lunes, 19 de marzo de 2018

ESPAÑA : HISTORIA .- NATIONAL GEOGRAPHIC .- ¡Viva la Pepa! 1812, las Cortes de Cádiz y la primera Constitución Española .- Fernando VII, el rey que derogó la Constitución de 1812 .- Juan Martín Díez, el Empecinado .- El Trienio Liberal, el pronunciamiento del general Riego .- Napoleón Bonaparte, el emperador de España... ....

Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., la Revista National Geographic, ha elaborado un amplio reportaje de lo que fue: La primera constitución española, que se llevó a cabo el Cádiz el 19 de marzo de 1,812; fue el acontecimiento político más importante en la península ibérica, que forjó el nacimiento de la cimiente en la independencia de América, se pretendió desterrar para siempre el poder absolutista y se implantó la libertad, cuyos líderes se les llamó : "los liberales".
Lamentablemente, este hecho histórico en España, solo duró hasta mayo del 1814, que con regreso del Rey Fernando VII, declaró nula la constitución y todas las leyes promulgadas hasta esos momentos, y  disolvió las cortes. España retrocedió una vez más con la restauración del poder absoluto del rey.
Igualmente nos referimos a Juan Martín Díez llamado  "el empecinado", que luchó contra la invasión francesa, pero como fue un convencido liberal, murió en la horca condenado por el Rey Fernando VII.
También nos referimos al Trienio Liberal:  El gran protagonista del alzamiento de 1820 fue el teniente coronel Rafael del Riego, que se levantaron contra el absolutismo, incluso lograron hacer jurar al Rey FernandoVII, bajo la Constitución, que mas fue algo hipócrita, que terminó con la invasión de un ejército francés por orden de las potencias europeas absolutistas que decidieron cortar de raíz cualquier intento liberal.
Y finalmente una referencia sobre la invasión francesa sobre España, que tuvo que dirigida por el mismo Napoleón Bonaparte, que gracias a su superioridad en armas, estrategia y pericia militar doblegó a los españoles, pero como la política europea con potencias enemigas(amigas) como Austria, Rusia, que no eran amigas ni aliadas, se tuvo que abandonar todo lo ganado en España y regresar a Francia, para preparar de nuevo las tropas para la nueva guerra contra Austria y Rusia.

http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/viva-la-pepa-1812-las-cortes-de-cadiz-y-la-primera-constitucion-espanola_10223/1
http://www.nationalgeographic.com.es/historia/actualidad/fernando-vii-murio-hace-180-anos_7646
http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/empecinado-guerrillero-martir-contra-invasion-napoleon_11247
http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/napoleon-bonaparte_8359
Con casi toda la Península ocupada por Napoleón, y bajo las bombas de los franceses, se celebraron en Cádiz unas Cortes destinadas a cambiar el rumbo de la historia de España

Constitución de la Pepa. Cádiz, 1812
1810 - Reunión de las Cortes Extraordinarias en la Isla de León. Se forma una comisión para preparar el proyecto de Constitución.
1811 - Las cortes se trasladan a Cádiz desde la Isla de León. El 6 de agosto se aprueba el decreto por el que es abolido el régimen señorial.
1812 - El 19 de marzo se promulga la Constitución. Se aprueba el decreto sobre la formación de ayuntamientos y diputaciones provinciales.
1813- Se publica el decreto por el que el Tribunal de la Inquisición es declarado incompatible con la constitución aprobada en el año 1812.
1814- Traslado de las Cortes a Madrid. Fernando VII regresa a España y decreta la supresión de todo lo aprobado por las Cortes, que son disueltas.
Foto: Gtres
 
Constitución de la Pepa. Cádiz, 1812
Aunque algunos diputados de Cádiz afirmaban que la constitución de Cádiz era un retorno a las libertades de la España medieval, aplastadas por el absolutismo desde el siglo XVI, en realidad su principal fuente de inspiración fue la Constitución francesa de 1791. Los postulados de la Constitución de 1812 fueron, por ello, muy radicales para la época, en particular el de atribuir el poder legislativo a una asamblea nacional, excluyendo todo senado aristocrático y limitando el poder real de veto.
Foto: Gtres
 
¡Viva la Pepa!
«¡Viva la Pepa!» Este óleo de Salvador Viniegra, pintado en 1912, recrea el momento en que las Cortes de Cádiz promulgan la Constitución de 1812. Museo Histórico Municipal, Cádiz.
Foto: Gtres

Monumento a las Cortes de Cádiz
Fruto del Arquitecto Modesto López Otero y del escultor Aniceto Marinas, en la plaza de España de la capital gaditana se encuentra este monumento conmemorativo de la Constitución de 1812 y el sitio francés a la ciudad de Cádiz. En representación de la ausencia del monarca,  gobierna el centro de la plaza un sillón presidencial vacío, circundado por un hemiciclo jalonado de diversas inscripciones. En bronce, custodiando ambos flancos se encuentran las figuras ecuestres de la guerra y la paz. En la cúspide, sobre un pilar de 32 metros, cuatro figuras alegóricas sostienen el código de la Constitución, representada como un libro abierto. A sus pies, símbolo de la Constitución, una matrona vestida con larga túnica, en cuya diestra sostiene la ley escrita y a siniestra una espada. A sus costados, respectivamente a derecha e izquierda 2 grupos escultóricos representan a la ciudadanía y a la España agrícola, así como, con igual correspondencia los autorrelieves conmemoran La Junta de Cádiz en 1810 y la Jura de la Constitución.
Foto: Gtres

Promulgación de la Constitución de 1812 en Cádiz
Azulejos en la plaza de España en Sevilla.
Foto: Gtres

Constitución de 1812
Edición del texto en discos de papel. Museo Histórico Municipal de Cadiz
Foto: Gtres
17 de marzo de 2016
 
¡Viva la Pepa! 1812, las Cortes de Cádiz y la primera Constitución Española
A las nueve de la mañana del 24 de septiembre de 1810, un centenar de diputados, en representación de todas las ciudades y provincias de España, se congregaron en el ayuntamiento de la Isla de León (la actual ciudad de San Fernando, adyacente a Cádiz). Salieron en comitiva hasta la iglesia parroquial, donde el cardenal arzobispo de Toledo, Luis de Borbón, celebró una misa. Acto seguido, se preguntó a cada uno de los diputados: «¿Juráis la santa religión católica apostólica romana sin admitir otra alguna en estos reinos? ¿Juráis conservar en su integridad la nación española y no omitir medio alguno para libertarla de sus injustos opresores? ¿Juráis desempeñar fiel y legalmente el encargo que la nación ha puesto a vuestro cuidado, guardando las leyes de España, sin perjuicio de alterar, moderar y variar aquellas que exigiese el bien de la nación? Si así lo hiciereis, Dios os lo premie, y si no, os lo demande».

Todos los diputados presentes juraron afirmativamente, a pesar de algún tímido reparo planteado previamente a la ceremonia. Acabados los actos religiosos, los regentes y los diputados se trasladaron al salón de Cortes, situado en el teatro Cómico de la Isla de León. El presidente del Consejo de Regencia pronunció un breve discurso; así quedaban inauguradas las Cortes generales y extraordinarias, la asamblea que pasaría a la historia con el nombre de Cortes de Cádiz.

