Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., la Revista National Geographic, nos informa sobre el peligro que existe de la abeja, que siendo el insecto que más beneficio presta a la agricultura al polinizar las flores de los cultivos; es atacado por un ácaro asiático llamado Ácaro Varroa Destructor, por cuando llega a una colmena infesta a toda la población de insectos .
Ante la amenaza contra las abejas, la Revista Nacional Geographic, ha elaborado un reportaje, que dice: "La disminución generalizada del número de colonias podría acabar teniendo consecuencias devastadoras para la producción de alimentos. Por este motivo, los científicos buscan un plan B. La mayoría de las abejas europeas que hoy viven en Estados Unidos son de origen italiano y, por ende, vulnerables a un ácaro parásito llamado varroa. Las abejas rusas, en cambio, son más resistentes, y los apicultores domésticos han obtenido buenos resultados con ellas. El problema, según Tarpy, es que estas no fabrican tanta miel como sus primas italianas y «no casan tan bien» con la naturaleza migratoria que entraña la polinización de granjas a gran escala...."
National Geographic, nos informa de los principales animales que sirven como polinizadores de los campos forestales y agrícolas: "No es de extrañar que la mejor solución sea la que ofrece la naturaleza. Lo sorprendente es la cantidad de «trabajadores» capaces de realizar la polinización: más de 200.000 especies animales que, con diversas estrategias, ayudan a las flores a producir más flores. Las moscas y los escarabajos son los polinizadores originales, en escena desde la aparición de las plantas con flores hace 130 millones de años. En cuanto a las abejas, los científicos han descrito hasta ahora unas 20.000 especies. Colibríes, mariposas, polillas, avispas y hormigas también colaboran. Los caracoles y las babosas distribuyen el polen al arrastrarse sobre las plantas. Los mosquitos polinizan algunas orquídeas, y los murciélagos, con el hocico y la lengua adaptados a las formas de diferentes flores, transfieren el polen de unas 360 especies sólo en el continente americano..."
National Geographic, también nos alcanza un amplio informa sobre los estudios que se realizan en Los Estados Unidos, para lograr una super abeja resistente a los ácaros y otros parásitos: "Los estudiosos de las abejas, muchos inspirados por el hermano Adam, han intentado comprender el despoblamiento de las colmenas. La mayoría ha llegado a la conclusión de que el problema no obedece a una causa única, como se pensó en un principio, sino a la suma de plagas, patógenos, pérdida de hábitat y sustancias tóxicas; y los ácaros Varroa son un componente crucial de esa mezcla letal. Casi todos los grandes apicultores recurren hoy a plaguicidas para matar los ácaros, una solución que en el mejor de los casos no pasa de ser un parche. Para evitar el uso de sustancias químicas, algunos investigadores han recuperado el enfoque del hermano Adam y piensan ya en la «Superabeja Versión 2.0», pero utilizando los instrumentos más avanzados de la ciencia, entre ellos la modificación genética. Otros se inclinan por la estrategia contraria, más natural que la del hermano Adam: dejar que las abejas evolucionen por sí solas, sin sustancias químicas ni manipulación genética.."
https://www.nationalgeographic.com.es/ciencia/grandes-reportajes/en-busca-de-la-superabeja-2_9164
¿Será posible salvar a los polinizadores más importantes del mundo? Científicos y apicultores están intentando crear una abeja más resistente.
https://www.nationalgeographic.com.es/naturaleza/grandes-reportajes/animales-polinizadores_4423
Son los polinizadores de la Tierra, y los hay de más de 200.000 formas y tamaños. Explora la maravillosa diversidad de criaturas que desempeñan un importante papel en la polinización de las plantas con flores de la mano del fotógrafo Mark Moffett.
https://www.nationalgeographic.com.es/naturaleza/actualidad/una-gran-diversidad-abejas-crucial-para-asegurar-polinizacion-los-cultivos_12383/1
Un estudio de la Estación Biológica de Doñana muestra que son necesarias más de 50 especies de abejas para asegurar la polinización y maximizar la producción
https://www.nationalgeographic.com.es/naturaleza/grandes-reportajes/plan-b-si-nos-quedamos-sin-abejas-polinizadoras_11990
La abeja europea presta un servicio crucial a la agricultura: la polinización. ¿Qué ocurriría si desaparecieran? Los científicos tienen un plan B
Abeja europea (Apis mellifera), también llamada abeja doméstica o abeja melífera
Foto: AP
Si todo va como la seda en su mundo, una abeja reina vive entre dos y tres años. Pero los apicultores de Estados Unidos han comprobado que esa esperanza de vida se ha reducido a menos de la mitad en los últimos 10 años, y la ciencia trata de averiguar por qué.
Es una de las muchas cuestiones que rodean el misterio de la mortandad de las abejas, un fenómeno inquietante asociado a distintas causas, desde los parásitos hasta el uso de pesticidas y la destrucción del hábitat. Además de producir miel, la abeja europea presta un servicio crucial a la agricultura: la polinización.
Es una de las muchas cuestiones que rodean el misterio de la mortandad de las abejas, un fenómeno inquietante asociado a distintas causas, desde los parásitos hasta el uso de pesticidas y la destrucción del hábitat. Además de producir miel, la abeja europea presta un servicio crucial a la agricultura: la polinización.
Sin ellas, muchos productos se verán afectados. Y, según David Tarpy, entomólogo de la Universidad Estatal de Carolina del Norte, aunque cerca del 90% de los apicultores estadounidenses son aficionados, la mayoría de las colmenas forman parte de operativos comerciales a gran escala.
La disminución generalizada del número de colonias podría acabar teniendo consecuencias devastadoras para la producción de alimentos. Por este motivo, los científicos buscan un plan B.
La mayoría de las abejas europeas que hoy viven en Estados Unidos son de origen italiano y, por ende, vulnerables a un ácaro parásito llamado varroa. Las abejas rusas, en cambio, son más resistentes, y los apicultores domésticos han obtenido buenos resultados con ellas. El problema, según Tarpy, es que estas no fabrican tanta miel como sus primas italianas y «no casan tan bien» con la naturaleza migratoria que entraña la polinización de granjas a gran escala.
Otra opción, apunta Sam Droege, zoólogo del Servicio Geológico de Estados Unidos, es aprovechar los miles de especies de abejas silvestres propias de América del Norte, que son excelentes polinizadoras, rara vez pican y suelen abultar lo que un grano de arroz. La pega, para algunos, es que ninguna de ellas produce miel. Pero, según Droeze, «siempre podemos importarla».
