa. Cerámica vidriada. Museo del Louvre.
ORONOZ / ALBUM

Un templo a Atenea
Templo de atenea en Priene. Del famoso edificio sólo quedan en pie cinco columnas jónicas.
MANFRED MEHLIG / FOTOTECA 9X12

La puerta de Jerjes
El palacio real de Persépolis fue iniciado por Darío I en 509 a.C. Sus sucesores lo ampliaron y embellecieron, como hizo su hijo Jerjes I, que construyó la Puerta de Todas las Naciones en 475 a.C.
KAZUYOSHI NOMACHI / CORBIS

La galantería del vencedor
Alejandro visita a las princesas persas. Óleo por Charles Le Brun. siglo XVII. Trianon, Versalles.
AKG / ALBUM
31 de enero de 2013

Desde el momento en que lanzó su campaña contra el vasto Imperio aqueménida, en el año 334 a.C., el jovencísimo rey de Macedonia, Alejandro, buscó provocar un enfrentamiento directo con el Gran Rey persa, Darío III, Señor de Asia. Los sucesivos y espectaculares éxitos que logró en los compases iniciales de la invasión parecieron acercarlo a su objetivo.

Tras su victoria en Gránico, el ejército del rey –unos 35.000 hombres, tanto griegos como macedonios, además de contingentes ilirios y tracios– avanzó por Anatolia conquistando territorios y liberando ciudades griegas del yugo bárbaro, sin encontrar apenas resistencia. Pero, cuando Alejandro se disponía a internarse en Siria, se llevó una sorpresa mayúscula: Darío, con un ejército que quizá superaba los 100.000 hombres, había conseguido rodearle y se encontraba en su propia retaguardia, avanzando para darle alcance.
El inevitable choque tuvo lugar en el peor emplazamiento posible para los dos ejércitos. Gracias a los informes de los exploradores, ambos contendientes se vieron dirigidos hacia una estrecha llanura de unos tres kilómetros de ancho, cortada por el curso del río Payas y bordeada por unas pequeñas montañas en un lateral y con el mar en el flanco contrario. Una ratonera a las afueras de una pequeña ciudad siria, Issos, en la que habrían de dirimirse los destinos de Asia y de Occidente. La buena noticia para griegos y macedonios era que, en un espacio tan reducido, la enorme superioridad numérica de los persas quedaría compensada, y por tanto se minimizaría el riesgo de verse rodeados por el enemigo con facilidad. En su contra estaba la presencia del río, que dificultaba el avance de la infantería.
Los persas, por su parte, esperaban la revancha. Un año antes habían sufrido una humillante derrota a manos de Alejandro en el río Gránico y ahora ardían en deseos de expulsar a los invasores de Asia. Tan enardecidos estaban sus ánimos que al llegar a la ciudad de Issos capturaron a los griegos y macedonios que ocupaban el hospital de campaña de Alejandro y los pasaron a todos a cuchillo. La batalla que ahora se avecinaba había de dar respuesta contundente y definitiva a la arrogancia del joven Alejandro, aniquilando de una vez por todas a su ejército y poniendo fin a sus ansias de conquista.

Sacrificios antes de la batalla


Confió su suerte a los dioses: por la noche realizó ciertos ritos en los que invocó a varias divinidades marinas 
El rey macedonio era consciente de que se enfrentaba a una durísima prueba. Por ello, confió su suerte a los dioses: por la noche realizó ciertos ritos en los que invocó a varias divinidades marinas –Tetis, las Nereidas, Poseidón–, en cuyo honor ordenó lanzar una cuadriga al mar; también hizo sacrificios a la noche. Al mismo tiempo preparó la disposición de sus tropas en el campo de batalla tratando de aprovechar al máximo la orografía en su beneficio. Por ello apostó al veterano Parmenión como comandante de la caballería griega en el ala izquierda, con el objetivo de proteger el flanco que lindaba con la playa y evitar cualquier movimiento envolvente.

En el centro puso a la infantería macedonia, apoyada por los hoplitas griegos –organizados todos ellos en la clásica falange–, confiando en que se convirtiesen en una roca inamovible sobre la que anclar su estrategia. Él mismo se colocó en el ala derecha, al mando de los Compañeros, una infantería de élite macedonia, situada ahora en la falda de las montañas. A su lado formaron los lanceros y el resto de la caballería, y como enganche con la falange estaban los hipaspistas, tropas de élite entrenadas para el asalto que podían servir tanto de apoyo a los jinetes como para defender a los soldados.

El avance hacia el río

Durante los preparativos, Alejandro percibió que el miedo se adueñaba de sus hombres. Hacía sólo un día que sabían que el enemigo estaba a sus espaldas, y ahora, de repente, se hallaban cara a cara con él en aquel lugar angosto. Alejandro se dirigió a sus soldados para elevar sus ánimos. Aquella era la ocasión, les dijo, de pagar con la sangre del enemigo cuanto hasta entonces habían disfrutado como botín. Les llamó por sus nombres, recordando las hazañas que juntos habían llevado a cabo. Así logró enardecerlos, confiados en su fuerza y, sobre todo, en su rey. Según recoge un cronista, todos "le gritaban a Alejandro que no se demorara y que ordenara cargar ya contra los enemigos".
Pese a ello había nervios incluso entre los mandos. Ante la disposición enemiga, Alejandro ensayó distintas estrategias, esperando que la escogida fuese la correcta, pues sólo tendría una oportunidad. Parecía evidente que su flanco más débil era el cercano al mar; de hecho, los persas reforzaron este lado con la intención de rebasar la línea y superar a los griegos.

Percibiéndolo, Alejandro decidió mover sus piezas, pero a escondidas: hizo que los jinetes tesalios cambiasen de flanco para ayudar a Parmenión en la derecha, pero les obligó a cruzar por medio de las líneas de soldados, ocultándolos así a la mirada del enemigo. Por último, ante la superioridad numérica persa, el rey decidió alargar su propia línea de batalla con la esperanza de ganar elasticidad en un terreno tan accidentado.
El propósito de Darío era obligar a Alejandro a luchar por el control de los puntos de paso del río para extenuar al enemigo
Darío, por su parte, aun sabiéndose superior, prefirió actuar con cautela ante un oponente cuyo genio militar temía. Situó un cuerpo de infantería en cada posible vado del río, y reforzó los lugares de difícil acceso con empalizadas. Su propósito era obligar a Alejandro a luchar por el control de los puntos de paso del río, confiando en que así la formación macedonia quedaría desorganizada y exhausta y sería fácil presa de los soldados apostados en lo alto de la otra orilla. Mientras, la caballería aqueménida, desde la segunda línea, buscaría abrirse paso entre el enemigo y desbordar sus flancos para multiplicar los frentes y acabar con él.
Alejandro fue el primero que ordenó avanzar a sus fuerzas, desplegándolas en toda la extensión de la llanura. Luego, los macedonios empezaron a cantar el peán, una terrible canción bélica, mientras entrechocaban con fuerza sus armas, produciendo un estrépito que hizo estremecerse al enemigo. Los persas reaccionaron atacando con su caballería el lateral izquierdo, poniendo en dificultades a Parmenión. Pese a todo, éste aguantó el flanco, del mismo modo que también resistió la infantería en el centro, enfrentada al cruce del río y a la enconada lucha con el enemigo, en violenta pugna por avanzar.
En el lado derecho, los macedonios consiguieron romper la formación persa y provocar la primera retirada. Abierta la brecha, Alejandro se puso a la cabeza de sus fieles Compañeros, y la caballería real avanzó como un rayo, sembrando muerte y confusión, tras rebasar el flanco de la primera fila persa. Moviéndose entre líneas, avanzaron en dirección oblicua, hacia el centro mismo del ejército persa, donde nadie hubiese pensado que pudiese dirigir su ataque.
 