El mismo 24 de septiembre, las Cortes aprobaron su primer decreto, en el que los diputados se proclamaban representantes de la nación española y afirmaban que en ellos residía la soberanía nacional, reservándose el poder legislativo en toda su extensión. Era una decisión revolucionaria, con la que las Cortes despojaban al monarca de su poder absoluto y sentaban las bases de un régimen constitucional, el primero de la historia de España. Todo había comenzado dos años antes, en 1808, con la entrada en la Península de los ejércitos de Napoleón, emperador de Francia. La invasión inesperada provocó un verdadero colapso de las estructuras del régimen absolutista; todo el entramado político de la monarquía borbónica se vino abajo, empezando por el rey, Fernando VII, que se encontraba retenido en Francia por Bonaparte.
En esta situación de vacío de poder, mientras se producían los primeros enfrentamientos entre los soldados franceses y la gente del país, se formaron de manera casi inmediata juntas de gobierno, locales y provinciales, que se organizaron, a su vez, en juntas supremas (regionales). En septiembre de 1808 se creó la Junta Central, integrada por treinta y seis vocales de las juntas provinciales. Se instaló en Aranjuez, pero, en diciembre de aquel año, ante el avance de las tropas de Napoleón, se retiró a Sevilla.

Se constituyen las Cortes

Ante la ausencia de Fernando VII, los españoles, a través de todo este sistema de juntas, se habían dado un gobierno con la misión de coordinar la resistencia contra los franceses. Para algunos se trataba de una situación de emergencia y todas las juntas tenían carácter provisional mientras el rey no pudiera volver a España y recuperar su pleno poder. Pero otros pensaban que aquella era una oportunidad para crear un nuevo sistema de gobierno, más justo y más representativo que el régimen absolutista de los reyes borbónicos. Soñaban con aprovechar la guerra contra Napoleón para hacer en España una revolución política como la francesa de 1789. Fue así como surgió la reivindicación de convocar las Cortes.

La institución de las Cortes se remontaba a la Edad Media, cuando en cada uno de los reinos de la Península existían asambleas en las que estaban representados los tres estamentos de la sociedad: el clero, la nobleza y las ciudades. Las Cortes aprobaban leyes y a veces se enfrentaban al poder de rey. Sin embargo, desde el siglo XVI habían entrado en franco declive como consecuencia del afianzamiento del poder absoluto de los monarcas, y en el siglo XVIII o habían desaparecido o se convocaban en ocasiones muy contadas. Ahora, muchas voces se alzaban para exigir que se restablecieran aquellas Cortes con todas sus prerrogativas. Aunque, en realidad, más que resucitar una institución medieval lo que querían era crear una asamblea nacional que asumiera toda la soberanía, como había sucedido en Francia en 1789.
En abril de 1809, un miembro de la Junta Central, Lorenzo Calvo de Rozas, propuso formalmente convocar las Cortes, con el objetivo de establecer una «Constitución bien ordenada». Los defensores del absolutismo recelaban de la iniciativa, dado que se pretendía convocar unas Cortes en ausencia del monarca, algo sin precedentes, mientras que los liberales esperaban que la asamblea sirviera para introducir las reformas que necesitaba el país y cambiar así el rumbo de la historia de España. El 22 de mayo de 1809, la Junta Central aprobó la propuesta de Calvo de Rozas y durante los meses siguientes debatió cuál debía ser el sistema de elección de los diputados.

Liberales y absolutistas

En enero de 1810, los acontecimientos se precipitaron. Invadida Andalucía por los franceses y con el ejército español disperso y en retirada, la Junta Central abandonó Sevilla y se trasladó a la Isla de León, que enseguida se convertiría en baluarte de la resistencia española contra el invasor. Allí, los poderes de la Junta fueron traspasados a un Consejo de Regencia, que asumió, no sin reticencias, la convocatoria de Cortes tal y como estaba planteada. La apertura de la asamblea tuvo lugar finalmente en septiembre de 1810, en el teatro Cómico de la Isla de León. En esos momentos, Cádiz padecía una epidemia, quizá de tifus, que no fue a mayores; pasado el peligro, desde enero de 1811, las Cortes se trasladaron a Cádiz y se instalaron en la iglesia de San Felipe Neri.
El número de diputados que asistieron a las Cortes de Cádiz fue variable: en la sesión inaugural hubo unos cien, 185 firmaron la Constitución y 223 se encontraban en la sesión de clausura de las Cortes Extraordinarias. Procedían de toda España y hasta de América, pues las Cortes pretendieron dar los mismos derechos a los españoles del Nuevo Mundo; eso sí, ante las dificultades para la elección o el traslado de los elegidos a Andalucía, muchos fueron sustituidos por naturales de sus provincias que en aquellos momentos se encontraban en Cádiz. La mayoría eran eclesiásticos, abogados y funcionarios.
En 1810, las Cortes decretaron la libertad de imprenta, y el final de la censura dio paso a acaloradas discusiones en cafés y tertulias
Entre los diputados se formaron enseguida dos grandes grupos ideológicos: los partidarios del absolutismo y del viejo orden tradicional, llamados por sus enemigos «serviles» –diputados como Blas de Estolaza y Lázaro de Dou– y los liberales, partidarios de reformar la sociedad del Antiguo Régimen, representados por políticos brillantes como Agustín Argüelles, Diego Muñoz Torrero, el conde de Toreno y José María Calatrava. En realidad fueron estos últimos, los liberales, quienes llevaron la voz cantante, ayudados por el ambiente que se vivía en Cádiz, que se había convertido en un auténtico hervidero de liberales. Incluso la mayoría del clero regular de Cádiz fue liberal porque estuvo próximo a planteamientos igualitaristas, de apoyo a los débiles y de lucha contra los privilegios.

Adiós a la Inquisición, viva la libertad

La prensa jugó también a favor de los liberales. El 10 de noviembre de 1810, las Cortes decretaron la libertad de imprenta, suprimiendo la censura previa de las obras políticas. Después de años de censura y prohibición existía la posibilidad de opinar libremente. Los debates se hicieron públicos, surgieron tertulias, y se multiplicaron los periódicos y las publicaciones; entre los liberales destacaron el Conciso, el Semanario Patriótico o El Robespierre Español. La oposición absolutista, que también contaba con sus medios, se encontraba en clara desventaja frente a los defensores de la transformación liberal del Estado.
Los cafés se convirtieron en nuevos espacios de sociabilidad y debate de ideas. Los asistentes al café de Cadenas o al León de Oro, entre otros, se enzarzaban en apasionadas polémicas a partir de la lectura de las crónicas de las sesiones de Cortes que publicaba el Semanario Patriótico. Mientras, la juventud gaditana, enardecida por los discursos y las soflamas, se alistaba en los diversos batallones de voluntarios que se formaron, como el de los «lechuguinos», llamado así por emplear el color verde en su indumentaria, aunque también se atribuyó a que la mayoría pertenecían a los barrios de Puerta de Tierra y Extramuros, donde se cultivaban lechugas.
La labor legislativa de las Cortes de Cádiz fue enorme. Muchos decretos tuvieron por objetivo abolir las instituciones del Antiguo Régimen, como el régimen señorial de propiedad de la tierra (liquidado el 6 de agosto de 1811), la Inquisición o las pruebas de nobleza. También suprimieron las instituciones de control económico o social o que coartaran la libertad individual, como los gremios.
En 1813, tras apasionados debates, las Cortes acordaron suprimir el tribunal de la Inquisición, en el que se veía un enemigo de la libertad
El debate en torno a la Inquisición levantó auténticas pasiones. Los liberales, imbuidos por las ideas de ilustrados y enciclopedistas del siglo veían en el tribunal un enemigo de la tolerancia y la libertad. Se publicaron numerosos escritos para demandar la abolición del Santo Oficio, como el del liberal catalán Antonio Puigblanch, que bajo el seudónimo de Natanael Jomtob publicó La Inquisición sin máscara, o Disertación en que se prueban hasta la evidencia los vicios de este tribunal y la necesidad de que se suprima (1811). Puigblanch era partidario de acabar totalmente con la Inquisición: «Cuando trato de destruir la Inquisición por sus cimientos, entiendo cumplir con uno de los principales deberes, que imponen a todo ciudadano la humanidad y religión juntas ofendidas atrozmente, y por una serie dilatada de siglos en este tribunal».

