domingo, 10 de marzo de 2019

ALASKA : NORTEAMÉRICA .- PAISAJES .- NATIONAL GEOGRAPHIC .- Alaska, la última frontera de América del Norte............. Alaska indómita

Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., la Revista National Geographic, nos alcanza una amplia información de la Indómita Alaska, un estado de Los Estados Unidos, que es separado por Canadá; el territorio de Alaska está lleno de glaciares, lagos, fiordos y paisajes naturales que nunca son vistos en otras partes del mundo, tiene como capital a la Ciudad de Juneau, única ciudad que solo se accesible por avión.
Alaska, está llena de parques nacionales, que ofrecen al visitante paisajes de la fauna y la flora, como el hábitat de los osos pardos más grandes del mundo que habitan la Isla de Kodiak, en todo el archipiélago habitan más de 3,500.
Alaska, tiene el monte más alto de todos Los Estados Unidos, llamado como : Monte Denali, antes se llamó MacKinley, con 6,190 metros de altura.
National Geographic.- narra : "En 1880 Richard Harris y Joseph Juneau descubrieron oro en una zona de bosques e islas que pronto comenzó a ser habitada. Igual que otras ciudades de Alaska, Juneau nació de la mano de mineros que buscaban fortuna y fama eterna. La población llevó otros nombres hasta que el propio Joseph Juneau reclamó que fuera el suyo el que perdurara para la posteridad; el hallazgo había sido histórico y la comunidad accedió. Aquel descubrimiento fue el preámbulo de la Fiebre del Oro, que estallaría dos décadas después en el interior de Alaska, la región estadounidense que se estira hacia el norte desgajada del resto del país. Como curiosidad queda el dato del verano de 1897, cuando la ciudad de Juneau se colapsó de viajeros que hacían escala en su aventura en pos del oro del río Yukón..."

https://www.nationalgeographic.com.es/viajes/grandes-reportajes/alaska-indomita_9666

La travesía entre Juneau y Anchorage se adentra en un territorio de glaciares y bosques interminables

https://www.nationalgeographic.com.es/viajes/grandes-reportajes/alaska-ultima-frontera-america-norte_13184/1

Juneau es la capital de Alaska y, debido a su aislamiento, también el mejor comienzo de un viaje a estas latitudes

Monte Denali
Alaska es un territorio de suaves ondulaciones heladas que se dejan ver desde la distancia. Como los 6.190 metros del Denali –en 2015 recuperó su nombre tradicional indio, "el Grande", en sustitución del de MacKinley–, visibles desde Anchorage. Es el pico más alto de Norteamérica.
Gust Robijns / AGE Fotostock

El paisaje interior
Las islas e islotes de la costa sur forman un conjunto de canales que, entre mayo y septiembre, frecuentan orcas y ballenas jorobadas como la de esta foto. Glacier Bay puede explorarse en embarcaciones más pequeñas que parten de la cercana población de Gustavus, accesible desde Juneau tras un breve vuelo en avioneta.
Alexey Suloev / Shutterstock

Águila calva en el Chilkat Bald Eagle Reserve
Creada en 1982, esta reserva vela por la conservación del hábitat natural de las águilas calvas. Los ríos Chilkat, Kleheni y Tsirku, que confluyen en la reserva, son también el hábitat de los salmones naturales, un espacio protegido por la misma reserva.
Age Fotostock

Ketchikan
Esta población situada al sur de Juneau es uno de los mejores accesos a la extensa masa boscosa del Tongass National Forest. 
SimpleByDesign Studios / AGE Fotostock

Glaciar Matanuska
Con 43 kilómetros de largo y 4,6 de ancho, se localiza a solo 2 horas en coche de Anchorage. Es uno de los glaciares más accesibles del territorio de Alaska. Tras acceder al Parque Nacional que lo protege, el visitante podrá descubrirlo por su propio pie. 
Lynn Wegener / Age Fotostock

Gruta en el glaciar Mendenhall, en las afueras de Juneau
Además de su fácil acceso por tierra, una de sus mayores particularidades son los túneles que surcan su interior. Los tonos azulados de las cuevas ofrecen un espectáculo a las órdenes de una luz de otro mundo, y el goteo del agua resuena en el silencio mientras caminamos bajo sus bóvedas rugosas.
Foto: Pete Wongkongkathep