La huida del Gran Rey

En el caos de la batalla, Alejandro condujo en persona a sus jinetes al encuentro de Darío. Cogida por sorpresa, la caballería real persa rodeó al Gran Rey, protegiéndole del intenso ataque macedonio. Alejandro sabía que si eliminaba a Darío habría ganado la guerra. Su lucha era desesperada: Darío podía huir para combatir otro día, pero Alejandro y sus hombres, si fracasaban, no tendrían escapatoria. Más allá del valor y la fuerza, los macedonios peleaban con auténtica rabia, movidos por un deseo de supervivencia. Ante la aproximación de Alejandro, Darío decidió de pronto dar la vuelta a su carro y huir. Sin dudarlo, sus nobles escaparon tras él, dejando al ejército en mitad de un encarnizado combate.
La llegada del ocaso y el riesgo de dejar el campo de batalla con la lucha sin decidir obligaron a Alejandro a dejar que Darío se alejase
Alejandro quiso perseguir a Darío, pero la llegada del ocaso y el riesgo de dejar el campo de batalla con la lucha sin decidir le obligaron a volver sobre sus pasos. El rey dio entonces cobertura a sus fuerzas, que ya habían superado en todas las líneas a los persas; éstos, hundidos en el caos, habían sido abandonados por su rey a una muerte segura bajo las lanzas macedonias. La carnicería fue terrible. Ptolomeo, uno de los generales de Alejandro, recordaría luego que él y los otros perseguidores de Darío atravesaron un barranco caminando sobre cadáveres.
En una magnífica lección de estrategia, Alejandro había sabido organizar perfectamente a sus tropas en un escenario difícil y ante un enemigo aguerrido y superior en efectivos. Su victoria en Issos fue una de las más destacadas de su carrera. Pero lo que mayor admiración causó fue su participación personal en el combate. No sólo supo transmitir a sus hombres la moral de victoria en la primera acometida, sino que se adentró en la refriega al frente de la caballería hasta alcanzar el carro de Darío sin importarle los riesgos; de hecho, los cronistas recogen que fue herido en un muslo por una espada.
Su ejemplo de valor, inspirado en los poemas de Homero, arrastró a todos los demás. Desde la primera fila de su ataque, Alejandro había sido el autor material de la victoria. Había vencido no sólo como el mejor general, sino también como su más valioso soldado.

Para saber más

Las conquistas de Alejandro Magno. W. Heckel. Gredos, Barcelona, 2010.
Anábasis de Alejandro Magno. Flavio Arriano. Gredos, Barcelona, 2001.
La conquista de Alejandro Magno. Steven Pressfield. DeBolsillo, 2005.

http://www.nationalgeographic.com.es/buscador/?q=alejandro Magno

Alejandro Magno, el conquistador de la India

Tras apoderarse de todas las tierras del Imperio persa, Alejandro Magno quiso ampliar las fronteras del dominio macedonio conquistando las ignotas tierras de la lejana India

La ambición de Alejandro
Tras la conquista del Imperio persa, Alejandro quiso ampliar el dominio macedonio llegando hasta la India. Abajo, moneda con efigie del rey macedonio. Museos Estatales, Berlín.
BPK / SCALA, FIRENZE

Montañas de Kunduz
Alejandro visitó eseta región de Afgansitán en su viaje a la India.
TON KOENE / AGE FOTOSTOCK

Alejandro y Poro
Un vencido rey Poro se muestra ante Alejandro tras la batalla del río Hidaspes, en este óleo de Charles le Brun. Siglo XVIII. Museo del Louvre.
WHITE IMAGES / SCALA, FIRENZE
 
Macedonios contra indios
Esta tetradracma de plata exhibe en su reverso un jinete macedonio que ataca a dos guerreros indios montados en un elefante. Al parecer fue acuñada en Babilonia, en el año 326 a.C., para conmemorar la victoria de Alejandro sobre Poro. Museo Británico.
BRITISH MUSEUM / SCALA, FIRENZE

Estupa de Dharmarajika,
Cerca de Taxila. Fue erigida por el rey budista Ashoka en el siglo III a.C.
NADEEM KHAWAR / GETTY IMAGES

La capital del Imperio persa
Persépolis fue conquistada por Alejandro Magno en 330 a.C. En primer plano, la escalinata de la Apadana y a la derecha, la puerta de las Naciones.
SIMON NORFOLK / NB PICTURES / CONTACTO
25 de octubre de 2013

Cuatro años después de atravesar el Helesponto al frente de su ejército de guerreros macedonios, Alejandro Magno había logrado prácticamente su objetivo de conquistar el Imperio persa. Darío III, el Gran Rey de Persia, convertido en un fugitivo, había sido asesinado por los suyos y todas las grandes capitales persas estaban en poder del caudillo macedonio. Dos años después, en 328 a.C., reprimida la rebelión del líder sogdiano Espitámenes, ninguna región del antiguo Imperio aqueménida escapaba al dominio de Alejandro. Se trataba de un territorio inmenso, de más de cinco millones de kilómetros cuadrados, desde Anatolia y Mesopotamia hasta la meseta iraní y las cuencas de los ríos Oxus y Yaxartes. 
Pero ni siquiera aquello era suficiente para Alejandro. Más allá de la cordillera del Hindu Kush se extendía un territorio legendario y desconocido para los griegos: la India. En el pasado, los reyes persas habían tratado de imponer su ley en la parte más próxima de esas tierras: el este de Afganistán, Pakistán y el valle del Indo, pero no pudieron establecer sátrapas (gobernadores) de forma permanente, y muchos pueblos afirmaban haber sido siempre libres y autónomos, como los malios y los oxidracos. Alejandro se propuso llegar hasta donde no lo hicieron los grandes reyes aqueménidas, internándose en tierras que entre los griegos sólo habían recorrido personajes míticos como Dioniso o Heracles. Y de nuevo, como en los inicios de su epopeya, su marcha conquistadora pareció imparable. En pocas semanas superó las estribaciones del Hindu Kush, sometió a un pueblo tras otro y tomó decenas de ciudades, no sin antes vencer, eso sí, una dura resistencia. Tras cruzar el Indo y derrotar al rey indio Poro en la batalla del río Hidaspes (actual Jhelum), Alejandro se encaminó hacia el valle del Ganges, dispuesto a lanzarse a la conquista de todo el subcontinente indio. Pero cuando se hallaba en el río Hífasis (actual Bias), sus soldados, agotados tras ocho años de correrías ininterrumpidas y temerosos de lo que encontrarían más allá, se negaron a seguirle. Alejandro debió renunciar y volvió a Mesopotamia descendiendo por el valle del Indo y por el golfo Pérsico.
 