La Inquisición también tuvo sus apologistas, como el padre Francisco Alvarado, «el Filósofo Rancio». Sin embargo, fueron los liberales los que impusieron sus tesis. El 22 de febrero de 1813, la Inquisición fue declarada «incompatible con la constitución política de la monarquía» y, al día siguiente, la Regencia del reino suprimía el Tribunal, que era sustituido por los tribunales de la fe. El conde de Toreno consideraría que la abolición del Santo Oficio fue uno de los grandes logros de las Cortes de Cádiz: «Inmarcesible gloria adquirieron por haber derribado a éste las Cortes extraordinarias congregadas en Cádiz. Paso previo era su abolición a toda reforma fundamental en España, resultando, si no, infructuosos cuantos esfuerzos se hiciesen para difundir las luces y adelantar en la civilización moderna».
 
Todo el poder para las Cortes
 
La ley de mayor trascendencia que aprobaron las Cortes de Cádiz fue la Constitución, base de la reforma de todo el entramado jurídico y político absolutista. El texto establecía un modelo liberal de Estado, basado en la división de poderes: el monarca se encargaba del gobierno y la administración; la potestad de hacer las leyes residía en las Cortes, aunque el rey debía sancionarlas y podía vetarlas durante dos años; mientras que los tribunales de justicia eran los responsables de aplicar la ley. Se trataba de un sistema muy avanzado para la época y de hecho se convertiría en modelo de otras revoluciones liberales.
Tras su regreso a España, el rey Fernando VII declaró nula la Constitución y todos los decretos promulgados por las Cortes
El texto definitivo de la Constitución fue promulgado el 19 de marzo de 1812, día de San José; de ahí el nombre popular de «la Pepa» que más tarde se le daría. A pesar de la lluvia y de la proximidad del ejército francés, ese día las muestras de júbilo fueron generales y los cronistas cuentan que se oían vítores y aplausos por toda la ciudad.
Los diputados marcharon en una comitiva, entre las aclamaciones y las canciones patrióticas de la población. Para perpetuar el recuerdo de la jornada se acuñaron medallas y se improvisaron composiciones poéticas. La noticia corrió como un reguero de pólvora por toda España y las provincias se fueron sumando a la celebración en la medida en que lo permitía la ocupación francesa.

El desquite de los reaccionarios

En 1814, la retirada de los franceses llenó de esperanzas a los patriotas de Cádiz. Los diputados se trasladaron a Madrid, con la esperanza de que el régimen que habían fraguado en Cádiz se consolidaría en un país liberado y pacificado. Pero el triunfo se convirtió para todos ellos en una pesadilla. Al volver a España, el rey Fernando VII firmó en Valencia un decreto en el que comunicaba que no solamente no juraba ni aceptaba la Constitución ni ningún decreto de las Cortes, sino que declaraba aquella Constitución y aquellos decretos nulos y de ningún valor ni efecto, «como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo». El 11 de mayo, los diputados recibieron la orden de disolución, mientras los partidarios del rey recorrían las calles de Madrid al grito de «¡Viva la Religión!, ¡abajo las Cortes!, ¡viva Fernando VII!, ¡viva la Inquisición!» Empezaba la reacción absolutista.
EspañaNapoleón Cádiz Monarquía Fernando VII Borbones Historia de España


Fernando VII, el rey que derogó la Constitución de 1812

El Rey Felón conspiró contra sus padres, derogó la Constitución de 1812, reinstauró el absolutismo y tras su muerte estallaron las guerras carlistas

Fernando VII
MUSEO MUNICIPAL, MADRID / GTRES29 de septiembre de 2013
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El 29 de septiembre de 1833 murió el rey Fernando VII de Borbón a los 48 años de edad, tras haber sufrido violentos ataques de gota, y su cuerpo fue depositado en el Panteón de Reyes del monasterio de El Escorial. Hijo de Carlos IV y de María Luisa de Parma, conspiró contra sus padres en octubre de 1807, parece ser que alentado por su preceptor, el canónigo Juan de Escoiquiz, que aborrecía al primer secretario Manuel Godoy y que admiraba a Napoleón. El monarca perdonó a su hijo, pero éste volvió a conspirar y logró destronar a sus padres tras el motín de Aranjuez, el levantamiento ocurrido la noche del 17 al 18 de marzo de 1808 y que terminó con el encarcelamiento de Godoy. Fernando contó con el apoyo de las clases humildes, que le pusieron el sobrenombre de «El Deseado» por su actitud de resistencia frente al invasor francés. Fue legitimado por la voluntad popular, pero en mayo de 1814 derogó la Constitución de 1812, reinstauró el absolutismo y persiguió a los liberales.

Inauguró el Museo del Prado

Su reinado fue testigo de la pérdida de la mayor parte de las posesiones españolas de ultramar, que declararon su independencia. Sin embargo, cabe destacar su interés por las artes, pues fundó el Museo del Prado en 1819. Según los cronistas de la época, Fernando fumaba continuamente y no le dominaba pasión alguna. Se casó cuatro veces y, al no tener descendencia masculina directa, proclamó a su hija Isabel, de tres años de edad, como princesa de Asturias y heredera al trono, un hecho que desencadenó las guerras carlistas, al no ser reconocida por su hermano, el infante Carlos. Fernando VII ha pasado a la historia como el «Rey Felón».
Monarquía Fernando VII Borbones Historia de España
 
El Empecinado, guerrillero y mártir contra la invasión de Napoleón

Pese a que fue uno de los más destacados jefes de la guerrilla que luchó contra la invasión napoleónica de 1808, Juan Martín fue ejecutado por el régimen absolutista de Fernando VII

Juan Martín Díez, el Empecinado
¿De dónde venía este curioso apodo? En contra de lo que pudiera pensarse, pese a que Juan Martín destacó por su carácter testarudo, su apodo el Empecinado no hacía referencia a ese aspecto de su personalidad, sino a la pecina, un lodo negro que el río Botijas arrastra a su paso por el pueblo natal de Juan Martín, Castrillo de Duero, y que hacía que a sus habitantes se les llamara, despectivamente, "empecinados". El término "empecinarse" en el actual sentido de "obstinarse" se hizo popular en el español hablado en América a lo largo del siglo XIX y en España únicamente se registra a partir de la segunda década del siglo XX.
Foto: PHOTOAISA

Una carrera de éxito
El Empecinado ascendió en el escalafón militar siempre por méritos de guerra. Por su victoria ante un batallón francés en Retortillo (en la imagen) fue promovido a brigadier. 
Foto: Aci

Caja de estuche en bronce con la Constitución de 1812
Detalle de Fernando VII jurando la constitución liberal de 1812. Se conserva en el Congreso de los Diputados. 
Foto: Oronoz / Album