Una gran diversidad de abejas es crucial para asegurar la polinización de los cultivos
Un estudio de la Estación Biológica de Doñana muestra que son necesarias más de 50 especies de abejas para asegurar la polinización y maximizar la producción
Una gran diversidad de abejas es crucial para asegurar la polinización de los cultivos
Un estudio realizado con la participación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas -CSIC- ha demostrado que conservar una gran diversidad de especies de abejas es fundamental para asegurar la polinización de los cultivos.
De las 100 especies que se encontraron presentes, más de 50 especies eran necesarias para asegurar su polinización
El trabajo, publicado en la revista Science, ha contabilizado las especies de abejas necesarias para polinizar tres cultivos, sandía, grosella y arándano, en más de 50 fincas agrícolas, y ha concluido que, de las 100 especies que se encontraron presentes, más de 50 especies eran necesarias para asegurar su polinización.
“Las abejas, de las que hay más de 20.000 especies -el doble que las de pájaros, por ejemplo- tienen un papel clave para el ecosistema y para nosotros, ya que median la polinización de las plantas con flor, incluyendo la producción de las frutas y verduras que nos comemos”, explica Ignasi Bartomeus, investigador del CSIC en la Estación Biológica de Doñana, quien ha participado en este estudio, liderado por la doctora Rachael Winfree, de la Universidad de Rutgers, en Estados Unidos).
Una solución clásica en agricultura para asegurarse la polinización de los cultivos es usar colonias de abeja de la miel. Pero esta por sí sola no puede asegurar la buena polinización de los cultivos y necesita de la acción conjunta de abejas silvestres para maximizar la producción. Estas abejas suelen ser solitarias -no forman colonias-, y son vitales para el buen funcionamiento del ecosistema. Pero hasta ahora se ignoraba cuántas especies eran necesarias para asegurar la polinización y maximizar la producción.
La buena polinización de los cultivos necesita de la acción conjunta de abejas silvestres para maximizar la producción
La explicación a esta necesidad de conservar una gran diversidad de abejas para mantener la producción agrícola es la siguiente: “en una finca determinada, necesitamos solo unas cuantas especies de abejas, pero estas no son las mismas que en la finca vecina. Esto hace que cuando consideras paisajes agrícolas de forma integrada, necesitas conservar a muchas especies de abejas”, indica Bartomeus. “Cada especie juega su papel en los ecosistemas, y la única manera de asegurar su buen funcionamiento es protegerlas todas”, concluye.
Animales polinizadores: con el polen a cuestas
Son los polinizadores de la Tierra, y los hay de más de 200.000 formas y tamaños. Explora la maravillosa diversidad de criaturas que desempeñan un importante papel en la polinización de las plantas con flores de la mano del fotógrafo Mark Moffett.
Apis mellifera sobre Capparis sandwichiana, Hawái
Al atardecer, el perfume de un extraño maiapilo de Kauai tienta a una hambrienta abeja europea.
Foto: Mark W. Moffett
Foto: Mark W. Moffett
Augochloropsis metallica sobre Solanum rostratum, Arizona
Con una vigorosa sacudida, una abeja verde metálica poliniza por vibración una flor de tomatillo espinoso. Con las vibraciones de su cuerpo, libera el polvo dorado de la flor con el que alimentará a las larvas que la esperan en el nido, y a la vez ofrece un futuro al ADN de la planta.
Foto: Mark W. Moffett
Foto: Mark W. Moffett
Lemur catta sobre Cereus hildmannianus, Madagascar.
En Madagascar, un lémur de cola anillada, que aquí mordisquea un cacto alóctono, transporta el polen para las plantas nativas en el hocico y las manos.
Foto: Mark W. Moffett
Foto: Mark W. Moffett
Phelsuma ornata sobre Gastonia mauritiana, Mauricio.
Un gecko de día ornamentado lame el néctar de las flores de un árbol en la isla Mauricio. Los lagartos insectívoros son polinizadores poco frecuentes, que en las islas donde hay pocos depredadores pueden llenar el nicho ocupado en el continente por otros polinizadores o depredadores más comunes.
Foto: Mark W. Moffett
Aedes sp. sobre Plantanthera obtusata, Minnesota.
El satirión blanco tiene un paquete de polen en la boca de la flor, y cuando un mosquito se acerca, se llena la proboscis del polvo dorado.
Foto: Mark W. Moffett
Foto: Mark W. Moffett
Diadasia sp.
Una abeja del género Diadasia poliniza la flor de un cacto en Tucson, Arizona.
Foto: Mark W. Moffett
Pepsis sp. sobre Asclepias subulata, Arizona
Las abejas son las polinizadoras más activas, pero no las únicas. La avispa halcón se alimenta del polen de los canutillos del desierto.
Foto: Mark W. Moffett
Foto: Mark W. Moffett
Forelius pruinosus sobre Chamaesyce sp., Arizona
La polinización cruzada no está garantizada cuando una hormiga recoge el polen de una lechetrezna: puede que la hormiga baje al suelo o pase a una planta de otra especie.
Foto: Mark W. Moffett
Foto: Mark W. Moffett
Quironómido sobre Theobroma cacao
Un quironómido recolecta polen de una flor del cacao al introducir la cabeza dentro de una «bolsa» que contiene tanto polen como una pegajosa recompensa de néctar.
Foto: Mark W. Moffett
Cantárido sobre Magnolis grandiflora, National Arboretum, Washington, D.C.
Los escarabajos figuran entre los polinizadores más antiguos. Un escarabajo soldado devora una magnolia, que desprende perfume y calor como señuelos.
Foto: Mark W. Moffett
Foto: Mark W. Moffett
Avispa parásita sobre Ficus insípida
Una avispa parásita se posa en el fruto de un Ficus insipida para poner sus huevos. Esta avispa no es un polinizador, si no más bien una imitadora que depreda sobre las verdaderas avispas polinizadoras. Aun así, la intrusa puede desempeñar un papel positivo, ya que contribuye a que las avispas polinizadoras no permanezcan demasiado tiempo en las flores, que de este modo disponen de una tregua para producir semillas.
Foto: Mark W. Moffett
Manduca quinquemaculata sobre Mirabilis longiflora, Arizona.
En Arizona, una mariposa esfinge del tomate sondea la flor de una maravilla; ambas especies evolucionaron juntas, por lo que sus órganos encajan a la perfección, y la mariposa nocturna puede ver la flor en la oscuridad.
Foto: Mark W. Moffett
Foto: Mark W. Moffett
Heliconius erato sobre Psychotria poeppigiana, Panamá
Una heliconia salvaje se carga de polen en una flor llamada labios ardientes. La mayoría de las mariposas sólo sorben el néctar, pero ésta ha desarrollado un dispositivo especial: una trompa que le permite extraer y digerir el polen, cuyos aminoácidos alargan su vida y le dan más semanas para reproducirse.