Descubriendo un  mundo nuevo

Alejandro no alcanzó, pues, el último extremo de Asia, y tampoco se hicieron realidad las desorbitadas promesas de riquezas que había hecho a sus soldados, a los que había asegurado que llenarían con ellas no sólo sus casas, sino toda Macedonia y Grecia. Pero la aventura india del rey macedonio no fue un fracaso. Más allá de las conquistas frustradas, representó el descubrimiento de un mundo desconocido, envuelto hasta entonces en fantasías y misterios: un primer contacto directo entre Oriente y Occidente que, sin duda, conmocionó a muchos de los que participaron en la empresa y que, además, quedó reflejado en varias crónicas e informes ordenados por el propio Alejandro.
Dentro del imaginario griego, la India era la tierra de las maravillas situada en los confines orientales del mundo, en la que resultaban factibles todas las fantasías y monstruosidades. Antes de la expedición de Alejandro Magno, las noticias eran escasas y poco creíbles a causa de toda clase de exageraciones y deformaciones. Muy pocos griegos se habían aventurado antes por aquellas latitudes. Tan solo Escílax de Carianda recorrió una parte como explorador al servicio del rey persa Darío I, descendiendo el río Indo hasta el océano para navegar luego por sus costas hasta Egipto. Redactó después un relato del viaje repleto de fantasías, a diferencia del detallado informe oficial que cursó a la cancillería persa. Ctesias de Cnido fue el primer griego que compuso un tratado sobre el país, pero no llegó a viajar hasta la India; su información procedía de los viajeros, comerciantes y embajadores que conoció durante los diecisiete años que pasó en la corte persa como médico real. Los relatos de Escílax y Ctesias, que presentaban la India como un escenario pleno de prodigios y maravillas, constituyeron, sin duda, uno de los estímulos para la expedición de Alejandro. 
La India puso a los soldados macedonios ante un paisaje natural completamente diferente del que habían contemplado hasta entonces. Tras las imponentes y elevadas montañas del Hindu Kush, con sus nieves perpetuas y sus profundas y terribles gargantas, los expedicionarios se adentraron en la cuenca del Indo. Este río y sus afluentes los impresionaron por sus dimensiones –casi diez kilómetros de anchura, dicen los testimonios conservados–, por la violencia de sus torbellinos, el ruido atronador que provocaban sus torrentes y sus espectaculares crecidas, que sólo podían equipararse a las del mítico Nilo, capaces de dejar aisladas numerosas ciudades como si fueran auténticas islas en medio del mar. No faltaban tampoco los cocodrilos y peces de gran tamaño. El propio Alejandro, tras contemplar el Indo, creyó haber descubierto por fin las fuentes del Nilo, dado el parecido entre la fauna y la flora de ambos ríos, pero cambió de idea más tarde al avanzar por su curso y tener noticias de que desembocaba en el océano. 
 

Animales y plantas locales 

La flora y la fauna de la zona causaron también asombro y sorpresa entre los macedonios y, a la vez, despertaron el interés científico de los expertos que viajaban entre ellos, a los que Alejandro había encargado reunir ejemplares y especímenes para su estudio y catalogación. Los ecos de estos descubrimientos se perciben en obras de carácter científico como el tratado de botánica de Teofrasto, discípulo de Aristóteles, y otros similares que albergó la biblioteca de Alejandría, así como en obras de carácter más trivial y heterogéneo, como colecciones de rarezas y curiosidades, la llamada paradoxografía. Los cronistas griegos contaban que habían visto árboles con troncos tan gruesos que ni siquiera cinco hombres podían abarcarlos con su abrazo. Hablaban de un árbol que poseía unas copas tan densas y extendidas que podían dar sombra a cincuenta jinetes, o incluso hasta cuatrocientos; seguramente era el baniano, un árbol que, en efecto, puede alcanzar dimensiones espectaculares. Algunos árboles producían frutos igualmente enormes y abundantes: «Unas vainas parecidas a una judía, de unos 25 centímetros de largo y que eran dulces como la miel», pero su atractivo aspecto resultaba engañoso, pues «no es probable que sobrevivas si te comes uno», escribió un cronista. Seguramente se trataba de un plátano o, quizá, de un mango. Otros árboles tenían extrañas raíces y unas hojas cuyo tamaño no era menor que el de un escudo. 
Los griegos hallaron igualmente plantas desconocidas y de vivos colores. Las había venenosas, pero otras tenían propiedades medicinales que se apresuraron a aprovechar. Una vez conocido su uso con ayuda de expertos locales, las emplearon para curar a quienes caían enfermos por las severas condiciones climáticas que tenían que soportar, con constantes lluvias que llegaban a pudrir sus ropas y a oxidar sus armas, o por las picaduras de las muchas clases de serpientes e insectos que inundaban el país. Algunas de estas informaciones se conservaron en poemas didácticos como el compuesto por Nicandro, en el siglo II a.C., acerca de los venenos y sus antídotos. 
La variada fauna india fue también  una revelación para los expedicionarios griegos: tigres, papagayos, rinocerontes… Contemplaron numerosas clases de simios, algunos de una talla tan excepcional que al verlos desde la distancia, en unas montañas, los macedonios los confundieron con un ejército en formación.
 

Elefantes y serpientes 

Los animales que más impresionaron a los invasores fueron los elefantes, sobre todo por su empleo como arma de guerra. Ya en la batalla de Gaugamela, al inicio de la invasión del Imperio persa, la caballería de Alejandro se había enfrentado a ellos, pero entonces eran unos pocos, mientras que el rey Poro, en la batalla del río Hidaspes, alineó ochenta y cinco bestias que aparecían como auténticas fortalezas o torres. Su barritar sembró la confusión entre soldados y caballos, y, en la refriega, los elefantes irritados por las heridas de lanzas y flechas cogían con sus trompas armas y soldados enemigos y los entregaban a sus conductores o los aplastaban directamente con sus descomunales patas. Los cronistas registraron también una escena emotiva, cuando Poro fue derribado y su elefante lo protegió de quienes pretendían despojarlo de sus armas y lo volvió a colocar sobre su grupa. Los elefantes se convirtieron, además, en un preciado botín de guerra o en un regalo que Alejandro recibía con agrado de los diferentes monarcas indios que se le sometían en su imparable avance militar. Los expedicionarios también vieron el ingenioso método de los indios para cazar a los elefantes: cavaban fosas y atraían a ellas a los machos mediante hembras en celo, y luego dejaban que se debilitaran por el hambre hasta domesticarlos.
Los macedonios encontraron asimismo serpientes de gran tamaño, como las pitones de casi siete metros que el rey indio Abisares regaló a Alejandro en el momento de su rendición. Un cronista mostraba su asombro por el número y ferocidad de estas serpientes, que eran una amenaza permanente para los nativos: «En la época de las lluvias se refugiaban en los pueblos más altos y, por tanto, los nativos construían las camas muy por encima del suelo, y aun así se veían forzados a abandonar sus hogares debido a esta abrumadora invasión». Incluso animales más familiares reservaban sorpresas. Los perros adiestrados por el rey indio Sopeithes eran capaces de luchar contra un león y no abandonaban su presa aunque se les fueran cortando lentamente alguna de sus patas.  
 

