Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., la Revista National Geographic, ha elaborado un amplio reportaje en honor al Tibet, ubicado en los Himalayas, la meseta tibetana se extiende a 4,500 msnm, es un país mágico lleno de monanterios y templos en honor a Buda, antes de la invasión China en 1950. su capital Lhasa fue sede de la residencia en el Palacio Potala, del Dalái Lama, ahora refugiado en una ciudad Dharamsala de la India.
Dalái lama | ||
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Tratamiento | Su Santidad | |
Residencia | Potala (no actualmente) | |
Designado por | Elección religiosa | |
Duración | Vitalicio | |
Primer titular | Gendun Drup | |
Creación | 1391 | |
El dalái lama1 (de la palabra mongola dalai, «océano», y de la tibetana lama, «maestro reencarnado» o «gurú») es el título que obtiene el dirigente de la Administración Central Tibetana y el líder espiritual del lamaísmo o budismo tibetano. Es el término utilizado en el budismo tibetano y en la religión bön para referirse a aquel maestro que ha logrado tener el control parcial o total en la muerte sobre la forma de su reencarnación, y el conocimiento del lugar de su nuevo nacimiento. El actual dalái lama es Tenzin Gyatso (6 de julio de 1935, 83 años).
WIKIPEDIA
La meseta tibetana –cuatro veces mayor que
Francia– se extiende a 4.500 m de altitud. En esa inmensidad habita un
pueblo nómada que fascina al mundo por sus curiosas costumbres, su
fuerza y su lucha
La cara norte del Everest
Una senda casi llana lleva desde el monasterio de Rongbuk al campo base del Everest,
a 5.150 metros. Desde hace siglos, el Tíbet fascina a los occidentales.
En el país más elevado del mundo, oculto tras la más formidable
cordillera, los monjes destilan sapiencia y paz refugiados en templos
que parecen gemas.
Ratnakorn Piyasirisorost / AGE Fotostock
Palacio del Potala
Desde el siglo XVII y hasta la
invasión china de 1959 fue la morada del Dalái Lama. El Palacio Rojo
–parte superior– solo se dedicaba al estudio y la oración. El Palacio
Blanco tenía usos más seculares.
Günter Gräfenhain / Fototeca 9x12
Jardines Norbulingka
Cuando el viajero llega a Lhasa,
es-tira el cuello por la ventanilla del coche intentando localizar
cuanto antes el Potala, el símbolo sin discusión del Tíbet. Sin embargo,
los jardines Norbulingka, "la joya del parque", son otras de sus
maravillas. En su día residencia estival del Dálai Lama, se encuentra
rodeada de bellos jardines.
Martin M303 / Shutterstock
Ruedas de la Fortuna
La manera correcta de rodear un
monumento budista tibetano es hacerlo en el sentido de las agujas del
reloj. Así se circunnavega en torno a templos, montañas y lagos, muros
con piedras grabadas, chörtens (estupas budistas) o cualquier
construcción que tenga significado para los creyentes. Al viajar por el
Tíbet es importante respetar la tradición. También los molinillos de
oración deben empujarse para que rueden en ese sentido. En el sagrado
Kailas y algunos lagos como el Manasarovar, el Yamdrok, el Lhamo La o el
Nam pueden encontrarse peregrinos que lo hacen en sentido contrario:
son seguidores de la religión bon, anterior a la llegada del budismo y
con la cual se ha fusionado, aunque conservando liturgias propias.
Eduardo Teixeira de Sousa
Templo Jokhang
El primer templo budista del Tíbet
(siglo VII) es también el más venerado. Lo corona la rueda del dharma
con 8 radios, rodeada por un ciervo macho y otro hembra.
Ovchinnikova Irina / Shutterstock
Lámparas de mantequilla en un templo de Lhasa
Las lamparillas de aceite arden por
millares, creando una atmósfera sofocante y neblinosa. El olor de la
mantequilla, uno de los aromas que distinguen los centros de oración
tibetanos, llena el aire.
Matt Brandon
Lago Yamdrok
Rumbo oeste, a tan solo 100 km de
Lhasa, está el Yamdrok Tso. Situado a 4.441 metros de altitud, es uno de
los mayores del Tíbet. Sus aguas se congelan en invierno. Por sus
cualidades adivinatorias, es uno de los lagos más sagrados del Tíbet.
Lynn Chen / AGE Fotostock
El Kumbum de Gyantse
El Kumbum es una torre de 35 metros
de altura, el chorten más formidable del país, tal vez del mundo.
Reproduce la estructura de un mandala y su nombre significa 100.000
imágenes.