Foto: Mark W. Moffett
Foto: Mark W. Moffett
Zosterops japonicus sobre Clermontia fauriei, Hawai.
En Hawai, un ave alóctona llamada anteojitos japonés (cabeza y cola visibles abajo) roba néctar de la base de una haha‘aiakamanu. En este caso el ave elude el polen y no le hace ningún servicio a la planta.
Mark W. Moffett
Mark W. Moffett
Estudiando la anemofilia
Gotitas de aceite iluminadas con láser se arremolinan en un túnel de viento alrededor de una brizna de hierba en flor. Científicos de la Universidad de California en Berkeley diseñaron el experimento para estudiar la manera en que el polen transportado por el viento se desplaza de una planta a otra.
Mark W. Moffett
Pensilvania, Estados Unidos
La niebla primaveral flota sobre un manzanar de Pennsylvania al amanecer. Su propietario, John Lerew, alquila todos los años 180 colmenas con millones de abejas europeas para polinizar varios cientos de hectáreas. La mayoría de las fincas agrícolas grandes recurren al alquiler de colmenas.
Amy Toensing
Apis mellifera infestados con Varroa destructor
En 2010 se informó de una posible causa del síndrome de despoblamiento de las colmenas (SDC), la rápida muerte de millones de abejas europeas observada desde 2006. Los estudios genéticos apuntaban a la acción combinada de un virus y un hongo, pero aún no se ha llegado a una conclusión sobre estos hallazgos. «Probablemente el SDC es fruto de una interacción compleja –dice Jeff Pettis, del Departamento de Agricultura de Estados Unidos–. Pero el papel de estos patógenos aún no está claro.» Mientras, el ácaro Varroa (puntos rojos, arriba) sigue siendo la plaga más devastadora en todo el mundo para la abeja europea.
Foto: Mark W. Moffett
Foto: Mark W. Moffett
El abejorro en peligro
Un abejorro sorbe el néctar de un girasol en Arizona. Muchas especies de abejorros están en declive, principalmente por la pérdida de hábitat y probablemente por la acción de patógenos introducidos.
Foto: Mark W. Moffett
1 de julio de 2011
Animales polinizadores: con el polen a cuestas
Hilera tras hilera, las tomateras se suceden en un invernadero de Wilcox, Arizona. Los tallos verdes surgen de los bloques de fibra de coco y ascienden hacia el techo de cristal. Técnicos con bata de laboratorio situados en unos carros elevados recogen meticulosamente la cosecha. La firma Eurofresh Farms recolecta unos 60 millones de kilos de tomates al año de esas plantas perfectas, cultivadas en 125 hectáreas dentro de unas construcciones provistas de kilómetros de tuberías que conducen el agua y de una red de alambre de acero por la que trepan las tomateras. Los frutos maduros tienen un olor ligeramente artificial, dulce y nada terroso.
Pero allí también hay una presencia natural, que se manifiesta como un zumbido grave que penetra hasta el fondo del oído: un millar de abejorros trabajando sin descanso.
Para reproducirse, la mayoría de las plantas con flores depende de un tercero que transfiere el polen de los órganos vegetales masculinos a los femeninos. Algunas necesitan un empujoncito para soltar el polvo dorado. La flor de la tomatera, por ejemplo, requiere una sacudida violenta, una vibración equivalente a unas 30 veces la gravedad terrestre, según explica el entomólogo de Arizona Stephen Buchmann, coordinador internacional de la ONG Pollinator Partnership. «La escala es diferente –dice–, pero basta pensar que el piloto de un caza suele desmayarse después de medio minuto sometido a una aceleración de la gravedad de entre cuatro y seis G».
Los agricultores han probado muchas maneras de sacudir el polen de la flor de la tomatera. Han usado mesas vibratorias, ventiladores, golpes de sonido y dispositivos vibradores aplicados manualmente a cada racimo de flores. Pero el instrumento preferido en los invernaderos modernos es el humilde abejorro. Si le das acceso a una flor de tomatera, se pegará a ella agitándose ferozmente mientras se alimenta, con lo que se desprenderá una nube de polen que alcanzará el estigma de la planta (el extremo de su anatomía femenina) y se adherirá al cuerpo peludo del insecto. Luego el abejorro llevará las partículas a la siguiente flor. Es lo que se denomina polinización vibrátil, y funciona de maravilla.
No es de extrañar que la mejor solución sea la que ofrece la naturaleza. Lo sorprendente es la cantidad de «trabajadores» capaces de realizar la polinización: más de 200.000 especies animales que, con diversas estrategias, ayudan a las flores a producir más flores. Las moscas y los escarabajos son los polinizadores originales, en escena desde la aparición de las plantas con flores hace 130 millones de años. En cuanto a las abejas, los científicos han descrito hasta ahora unas 20.000 especies. Colibríes, mariposas, polillas, avispas y hormigas también colaboran. Los caracoles y las babosas distribuyen el polen al arrastrarse sobre las plantas. Los mosquitos polinizan algunas orquídeas, y los murciélagos, con el hocico y la lengua adaptados a las formas de diferentes flores, transfieren el polen de unas 360 especies sólo en el continente americano.
No es de extrañar que la mejor solución sea la que ofrece la naturaleza
Incluso los mamíferos incapaces de volar ponen su granito de arena. Las zarigüeyas, algunos monos de los bosques lluviosos y los lémures de Madagascar tienen unas manitas diminutas que arrancan los tallos de las flores y un pelaje denso al que se adhiere el polen. Más asombrosos son algunos lagartos, como los geckos y los eslizones, que lamen el néctar y transportan los granos de polen pegados a la cara y las patas.
Las plantas con flores, de las que hay más de 240.000 especies, han coevolucionado con sus polinizadores, por lo que han desarrollado perfumes agradables y colores brillantes para atraerlos con la promesa de una buena comida. Las superficies florales, al igual que los sistemas de transporte de los animales, son increíblemente variadas, desde tubos y gargantas hasta apéndices, cepillos y espolones. Basta combinar las partes animales y vegetales adecuadas (lengua larga en tubo estrecho, cara peluda en cepillo pegajoso), y el polen llegará a su destino.
Por desgracia, toda esa caótica diversidad no encaja bien con el monocultivo y la megaproductividad de la moderna agricultura comercial. Antes de que las granjas llegaran a ser tan enormes, dice la bióloga Claire Kremen, de la Universidad de California en Berkeley, «no teníamos que ocuparnos de los polinizadores. Estaban en todas partes gracias a la diversidad del paisaje. Ahora hay que traer verdaderos ejércitos de polinizadores para que se produzca la polinización».