Costumbres y religión

Las regiones que atravesaron los macedonios estaban muy pobladas, con infinidad de aldeas y ciudades. Se decía que entre los ríos Hipanis e Hidaspes había nada menos que cinco mil ciudades, y su tamaño generalmente era muy superior al de las ciudades griegas, como pudieron comprobar en el caso de Taxila o Sangala. Además, las plazas estaban fortificadas y defendidas por combatientes experimentados, armados con grandes arcos y temibles carros de guerra, y sus monarcas aparecían engalanados con piedras preciosas y seguidos por suntuosos y espectaculares cortejos. Los usos y las costumbres del pueblo indio resultaban de lo más exótico para los griegos, empezando por su atavío. Un cronista escribía: «Físicamente, los hindúes son delgados. Son altos y mucho más ligeros de peso que otros hombres… Llevan pendientes de marfil (al menos los ricos), se tiñen la barba, unos del blanco más puro, otros de azul oscuro, rojo, púrpura o incluso de verde. Visten ropas de un lino que resulta sumamente luminoso, llevan una túnica que les llega hasta la pantorrilla y se cubren los hombros con un manto. Otros se lo enrollan en la cabeza». 
Destacaron también la longevidad, la frugalidad y la buena salud de los habitantes de algunas regiones que atravesaron, como el país de Musicano, que Onesícrito, el almirante de la nave, describió como si fuera una auténtica tierra de utopía por las condiciones ideales de que gozaban sus moradores. Pero no dejaron de recoger costumbres menos ejemplares, como el satí, la quema de las viudas en la pira funeraria de sus difuntos maridos, «honor» que a veces se disputaban varias de las esposas del muerto.
Pese a la gran distancia cultural entre el mundo indio y el helénico, los expedicionarios de Alejandro destacaron similitudes, sobre todo en el terreno religioso. Por ejemplo, creyeron hallar las huellas de Dioniso, el dios del vino, en la región de Nisa, en un monte llamado Meros, término que en griego significaba «muslo», justamente la parte del cuerpo en la que Zeus cosió el feto del dios tras la muerte de Sémele, su madre. Los griegos se apresuraron a organizar un sacrificio al dios: «Muchos oficiales de alto rango se adornaron con guirnaldas de hiedra y cayeron rápidamente en trance, poseídos por el dios, e invocaron la llamada de Dioniso, corriendo frenéticamente en desbandada». Si los indígenas aceptaron con gusto esta asimilación, que les garantizaba un trato benevolente por parte de los conquistadores, para Alejandro aquello era la confirmación de que estaba emulando las andanzas del dios por aquellas tierras y estableciendo su dominio sobre el mundo. 
La conquista de la India por Alejandro Magno sirvió para concienciar al monarca macedonio y a sus hombres de las enormes dimensiones del continente, que se extendía mucho más allá del punto hasta el que habían llegado y de lo que las especulaciones previas de los griegos suponían. Gracias a las conquistas y sus descubrimientos, la lejana India quedó mejor integrada en la representación griega del mundo, como se aprecia en el nuevo mapa del orbe trazado en el siglo III a.C. por Eratóstenes en la biblioteca de Alejandría y posteriormente ampliado por Tolomeo en el siglo II d.C. Pero a pesar de todos estos contactos, la India, aquella tierra ubicada en los confines del mundo, mantendría casi intacta su carga legendaria, un infinito bagaje de fantasías y fabulaciones que durante siglos seguirían asociándose con ella.

Para saber más

Grecia en la India. F. Wulff Alonso. Akal, Madrid, 2008.
La India en la literatura griega. M. Albadalejo Vivero. Universidad de Alcalá de Henares, 2005. 
Tierras fabulosas de la Antigüedad. F. J. Gómez Espelosín. Universidad de Alcalá de Henares, 1995.
 
Alejandro Magno y la conquista del nuevo mundo

Casi 2.400 años después de su muerte, Alejandro Magno continúa siendo un héroe incluso en los lugares que él mismo conquistó y sometió.

El mosaico de Issos
El mosaico de Issos, también conocido como mosaico de Alejandro Magno, es una copia romana de una pintura helenística conservada en la Casa del Fauno, en Pompeya. Representa la batalla de Issos, en especial la carga de los hetairoi de Alejandro guiados por su líder mientras los soldados de Darío III Codomano intentan proteger a su rey. Forma parte de la colección actual del Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.

La batalla del Gránico
Cuadro pintado por Charles le Brun en 1665 y que se encuentra expuesto en el Museo de Louvre, en París.

Alejandro y Poros
Cuadro de Charles Le Brun, pintado en 1673 que muestra a Alejandro y Poros durante la batalla del Hidaspes.

La familia de Darío ante Alejandro Magno
En la obra podemos observar a Hefestión señalando a Alejandro.
Obra de Justus Sustermans conservada en la Biblioteca Museo Víctor Balaguer

La batalla de Issos
Cuadro de Albrecht Altdorfer en el que se representa la batalla de Issos librada entre los macedonios, acaudillados por Alejandro Magno, y las huestes persas de Dario III.

La batalla de Issos
La batalla de Issos, esta vez representada por Jan Brueghel el Viejo y expuesta en el Museo del Louvre.
31 de octubre de 2013

La batalla del Gránico está en su momento más crítico. Frente a la caballería persa se alza el bosque de lanzas de las tropas macedonias. El viejo Parmenión, un general experimentado, ha aconsejado a Alejandro no precipitarse en la ofensiva contra las huestes enemigas. Aun así, el soberano arremete con temeridad contra los persas a lomos de su caballo. Es un joven rebosante de vigor que no conoce el miedo. Sus enemigos lo reconocen con facilidad por las dos largas plumas blancas que adornan su casco. Lucha sin pensar en sí mismo, con pasión y precisión asesina.
De pronto, en una junta de la coraza de Alejandro se aloja un dardo. No sufre herida alguna, solo se queda desconcertado un instante, pero basta para que dos jinetes persas se abalancen sobre él. Esquiva al primero; el segundo acerca el caballo hasta él por el flanco y blande su hacha sobre la cabeza del enemigo.
«Le rompió el penacho y la pluma de ambos lados, y aunque el casco aguantó bien y austeramente el golpe, el filo del alfanje tocó los primeros cabellos.» Con estas palabras describe el historiador griego Plutarco en su biografía de Alejandro Magno el dramatismo de este episodio crucial del año 334 a.C. El jinete persa se dispone a asestar el segundo golpe, pero un oficial macedonio llamado Clito el Negro se le adelanta y lo traspasa con la lanza. Con este gesto, Clito no solo salva la vida del joven rey macedonio, sino también su proyecto vital: la conquista y el sometimiento de Asia.
Filipo II, había convertido en el siglo IV a.C a la dinastía real macedonia en la fuerza militar más poderosa de Grecia
El triunfo en el río Gránico, en la actual Turquía, marcó el inicio de una campaña militar formidable que durante once años enfrentaría a los griegos contra los persas. Alejandro la llevó desde Grecia, la cuna de Europa, hasta el río Indo. A su término, sus guerreros habían recorrido más de 25.000 kilómetros y perdido un total de 750.000 hombres. Alejandro ordenaría quemar ciudades, saquear aldeas, crucificar hombres y violar mujeres, pero movido por su ambición de poder y una curiosidad insaciable también allanaría el camino al comercio con Oriente, difundiría la cultura griega y llevaría la civilización europea a tierras lejanas, fundando más de 70 ciudades. La Alejandría egipcia todavía hoy lleva su nombre; la Iskenderun turca y la Herat afgana siguen siendo en la actualidad importantes centros urbanos.