Parque Nacional Fiordos de Kenai
Sus 2.460 km2 abarcan una zona de fiordos y glaciares que desaguan en el golfo de Alaska. La península de Kenai, accesible desde Anchorage por la Sterling Highway, se descuelga frente a la isla de Kodiak. En la fotografía se distingue el glaciar Exit.
Bernd Römmelt / Fototeca 9x12

Casa Totem
Tótems: historias indias grabadas en madera
Cuenta una leyenda tlingit que el pájaro-trueno luchó contra la malvada ballena, la sacó del agua y la venció. Esta historia es una de las que recogen los totems del Totem Bight State Park, en Ketchikan, una reserva de bosques al borde del mar que preserva 14 de estos postes tallados y la Clan House, una casa comunal en la que vivían entre 30 y 50 personas. Los totems se instalaban a la entrada del poblado y servían para explicar mitos sobre el origen del clan, para homenajear a miembros de la tribu, recordar eventos (fiestas, enlaces, muertes...) o como testimonio de agravios. Elaborados con cedro rojo, de una sola pieza, solo se pintaban los detalles. Se utilizaban 4 colores (negro, rojo, azul turquesa y blanco), extraídos de minerales y de conchas, que se emulsionaban con aceite de huevas de salmón.
AGE Fotostock



Parque Nacional Denali
El pico más alto de Norteamérica es el corazón de esta reserva de 20.000 km2. Se puede avistar a lo largo de diversos itinerarios.
cboswell / AGE Fotostock
Diego Cobo

Alaska, la última frontera de América del Norte

Encajada entre las aguas y la cordillera costera, Juneau es una de esas extrañas urbes a las que no se llega por tierra, como si quisiera proteger sus misterios. Gracias a que la isla Douglas la defiende de las gélidas corrientes del océano, la fría monotonía del invierno se hace más llevadera para las 30.000 personas que viven aquí todo el año. Caminar por sus callejuelas de coloridas casas de madera y edificios firmes produce la extraña sensación de haber viajado a otro tiempo, una mezcla de presente y de los días de euforia exploradora.
En 1880 Richard Harris y Joseph Juneau descubrieron oro en una zona de bosques e islas que pronto comenzó a ser habitada. Igual que otras ciudades de Alaska, Juneau nació de la mano de mineros que buscaban fortuna y fama eterna. La población llevó otros nombres hasta que el propio Joseph Juneau reclamó que fuera el suyo el que perdurara para la posteridad; el hallazgo había sido histórico y la comunidad accedió. Aquel descubrimiento fue el preámbulo de la Fiebre del Oro, que estallaría dos décadas después en el interior de Alaska, la región estadounidense que se estira hacia el norte desgajada del resto del país. Como curiosidad queda el dato del verano de 1897, cuando la ciudad de Juneau se colapsó de viajeros que hacían escala en su aventura en pos del oro del río Yukón.
Igual que otras ciudades de Alaska, Juneau nació de la mano de mineros que buscaban fortuna y fama eterna
El aspecto actual de la capital de Alaska poco tiene que ver con las viejas escenas de buscadores y animales de carga por sus calles. Aún así, me recuerda aquella época el desfile de turistas que descienden de los cruceros que navegan por el golfo de Alaska. Bajan del barco sobre todo para comprar, pues Juneau ofrece un gran surtido de comercios donde adquirir pieles y artesanías de los indios haida y tlingit, los habitantes originales de estas tierras. El explorador Alejandro Malaspina, que surcó estas aguas a finales del siglo XVIII, describía a los nativos como "altos, membrudos, sanos y ágiles, bien sea para la pesca, la caza o la guerra". Los descendientes de aquellos indios siguen habitando en Juneau.