Plaza mayor de Sigüenza.
Juan Martín luchó varias veces con el general Hugo por el control de esta localidad castellana. 
Foto: Antonio Real / Age Fotostock

José Leopoldo Hugo, el Perseguidor
A José Leopoldo Hugo se le encargó perseguir al Empecinado allá donde fuere. Padre del escritor Victor Hugo, este general había servido a José Bonaparte en Nápoles y ya se había enfrentado con el bandolerismo antes, dando caza a "Fra Diavolo", el principal cabecilla de la resistencia antifrancesa en el sur de Italia.
Foto: Bridgeman / Aci
Germán Segura García
6 de marzo de 2017
 
El Empecinado, guerrillero y mártir contra la invasión de Napoleón

Como les sucedió a tantos otros españoles, en 1808 la rutinaria vida de Juan Martín Díez –un humilde labrador de 33 años que vivía en la pequeña localidad de Fuentecén, cien kilómetros al sur de Burgos– dio un giro inesperado. Un año antes Francia y España habían firmado el tratado de Fontainebleau, por el que se permitía el paso del ejército de Napoleón Bonaparte a través de España para invadir Portugal, aunque la intención de éste era poner a su propio hermano José en el trono hispano.
El emperador de los franceses contaba con tener el apoyo popular frente a la desprestigiada dinastía de los Borbones, pero, desenmascaradas sus intenciones, la traición inflamó los ánimos de la mayor parte de las poblaciones y la guerra se hizo inevitable.
El Empecinado, como llamaban sus paisanos a Juan Martín, se sumó de inmediato a la resistencia patriótica. Entre 1793 y 1795 ya había participado en la guerra del Rosellón, en los Pirineos catalanes, y no guardaba un buen recuerdo de las tropas francesas y sus brutales métodos. Por ello, antes incluso de la revuelta del 2 de mayo en Madrid, realizó sus primeras acciones contra los ocupantes, dedicándose junto con otros compañeros a interceptar los correos franceses que transitaban por el camino real de Madrid a Burgos, en las proximidades de Aranda de Duero.

Primeras escaramuzas contra los franceses

El conflicto subsiguiente alumbró a un gran número de partidas de guerrilleros que se dedicaron a hostigar a las tropas francesas y que dieron a la guerra de Independencia un grado de ferocidad y brutalidad inusitado. El Empecinado fue uno de los jefes guerrilleros más destacados, aunque, por su parte, intentó evitar siempre el ensañamiento y la crueldad. Así, a finales de 1808, una de sus primeras escaramuzas contra los franceses terminó con la denuncia de sus paisanos contra el Empecinado por haber dado cobijo en su propia casa a una distinguida dama francesa que viajaba en el convoy que había capturado. Juan Martín fue encarcelado en la prisión de Burgo de Osma, de la que no tardó en escaparse.
A continuación, Juan Martín rehizo su partida con tres de sus hermanos y otros hombres y empezó a operar en un área que se extendía a Segovia y Salamanca. El grupo creció y sus acciones se hicieron cada vez más audaces. En 1809, contaba con varias decenas de hombres a sus órdenes y el general John Moore, al mando de las tropas británicas en la península ibérica, le entregó fondos para comprar caballos. En abril, la Junta Central le concedió el grado de teniente de caballería.
El Empecinado interceptaba correos y mensajes del ejército ocupante y atacaba a los destacamentos que los protegían. También asaltaba convoyes de víveres, armas, ropas y dinero. Él mismo describía así su actividad: "Aquí no hay descanso, aquí se come lo que se encuentra y se descabeza un sueño con el dedo puesto en el gatillo… Aquí no se corre, se vuela".

"Aquí no hay descanso, aquí se come lo que se encuentra y se descabeza un sueño con el dedo puesto en el gatillo… Aquí no se corre, se vuela"
Su fama y su carisma no paraban de crecer, y a finales de 1809 fue llamado por la Junta de Sigüenza para organizar las fuerzas levantadas en la provincia de Guadalajara. Fue allí, a caballo entre Madrid y Zaragoza, donde Juan Martín desarrollaría sus operaciones más importantes. Al mando de trescientos jinetes y doscientos infantes, entorpeció las líneas de comunicación y puso en aprieto a las guarniciones francesas. La fama de sus acciones y el hecho de que pagara puntualmente a sus hombres le atrajeron gran número de voluntarios, de modo que al final de la guerra mandaba una división de más de cinco mil hombres.
José I encomendó al general José Leopoldo Hugo la misión de acabar con la partida del Empecinado. El general lo persiguió sin descanso durante tres años. Consiguió algunos éxitos, pero reconoció la dificultad del encargo: "Siempre errantes, las fuerzas del Empecinado amenazaban todos los puntos de nuestro despliegue". Hugo, después de intentar atraerlo a la causa josefina sin éxito, no cesó en su persecución e incluso detuvo a la madre de Juan Martín y amenazó con fusilarla si no se entregaba. El Empecinado lo retó a su vez con pasar a cuchillo a cien franceses que tenía en su poder y a todos los que en adelante capturara. La barbarie no fue más allá porque Hugo no se atrevió a comprobar si Martín estaba dispuesto a cumplir su amenaza y liberó a su madre.
Además de los franceses, el Empecinado tuvo que vérselas también con sus compatriotas. Nunca toleró el bandidaje y eliminó varios grupos que extorsionaban a los pueblos en nombre de la causa patriota. Su carácter indómito y apasionado le procuró entre sus paisanos una mezcla de admiración y envidia al borde del odio y sufrió motines de sus hombres, a veces estimulados por las juntas locales, poco propicias a que abandonaran el territorio en auxilio de otros ejércitos.

El Empecinado fue herido varias veces y tuvo que huir más de una vez en situaciones límite, como cuando se arrojó de un precipicio para no ser apresado. Tenía un instinto natural para la guerra de guerrillas. En cada momento sabía si reunirse para atacar o bien dispersarse y esperar un momento más propicio. Sus dotes estratégicas, unidas a su fortaleza física y a la tenacidad con la que defendió la causa patriota hicieron de él "un guerrillero insigne que siempre se condujo movido por nobles impulsos, generoso, leal y sin parentela moral con facciosos", según escribió el novelista Benito Pérez Galdós en uno de sus Episodios nacionales. Juan Martín acabó la guerra como mariscal de campo y Fernando VII le concedió el privilegio de firmar como "El Empecinado".

Víctima del absolutismo

Juan Martín fue un liberal convencido y partidario entusiasta de la Constitución de 1812. Por ello, cuando Fernando VII volvió a España en 1814 y restauró el absolutismo, el Empecinado se retiró a Castrillo, pese a lo cual recibió varias distinciones del gobierno, como la cruz laureada de San Fernando. El pronunciamiento del general Riego en 1820 lo devolvió a la vida pública. Durante el Trienio Liberal (1820-1823), Juan Martín combatió a partidas realistas que buscaban restablecer el régimen anterior, como la del cura Merino, otro antiguo guerrillero. Cuando en 1823 se produjo la intervención de los Cien Mil hijos de San Luis para restablecer el absolutismo, el Empecinado estaba al frente de la resistencia del régimen liberal en Castilla la Vieja y hubo de capitular finalmente en Extremadura.