¿Qué debía de pasar por la cabeza del rey de los macedonios para que en 336 a.C. fraguara el proyecto de atacar precisamente Persia, el imperio más extenso y poderoso de la Antigüedad, cuyo territorio abarcaba desde el valle del Nilo hasta el Hindu Kush y cuyo tamaño centuplicaba el de su propio reino? La idea era un legado de su padre, Filipo II, quien en el siglo IV a.C. había convertido la dinastía real macedonia en la fuerza militar más poderosa de Grecia y había logrado dominar las ciudades-estado griegas de Atenas, Corinto y Tebas gracias a la Liga de Corinto. Con la adhesión de todos los griegos a un objetivo común, propuso una campaña de venganza contra los persas. Siglo y medio antes, en las guerras médicas, los «bárbaros» (denominación bajo la cual englobaban los helenos a quienes no hablaban griego) habían sometido las ciudades costeras griegas de Asia Menor y destruido la Acrópolis ateniense.
Pero Filipo fue víctima de una conjura y murió asesinado. Su hijo, con apenas 20 años, se convirtió en rey y jefe de la Liga de Corinto, y tomó el relevo del plan con entusiasmo.
Alejandro III nace en julio o en agosto del año 356 a.C. en la capital macedonia, Pella, en el norte de Grecia. Su madre, Olimpia, una princesa del reino de Molosia que afirma descender del héroe mitológico Aquiles, adora a su hijo. Su padre, que cuenta entre sus antepasados al legendario semidiós Heracles, procura al inteligente príncipe la educación más exquisita.
Por espacio de tres años el joven Alejandro se forma en retórica, geometría, literatura y geografía con el filósofo Aristóteles, quien lo instruye en el conocimiento de la epopeya homérica de la Ilíada. Ávido de saber, Alejandro estudia con empeño las hazañas de sus héroes Aquiles y Heracles y descubre a Océano, el río que en el mito homérico circunda el mundo y es origen de los dioses. Desde el Hindu Kush, le dice Aristóteles, podría contemplar el confín del mundo.
El rey es más bien bajo de estatura, pero atlético. Su cabello es ondulado, de color castaño con mechones rubios. Tiene el rostro lampiño y rubicundo, y posee un carisma arrollador. Ha heredado el carácter expeditivo y áspero de su padre, pero también su habilidad diplomática. De su lado oscuro, que se irá manifestando con creciente evidencia en desconfianzas y estallidos de ira –y al final en homicidios y asesinatos–, se dice que es legado materno.
Pocas figuras de la historia siguen generando opiniones tan encontradas como las referidas a Alejandro Magno
Si sabemos de Alejandro más que de otras figuras de la Antigüedad es gracias a la crónica que de su vida nos dejaron compañeros de armas y testigos de sus hazañas tales como Ptolomeo, Aristóbulo, Nearco o Calístenes. Este último, sobrino de Aristóteles, era el cronista oficial de la corte de Alejandro, y tal vez por ello sus encomiásticas descripciones deban ser leídas con reservas. La campaña militar y el reinado de Alejandro a buen seguro quedaron registrados en diarios que todavía en vida del protagonista se fueron transformando en todo un corpus de anécdotas, leyendas y mitos, hoy prácticamente perdido. En su momento, sin embargo, sirvió de fuente a cuatro historiadores antiguos: Diodoro, Curtio Rufo, Plutarco y, sobre todo, Arriano.
Pocas figuras de la historia siguen generando opiniones tan encontradas como las referidas a Alejandro. Ya en la Antigüedad se hablaba del rey (el adjetivo «Magno» se lo añadieron historiadores romanos del siglo II) con notables contradicciones. Diodoro lo presentaba como una persona que en poquísimo tiempo, y gracias a su inteligencia y valor, llevó a cabo hazañas propias de los semidioses griegos. Por el contrario, el filósofo Séneca, tutor del emperador Nerón, le llamaba desgraciado, vándalo, demente y despiadado, y lo comparaba con «las fieras [que causan] más estragos de los necesarios para calmar su hambre».
¿Qué impulso movía al joven y ambicioso rey? Probablemente algo que los textos antiguos llamaban pothos, el ansia o anhelo de catar lo inalcanzable y desconocido. Alejandro era un genio militar, aunque su temperamento desbordante solía inducirlo a correr riesgos innecesarios.
Le fascinaba la lucha de hombre a hombre, le embriagaba el éxito, deseaba emular y aun superar a los héroes de la mitología griega y, sobre todo, quería forjar un nuevo imperio.
Aquella sed de gloria e inmortalidad convivía en el macedonio con un pragmatismo sumamen­te realista. En palabras del historiador y arqueólogo alemán Hans-Joachim Gehrke, «el factor decisivo era aquel afán interior de intensa competencia con los héroes, un vínculo obsesivo con el mito tan difícil de comprender como concreto y racional en su aplicación».
En la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro marcha hacia el continente asiático, el rey persa Darío III dirige los destinos de un imperio que se extiende desde Egipto hasta la India y que abarca vastos territorios de Asia Menor, Mesopotamia y Persia. La campaña mi­­litar de una neófita Europa contra la veterana Asia es una de las más osadas de la historia, pero Alejandro la ha planeado al detalle. Sus fuerzas: 32.000 soldados de infantería y unos 5.500 de caballería, gastadores, ingenieros, bematistas (especialistas en medir distancias contando sus pasos), una unidad de propaganda, y también músicos, actores y eruditos. Como asesores en materia de estrategia, los libros de su biblioteca. En la Ilíada de Homero, comentada por Aristóteles, busca consejos de táctica militar. Conoce su libro de cabecera casi de memoria.
Alejandro era un retórico hábil, pero más que la palabra pura dominaba el arte del acto simbólico. Al cruzar el Helesponto (los Dardanelos), realizó en plena travesía una ofrenda al dios del mar, Poseidón. Poco después arrojó su lanza a la costa anatolia como símbolo de conquista y fue el primero en desembarcar ataviado con la armadura de combate, tal y como hiciera el héroe griego Protesilao en la marcha contra Troya. Precisamente Troya fue el primer destino al que se dirigió Alejandro; allí hizo una ofrenda a la diosa Atenea y honró las supuestas tumbas de Aquiles y Patroclo. De este modo vinculó de forma irreversible el mito de Troya y su campaña contra Persia.
El macedonio vence en el Gránico y se muestra generoso y compasivo. Permite que se entierre a los enemigos caídos, visita a los heridos y escucha sus relatos. Acto seguido «libera» de los persas las poblaciones costeras. Para ello tendrá que asediar Mileto; también Halicarnaso (la ac­­tual Bodrum) opone una prolongada resistencia.
Buscando por todos los medios una confrontación directa con el «rey de reyes» persa, Alejandro marcha desde el sur para internarse en Anatolia. Su general Parmenión conduce otra columna desde el oeste hasta Gordio, a unos 80 kilómetros de la actual Ankara, escenario de la famosa leyenda del nudo gordiano.
En la ciudadela de Gordio se guardaba el carro que el rey frigio Gordias ofreció a Zeus en señal de agradecimiento por haber sido elegido fundador de la ciudad. Gordias había atado al carro la lanza y el yugo con un nudo inextricable. Según la profecía, quien lograse desatarlo reinaría sobre Asia entera. Lo que otros habían intentado en balde lo consiguió Alejandro con un solo gesto, cortando el nudo con la espada. Otra versión de la historia dice que Alejandro descubrió que para desatar el nudo bastaba con tirar del perno existente entre la lanza y el yugo. «No es más que una invención para dar color a la historia –afirma Gehrke–, pero la leyenda del nudo gordiano muestra qué imagen de Alejandro imperaba.»
Los macedonios hacen un prolongado alto antes de reponer provisiones y llegar hasta Tarso, a orillas del Mediterráneo, salvando las Puertas de Cilicia. Hace ya tiempo que Darío ha comprendido el peligro que representa el joven comandante. Reúne un poderosísimo ejército de 100.000 hombres y se enfrenta a Alejandro en la antigua ciudad costera de Issos.
Limitan el campo de batalla las montañas a un lado y el Mediterráneo al otro. Darío despliega su caballería en el flanco litoral, que ataca el ala de los helenos. La temida falange de Alejandro ocupa el centro con su bosque de lanzas de cinco metros mientras él en persona arremete al frente de la caballería de élite contra las huestes persas, entre las que se encuentra Darío en su carro de guerra, rodeado de su guardia personal. Cuando los persas intentan ejercer presión sobre la falange, se abre un hueco por el que Alejandro penetra rápidamente. Avanzando en combate, consigue acercarse tanto a Darío que el persa emprende la huida, con catastróficos resultados sobre la moral de sus combatientes. La batalla está decidida.
La victoria de Issos amplificó la fama de Alejandro tanto como socavó la autoridad y el poder del rey persa
Tras el combate, cayeron en manos macedonias la madre, la esposa y los hijos del soberano persa, aparte de todo el séquito real y la tesorería imperial de Damasco. Con ella Alejandro pagó la soldada a sus tropas y fundó su primera ciudad: Alejandreta, la actual Iskenderun.
Entre tanto, Darío le hizo llegar una propuesta: cedería a Alejandro todo el territorio hasta el río Hali (el actual Kizilirmak turco) a cambio de la liberación de su familia. El orgulloso macedonio la rechazó.