La abeja europea, importada a América del Norte hace unos 400 años, es la polinizadora doméstica más corriente en Estados Unidos desde la década de 1950, cuando se empezaron a transportar las colmenas en camiones. Ahora, al menos un centenar de cultivos comerciales en Estados Unidos dependen casi por completo de las abejas domésticas, criadas expresamente por los apicultores para alquilarlas a las grandes fincas agrícolas. Y si bien otras especies, como las abejas albañil, son entre cinco y diez veces más eficientes en cuanto a la actividad polinizadora por individuo en ciertos árboles frutales, las abejas europeas forman colonias más numerosas (30.000 individuos o más por colmena), recorren mayores distancias para buscar alimento y toleran la intervención humana y los desplazamientos mejor que la mayoría de los insectos. Además, no son quisquillosas: polinizan prácticamente cualquier tipo de cultivo. No es fácil calcular el verdadero valor de su trabajo en todo el mundo, pero algunos economistas lo cifran en torno a los 150.000 millones de euros al año.
Algunos economistas cifran el valor del trabajo de las abejas en torno a los 150.000 millones de euros al año
Es posible, sin embargo, que la agricultura a escala industrial esté erosionando poco a poco el sistema. Aunque las abejas han sufrido enfermedades e infestaciones parasitarias desde que se empezó a criarlas, el año 2006 fue catastrófico. En Estados Unidos y otros países empezaron a desaparecer masivamente a lo largo del invierno. Los apicultores levantaban las tapas de las colmenas y sólo encontraban a la reina y unas pocas rezagadas, pero ninguna obrera. En Estados Unidos, entre una tercera parte y la mitad de las colmenas se quedaron vacías, y algunos apicultores comunicaron pérdidas de hasta un 90%. El misterioso culpable fue llamado síndrome del despoblamiento de las colmenas (SDC), y continúa siendo una amenaza anual, además de un enigma.
Cuando el SDC atacó por primera vez, muchas personas, desde ingenieros agrónomos hasta el público en general, creyeron que la causa eran los productos químicos usados en la agricultura. De hecho, dice Jeff Pettis, del Laboratorio de Investigación Apícola del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, «se ven más enfermedades en abejas expuestas a plaguicidas, incluso en pequeñas concentraciones». Pero es probable que el SDC sea el resultado de varios factores de estrés. Una mala nutrición combinada con la exposición a determinados productos químicos, por ejemplo, podría debilitar las defensas de las abejas, antes de que un virus acabara con ellas.
Según Pettis, no es fácil separar los distintos factores y sus resultados. Estudios recientes revelan que los fungicidas (que antes no se consideraban tóxicos para las abejas) pueden interferir en la acción de ciertos microbios que ayudan a descomponer el polen en el intestino de los insectos, lo que afecta la absorción de nutrientes y, por ende, la salud a largo plazo y la longevidad de las abejas. Algunos hallazgos apuntan a una combinación de virus y hongos patógenos (véase pie, izquierda). «Ojalá fuera un solo agente el que causa todo el despoblamiento –dice Pettis–. Todo sería mucho más fácil.»
Las abejas domésticas están atravesando un período difícil, y las poblaciones de polinizadores silvestres no están mucho mejor. Algunas especies corrientes de abejorro ya casi no se ven en Estados Unidos, y otras son cada vez más raras. Pero se han hecho muy pocos estudios a largo plazo de los polinizadores autóctonos, menos visibles y menos valorados que la importante abeja europea, que mueve toda una industria.
¿Qué hacer entonces? Los científicos recomiendan dar a los polinizadores más de lo que necesitan y menos de lo que les hace daño, y aliviar la carga de las abejas domésticas permitiendo que las especies autóctonas cumplan su función. La reducción del uso de productos químicos en la agricultura es parte de la solución, según Buchmann, ya que todos los animales necesitan un sistema inmunitario en plena forma para combatir los patógenos de su entorno.
Mientras tanto, la modificación y la pérdida de hábitat, señala el entomólogo, constituyen para los polinizadores una amenaza aún mayor que los patógenos. Claire Kremen anima a los agricultores a fomentar la flora autóctona alrededor de los cultivos para ayudar a resolver los problemas de hábitat. «No podemos trasladar una granja –dice–, pero podemos diversificar lo que crece a su alrededor, a los lados de las carreteras y caminos e incluso en los aparcamientos de tractores y maquinaria agrícola.» Recomienda, por ejemplo, plantar setos e islas de plantas autóctonas que florezcan en diferentes épocas del año y cultivar múltiples especies de plantas en lugar de practicar el monocultivo. «No sólo es mejor para los polinizadores autóctonos, sino para la agricultura», afirma Kremen.
Incluso en las ciudades más concurridas es posible mimar a los polinizadores con un poco de imaginación. Estudios recientes demuestran que las abejas que viven fuera de las fincas agrícolas tienen una dieta más variada y saludable que las comensales de las explotaciones comerciales. Las colmenas de los tejados de Nueva York contribuyen a que florezca la vegetación de los parques urbanos, como Central Park. El tema es muy simple: si hay hábitat, vendrán. Por fortuna, «hay más plantas generalistas que especialistas, por lo que hay una gran redundancia en el proceso de polinización –dice Buchmann–. Y aunque un polinizador desaparezca, por lo general quedan unos cuantos sustitutos para hacer el trabajo». En su opinión, la clave para que nuestros jardines y huertos sigan floreciendo es fomentar la diversidad.
Si acabamos con esa variedad, perderemos algo más que la miel. Desaparecerán muchas plantas con flores, y con ellas, las manzanas, los melocotones, las peras y muchos cultivos más. Sin polinizadores, no habría frambuesas, arándanos, ni leche para tomar con los cereales del desayuno, ya que las vacas se alimentan de alfalfa y de trébol, que polinizan las abejas. No habría café ni chocolate, ni tampoco colza, que sirve para producir biocombustibles. Los productores de almendras de Estados Unidos, que obtienen el 80% de la cosecha mundial, emplean un tercio o más de las colmenas comerciales del país durante la estación de crecimiento, todo un festival de actividad apícola que ha sido descrito como el mayor acontecimiento polinizador del planeta. Eso también se acabaría poco a poco.
«No nos moriríamos de hambre», asegura Kremen. Pero sin aves ni abejas, ni murciélagos ni mariposas, lo que comemos, e incluso lo que vestimos (al fin y al cabo, los polinizadores nos proporcionan parte de nuestro algodón y nuestro lino), tendría que limitarse a unas plantas que transfieren el polen por otros medios. «En cierto sentido –dice Kremen–, nuestras vidas estarían a merced del viento.»
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En busca de la superabeja
¿Será posible salvar a los polinizadores más importantes del mundo? Científicos y apicultores están intentando crear una abeja más resistente.