Martín se convirtió en una de las piezas más codiciadas de la represión absolutista. Apresado cerca de su pueblo, fue llevado a la vecina Roa, donde durante diez meses sufrió insultos y vejaciones de todo tipo, hasta el punto de que los días de mercado lo exhibían en la plaza dentro de una jaula de hierro. En el juicio se le acusó de la muerte de varios civiles en Cáceres durante el último conflicto. El juez instructor, enemigo personal del Empecinado, no dudó en condenarlo a la horca, muerte que se reservaba a los bandidos. "¿No hay balas en España para fusilar a un general?", se lamentó el reo.
Una calurosa tarde de agosto de 1825, Juan Martín era llevado a la horca a lomos de un burro desorejado en señal de deshonra, mientras una plebe embrutecida seguía su recorrido lanzándole improperios y objetos. Al acercarse al cadalso, en un titánico esfuerzo, el Empecinado rompió las cadenas que le sujetaban y trató de refugiarse en sagrado, pero los soldados se lo impidieron tras un forcejeo en el que sufrió algún bayonetazo. Ante su desesperada resistencia, fue arrastrado con una soga hasta el suplicio y colgado sin más ceremonia.
Napoleón Guerras napoleónicas Fernando VII Historia de España

El Trienio Liberal, el pronunciamiento del general Riego

El primer día de 1820, el general Riego se alzó en Andalucía con el objetivo de derrocar el régimen absolutista y restablecer la Constitución

El triunfo de la Revolución
Este grabado recrea el momento en que la Constitución de Cádiz es proclamada en la plaza Mayor de Madrid, en marzo de 1820, entre el alborozo de los soldados y el pueblo. Museo de Historia, Madrid.
M. C. ESTEBAN / PHOTOAISA

La jura de la Constitución
La escena que protagonizó Fernando VII en 1820 decora un estuche lacado que servía para guardar un ejemplar de la Constitución de 1812. Museo Romántico, Madrid.
ORONOZ / ALBUM

Constitución española
Constitución política de la monarquía española. Edición de 1822. Biblioteca de Temas Gaditanos, Cádiz.
P. ROTGER / IBERFOTO

Vista de Cádiz
La catedral de Santa Cruz, en Cádiz, del siglo XVIII, en estilo barroco, rococó y neoclásico, vista desde el mar.
REINHARD SCHMID / FOTOTECA 9X12

El rey absolutista
Fernando VII, el rey que combatió las ideas liberales. Retrato por Vicente López y Portaña. Museo del Prado, Madrid.
ORONOZ / ALBUM

El suplicio del general Riego
El general Riego es conducido al lugar del suplicio. «Como si montarle en borrico hubiera sido signo de nobleza, llevábanle en un serón que arrastraba el mismo animal [...]; cubierta la cabeza con su gorrete negro, lloraba como un niño», escribió Pérez Galdós.
IBERFOTO / PHOTOAISA
Albert Ghanime, historiador
2 de agosto de 2013

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Fernando VII, el rey que derogó la Constitución de 1812

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Las luces de Europa no permiten ya, Señor, que las naciones sean gobernadas como posesiones absolutas de los reyes. Los pueblos exigen instituciones diferentes, y el gobierno representativo […] es el que las naciones sabias adoptaron, el que todos apetecen, el gobierno cuya posesión ha costado tanta sangre y del que no hay pueblo más digno que el de España». En estos términos se dirigían al rey Fernando VII los militares que el 1 de enero de 1820 se habían alzado en armas en Andalucía, en las comarcas próximas a Cádiz. Su propósito era forzar al monarca a abandonar el régimen absolutista que había restaurado en 1814, al término de la guerra contra Napoleón, y establecer la constitución de las Cortes de Cádiz de 1812. «Resucitar la Constitución de España, he aquí su objeto: decidir que es la Nación legítimamente representada quien tiene solo el derecho de darse leyes a sí misma, he aquí lo que les inspira el ardor más puro y los acentos del entusiasmo más sublime», decía asimismo el texto. La revolución victoriosa inauguraría el llamado trienio liberal, un período en el que, por primera vez en la historia de España, el conjunto del país estaría regido por un sistema constitucional.


El héroe de la revolución

El gran protagonista del alzamiento de 1820 fue el teniente coronel Rafael del Riego. Nacido en una familia asturiana, noble pero de escasos recursos económicos, Riego tuvo una buena formación, a diferencia de otros compañeros de generación. Realizó estudios secundarios y en 1807 ingresó en un regimiento prestigioso, la Compañía Americana de Guardias de la Real Persona.
Al año siguiente, la sacudida de la guerra de la Independencia lo alcanzó de pleno. Capturado por los franceses ya en abril de 1808, consiguió escapar de su prisión en El Escorial y marchó a Asturias para sumarse al levantamiento contra los franceses. Dio muestras de valor y arrojo en la batalla de Espinosa de los Monteros, que tuvo lugar en noviembre de 1808, en la que fue capturado. A continuación fue enviado a Francia, donde estuvo encarcelado en varios centros durante unos cinco años. Pasó también por Holanda e Inglaterra. Según algunos autores, fue en ese tiempo cuando Riego se convirtió al liberalismo, de modo que cuando regresó a España, en el año 1814, se aprestó a jurar la Constitución de Cádiz.
Pero 1814 sería un año de aciaga memoria para el liberalismo español. El retorno de Fernando VII puso fin al ensayo de régimen liberal de Cádiz y dio paso a la restauración del absolutismo. Mientras sus partidarios gritaban «¡Vivan las cadenas!», el rey abolió la Constitución y la casi totalidad de la obra legislativa de las Cortes de Cádiz, «como si no hubiesen pasado jamás», al tiempo que ponía en marcha una dura represión contra todos los elementos sospechosos de simpatías liberales. Rafael del Riego hubo de adaptarse a este estado de cosas para seguir en el ejército, pero pronto se sumó a los movimientos clandestinos de oposición liberal que fueron cristalizando en distintas ciudades españolas. Destinado en 1817 al ejército de Andalucía, dos años más tarde fue introducido, en Cádiz, en la masonería.
Las logias masónicas fueron uno de los resortes más poderosos de la lucha contra el absolutismo; por su carácter de sociedades secretas permitían a sus miembros conspirar y preparar incluso un alzamiento militar contra el gobierno. Se produjeron varias intentonas de alzamiento, los llamados pronunciamientos, que el gobierno logró desbaratar. La ocurrida en enero de 1819 se saldó con la ejecución de 18 implicados. El general Elío declaró entonces: «La Divina Providencia, que vela sobre nosotros, se vale de medios incomprensibles para procurarnos el poder exterminar a los enemigos del trono, de las leyes y de la religión».
Pocos meses después, sin embargo, las circunstancias sonrieron a los rebeldes. El gobierno decidió reunir en la región de Cádiz varios destacamentos, con un total de 20.000 hombres –aunque al final fueron menos–, que debían embarcarse rumbo a América para participar allí en la represión de las revoluciones independentistas que se desarrollaban en el Imperio español. La mayoría de los soldados tenían muy escasos deseos de marchar a ultramar, y además pronto descubrieron que la flota que debía trasladarlos, recién comprada a Rusia, se encontraba en un estado deplorable. Todo ello hizo que prestaran oídos a los oficiales que los preparaban para amotinarse. Estos últimos habían entrado en contacto con los conspiradores civiles de las ciudades andaluzas, sobre todo en Cádiz, donde a partir de una logia masónica se constituyó una sociedad secreta llamada Taller Sublime, «un cuerpo donde estaban juntos los más arrojados y dirigentes de los conspiradores», según recordó más tarde uno de los promotores del movimiento, Alcalá Galiano. Los fondos aportados por Álvarez Mendizábal, influyente hombre de negocios de origen judío, fueron también decisivos.
La operación estuvo a punto de fracasar por la traición de dos oficiales, el conde de La Bisbal y el general Sarsfield, que llevó a la detención de quince militares en El Palmar (Cádiz). Pero el proyecto siguió adelante gracias a los oficiales que habían podido evitar la detención. Finalmente, en la noche del 27 al 28 de diciembre, los conspiradores celebraron una reunión secreta en la que acordaron su plan de acción: tres cuerpos de ejército, dirigidos respectivamente por Quiroga, López Baños y Riego, se alzarían en tres puntos diferentes de Andalucía y a continuación se dirigirían a Cádiz. En cuanto le fue dado a conocer el plan de la conjuración, Riego se implicó en cuerpo y alma, pero su papel inicialmente tenía que ser secundario. Nadie podía imaginar que acabaría convirtiéndose en el alma del movimiento.