La victoria de Issos amplificó la fama de Alejandro tanto como socavó la autoridad y el poder del rey persa. Sin embargo, en vez de dar caza a su adversario, el macedonio procedió a conquistar Palestina y Fenicia, una estrecha franja de la costa mediterránea oriental, desde donde continuó su avance hacia Egipto. Su fama lo precedía hasta tal punto que las ciudades fenicias y la armada persa se le rindieron sin presen­tar batalla. Solo Tiro y Gaza se resistieron.
Tras siete duros meses de asedio, Tiro sufrió un brutal castigo: los hombres fueron masacrados (los últimos 2.000 supervivientes, crucificados a lo largo de la costa); las mujeres y los niños, vendidos como esclavos. Parecida suerte corrió Gaza. Batis, su gobernador persa, fue atado a un carro y arrastrado hasta morir por orden de Alejandro. El macedonio entró en la ciudad en calidad de conquistador.
Darío envió entonces una segunda propuesta: Alejandro reinaría hasta el Éufrates con el mismo rango de un rey de reyes persa; además recibiría una ingente cantidad de oro y a una de las hijas de Darío en matrimonio, todo a cambio de liberar a la familia real y poner fin a la contienda.
En 332 a.c. el ejército macedonio llega a Egipto, antes un reino poderoso y en aquel mo­­mento también bajo dominio persa. Alejandro, como buen griego, siente una profunda atrac­ción por la antiquísima civilización del Nilo.
Como quiera que los dominadores persas no son queridos en Egipto, el macedonio se hace con el control del país de los faraones en un paseo triunfal. Con todo, los sacerdotes de Menfis le dan a entender que debe rendir culto al panteón egipcio si pretende ser faraón, consejo que Alejandro decide seguir. En enero de 331 a.C. funda a orillas del Mediterráneo la ciudad de Alejandría, destinada a ser en los siglos posteriores una gran metrópoli cultural y cruce de caminos entre Europa, África y Asia.
Antes, sin embargo, Alejandro recorre acompañado de un reducido séquito más de 400 kilómetros por el abrasador desierto Líbico rumbo al oasis de Siwa para consultar uno de los orácu­los más destacados del mundo helénico, el del templo de Zeus-Amón, que se refiere a él como hijo de dioses. La peregrinación a Siwa y el dictamen del oráculo consolidaron la imagen del brillante estratega como faraón egipcio y hegemón griego. «Quien descendía de Heracles y Aquiles y vivía y competía con ellosdice Gehrke–, también podía tenerse a sí mismo por un héroe y un semidiós, y por ende buscar la aquiescencia de una respetadísima autoridad religiosa.»
En Egipto, Alejandro se presentó como un soberano racional dispuesto a respetar la religión y las tradiciones locales, y como tal fue aceptado. Pero prosiguiendo en su empeño por someter al Imperio persa, en abril del año 331 a.C. los macedonios regresan a Tiro, cruzan el valle de la Becá y alcanzan el río Éufrates, y a continuación atraviesan Asiria hasta el Tigris: cerca de 2.500 kilómetros en apenas seis meses.
Darío ha reunido unos 200.000 hombres al este del Tigris y elige como campo de batalla la llanura de Gaugamela. Llega la confrontación.
El 1 de octubre de 331 a.C. se ven las caras los casi 50.000 hombres de Alejandro y un ejército persa cuatro veces mayor. Es una lucha desigual. Así y todo, una vez más Alejandro percibe una fisura entre las alas derecha y central de los persas, y también una vez más se aventura con un ataque directo. Ni los carros falcados, ni los elefantes de guerra ni la abrumadora superioridad numérica del adversario logran detener su estrategia, que será considerada en adelante como una obra maestra de la táctica militar.
Alejandro es proclamado «rey de Asia»​
Su temerario ataque contra Darío desconcierta a las huestes asiáticas. Al comprender que tiene al enemigo prácticamente encima, el persa sale huyendo, igual que hizo en la batalla de Issos (una escena inmortalizada con gran dramatismo en el célebre mosaico alejandrino de Pompeya, si bien los historiadores están divididos a la hora de identificar el escenario como Gaugamela o Issos). Cuando la noticia de la ignominiosa huida de Darío llega a los soldados persas, el ejército se desbanda.
De esta contienda se habla en una de las contadas fuentes ajenas al universo griego, una tablilla con escritura cuneiforme en la que se recoge el desarrollo de los acontecimientos con concisión y sobriedad: «El día de este mes cundió el pánico en el campamento militar... Guerrearon y los griegos infligieron una derrota a los persas. [Perecieron] oficiales importantes. Él [Darío] dio la espalda a su ejército […] Se retiró al país de los guti». En el mismo campo de batalla, Alejandro es proclamado «rey de Asia».
El camino a Babilonia, la espléndida ciudad en el corazón del mundo entonces conocido, quedó libre después de Gaugamela. Apenas seis años después del inicio de la campaña, con cerca de 9.000 kilómetros a sus espaldas, Alejandro y sus hombres franquearon la puerta de Ishtar, que hoy puede admirarse en el Museo de Pérgamo de Berlín.
Todo cuanto los macedonios habían visto hasta entonces palideció ante la metrópoli del mundo antiguo que albergaba milenios de historia y civilización, un lujo inimaginable, una arquitectura formidable, jardines y palacios fastuosos. Alejandro contempló admirado los templos y muros titánicos y la red viaria de ingenioso diseño. No hubo saqueos ni masacres. La capital del mundo se sometió sin oponer resistencia.
Concedió a sus hombres cinco semanas de permiso, pero pronto la sed de exploración volvió a inflamarse en el rey, junto al propósito de capturar de una vez por todas al fugitivo Darío. Hasta que no estuviera en sus manos, Alejandro no sería su sucesor legítimo.
En Susa, una de las residencias reales, Alejandro ascendió oficialmente al trono persa tras una capitulación incruenta. Persépolis fue saqueada e incendiada. El «rey de Asia» peregrinó mientras tanto a las tumbas de los reyes de reyes e hizo una ofrenda en la de Ciro el Grande.
Retomó después la persecución de Darío, pero llegaría demasiado tarde. Bessos, uno de los hombres del soberano persa, lo había hecho ejecutar. Ante el cadáver de su enemigo, Alejandro lo cubrió con su propio manto real y ordenó que se le enterrara con todos los honores junto a los otros reyes de reyes, Ciro, Darío I y Jerjes I. Quiso simbolizar así que se consideraba a sí mismo heredero de los soberanos persas.
«Hace tiempo que Alejandro ya no se identifica como el adalid de una guerra de venganza griega –afirma Gehrke–, sino como un soberano del Imperio persa que respeta las tradiciones autóctonas. Ahora que se considera el legítimo rey de reyes y desea ser reconocido como tal, llamará a los persas a la venganza contra el regicida Bessos. Sus huestes griegas se horrorizarán: ¿acaso de repente deberán pelear al lado de los “bárbaros”?»
Las batallas y conquistas que culminaron con la entrada en Babilonia, Susa y Persépolis fueron, pese a las penurias y las bajas, una sucesión de aventuras audaces y triunfos deslumbrantes. El mundo fue testigo de la imbatibilidad del ejército macedonio y vio en su comandante un héroe sobrehumano. Pero lo que ocurriría entre 330 y 326 a.C. e inmediatamente después arrojaría una luz muy distinta sobre la figura de Alejandro y su campaña.
La persecución de Bessos y las posteriores expediciones llevaron a las tropas helenas hasta la costa meridional del mar Caspio y otras regiones aún más remotas de cuya existencia pocos de ellos tenían noticia: pisaron los actuales Afganistán, Turkmenistán y Uzbekistán. Alejandro ya no libraba grandes batallas victoriosas, sino que sus tropas se desgastaban en una guerra de guerrillas. El «imperialismo alejandrino», como llamó el célebre historiador austríaco Egon Friedell a su ambición de dominar el mundo, se acercaba a su fin, e incluso entre las propias filas de Alejandro surgieron resistencias. Muchos griegos fueron distanciándose de su rey, a quien reprochaban su excesiva debilidad por las costumbres orientales, de las que ellos abominaban.
Alejandro acusó de conspirador y ajustició a Filotas, hijo de su veterano general Parmenión, a quien también haría ejecutar. Uno y otro eran orgullosos macedonios, seguramente poco entusiastas de una fusión entre Oriente y Occidente. Tampoco veían con buenos ojos los macedonios que Alejandro adoptase la indumentaria del rey de reyes e impusiese la prosquinesis, el ritual de saludo tradicional de los persas.
Alejandro puso gobernadores leales al frente de varias provincias y fundó ciudades tales como la Alejandría de Aria (actual Herat) y la Alejandría de Aracosia (actual Kandahar).
Los 16 días de marcha que exigía atravesar el paso de Khawak, a casi 4.000 metros de altitud, se convirtieron en un tormento en la primavera del año 329 a.C. La caravana militar se extendía más de 25 kilómetros a lo largo de un sendero sinuoso de pendiente infinita. Hacía un frío glacial. La nieve se acumulaba por doquier. Los soldados sacrificaban las bestias de tiro, pero no había leña con la que hacer fuego y tenían que comer la carne cruda. Desfallecidos, llegaron por fin al reino de Bactriana, que capituló sin oponer resistencia.