En busca de la superabeja
Una joven abeja sale de una celda de cría. A lo largo de sus seis semanas de vida, esta obrera volará en busca de néctar, producirá miel y criará a la siguiente generación.
Imagen compuesta por 23 fotografías combinadas digitalmente
Fuente: Billy Synk, Centro de Investigación de la Abeja Melífera Harry H. Laidlaw, Jr., UC Davis
Foto: Anand Varma
En busca de la superabeja
Un investigador deposita una gota diminuta de fenotrina sobre una abeja –sedada dentro de un vaso de papel– para estudiar los efectos de este potente insecticida, en un experimento de la Universidad del Estado de Louisiana y el Departamento de Agricultura de Estados Unidos. Como las abejas regresan a las colmenas al anochecer, casi nunca entran en contacto con esos productos, que suelen aplicarse de noche. Pero los investigadores han observado que incluso dosis mínimas pueden tener efectos negativos para estos insectos.
Fuente: Frank Rinkevich, Universidad del Estado de Lousiana, Baton Rouge
Foto: Anand Varma
Foto: Anand Varma
En busca de la superabeja
En 2007 saltó a los titulares el «síndrome de despoblamiento de las colmenas», un fenómeno que hacía estragos en los colmenares de todo el mundo. Hoy la mayoría de los investigadores lo atribuye a una combinación de plagas, patógenos, pesticidas y pérdida de hábitat. El peor de todos esos elementos es el ácaro asiático Varroa destructor (en la imagen, sobre una larva de abeja).
Imagen compuesta por 200 fotografías combinadas digitalmente
Fuente: Centro de Investigación de la Abeja Melífera Harry H. Laidlaw, Jr.
Foto: Anand Varma
En busca de la superabeja
En un laboratorio del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, la técnica Sharon O’Brien sujeta con unas pinzas el aguijón de una abeja reina sedada mientras se dispone a inyectarle semen en el oviducto (el conducto de acceso a los ovarios). Los investigadores intentan criar abejas que sean resistentes a Nosema ceranae, un hongo parásito de Asia que está haciendo estragos en las colmenas de Europa y Estados Unidos.
Fuente: Laboratorio de Investigación de Cría, Genética y Fisiología de las Abejas Melíferas, Servicio de Investigación Agrícola, Departamento de Agricultura de Estados Unidos, Baton Rouge
Foto: Anand Varma
En busca de la superabeja
Rodeada de abejas nodrizas, una reina en una colmena experimental resistente a los ácaros extiende la lengua para recibir alimento. La reina, criada por investigadores del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, es «limpiadora», es decir, produce obreras que instintivamente detectan y matan las pupas infestadas de ácaros. Ahora los científicos están desarrollando abejas limpiadoras que además reúnan los rasgos más apreciados por los apicultores: docilidad, resistencia y abundante producción de miel.
Fuente: Laboratorio del Servicio de Investigación Agrícola del Departamento de Agricultura de Estados Unidos
Foto: Anand Varma
Foto: Anand Varma
En busca de la superabeja
Una abeja extiende la probóscide para beber agua azucarada de un algodón en un laboratorio de la Universidad del Estado de Pennsylvania. Para medir los efectos de los productos agroquímicos, los investigadores comparan cuánto tardan dos grupos de abejas –uno de ellos expuesto a agroquímicos y el otro no– en aprender que una bocanada de aire perfumado (la flor) vendrá seguida de una recompensa (el néctar). Cada vez más, los científicos creen que muchos compuestos antes considerados inocuos causan daños sutiles a las abejas.
Fuente: Laboratorio Mullin, Departamento de Entomología, Universidad del Estado de Pennsylvania
Foto: Anand Varma
26 de junio de 2015
En busca de la superabeja
El hermano Adam debió de notar que había elegido un mal momento para hacerse apicultor. Corría el año 1915 y él era un novicio en la abadía de Buckfast, en el sudoeste de Inglaterra. Durante siglos se habían registrado episodios de mortandad repentina de abejas, pero la catástrofe que presenció el joven monje benedictino de 16 años no tenía precedentes. Una misteriosa enfermedad había arrasado casi todos los colmenares de la isla de Wight y estaba haciendo estragos en el resto de Inglaterra. De la noche a la mañana el hermano Adam halló las colmenas vacías, las abejas arrastrándose por el suelo, incapaces de volar. Ese año la abadía perdió 29 de sus 45 colmenas.
Con el tiempo, los científicos relacionaron la enfermedad con un virus previamente desconocido, pero la investigación llegó demasiado tarde para salvar a la abeja melífera de color marrón oscuro nativa de Gran Bretaña. Casi todas las colmenas supervivientes eran híbridas, resultado del cruce de zánganos autóctonos con reinas extranjeras. La aparente superioridad de aquellas mestizas inspiró en el hermano Adam la idea de criar una abeja resistente a las enfermedades.
En 1950, tras muchos años de preparación, le llegó finalmente su oportunidad. Al volante de una vieja furgoneta de la abadía, viajó durante los 37 años siguientes por Europa, Oriente Próximo y África, hasta reunir más de 1.500 reinas. Entre ellas estaban las laboriosas abejas del norte de Turquía, las mil y una variedades de Creta, las abejas aisladas de los oasis del Sahara, las de color negro oscuro de Marruecos, las diminutas abejas anaranjadas del Nilo y las supuestamente dóciles del Kilimanjaro. El monje se llevó su exótica colección a un páramo remoto, lejos de otras abejas y de sus genes indeseables. Tras realizar innumerables cruzamientos en el más absoluto aislamiento, creó la abeja Buckfast, que enseguida fue apodada «la superabeja». Robusta y de color tostado, era poco proclive a los picotazos, producía mucha miel y era resistente a la que entonces se conocía como enfermedad de la isla de Wight, la que había diezmado el colmenar de la abadía. En la década de 1980 las abejas Buckfast ya se vendían en todo el mundo. El de apicultor es un oficio poco común, pero el hermano Adam se convirtió en algo aún menos frecuente: una celebridad de la apicultura.
Pero pese a la aparición del vigoroso híbrido, las abejas volvían a estar en peligro. Un ácaro asiático con el expresivo nombre de Varroa destructor había invadido Europa y América. «Solo una raza o variedad completamente resistente y genéticamente inmune puede ser la solución definitiva a esta amenaza», declaró en 1991 el hermano Adam. Pero antes de que pudiera ponerse manos a la obra, el abad de Buckfast, convencido de que la creciente fama del monje lo estaba alejando de su vocación religiosa, lo retiró de la apicultura. El hermano Adam murió, desolado, en 1996. «Nadie ocupó realmente su puesto en la abadía», dice Clare Densley, quien hace dos años puso en marcha una vez más el accidentado programa de apicultura de Buckfast.