Bosques como países enteros

La ciudad se localiza en el corazón del Tongass National Forest, cuyo nombre alude a un clan de los tlingit. El bosque, en el que destacan el cedro rojo, la tsuga del Pacífico y la picea de Sitka, es en realidad una selva inabarcable de casi 70.000 km2 –el tamaño de Irlanda– que se desparrama por todo el sudeste de Alaska a lo largo del archipiélago Alexander. Desde la localidad de Ketchikan –uno de los accesos más comunes– hasta Yakutak, el Tongass National Forest abarca un sinfín de poblaciones costeras repartidas en 19 áreas.
Los tonos azulados de las cuevas del Glaciar Mendenhall ofrecen un espectáculo a las órdenes de una luz de otro mundo
A partir de abril, cuando el invierno ya toca a su fin, el bosque estalla en colores y el conjunto de glaciares, mares de hielo, bosques y fauna atrapa al viajero anunciando la riqueza natural que contemplará durante todo el viaje: esto es un universo apenas tocado por la zarpa humana. Cerca de Juneau, a escasos 20 kilómetros por una carretera asfaltada, llegamos al Glaciar Mendenhall, cuya particularidad no es solo su fácil acceso por tierra, sino los túneles que surcan su interior. Los tonos azulados de las cuevas ofrecen un espectáculo a las órdenes de una luz de otro mundo, y el goteo del agua resuena en el silencio mientras caminamos bajo sus bóvedas rugosas. Esta escultura móvil sobrecoge casi tanto como angustian las explicaciones de los guías acerca del lento pero continuo retroceso de la masa helada. El glaciar se deshace y deja escenas curiosas, como los árboles en el interior de las cuevas que desnuda el deshielo, dando fe de que en otro tiempo el glaciar se extendía por las llanuras. Un sendero sencillo alcanza las cataratas Nuggets, un enclave fascinante por el estruendo que causan los largos cabellos de agua al desplomarse desde algo más de 100 metros de altura.
El sur de Alaska comenzó a ser colonizado por navegantes rusos en el siglo XVIII, cuando recorrían el Inside Passage o Pasaje Interior. Este paso estrecho labrado por antiguos glaciares se abre paralelo a la costa, a lo largo de 800 kilómetros y entre cientos de islas hasta alcanzar la población de Skagway.
Antes de abandonar el Pasaje Interior los cruceros suelen desviarse hacia el Parque Nacional de la Bahía de los Glaciares (Glacier Bay). A partir de mayo y hasta septiembre, las ballenas jorobadas nadan y se alimentan en sus aguas antes de regresar, con el frío, hacia las islas Hawái, donde se aparearán. El británico George Vancouver no pudo entrar en Glacier Bay porque chocó contra un bloque de hielo que cubría la entrada. Casi un siglo después, en 1870, el naturalista John Muir pudo acceder gracias a que el glaciar había retrocedido 80 kilómetros. Los rangers del parque explican preocupados que, según las últimas informaciones, la lengua de hielo mide otros 100 kilómetros menos.
Glacier Bay es una planicie de aguas metálicas custodiada por elevadas paredes montañosas donde flotan inmensos glaciares. El barco se abre hueco silencioso hasta detenerse ante el Grand Pacific Glacier y el Margerie Glacier. Los crujidos y el eco de los desprendimientos se pierden en la inmensidad, retumbando en el cinturón de picos de alrededor. Nosotros imaginamos lo que no vemos bajo el agua: ballenas, leones marinos y otras criaturas que respiran y resoplan. Mientras, en el cielo, quizá distingamos el elegante vuelo del águila calva, el emblema nacional de Estados Unidos, que a punto estuvo de extinguirse en la década de los 70. También es posible ver frailecillos, esas aves de pico colorido y amantes de las aguas más frías del hemisferio norte, y ánades tan curiosos como el negrón costero.
La bahía puede explorarse en embarcaciones más pequeñas que parten de la cercana población de Gustavus, accesible desde Juneau tras un breve vuelo en avioneta. Quienes prefieren dormir dentro del parque natural pueden avanzar 15 kilómetros hasta el centro de visitantes de Bartlett Cove, que está rodeado por una amplia red de senderos.