Apenas habían comenzado a recobrarse cuando reemprendieron una marcha todavía más atroz: 80 kilómetros a través de un desierto de dunas móviles y arenas movedizas hasta el río Oxus, el actual Amu Darya. El rebelde Bessos lo había cruzado en su huida y quemado todas las naves. Para atravesarlo, los macedonios tuvieron que construir balsas. En la Sogdiana la fortuna volvió a sonreír a Alejandro: en el verano de 329 a.C. Bessos fue capturado y entregado por sus propios aliados. El rey ordenó que le cortaran la nariz y las orejas, y que lo crucificaran. Vengada así la muerte de Darío, Alejandro era ya el soberano indiscutido de Persia.
Pero la victoria fue engañosa. Los sogdianos pronto se levantaron contra él e indujeron a las fuerzas alejandrinas a una guerra de guerrillas que se prolongaría más de un bienio. En el verano de 328 a.C. se produjo en Maracanda -actual Samarcanda- una acalorada discusión entre Alejandro y Clito. Desinhibido por el alcohol, este criticó la divinización del nuevo rey de reyes. El tono fue subiendo y, cegado por la ira, Alejan­dro traspasó con la lanza al hombre que seis años antes le había salvado la vida en el Gránico, una muerte que lamentaría profundamente.
En 327 a.C. el conquistador pudo finalmente regresar a Bactra (Balj). Ese mismo año desposó a Roxana, como una maniobra para ganar el favor de los sogdianos o tal vez por el amor que el griego sentía por la joven princesa.
Los hombres de Alejandro, cada vez más heridos en su orgullo patrio ante el creciente des­potismo del rey, se rebelaron contra él. Tras el fracaso de una conjura organizada por sus pajes, Alejandro tomó represalias y mandó ejecutar también a Calístenes, el cronista oficial de la corte, rompiendo la amistad con Aristóteles. El rey no solo vio menguados sus ejércitos, sino que cada vez eran menos sus compañeros leales. No le temblaba la mano si para lograr sus objetivos tenía que derramar sangre, aunque fuese la de sus allegados. «Poseía la vehemencia y la cruel indiferencia del romántico hacia la vida; era también un hombre rebosante de ambición apasionada que veía en lo desconocido una gran aventura –escribió el historiador británico Robin Lane Fox–. No creía en lo imposible
Es el último gran combate de Alejandro, y en él despliega una vez más su genio militar
El año 326 a.c. Alejandro se pone de nuevo en marcha con las miras puestas en la India. Es una empresa sangrienta: la resistencia surge por doquier. Su ejército arrasa sin piedad, sobre todo en las regiones montañosas. Alcanzan el Punjab, la región de los cinco ríos. Allí, en la margen del río Hidaspes, el rey indio Poros aguarda con más de 80 elefantes de guerra en impresionante formación de batalla.
Es el último gran combate de Alejandro, y en él despliega una vez más su genio militar. Para engañar a Poros, dispone a sus hombres por toda la margen del río y enciende numerosas fogatas como si se aprestara al combate. Esa noche cruza el Hidaspes unos 27 kilómetros aguas arriba y ataca al rey indio por el flanco. Cuando entre los elefantes cunde el pánico, al ordenar Alejandro que se liquide específicamente a los mahouts (los portadores de los elefantes), Poros tiene que rendirse. Ya hecho prisionero, Alejandro le pregunta cómo quiere ser tratado. Poros responde con orgullo: «Como rey». Y así fue: Alejandro le permitió seguir al frente de su reino con la condición de que le jurase lealtad.
Poco después de la batalla Alejandro pierde a su compañero más fiel: Bucéfalo, el caballo que lo había acompañado desde niño. Para honrarlo funda a orillas del Hidaspes la ciudad de Bucéfala.
Alejandro desea continuar hasta el río Ganges, pero el Punjab carece de las vías que habían facilitado su avance en Persia y Mesopotamia. Es la época del monzón y las tropas marchan con enorme dificultad. Exhaustos por la lluvia incesante, heridos tras la encarnizada batalla del Hidaspes, los hombres se niegan a cumplir las órdenes de su idolatrado comandante. Finalmente, a orillas del río Hifasis (actual Beas), Ale­jandro llega a su fin del mundo.
El rey se retira tres días a su tienda, igual que hiciera su emulado Aquiles. Después, resignado, conduce a sus hombres de regreso a Bucéfala. Construyen embarcaciones para navegar por el Indo abajo, pero no hay suficiente espacio para todos. Los soldados se ven obligados a llegar a la desembocadura como buenamente pueden.
Una vez más, despierta en Alejandro la sed de conquista. Marcha con sus hombres en una travesía atroz bajo el húmedo calor tropical. La malaria y la disentería hacen estragos entre los combatientes. Tigres, serpientes, insectos venenosos. Pero lo peor de todo son los ataques de los pueblos rebeldes de la región del Indo, a quienes Alejandro responde crucificando y aniquilando. Cuando en el verano del año 325 a.C. vuelve el monzón, Alejandro alcanza por fin la desembocadura del Indo. Desde allí zarpa el «rey de Asia», ofreciendo libaciones a los dioses.
Desde ese momento el camino sería siempre de retorno. Una parte del ejército, comandada por el general Crátero, puso rumbo noroeste para regresar directamente a Persia. Otra, con la misión de explorar la vía marítima, recorrió la costa en una flota capitaneada por Nearco. El grueso del contingente, sin embargo, siguió con Alejandro la ardua ruta que cruza las montañas de Makran. La marcha, a través de abrasados desiertos salinos y rocosos, fue una catástrofe. Cuando en diciembre del año 325 a.C. los destrozados supervivientes del ejército de Alejandro llegaron a la avanzadilla persa de Pura (actual Iranshahr), de los 60.000 que habían partido del Indo solo quedaban 15.000.
En la primavera de 324 a.C. tuvieron lugar en Susa grandes festejos, celebrados no solo para tratar de olvidar las penalidades pasadas y a los compañeros perdidos, sino también y sobre todo para fortalecer el vínculo entre griegos y persas, para propiciar la mezcla de ambos pueblos. Alejandro casó a 80 de sus generales y allegados con mujeres de la aristocracia persa; asimismo legitimó un gran número de niños fruto de las relaciones de sus soldados con mujeres orientales. Los fastos, en los que intervino el buen hacer de actores, narradores, danzarines y prestidigitadores indios, se prolongaron cinco días. Alejandro desposó a la primogénita de Darío III y a otra mujer del clan del monarca Artajerjes III.
Alejandro nombró visir a su mejor amigo, Hefestión, y a Ptolomeo lo nombró catador, un cargo clásico de la corte de un rey de reyes persa. Macedonios y griegos tenían la sensación de que su rey se alejaba cada vez más de ellos para abrazar los usos y costumbres de los «bárbaros». Cuando en la ciudad de Opis, a orillas del Tigris, Alejandro anunció el regreso a Macedonia de gran parte de sus efectivos, sus hombres se amotinaron. Una vez más, empero, su capacidad de persuasión se impuso. Al final regresaron más de 11.000 griegos.
La buena estrella de Alejandro pierde brillo irremisiblemente en otoño de 324 a.C., cuando en Ecbatana muere de forma inesperada Hefestión, su compañero de siempre y fiel hombre de confianza (y hay quien dice que también amante, algo nada insólito en la sociedad griega). Alejan­dro lo llora sin consuelo. Deja de comer días enteros, manda crucificar al médico que lo había atendido e incinera a su amigo en un podio colosal. De nuevo el mito de la Ilíada: así honró Aquiles a Patroclo.
En la primavera de 323 a.C. Alejandro regresa a Babilonia. En apenas un decenio el joven resplandeciente se ha convertido en un señor de la guerra endurecido, cubierto de cicatrices, atormentado por el dolor de viejas heridas, marcado por la pérdida de los amigos y las humillaciones sufridas. Pero el mundo sigue admirando su figura, sus hazañas, sus éxitos. Ha instaurado un arquetipo de liderazgo en el que algún día se verán reflejados César, Augusto y Napoleón Bonaparte. Zares, káiseres, papas y obispos llevarán su nombre.
Su afán de traspasar fronteras y su ambición de poder no perdieron un ápice de intensidad. Pronto Alejandro estaría planeando su próxima campaña militar, esta vez a Arabia. También miraría hacia Cartago y Roma.
No está claro si Alejandro sucumbió a la malaria o fue envenenado
Pero el fin llega sin anunciarse. «Después de una vida tan plena de misterios –escribe Lane Fox al biografiarlo–, una muerte anodina habría sido imperdonable.» Tras dos banquetes donde el alcohol corre a raudales, el estratega cae enfermo. La fiebre se apodera de él hasta devorarlo. El 10 de junio de 323 a.C., un mes antes de cumplir 33 años, muere en Babilonia Alejandro III de Macedonia, el «rey de Asia», autoproclamado hijo de Zeus, el gran conquistador.
No está claro si sucumbió a la malaria o fue envenenado. «Quizás una simple gripe o cualquier proceso infeccioso bastase para acabar con un organismo ya muy debilitado por la sucesión de sobreesfuerzos», especula Rupert Gebhard, experto en la figura del rey macedonio.
Dicen que en su lecho de muerte Alejandro legó su imperio «al más digno». Pero ese hombre no existía. Los suyos abandonaron la idea de la fusión de los pueblos poco después de que el conquistador muriera. Durante décadas se disputaron su legado, un vasto imperio que se de­­sintegró en un abrir y cerrar de ojos.
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Nuevas pistas sobre el difunto de Anfípolis