Varroa | ||
---|---|---|
Taxonomía | ||
Reino: | Animalia | |
Filo: | Arthropoda | |
Clase: | Arachnida | |
Subclase: | Acari | |
Orden: | Mesostigmata | |
Suborden: | Monogynaspida | |
Superfamilia: | Dermanyssoidea | |
Familia: | Varroidae Delfinado & Baker, 1974 | |
Género: | Varroa Oudemans, 1904 | |
Especies | ||
Véase el texto.
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Varroa es un género de ácaros que produce la enfermedad denominada varroasis. Este ácaro es un ectoparásito (parásitos externos), forético obligado de las especies de abejas Apis mellifera y Apis cerana reproduciéndose sobre sus estadios larvales y pupales (cría abierta y operculada). Fue descrito por A. C. Oudemans en 1904, dedicando el nombre génerico a Marco Terencio Varrón y a E. Jacobson (el colector) el nombre específico. Después de 100 años se averiguó que el ácaro que atacaba Apis mellifera era diferente al descrito por Oudemans para Apis cerana en la isla de Java, (Indonesia).
También afecta la abeja en estado adulto viviendo en estado forético sobre ella. El ácaro absorbe la hemolinfa del insecto disminuyendo su masa corporal (peso). En estado larval es más crítico debido a que los adultos nacen con menos del 30 % de peso de un adulto no parasitado.
Puede destruir las colmenas, lo que ocurre generalmente durante el invierno. La plaga se inició en Filipinas y se ha expandido ampliamente por el mundo, constituyéndose en la mayor amenaza para la rentabilidad de las explotaciones apícolas y del medio ambiente en general, ya que la mayoría de las plantas y cultivos dependen de las abejas, como importantes polinizadores.
Puede destruir las colmenas, lo que ocurre generalmente durante el invierno. La plaga se inició en Filipinas y se ha expandido ampliamente por el mundo, constituyéndose en la mayor amenaza para la rentabilidad de las explotaciones apícolas y del medio ambiente en general, ya que la mayoría de las plantas y cultivos dependen de las abejas, como importantes polinizadores.
WIKIPEDIA.
Mientras tanto, la situación empeoraba en el país de las abejas. En 2007 las noticias sobre el «síndrome de despoblamiento de las colmenas» –episodios de mortandad repentina de colmenas enteras– se extendieron por Europa y América. La prensa habló de «amenaza para la agricultura mundial» y de «catástrofe sin precedentes para el planeta». Los titulares estaban justificados: la polinización realizada por insectos, sobre todo por abejas melíferas, es vital para una tercera parte de la producción alimentaria del mundo.
Los estudiosos de las abejas, muchos inspirados por el hermano Adam, han intentado comprender el despoblamiento de las colmenas. La mayoría ha llegado a la conclusión de que el problema no obedece a una causa única, como se pensó en un principio, sino a la suma de plagas, patógenos, pérdida de hábitat y sustancias tóxicas; y los ácaros Varroa son un componente crucial de esa mezcla letal. Casi todos los grandes apicultores recurren hoy a plaguicidas para matar los ácaros, una solución que en el mejor de los casos no pasa de ser un parche. Para evitar el uso de sustancias químicas, algunos investigadores han recuperado el enfoque del hermano Adam y piensan ya en la «Superabeja Versión 2.0», pero utilizando los instrumentos más avanzados de la ciencia, entre ellos la modificación genética. Otros se inclinan por la estrategia contraria, más natural que la del hermano Adam: dejar que las abejas evolucionen por sí solas, sin sustancias químicas ni manipulación genética.
«Por desgracia, ninguno de esos enfoques ha producido todavía una variedad de abeja suficientemente productiva y resistente a los ácaros. Y cuando digo “suficientemente” me refiero a una abeja que cambie el panorama de manera radical», afirma Keith Delaplane, director del programa de estudio de las abejas melíferas de la Universidad de Georgia. Y hasta que eso ocurra, dice, las dificultades a las que se enfrentan las abejas son enormes. «Cuando me reúno con apicultores y les pido que alguien me cuente sus éxitos, ninguno levanta nunca la mano.»
Una colmena es un superorganismo. Un cerebro colectivo. Una red lingüística; las abejas melíferas son uno de los pocos animales no humanos que se comunican simbólicamente entre sí: danzan para señalar a sus compañeras la localización de la comida. Apicultores e investigadores emplean todas esas metáforas para describirlas, pero reconocen que no llegan a captar del todo la realidad de esas criaturas fascinantes y de sus comunidades ultraorganizadas. Con una población de hasta 80.000 individuos, una colmena es como una pequeña ciudad humana.
Volando y zumbando, los laboriosos animales que los científicos denominan Apis mellifera van en busca de flores y de gotas diminutas de una secreción azucarada llamada néctar. Las abejas liban el néctar y lo almacenan en el buche melario, donde se disocian los diferentes azúcares. Cuando regresan al interior de la colmena, regurgitan el contenido del buche y lo abanican con las alas para que el agua se evapore. Finalmente almacenan la sustancia dulce y pegajosa resultante –la miel– para comerla en invierno, si no se la roban los humanos. Según cálculos del ecólogo Bernd Heinrich, medio kilo de miel de trébol «representa la recompensa en forma de comida de unos 8,7 millones de flores».
Cuando uno ve a las abejas producir miel obsesivamente, es difícil creer que su papel principal en la naturaleza en realidad es otro: el de distribuidoras de polen. Pero así es. El polen es la parte masculina de una planta; transfiere ADN a la parte femenina de la flor, lo que resulta esencial para la reproducción. Para dispersar el polen, las plantas confían en el viento o en los animales, en su mayoría insectos. Mientras Apis mellifera busca néctar en las flores, recoge sin querer granos de polen que se le quedan pegados a los pelos del cuerpo. Cuando visita otras flores, deja caer parte del polen recogido, que fecunda la planta. Las especies vegetales que dependen del viento para la polinización desprenden enormes nubes de polen, para que unos pocos granos acaben cayendo en otras flores. Desde el punto de vista evolutivo, utilizar a los animales es mucho más eficiente; por eso las plantas polinizadas por insectos suelen producir la milésima parte de polen que las polinizadas por el viento.
Hasta que visité a Adam Novitt no acabé de entender bien cómo funciona todo esto. Novitt es un apicultor de Northampton, Massachusetts, que tiene unas cuantas colmenas en un pequeño jardín urbano. La suya es una producción artesanal, dirigida a los partidarios del comercio de proximidad: cada frasco de su miel de Northampton está etiquetado con el código postal de la zona donde han forrajeado las abejas. Novitt tuvo que esperar dos años para conseguir sus reinas Buckfast, que tienen una demanda enorme. Para demostrar la docilidad de estas abejas, retira las tapas de las colmenas sin guantes ni careta. Un olor que recuerda al de un corral –cera, miel y madera– se eleva en el aire. Sobre los panales, las abejas chocan y caen una sobre otra, como niños en el patio de una guardería.