Hacia el oeste

La siguiente etapa de nuestro viaje es Anchorage, la ciudad más grande de Alaska, con 300.000 habitantes, un pequeño cogollo de edificios de vidrio y la naturaleza salvaje acariciando sus límites. A los pies de modernas construcciones hay una cabaña de troncos trenzados que acoge el Centro de Información para Visitantes. En la memoria de Anchorage está grabado el terremoto de 1964, que afectó gravemente incontables infraestructuras y levantó olas inmensas. Como el tsunami que, más de 400 kilómetros al sur, inundó el archipiélago de Kodiak y dejó decenas de barcos pesqueros encallados en tierra.
La isla de Kodiak ha superado erupciones volcánicas, tsunamis, enfrentamientos tribales y colonizaciones
Habitada históricamente por las tribus sugpiat y aluitiiq, la isla de Kodiak ha superado erupciones volcánicas, tsunamis, enfrentamientos tribales y colonizaciones. El Museo Alutiiq realiza un extenso recorrido por la historia más remota de la isla hasta que los primeros navegantes rusos se dejaron caer por estas latitudes hacia 1733. Su colección expone más de 250.000 objetos de uso diario, vestidos y abalorios que rememoran la vida de los pobladores nativos.
Bajo el imperio ruso, Alaska se situó como una potencia en el comercio de pieles de nutrias, pero tras acabar con los animales y ser vendida a Estados Unidos por siete millones de dólares en 1867, se fomentó la industria pesquera. Hoy en día numerosas empresas ofrecen salidas de pesca con caña en barco en busca de alguna de las cinco especies de salmón que habitan sus aguas.
Kodiak es una isla tapizada de vegetación cuya ciudad principal está resguardada por brazos de tierra cubiertos de árboles. Su apariencia es casi mágica, como alargadas hileras que brotan del mar, algunas con formas que recuerdan el perfil de una ballena. En toda la isla predomina el color verde brillante que le ha valido el apelativo de Isla Esmeralda, aunque lo que más fama le ha dado son los osos pardos que habitan el archipiélago. Rondan los 3.500 y el estado de Alaska permite su caza para regular la población. Es muy posible ver algún ejemplar mientras se camina por la isla, así que no resulta extraño que los lugareños recomienden cargar con un rifle durante la excursión. A pesar de las advertencias, nuestra única defensa es un espray de pimienta y un cascabel que hacemos sonar en los senderos más solitarios para no sorprender a ningún oso.
El silencio envuelve una visita donde solo nos cruzamos con alguna de las 250 especies de aves de la isla. Nada más
Uno de esos paseos nos conduce al extremo nordeste, donde el Fuerte Abercrombie vigila el lago Gertrude y el mar, mientras el viento helado nos corta la cara. Este cascarón agrietado, construido en 1941 para responder a un eventual ataque japonés, ahora acoge la sede del Kodiak Alaska State Parks. La senda está rodeada de vegetación baja y pinos con largos mechones de musgo frente a acantilados. El silencio envuelve una visita donde solo nos cruzamos con alguna de las 250 especies de aves de la isla. Nada más.