El pronunciamiento

A las ocho de la mañana del 1 de enero de 1820, las tropas dirigidas por Riego se alzaron en Las Cabezas de San Juan, a unos 45 kilómetros al norte de Sevilla. El propio comandante leyó un manifiesto a sus hombres, en el que hacía referencia a la injusta orden de embarcarse a América: «Soldados, mi amor hacia vosotros es grande. Por lo mismo yo no podía consentir, como jefe vuestro, que se os alejase de vuestra patria, en unos buques podridos, para llevaros a hacer una guerra injusta al nuevo mundo; ni que se os compeliese a abandonar a vuestros padres y hermanos, dejándolos sumidos en la miseria y la opresión». Pero Riego, que según un contemporáneo «procedía sin atenerse a más regla que a su voluntad propia», tomó una decisión que no estaba prevista por sus compañeros de conspiración: proclamar la Constitución de Cádiz. Según Antonio Alcalá Galiano, tres días antes del levantamiento los conspiradores tenían planes muy vagos y varios de ellos consideraban que la Constitución de Cádiz era demasiado radical. Riego, sin embargo, mantenía intacta su fe en el régimen de Cádiz, de modo que se dirigió a la tropa con voz enérgica y tono paternal, apelando a las obligaciones filiales de sus hombres: «España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la nación. El rey, que debe su trono a cuantos lucharon en la guerra de la Independencia, no ha jurado, sin embargo, la Constitución; la Constitución, pacto entre el monarca y el pueblo, cimiento y encarnación de toda nación moderna. La Constitución española, justa y liberal, ha sido elaborada en Cádiz entre sangre y sufrimiento. Mas el rey no la ha jurado y es necesario, para que España se salve, que el rey jure y respete esa Constitución de 1812».

Mensajeros de la libertad

Durante varias semanas, el resultado del levantamiento fue incierto. A pesar de los éxitos iniciales, logrados gracias al factor sorpresa, los sublevados no lograron ocupar Cádiz; las autoridades reales en la ciudad, avisadas por el telégrafo del avance de la insurrección, organizaron una mínima defensa y dos cañonazos desde el frente de la Cortadura bastaron para repeler a las fuerzas de Quiroga. La llegada de Riego tampoco sirvió para inclinar la balanza. Además, al pasar por las localidades andaluzas los sublevados encontraron una actitud de indiferencia entre la población, y muchos soldados se desanimaron rápidamente y decidieron desertar.
En aquellas circunstancias, el tiempo corría en contra de los insurgentes. Después de que fracasasen varios asaltos a Cádiz, Riego, en un intento de reactivar el movimiento, decidió ponerse en marcha al frente de una columna, con el objetivo de sumar el mayor número de adeptos posible. A partir del 27 de enero recorrió parte de Andalucía, deteniéndose en diversas poblaciones para proclamar la Constitución. A los realistas que capturaban los dejaban en libertad para poner de manifiesto que no estaban haciendo una guerra. Sin embargo, el entusiasmo inicial se desvanecía a medida que iban pasando los días. El cansancio, el acoso de las fuerzas absolutistas y la falta de recursos hicieron mella en el estado de ánimo de los sublevados, y las deserciones redujeron de forma drástica el número de soldados de la columna. El 11 de marzo, Riego se hallaba en un pueblo perdido de Extremadura y tenía a sus órdenes a poco más de cincuenta soldados. Estaba a punto de darse por vencido, disolver la columna y refugiarse él mismo en Portugal. Pero justo en ese momento le llegó la noticia de que la revolución había estallado en las principales ciudades de toda España.

El turno de las ciudades

En efecto, la noticia del levantamiento del ejército en Andalucía fue difundiéndose por los círculos liberales de todo el país y alentando conspiraciones locales contra las autoridades. Galicia tomó la delantera. El general Félix Álvarez Acevedo se levantó en La Coruña, donde una Junta proclamó la Constitución de 1812. Acto seguido, Acevedo ocupó Orense y Santiago de Compostela, pero murió de un disparo cuando arengaba a los enemigos. La sublevación de La Coruña fue clave para el éxito final del movimiento. A partir de entonces, la llama de la rebelión se propagó por todo el territorio. El 5 de marzo se proclamó la Constitución en Zaragoza, y en los días siguientes el resto de Aragón se sumó al movimiento revolucionario. En Barcelona, la revuelta se desencadenó el 10 de marzo, sin que el capitán general, el veterano general Castaños, pudiera frenarla. Según diversos testimonios, por las calles sólo se oían los gritos de «¡Viva la Constitución!» y «¡Viva el rey constitucional!». La euforia se desbocó. La sede del tribunal de la Inquisición fue saqueada y los presos liberados. Se publicaron manifiestos que proclamaban: «Nosotros no pretendemos sustraernos de la obediencia del rey… Sólo queremos el gobierno de las leyes bajo la potestad real, lo mismo que nuestros vecinos los aragoneses y que lo restante de la nación». El resto de Cataluña no tardó en seguir el ejemplo de la capital.
Otras poblaciones, como Pamplona, también se sumarían a la proclama constitucional, en un clima de fervor popular y con escasa resistencia por parte de las fuerzas del rey. Cádiz, en cambio, corrió una suerte muy distinta. En la mañana del día 10 de marzo, cuando una multitud se congregó en la plaza de San Antonio para asistir al juramento de la Constitución, las tropas realistas fueron a su encuentro al grito de «¡Viva el rey!» y abrieron fuego indiscriminadamente, dejando el suelo de la plaza sembrado de cadáveres. A continuación, la soldadesca protagonizó espeluznantes escenas de violencia y pillaje.

La hipocresía de Fernando VII

Entre tanto, en Madrid, Fernando VII se sentía cada vez más desbordado por los acontecimientos. Sus ministros le aconsejaban hacer concesiones, como convocar las Cortes según el modelo tradicional. Pero la revolución se aproximaba cada vez más a Madrid y el 6 de marzo el ejército, al mando del conde de La Bisbal, proclamaba la Constitución en Ocaña, a 60 kilómetros de la capital. Al día siguiente el rey capitulaba y anunciaba su intención de jurar la Constitución de 1812. El marqués de Miraflores cuenta en sus Apuntes histórico-críticos que el rey la juró «delante de cinco o seis desconocidos, que se llamaban representantes del pueblo». La Gaceta Extraordinaria de Madrid del 12 de marzo reproducía el texto firmado en palacio dos días antes en el que el soberano afirmaba: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». Unas palabras que se han hecho famosas como ejemplo de doblez e hipocresía, pues en los tres años que seguirían el rey Fernando VII y sus adictos no cesaron de maniobrar para hacer descarrilar el ensayo liberal. Éste terminaría en 1823, con la invasión de un ejército francés enviado por las potencias absolutistas de Europa, que habían decidido cortar de raíz la revolución que amenazaba el orden europeo.