Algunas abejas de Novitt están cubiertas de motas rojizas del tamaño de una cabeza de alfiler: Varroa destructor. Los ácaros se adhieren a ellas como garrapatas, les succionan la hemolinfa –un fluido similar a la sangre– y debilitan su sistema inmunitario. El ambiente cálido y húmedo de la colmena, donde las abejas están en constante contacto entre sí, es perfecto para los patógenos de estos insectos, del mismo modo que el ambiente de las guarderías es ideal para la propagación de los patógenos humanos. «El ácaro abre el camino; las bacterias, los hongos o los virus hacen el resto –explica Novitt–. En poco tiempo –chasquea los dedos–, ¡colmena despoblada!» Antes de la llegada de Varroa, dice, criar abejas era simplemente tener abejas: «la mayor parte del tiempo apenas necesitaban atención». Pero desde la llegada del ácaro, «hay que estar todo el tiempo pendiente de ellas». La apicultura debería llamarse ahora «gestión de ácaros», asegura.
La mayoría de los agricultores con problemas de plagas recurre a los productos químicos, como los plaguicidas que se rocían sobre los manzanos para evitar que la fruta se agusane. Aunque los ácaros y las abejas son mucho más parecidos entre sí que los manzanos y sus plagas, los laboratorios agroquímicos han descubierto alrededor de una docena de acaricidas eficaces. Estos productos se utilizan ampliamente, pero no he hablado con ningún investigador ni con ningún apicultor profesional o aficionado que se sienta cómodo con la idea de introducir tóxicos en las colmenas. Además, hay informes científicos que señalan que muchos Varroa ya son resistentes a los acaricidas comerciales.
Un tratamiento diferente y potencialmente no tóxico es el que pretende desarrollar Beeologics, filial del gigante de la industria agroalimentaria Monsanto, basado en ARN interferente. En las células, las moléculas de ARN transmiten la información contenida en los genes –segmentos de las moléculas de ADN– a la maquinaria celular que fabrica las proteínas, que son a su vez los componentes de que están hechos los seres vivos, algo así como sus «ladrillos de construcción». Cada proteína tiene una composición única, como únicos son su ARN y su gen asociados. En la interferencia por ARN las células son bombardeadas con una sustancia destinada a atacar una variante específica de ARN. Al neutralizar esa variante, se destruye el nexo de unión entre un gen y su proteína. En la versión de Beeologics, las abejas serían alimentadas con agua azucarada que contuviese ARN interferente que desactivaría el ARN de los ácaros. En teoría el agua azucarada no afectaría a las abejas, pero sí a los ácaros, que asimilarán el ARN interferente cuando succionen la hemolinfa de sus huéspedes. Es como matar vampiros comiendo pan de ajo.
Jerry Hayes, de la sección de Monsanto dedicada a la apicultura, espera sacar al mercado un producto de este tipo en un plazo de entre cinco y siete años. La mayor dificultad, dice, es crear un producto estable, algo que los apicultores «puedan llevar consigo cuando salen a la carretera con cuarenta grados a la sombra».
En opinión de la investigadora de la Universidad de Minnesota Marla Spivak, el problema es que el ARN interferente es un instrumento para un único fin. «Si atacas un área específica –sostiene–, el organismo acabará por encontrar el modo de eludir el obstáculo.» Desde su punto de vista, la manera de evitar el apocalipsis apícola es desarrollar una abeja «más fuerte y más sana», capaz de resistir a las enfermedades y a los ácaros por sí sola, sin ayuda humana.
Dos equipos de investigadores –el de Spivak y sus colaboradores, y el de John Harbo y sus colegas del centro de investigación que el Departamento de Agricultura de Estados Unidos tiene en Baton Rouge, Louisiana– que trabajan de forma independiente ya intentaron criar abejas resistentes a los ácaros. Aunque sus enfoques eran diferentes, el objetivo era el mismo: obtener abejas «limpiadoras».
Todas las larvas de Apis mellifera crecen en celdas especiales del panal, que las abejas adultas llenan de comida y tapan con cera. Los ácaros entran en las celdas justo antes de que queden selladas y ponen sus huevos. Al eclosionar, los jóvenes ácaros se alimentan de las pupas indefensas e inmóviles. Cuando la abeja adulta sale de la celda, su dorso o su vientre están moteados de ácaros. A diferencia de la mayoría de las abejas, las limpiadoras pueden detectar los ácaros que hay en el interior de las celdas selladas, probablemente por el olfato. Cuando lo hacen, abren las celdas y retiran las larvas infestadas, interrumpiendo así el ciclo reproductivo del ácaro.
Tanto Spivak como Harbo lograron diferentes versiones de abejas limpiadoras a finales de la década de 1990. Unos años después, los científicos observaron que estas abejas se vuelven menos eficaces a medida que aumenta el número de ácaros. Aún no se ha podido superar esa cuestión, en parte porque se desconoce la base genética de la conducta limpiadora. Problemas similares han surgido en torno a otro aspecto que para los criadores también sería deseable desarrollar: el acicalamiento. Pasándose el segundo par de patas por el cuerpo, las abejas se acicalan a sí mismas y a sus compañeras. Si lo hacen antes de que los ácaros se enganchen, pueden hacerlos caer de sus cuerpos. Por lo tanto, un objetivo evidente de la cría sería una abeja limpiadora que desplegara una conducta intensiva de acicalamiento. Sin embargo, los criadores temen producir abejas obsesionadas con el «arreglo personal», como adolescentes presumidas. Además, siempre está la preocupación de que la selección para favorecer un rasgo repercuta negativamente en otros rasgos deseables, y que las abejas limpiadoras, por ejemplo, se vuelvan agresivas o produzcan poca miel.
Martin Beye, genetista de la Universidad Heinrich Heine de Düsseldorf, sostiene que para resolver esos dilemas será preciso recurrir a la biología molecular. Para un genetista, cruzar a ciegas dos tipos de abejas con un rasgo deseado es como entrechocar dos puñados de canicas y esperar a ver qué sale. Es mucho más eficaz identificar los genes específicos asociados con los rasgos deseados e insertarlos en las abejas. Un consorcio de más de un centenar de investigadores descifró en 2006 el genoma de la abeja. Beye formaba parte de ese grupo. El siguiente paso, a su modo de ver, sería identificar los genes que condicionan ciertas conductas y, de ser necesario, modificarlos.