Jan Reurink
Monasterio Shigatse
La segunda ciudad del Tíbet, a
orillas del Yarlung Tsangpo (Brahmaputra), acoge el monasterio de
Tashilhunpo, donde residía el Panchen Lama. Su palacio, el Tashilunpo,
es motivo de parada y exploración. Fue levantado a mitad del siglo XV.
Ratnakorn Piyasirisorost / Getty Images
Caravana de Yaks
Los yaks transportan el equipaje y los víveres de los viajeros que realizan la kora o peregrinación en torno al Monte Kailas.
Jan Reurink
Kailas
El pico más sagrado de Asia, jamás
escalado, considerado el pilar y el centro del mandala del mundo, se
alza al sudoeste del Tíbet. Sobre su cima se sienta Shiva, que ha
llegado por las escaleras visibles en la roca en forma de rayas
horizontales.
Sino Images / Getty Images
Sergi Ramis
10 de enero de 2019
Tíbet, gran viaje al Himalaya
Desde hace siglos, el Tíbet fascina a los occidentales. En el país más elevado del mundo, oculto tras la más formidable cordillera, los monjes destilan sapiencia y paz refugiados en templos que parecen gemas.
Cuando el viajero llega a Lhasa,
estira el cuello por la ventanilla del coche intentando localizar cuanto
antes el Potala, el símbolo sin discusión del Tíbet. En el momento en
que la visión se produce, una oleada de emoción le recorre el cuerpo. El
palacio, blanco como la nieve y rojo como la arcilla, parece un ente
orgánico al que le hubiera brotado una roca a los pies, en lugar de un
edificio que se halla construido sobre una colina. Resplandece como un
faro, lo que es en realidad. La luz que guía a los miles de peregrinos que cada año llegan para realizar círculos en torno a él y llorar por el exilio de su morador, el Dalái Lama.
Antes de adentrarse en el laberinto de estancias y capillas, para
tener la mejor visión del Potala vale la pena resoplar durante quince
minutos y subir lo que solo es un montículo frente a la fachada sur,
pero que el mapa nos señala como cima de un monte llamado Chigpo Ri.
Está a 3756 m de altitud, lo que en Lhasa significa, únicamente, cien
metros por encima del resto de la capital tibetana. Conviene acudir a primera hora de la mañana,
cuando el sol da de lleno sobre el palacio y lo dora, reforzando su
imagen de presea. Desde allí, formando un triángulo sobre el plano
urbano, se ven las otras dos joyas de Lhasa: el Jokhang, a la derecha, y el Norbulingka, a la izquierda.
El Potala, el antiguo palacio del Dalái Lama
El Potala es un dédalo de habitacioncitas, capillas y escaleras,
pasillos que forman ángulos cerrados y bastante penumbra. El edificio se
divide en dos partes bien diferenciadas: el Palacio Blanco
contiene las cámaras donde vivía el Dalái Lama, el salón del trono, las
estancias para las recepciones de enviados extranjeros, el espacio de
meditación…
En lo más alto está el Palacio Rojo, con finalidades religiosas. Alberga multitud de capillas repletas de estatuillas de budas, thangkas
pintadas sobre seda, mandalas dibujados en planchas de madera, símbolos
auspiciosos en los cortinajes, deidades, dragones y animales míticos
poblando las paredes. No se ha extinguido del todo el olor del humo y la
mantequilla de yak de las lamparillas que ardieron durante siglos, pero
el potencial peligro de incendio ha erradicado las velas.
El Palacio Rojo alberga multitud de capillas repletas de estatuillas de Buda, thankas pintadas sobre seda y planchas de madera con mandalas.
Al salir de la visita, el viajero tropieza con un desaliñado ejército
de peregrinos llegados de todo el universo budista. Realizan la kora o peregrinaje circular en torno al palacio
para cerrar su devoto viaje. Y frente a la fachada principal, ignorando
el tráfico y la vida moderna, los más conmovidos realizan innúmeras
postraciones ante la maravillosa mansión.
El templo Jokang y el mercado Barkhor
Al más sagrado de los templos de todo el Tíbet, el Jokhang, se llega
caminando hacia el este por las insulsas avenidas diseñadas por el
gobierno chino, con las montañas siempre cerrando el horizonte norte y
el río Lhasa (o Kiu Chu) acompañando por el sur. Antes hay que cruzar el barullo del mercado Barkhor, un zoco al aire libre
donde joyas, objetos de carácter religioso y montañero, ropa, zapatos y
material para las ofrendas se vende a cualquiera que quiera distraer
unos yuanes de su cartera.