Las autoridades griegas han difundido imágenes de las pinturas murales del tercer espacio funerario y han anunciado el hallazgo de monedas con la efigie de Alejandro Magno


Anfípolis
Pintura mural en la que aparece un toro flanqueado por un hombre y una mujer.
© HELLENIC MINISTRY OF CULTURE AND SPORTS

Anfípolis
Figura que se asemeja claramente a un toro.
© HELLENIC MINISTRY OF CULTURE AND SPORTS

Anfípolis
Los colores originales se conservan vagamente en el tocado y en el vestido de la figura femenina.
© HELLENIC MINISTRY OF CULTURE AND SPORTS

Anfípolis
La figura del hombre, con el brazo derecho levantado.
© HELLENIC MINISTRY OF CULTURE AND SPORTS

Anfípolis
Figura alada con el cuerpo dirigido hacia una caldera con un trípode.
© HELLENIC MINISTRY OF CULTURE AND SPORTS

El Ministerio de Cultura de Grecia difundió ayer las primeras imágenes de las pinturas murales halladas recientemente en los arquitrabes del tercer espacio funerario de la tumba de Anfípolis, al norte de Grecia. Las pinturas, que se encuentran claramente deterioradas por la humedad y el paso del tiempo, representan figuras humanas y animales. En una de las composiciones destaca un toro flanqueado por un hombre y una mujer. En otra aparecen urnas y figuras aladas, una de ellas con el cuerpo dirigido hacia una caldera con un trípode. Los colores originales se conservan vagamente en el tocado y en el vestido de la figura femenina. 
En la rueda de prensa convocada el pasado sábado se trataron diversos temas de interés. Los investigadores aún no saben si el esqueleto hallado pertenece a un hombre o a una mujer. La mayor parte del mismo yacía en el interior de la fosa, mientras que el cráneo, la mandíbula inferior y algunos huesos se encontraban desperdigados alrededor. Nada es imposible, respondió Katerina Peristeri, la directora de las excavaciones, acerca de la posibilidad de que sean los restos mortales de Alejandro Magno. De hecho, en la tumba de Anfípolis han aparecido unas monedas con la efigie del legendario rey de Macedonia, que murió en la lejana Babilonia en el año 323 a.C. Por otro lado, se han hallado restos de cerámica pintada del siglo IV a.C. Son tantos los trozos de cerámica que no los hemos podido ni contar, afirmó Peristeri. 
Una de las prioridades de las excavaciones consiste en el apuntalamiento de las estructuras. Al menos diez piezas del tejado se desprendieron cuando el equipo arqueológico intentó acceder a la tercera cámara. El rostro de una de las cariátides sufrió una mutilación como consecuencia de un desprendimiento en tiempos remotos. Las autoridades también explicaron que en su origen el monumento debió de estar abierto al público, pero parece ser que fue saqueado en época romana y entonces fue sellado. Los trabajos arqueólogicos en la colina de Kasta se interrumpieron durante años porque nadie contaba con nuevos hallazgos. En cambio, el saber popular parecía indicar lo contrario, pues los aldeanos se refirieron siempre a este lugar como la tumba de la reina
 
NATIONAL GEOGRAPHIC
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
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