Aunque los científicos produjeron los primeros insectos transgénicos ya a comienzos de la década de 1980, todos los intentos de insertar genes en Apis mellifera habían resultado infructuosos. Beye asignó la tarea de encontrar un método para conseguirlo a una joven investigadora, Christina Vleurinck. Tenía que extraer huevos de una colmena, inyectarles material genético (en este caso, un gen que hace brillar ciertos tejidos bajo una luz fluorescente) y volver a depositarlos en sus panales. Tras repetidos intentos, los genes no prosperaban. Al introducir agujas en los huevos a menudo los embriones resultaban dañados y las abejas obreras se apresuraban a matarlos. Era como tener miles de críticos diminutos, cada uno con la potestad de clausurar el espectáculo. Con Beye y otros dos colaboradores, Vleurinck desarrolló poco a poco una técnica eficaz. Aun así todavía faltan años de trabajo para que el método pueda utilizarse en la producción de una abeja mejor. Además, la liberación en la naturaleza de abejas genéticamente modificadas suscitará controversias. «Estamos pisando terreno nuevo –advierte Beye–. Tenemos que andar con cuidado.»
Las abejas de Vleurinck están en una tienda, aisladas del mundo exterior, tal como estipula la legislación alemana sobre organismos transgénicos. Durante mi visita, un miembro del personal me conduce hasta la tienda, extrae un panal de una colmena de poliestireno y me deja examinarlo. Está cubierto de abejas genéticamente modificadas. A mis ojos de lego, son iguales que las corrientes, solo que más infelices. Cuando no se las deja volar libremente, se tornan irritables. Vleurinck ha recibido tantas picaduras que se ha hecho alérgica a su veneno.
Todo esto hace que Phil Chandler, autor de The barefoot beekeeper («El apicultor descalzo»), se lleve las manos a la cabeza. Él sostiene que demasiados científicos, por muy buenas que sean sus intenciones, se están convirtiendo en parte del problema. «No podemos superar nuestras dificultades aplicando la forma de pensar que las causó», argumenta. Se refiere al «persistente espejismo» de que el ser humano puede controlar la naturaleza. En su opinión, es posible crear abejas mejores y más resistentes, pero eso solo pueden hacerlo las propias abejas. Para él, el mayor enemigo no son los ácaros ni los virus, sino la agricultura industrial. Muchos científicos le dan tristemente la razón. El desacuerdo se produce a la hora de decidir qué hacer al respecto.
Hace un siglo, muchos cultivos eran polinizados aún por abejas silvestres. Después, las granjas familiares se transformaron en grandes fincas agroindustriales. Las abejas necesitan forrajear la mayor parte del año, pero los campos dedicados a un monocultivo solo producen flores durante unas semanas, y los herbicidas matan las malas hierbas que podrían sustentar a las abejas el resto del tiempo. Actualmente hay tan pocas abejas, que los agricultores tienen que alquilar colmenas a los apicultores comerciales, que las transportan en grandes camiones de una finca a otra. El pico de actividad se produce en Estados Unidos durante los meses de febrero y marzo, cuando alrededor de 1,6 millones de colmenas de todo el país convergen en el valle central de California para polinizar los almendros.
Me reúno con Chandler cerca de la abadía de Buckfast, en una reunión de apicultores. Muchos coinciden con su diagnóstico, pero se indignan cuando dice que lo mejor para controlar a Varroa sería… no hacer nada. Su consejo es mantener a las abejas sanas y bien alimentadas y dejar que la evolución haga el resto. Admite que durante 10 años o más los apicultores podrían perder la mayor parte de sus abejas. Pero con el tiempo, la selección natural acabaría produciendo una abeja resistente. «Tenemos que pensar en lo que es mejor para las abejas, no para nosotros», afirma.
Chandler no es optimista respecto al futuro de Apis mellifera. Densley, la apicultora de la abadía, está preocupada, pero más esperanzada que Chandler. Para animarlos, les hablo de RoboBee, el proyecto de la Universidad Harvard para crear diminutos drones polinizadores. En principio, la tecnología es factible. Serían robots autónomos que identificarían las flores por su color, planearían sobre ellas y les insertarían una sonda blanda para extraerles el polen. Sugiero que la existencia de abejas robóticas rebajaría la presión que soportan las abejas reales.
Pero Chandler no parece convencido. Tampoco a Densley le entusiasma la idea. «No estoy preparada para un mundo de abejas mecánicas –dice la apicultora–. Prefiero las que tengo ahora.» Ella, como el resto de los amantes de las abejas, está a la espera de alguna novedad.
NATIONAL GEOGRAPHICHace un siglo, muchos cultivos eran polinizados aún por abejas silvestres. Después, las granjas familiares se transformaron en grandes fincas agroindustriales. Las abejas necesitan forrajear la mayor parte del año, pero los campos dedicados a un monocultivo solo producen flores durante unas semanas, y los herbicidas matan las malas hierbas que podrían sustentar a las abejas el resto del tiempo. Actualmente hay tan pocas abejas, que los agricultores tienen que alquilar colmenas a los apicultores comerciales, que las transportan en grandes camiones de una finca a otra. El pico de actividad se produce en Estados Unidos durante los meses de febrero y marzo, cuando alrededor de 1,6 millones de colmenas de todo el país convergen en el valle central de California para polinizar los almendros.
Me reúno con Chandler cerca de la abadía de Buckfast, en una reunión de apicultores. Muchos coinciden con su diagnóstico, pero se indignan cuando dice que lo mejor para controlar a Varroa sería… no hacer nada. Su consejo es mantener a las abejas sanas y bien alimentadas y dejar que la evolución haga el resto. Admite que durante 10 años o más los apicultores podrían perder la mayor parte de sus abejas. Pero con el tiempo, la selección natural acabaría produciendo una abeja resistente. «Tenemos que pensar en lo que es mejor para las abejas, no para nosotros», afirma.
Chandler no es optimista respecto al futuro de Apis mellifera. Densley, la apicultora de la abadía, está preocupada, pero más esperanzada que Chandler. Para animarlos, les hablo de RoboBee, el proyecto de la Universidad Harvard para crear diminutos drones polinizadores. En principio, la tecnología es factible. Serían robots autónomos que identificarían las flores por su color, planearían sobre ellas y les insertarían una sonda blanda para extraerles el polen. Sugiero que la existencia de abejas robóticas rebajaría la presión que soportan las abejas reales.
Pero Chandler no parece convencido. Tampoco a Densley le entusiasma la idea. «No estoy preparada para un mundo de abejas mecánicas –dice la apicultora–. Prefiero las que tengo ahora.» Ella, como el resto de los amantes de las abejas, está a la espera de alguna novedad.
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
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