Para saber más
El trienio liberal. Alberto Gil Novales. Siglo XXI, Madrid, 1980.
La Fontana de oro. Benito Pérez Galdós. Alianza, Madrid, 2007.
España Monarquía Fernando VII Borbones Historia de España

Napoleón Bonaparte, el emperador de España

En octubre de 1808, el emperador francés se puso al frente de un ejército para recuperar el dominio sobre España. Tras tomar Burgos y vencer en Somosierra, hizo una entrada triunfal en Madrid

Rendición ante el emperador
Este óleo de Carle Vernet muestra a Napoleón en Chamartín, recibiendo a los delegados de la Junta de Defensa de Madrid para rendir la ciudad y a los que reprocha airado su resistencia.
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Vitoria recibe al emperador
En su avance hacia Madrid, Napoleón ocupó Vitoria, pero prefirió alojarse en una casona de las afueras. En la imagen, plaza de la Virgen Blanca, con una escultura sobre la batalla de Vitoria en 1813.
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El emperador toma el mando
Tras el desastre francés en Bailén, Napoleón pensó que la única forma de ganar la guerra era que él en persona dirigiera las operaciones. Abajo, sable de Napoleón Bonaparte. Museo del Ejército, Toledo.
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La batalla de Bailén
La derrota francesa de Bailén, el 19 de julio de 1808. Óleo por José Casado del Alisal. siglo XIX. Museo del Prado, Madrid.
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El emperador en Astorga
Napoleón ordena en Astorga tratar con consideración a los prisioneros ingleses. Hippolyte Lecomte. Museo del Palacio de Versalles.
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La sierra de Guadarrama
Conquistada Madrid, a finales de diciembre de 1808 Napoleón emprendió una nueva campaña que lo llevó a través de la sierra de Guadarrama. Óleo por Bellange.
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12 de agosto de 2014
 
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El 27 de septiembre de 1808 tuvo lugar en Erfurt, en el centro de Alemania, una gran cumbre diplomática. La convocó Napoleón, y a ella acudieron todos los monarcas aliados y vasallos de Francia, incluido el zar de Rusia, así como grandes artistas y literatos. Todo se desarrolló en un ambiente de gran fiesta. Pero el emperador de Francia, tras su semblante satisfecho, tenía un motivo de grave preocupación. Dos meses antes había sufrido en España una derrota tan inesperada como humillante, en la batalla de Bailén, cuando ya creía tener en sus manos todo el país. Por ello, había iniciado los preparativos para reconquistar la Península, y él mismo tenía previsto ponerse al frente de la campaña. Pero antes quería cubrirse las espaldas. Para ello consiguió convencer al zar de que lo apoyara en el caso de que Austria iniciase una guerra contra Francia.
De vuelta a París, Napoleón se apresuró a informar al parlamento francés de los acuerdos de Erfurt y el 29 de octubre partió hacia la frontera española. Sin embargo, al llegar a Bayona el 3 de noviembre quedó decepcionado por el mal estado de sus tropas, como escribió a su hermano José, al que había hecho rey de España meses antes: «El despliegue del ejército es un verdadero desastre. Todos vuestros cuerpos están diseminados. En estas circunstancias, convendría que me enviaseis dos informes por día». Napoleón también estaba descontento con la logística y los suministros, según dijo al ministro de la Guerra, Dejean: «Hasta ahora no tengo más que 1.400 casacas y 7.000 capotes en lugar de 50.000, 15.000 pares de zapatos en vez de 129.000. Todo me falta. Respecto de vestuario y equipo el ejército no puede estar peor; hállase en términos que vamos a entrar en campaña desnudos».

El emperador en Vitoria

El 4 de noviembre, Napoleón cruzó el Bidasoa y llegó a Tolosa a las seis de la tarde. Allí recibió en audiencia a unos frailes capuchinos a los que amenazó: «Señores monjes, si tratáis de inmiscuiros en mis asuntos militares, os prometo que os cortaré las orejas». Esta grosera amenaza se debía al convencimiento sincero de que la Iglesia fanatizaba e incitaba al pueblo contra la ocupación francesa, de tal manera que sin su intervención la resistencia española hubiera sido mucho menor. El día 5 le escribió de nuevo al ministro Dejean, ordenándole que su ministerio se encargase de hacer los uniformes porque las contratas las consideraba fuente de todo tipo de chanchullos y corruptelas.
Al pasar por Zumárraga (Guipúzcoa), el Ayuntamiento le agasajó con una típica danza de espadas ejecutada por 30 bailarines. Un detalle significativo del clima reinante es que los bailarines fueron advertidos de que negarse a asistir sin causa justificada sería sancionado con una multa de 8 reales. Se afirma que el guerrillero Pildain quiso dispararle al cruzar por Zumárraga, pero tuvo que desistir por el gran tamaño de la escolta. Eso le hubiera obligado a disparar desde considerable distancia, pero, con las armas de la época, las probabilidades de acertar un disparo a más de 150 metros hubieran sido casi nulas.
El 6 de noviembre, sesenta cañonazos anunciaron a los vitorianos que había llegado el emperador. El conde Miot de Melito cuenta en sus memorias que durante su estancia en Vitoria Napoleón celebró una reunión con los españoles afrancesados. Dirigiéndose a ellos en una mezcla de francés e italiano, les dijo: «Son los frailes los que os llevan descarriados y quienes os engañan [...] Yo soy tan buen católico como ellos y nada tengo contra vuestra religión. Vuestros curas están pagados por los ingleses. [...] He venido aquí con los soldados que vencieron en Austerlitz, en Jena, en Eylau. ¿Quién va a hacerles frente? Desde luego que no serán vuestras pobres tropas españolas que no saben como sostener un combate [...] En dos meses España será mía y dispondré de ella conforme al derecho que me dará la conquista».
Nada más llegar a Vitoria, Napoleón recibió malas noticias. Sus generales habían presionado al ejército español «de la Izquierda» dirigido por Joaquín Blake, expulsándolo de Bilbao y derrotándolo en Zornotza, pero el 5 de noviembre el general Acebedo contraatacó en Valmaseda, infligiendo a los invasores una pequeña derrota táctica. Fue un revés significativo para el emperador, que tenía el plan de romper por el centro y, a continuación, destruir cada ala española por separado, por lo que deseaba que el ejército de Blake estuviera lo más cerca posible y así no pudiera escapar.