Frente al golfo de Alaska

La península de Kenai, accesible desde Anchorage por la Sterling Highway, se descuelga frente a la isla de Kodiak. Esta preciosa ruta bordea la costa y conduce hasta Soldotna, cerca de la desembocadura del río Kenai. En verano la ciudad de igual nombre rebosa de pescadores que ansían capturar un salmón de 40 kg. Los botes se acumulan pocas millas río arriba, en la unión de las aguas saladas y dulces, donde los salmones que remontan la corriente pican con facilidad. Kenai ofrece también una alternativa a los amantes de los ríos que prefieren clavar los remos y no la caña en el agua: la Swan Canoe Route, una ruta que une la hilera de 30 lagos hasta el río Moose. Durante una semana y 100 kilómetros seguidos, se pueden hacer recorridos por el vientre de una península que, desde el cielo, parece una telaraña de ríos y lagos.
Alaska es un territorio de suaves ondulaciones heladas que se dejan ver desde la distancia. Como los 6.190 metros del Denali –en 2015 recuperó su nombre tradicional indio, "el Grande", en sustitución del de MacKinley–, visibles desde Anchorage. Recorremos los 350 kilómetros que separan la ciudad más grande de Alaska y el Parque Nacional Denali por la George Parks Highway para comprobar que la montaña más alta de Norteamérica no es un espejismo.
En la entrada de la reserva, dos alces beben agua en un charco formado en este verano lluvioso. No se inmutan ante nuestra presencia. Subimos al autobús que recorre la carretera de tierra del parque –los vehículos privados solo pueden acceder a los primeros 50 kilómetros– mientras las nubes van descorchando, poco a poco, el inmenso Denali. La carretera serpentea por pequeños cerros y llanea por esta verde alfombra que es la tundra hasta llegar al kilómetro 110, donde se encuentra el Centro de Visitantes Eielson. Es entonces cuando el pico más alto del país brota abrupto y escalonado: las verdes praderas primero, los macizos ocres después. Y, trepando con la mirada, las paredes blancas que llevan hasta la cumbre envuelta en nubes. Hoy el cielo se ha abierto unos instantes y las nubes parapetan delicadamente el Denali.
No es extraño que sea en este punto donde muchas personas pasen el día o se adentren para caminar durante días o semanas en la inmensidad de los 20.000 km2 del parque. El monte de nieves perpetuas es una brújula que domina los cielos mientras el verano hace estallar la vida natural hasta octubre. Entonces comenzará el repliegue hasta la próxima primavera y Alaska se sumirá de nuevo en su largo y bello sueño blanco.

Alaska indómita 

La travesía entre Juneau y Anchorage se adentra en un territorio de glaciares y bosques interminables

El Monte Mckinley
La carretera por el interior del Parque Nacional de Denali lleva hasta Wonder Lake y su zona de acampada, quizá el enclave ideal para admirar el majestuoso pico.
JENNIFER & THOMAS BRÜHLMANN



El Glaciar Mendenhall
Su fácil acceso lo ha convertido en la excursión más popular desde la ciudad de Juneau.
MARK KELLEY / AGE FOTOSTOCK



Glacier Bay
Doce de los dieciséis glaciares de este Parque Nacional al que se accede en barco o avioneta desembocan en el océano.
RON NIEBRUGGE / WILDNATUREIMAGE



Territorio salvaje
Observar animales en libertad es fácil, además de uno de los grandes alicientes de un viaje por Alaska.
GETTY IMAGES



La fiebre del oro
El poblado de Crow Creek, entre Whittier y Anchorage, permite rememorar el ambiente de finales del siglo XIX.
RICHARD SMITH


 
Lagos
Alaska cuenta con unos tres millones de lagos. En el Bear Lake, al norte de Seward, existe la posibilidad de observar osos.
PATRICK ENDRES / AGE FOTOSTOCK



Cultura tlingit
Una casa comunal de los indios tlingit (isla de Wrangell), museo de tótems al aire libre en la isla de Ketchikan y dos niñas de la tribu tlingit.
ACI


Reserva de vida animal
Un alce en la orilla de Wonder Lake, en el Parque Nacional de Denali. Al fondo, la cordillera de Alaska.
MICHAEL DEYOUNG / GETTY IMAGES



Isla Kodiak
Los osos pardos de esta isla al sur de la península de Kenai son los mayores del mundo y forman una subespecie de la que existen unos 3.500 ejemplares. Al fondo, la isla Ugak vista desde Pasagshak Point.
RAY BULSON / WILDERNESS VISIONS

Entre el mar y el techo de Norteamérica
1 Juneau. Su abrigado puerto es la entrada a un mundo de glaciares.
2 Parque Nacional Denali. Para admirar el pico más alto de Norteamérica y la abundante fauna que habita en las montañas y llanuras que lo rodean.
3 Anchorage. La mitad de la población vive en esta moderna ciudad, bien comunicada y rodeada de naturaleza por los cuatro puntos cardinales.
4 Península de Kenai. Ofrece un vasto paraje de recreo con su glaciares, fiordos, montañas, senderos de trekking y ríos repletos de salmones.
5 Isla Kodiak. Habitada por inuits, acoge los osos pardos más grandes del mundo. La temporada ideal para verlos va de julio a septiembre.
Mapa: BLAUSET
Redacción