En el corazón de Castilla

El avance imperial fue vertiginoso. Napoleón abandonó Vitoria el 9 de noviembre, escoltado tan sólo por su guardia. El 10 de noviembre sus tropas estaban ya cerca de Burgos. Allí les esperaba el Ejército de Extremadura, una pequeña fuerza española de 12.000 hombres, incluyendo 1.200 jinetes, con 20 cañones. El general al mando era el conde Belveder, valiente, pero totalmente inexperto. En vez de atrincherarse en Burgos, salió al encuentro del enemigo, que contaba con 20.000 infantes bajo el mando de Soult y 4.000 jinetes al mando de Bessières, con 60 cañones. A las 6 de la madrugada, la caballería del general francés Lasalle fue rechazada por los españoles en el municipio de Villafría. Belveder, inexperto pero no estúpido, no se dejó exaltar por este pequeño éxito y reagrupó a sus fuerzas en el municipio de Gamonal (en la actualidad, un barrio de Burgos). Pero la caballería francesa, superior en número y calidad, aplastó a los jinetes hispanos y envolvió a la infantería. El desastre para los españoles fue completo y Burgos fue totalmente saqueada.
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Napoleón ni siquiera se molestó en acudir personalmente para una operación tan sencilla. Se mantuvo en su cuartel general en la localidad de Cubo de Bureda mientras Soult y Bessières hacían todo el trabajo. El 11 de noviembre, una vez concluido el pillaje, el emperador entró en Burgos e instaló su cuartel general en la ciudad, pasó revista a sus tropas el día 12 y promulgó una amnistía general para todos aquellos que depusieran las armas antes de un mes. Tras estas medidas, partió de inmediato hacia Madrid.
Un redactor del diario gubernamental, el Moniteur, intentó glorificar a su jefe escribiendo: «El emperador, con tropas muy inferiores a las del enemigo, ha logrado infligir a éste una sangrienta derrota». Pero Napoleón, que revisaba personalmente todos los partes de guerra, anotó al margen: «Idiota... No necesito gloria; me sobra. Lo que necesito es que crean que tengo soldados y no los tengo». De manera que cambió el texto, dejándolo en: «Con tropas muy superiores a las del enemigo, el emperador ha logrado una gran victoria».
Mientras tanto, el ejército español de la Izquierda había sido derrotado y dispersado en Espinosa de los Monteros, muy al norte de Burgos, tras una batalla muy disputada los días 10 y 11 de noviembre. El 23 de noviembre, el mariscal Lannes acometió en Tudela (Navarra) al otro gran ejército español, bajo el mando de Palafox y Castaños. El desastre fue incluso mayor que en Gamonal o en Espinosa de los Monteros. La única fuerza organizada que le quedaba a la Junta Suprema central eran los 20.000 hombres del Ejército de Reserva.

La batalla de Madrid

El 29 de noviembre Napoleón y su ejército llegaron al municipio de Boceguillas, al pie del Sistema Central. Para alcanzar Madrid bastaba con forzar el puerto de Somosierra, defendido por un ejército de tan sólo 9.000 hombres. Esta vez Napoleón asumió personalmente la dirección de las operaciones. Cuando vio que las despreciadas tropas españolas, escasas en número pero muy bien situadas y respaldadas por 16 piezas de artillería, rechazaban los primeros ataques franceses, ordenó a su caballería polaca realizar una carga casi suicida. Los polacos lograron neutralizar algunos cañones pero sufrieron pérdidas terribles, incluido su oficial al mando. Fue necesario que avanzase también la infantería para zanjar la cuestión. Ahora Madrid se hallaba casi indefensa.
La población de la capital estaba dispuesta a resistir, igual que Zaragoza o Gerona, pero las fortificaciones eran débiles e incomple-tas, las tropas eran poco numerosas y las armas más escasas todavía. Además, la Junta Suprema central había huido el 30 de noviembre. Sin embargo, cuando empezaron los combates, la población luchó de verdad, hasta que los franceses rompieron las endebles defensas y entraron en masa en la capital. Entonces las autoridades se vieron obligadas a capitular. Era el 14 de diciembre de 1808.
Napoleón creía que una vez derrotados los ejércitos enemigos y capturada la capital del Estado, la guerra había terminado, igual que en otros países de Europa. En su opinión, la Corona española que había robado en Bayona y luego había cedido a su hermano, ahora volvía a él por derecho de conquista, de manera que el 4 de diciembre lanzó en su propio nombre los llamados Decretos de Chamartín, reformando de forma radical la administración española. El primero suprimía todos los derechos feudales. El segundo abolía la Inquisición. El tercero suprimía dos tercios de los conventos existentes, confiscando sus bienes y usándolos para financiar la administración, el ejército e incluso para indemnizar a los damnificados por la guerra. El cuarto suprimía todas las aduanas interiores.
José Bonaparte, indignado porque se le ninguneaba, le escribió el día 8 a su imperial e imperioso hermano amenazando con renunciar a la Corona española. Para ahorrarse disgustos familiares, Napoleón aparentó ceder, pero lo que en realidad pensaba lo revelaba en sus cartas: «Es preciso que España sea francesa. Es para Francia por lo que hemos conquistado España con su sangre, con sus brazos, con su oro. Soy francés por todos mis afectos, al igual que lo soy por deber. He destronado a los Borbones sólo porque conviene a Francia y asegura mi dinastía. [...] Míos son los derechos de conquista; no importa el título de quien gobierne: rey de España, virrey, gobernador general... España debe ser francesa».

La guerra en la meseta

Tras pasar varias semanas en Chamartín, el 22 de diciembre Napoleón partió en busca del pequeño ejército británico del general John Moore, que intentaba escapar hacia la costa gallega. Esta campaña fue muy dura para ambos bandos pues aquel invierno fue excepcionalmente frío, con fuertes nevadas, niebla y continua lluvia helada. Las tropas británicas, fatigadas y hambrientas, mostraron muy poca disciplina y saquearon todo a su paso. Los campesinos comenzaron a vengarse matando a sus teóricos aliados cuando podían atraparlos de uno en uno o en grupos pequeños. Por su parte, los soldados imperiales, aunque mejor abastecidos, también protestaban y decían que los esclavos pasaban menos fatigas que ellos.
El 2 de enero de 1809, cerca de Astorga, Napoleón recibió un correo con noticias alarmantes: Austria se preparaba para la guerra. En Turquía, el sultán Mustafá IV había sido asesinado en una revuelta por los jenízaros, y el nuevo sultán, Mahmud II, hizo la paz con los británicos y atacó a los rusos, en cuya ayuda confiaba Napoleón para intimidar a Austria. Ahora los austríacos se encontraban con las manos más libres para ir a la guerra contra Napoleón, lo que, a su vez, repercutía en la situación española. Por si fuera poco, en Francia, Talleyrand, ministro de Exteriores, y Fouché, jefe de la policía, considerados siempre como enemigos irreconciliables, parecían conspirar juntos contra Napoleón, por lo que éste decidió regresar cuanto antes.
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El 7 de enero, el emperador había retrocedido hasta Valladolid, donde permaneció hasta el día 17. El 19 alcanzó la frontera y al día siguiente cruzó el río Bidasoa. En cuanto llegó a París comenzó los preparativos para la guerra contra Austria. Como se consideraba (otra vez) liquidado el asunto español, Napoleón no dejó establecido un plan claro para rematar la campaña en la Península ni un mando central que coordinase a todos sus generales, con uno de ellos ejerciendo como comandante en jefe sobre el terreno. Pese a ello, en los meses siguientes sus ejércitos ganaron casi todas las grandes batallas en España, y ciudades y provincias iban cayendo una tras otra... El dominio francés sobre la antigua monarquía de los Borbones pareció casi asegurado durante un tiempo. Hasta que, en 1812, Napoleón retiró unas pocas tropas para la invasión de Rusia. De inmediato se hizo evidente lo frágil e ilusorio de todo lo conseguido por los franceses tras cuatro años de guerra, pero entonces ya fue demasiado tarde para enmendar el error.
Para saber más
 
España, el infierno de Napoleón. Emilio de Diego. La Esfera de los Libros, Madrid, 2008.
La guerra de la Independencia. Historia bélica, pueblo y nación. J. G. Cayuela Fernández y J. A. Gallego Palomares. Ediciones Universidad de Salamanca, 2008.
NATIONAL GEOGRAPHIC
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
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