Alaska indómita

A Juneau, capital de Alaska, no se llega por carretera. El ferry avanza entre los canales y el agua quieta rompe en la proa con un suave roce. Las gaviotas y los cormoranes conviven en las grandes playas. Cientos de islas selváticas forman un laberinto en el que ballenas y orcas levantan sus lomos del agua gris-azulada. Respiro hondo, y el aire puro del Pasaje Interior impregna cada célula de mi cuerpo.
Juneau se halla en la Tongass National Forest, la mayor reserva forestal de Estados Unidos, si bien la palabra rainforest («selva lluviosa») refleja mejor la naturaleza y el clima del lugar. Por doquier, gigantescas coníferas y cedros rojos descienden hasta la orilla del agua.

Malaspina escribió que «el perfil de la costa parecería, por su frondosidad, cercano al trópico, a no ser por la nieve que corona las montañas»
¿Qué debió sentir Alejandro Malaspina al explorar esta costa con sus dos corbetas en 1791? Los glaciares serían aún más imponentes; quizá la tripulación se asombraría ante los grupos de ballenas, los leones marinos que descansaban sobre las rocas o las nutrias de mar que jugaban sobre el tapiz de agua, mientras los indios haida, tlingit y tsimshian se desplazaban silenciosos en sus canoas de cedro. No lo sabremos nunca, si bien el propio Malaspina escribió que «el perfil de la costa parecería, por su frondosidad, cercano al trópico, a no ser por la nieve que corona las montañas».
Y así sigue siendo mientras recorro el puerto de Juneau, entre turistas que bajan en grandes grupos de los cruceros. La ciudad sigue arropada por un paisaje espectacular, inmersa en el canal que la resguarda de las aguas abiertas del océano Pacífico y el vasto campo de hielo de las montañas del interior. De esa blanca extensión afloran 40 glaciares que avanzan por los valles. Uno de ellos, el Mendenhall, es el gran hito natural de Juneau. De la ciudad parten a su vez los cruceros y las avionetas que llevan al Parque Nacional de Glacier Bay, un laberinto de témpanos flotantes convertido en paraíso de piragüistas.

Un valioso hallazgo

En 1880, tras hallar pepitas «del tamaño de guisantes y judías» en los alrededores, Joe Juneau y Richard Harris regresaron con media tonelada de oro a Sitka, la capital de Alaska cuando pertenecía a Rusia. De la noche a la mañana aparecieron decenas de barcos cargados de aventureros. Para ellos se montaron almacenes, mercados de animales, pensiones, casas de empeño, bancos, garitos de juego, bares, teatros, prostíbulos... Juneau fue en ese tiempo una de las ciudades más vivas y ricas de Norteamérica. La nueva oleada llegó en 1897, al descubrirse oro en el Klondike, un afluente del Yukón.
Así surgió la ciudad de Skagway, 170 kilómetros más al norte. Los mineros desembarcaban allí para adentrarse en el continente. Pero como los pioneros en la helada meseta del Yukón vivieron una gran hambruna en el primer invierno, la policía montada del Canadá supervisaba en lo alto del Chilkoot Pass que cada buscador llevase lo necesario. Eso incluía víveres para sobrevivir un año y el material para construir una balsa con la que bajar el Yukón y para desempeñar las tareas mineras. Los buscadores subían así el Chil­koot Pass decenas de veces hasta trasladar la tonelada de equipamiento requerido.
Uno de esos aventureros era Jack London. En la cabaña en la que vivió junto al Klondike, enfermo a causa de las privaciones, aún puede leerse grabado a navaja: «Jack London, minero, escritor». Regresar con las manos vacías le llevó a vender a algunas revistas relatos inspirados en las vivencias de aquel invierno. Con ellos el mundo pudo conocer la audacia de aquellos hombres expuestos a condiciones de vida extremas.
Los 55 kilómetros del Chilkoot Trail entre Skag­way y el lago Bennett, ya en Canadá, son hoy uno de los trekkings clásicos de Alaska. Aquí y allá aparecen ruedas oxidadas bajo los matorrales y cabañas medio derruidas.
Valles abiertos y cúmulos blancos sobre el cielo azul, ríos de cauces anchos y rápidos, bosques de coníferas hasta donde alcanza la vista, y la nieve coronando las montañas
En Skagway, un espectacular vuelo sobre fiordos, montañas y nieves eternas me lleva a Anchorage. Enseguida tomo un confortable tren hacia el Parque Nacional de Denali, nombre que los indios atabascos daban al McKinley (6.194 m), el pico más alto de Norteamérica. Dentro del parque solo es posible desplazarse en los autobuses que recorren la carretera de 150 kilómetros que se adentra en él.
En cuanto aparecen animales el chófer se detiene para que los admiremos. El paisaje es inmenso. Valles abiertos y cúmulos blancos sobre el cielo azul, ríos de cauces anchos y rápidos, bosques de coníferas hasta donde alcanza la vista, y la nieve coronando las montañas. Evoco a McCandless, aquel muchacho que acaba su vida en un autobús varado en la inmensidad de Denali, protagonista de la película Hacia rutas salvajes (2007).

La fauna en Alaska

La carretera se vuelve pista y los bosques dejan ver caribús y ciervos. Águilas doradas vigilan nuestro paso. Salimos a caminar, siempre con cautela. De pronto, al otro lado del río, vemos una osa tan grande como dos hombres. Come arándanos y se mueve relajada con dos oseznos que no se separan de ella. Al olernos se queda inmóvil y su pelo alfombrado se le eriza en la nuca. «Ninguna broma con mis crías», parece decir. Permanecemos como estatuas mientras decide qué hacer. Opta por bajar tranquilamente el río en unos maravillosos cinco minutos. También vemos alces, marmotas y muflones de Dall. Pero nos queda algo pendiente. Entonces comienza a abrirse un enorme agujero azul entre las nubes y aparece la silueta del McKinley, el gran señor del lugar.
De vuelta a Anchorage no sé si explorar en kayak la península de Kenai o visitar la isla Kodiak, famosa por sus osos pardos. Opto por lo primero en compañía de dos surfistas griegos. En la primera mañana ya me enamoro de ese mundo. Deslizarse sobre el agua transparente y helada junto a los leones marinos que toman el sol sobre las rocas hace que todo cobre sentido. Un lugar para medir el tiempo con la respiración y los bufidos de las orcas y las ballenas. Y remar tranquilo en mitad de uno mismo. El segundo día recorremos mudos la laguna al final del glaciar. Un iceberg ha formado un arco sobre el agua y dirijo mi kayak bajo esa ventana para cruzar al otro lado. El hielo azulado por siglos de presión que le han hecho perder las burbujas de aire se desliza sobre mi cabeza. Un frailecillo remonta el vuelo con un pez en el pico y varios cetáceos asoman sus lomos nadando hacia mar abierto. «¿No es esto lo que no buscaba y encontré?», me pregunto. Los días se alargaron entre los fiordos. Varias noches después aún disfrutaba de «la última frontera», mientras el regreso se iba posponiendo una y otra vez. A veces los viajes toman formas casi orgánicas mientras continúa la ruta. En Alaska eso es fácil que suceda.

MÁS INFORMACIÓN
Documentos: pasaporte más au­torización electrónica (ESTA).
Idiomas: inglés.
Moneda: dólar estadounidense.
Horario: 10 horas menos.
Salud: en los lagos de la costa sur conviene protección antimosquitos.
Cómo llegar y moverse: Los ferrys que parten de Seattle enlazan una treintena de localidades y llegan hasta las islas Aleutianas. Anchorage, Fairbanks y Juneau cuentan con aeropuerto internacional.
En coche alquilado o autocaravana. La red de autobuses es excelente y recorre incluso pistas sin asfaltar. Hay dos líneas de tren: la Seward-Fairbanks es famosa por sus vagones con techo de cristal, mientras que la Skagway-Fraser (Canadá) funciona desde la fiebre del oro. Una veintena de ciudades poseen aeropuerto. A muchos otros destinos se puede acceder en avioneta o en hidroavión.
NATIONAL GEOGRAPHIC
Guillermo Gonzalo  Sánchez Achutegui
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