Aquí sí que las lamparillas de aceite arden por
millares, creando una atmósfera sofocante y neblinosa. El olor de la
mantequilla, uno de los aromas que distinguen los centros de oración
tibetanos, llena el aire. La devoción de quienes acuden es
reconcentrada, los visitantes prácticamente están absorbidos por la
comunión con ese oratorio que ya funcionaba como tal a principios del
siglo VII. En la terraza se tiene el encuentro con uno de los símbolos
más conocidos de Lhasa: dos cervatillos dorados escoltan la Rueda de la Vida.
Desde la terraza del Jokang, junto a los cervatillos dorados que flanquean la Rueda de la Vida, se contempla al fondo el palacio del Potala.
El impacto chino
Aunque resulte paradójico, los tibetanos viven agrupados en franca
minoría en este barrio y representan menos del 4% de la población actual
de la ciudad. Los avatares políticos de las últimas décadas y el
aislamiento roto por la llegada del tren desde Pekín han dejado un
desequilibrio demográfico abrumador. Para ver a tibetanos en sus
quehaceres cotidianos en la capital del Tíbet hay que moverse por las
callejas situadas entre el mercado Tromsikhang y la avenida Lingkhor Shar Lam.
Desandar los propios pasos y entrar en el Norbulingka
permite cerrar el triángulo de las alhajas arquitectónicas de Lhasa. La
antigua residencia estival del Dalái Lama, envuelta en jardines, merece
la visita, pese a la desgana con que la conservan las autoridades
chinas.
Lhasa se abandona con una pena inexpresable, el viajero se sabe
privilegiado por haber estado en uno de los más hechizantes lugares del
planeta e ignora cuándo regresará. Pero las maravillas que le irán
saliendo al paso convertirán en fugaz la aflicción.
El lago Escorpión
Rumbo oeste, a tan solo 100 km de Lhasa, está el Yamdrok Tso.
Es un lago conocido como El Escorpión, pues su silueta dibuja a ese
animal con el aguijón levantado y armado de las características pinzas.
Al coronar el paso de montaña del Kamba La (4794 m) se aprecia que el
sobrenombre es indiscutible. Como lo es el color intensamente turquesa
de sus aguas. Para los lamas ese líquido no puede ser más transparente,
pues en sus profundidades ven dónde se halla la reencarnación del Dalái
Lama cuando este muere. Por sus cualidades adivinatorias, es uno de los
lagos más sagrados del Tíbet.
Hay que dejar momentáneamente la carretera troncal que recorre todo el sur del país para desviarse hacia Gyantse. Allí, calladamente, se alza una construcción religiosa que compite en belleza con los portentos de Lhasa. El Kumbum
es una torre de 35 m de altura, el chorten más formidable del país, tal
vez del mundo. Reproduce la estructura de un mandala y su nombre
significa «100.000 imágenes». Y a fe que las hay, rellenando cada
centímetro de sus paredes, marcos, puertas, aleros, zaguanes. En el
séptimo nivel, los ojos del Buda lo escudriñan todo hacia los cuatro puntos cardinales. Un parasol dorado corona el edificio.
Saciados de espíritu, quienes deseen retar a la ley de evitación del deseo, que es el espinazo del budismo, pueden regatear una alfombra de lana en el mercado. Las más bellas de todo el Tíbet se tejen aquí.
Etapa en Shigatse
Shigatse es la ciudad más importante tras Lhasa, pues tradicionalmente fue hogar del Panchen Lama, la segunda autoridad religiosa del país. Su palacio, el Tashilunpo, es motivo de parada y exploración. Levantado a mitad del siglo XV, su estructura en escalinata le otorga un simbolismo capital. Es relativamente modesto para la importancia que tiene, y ha sido reconstruido varias veces a lo largo de los siglos. La última, tras las desalmadas sandeces protagonizadas por los guardias rojos chinos durante la Revolución Cultural.La modesta kora –dar la vuelta al edificio– de una hora de duración es el perfecto punto y final para dejar atrás las maravillas arquitectónicas tibetanas antes de sumergirse en sus majestades paisajísticas.
Nómadas del Techo del Mundo
En los siguientes centenares de kilómetros de carretera se comprende sin palabras por qué a este país se le ha llamado el Techo del Mundo. Las tierras tibetanas se hallan a una altitud media de 4900 m. A la izquierda del vehículo se alinea la cordillera del Himalaya, que va regalando con sus picos nevados como dientes de trol un telón de fondo que deja sin aliento. A la derecha, las onduladas montañas color león que conforman la meseta tibetana. Extensiones infinitas de pastos, sin un solo árbol, terreno propicio para la ganadería y prácticamente estéril para la agricultura. Hasta donde se pierde la vista, un mundo solo poblado por pastores nómadas que viven apartados del siglo XXI y a quienes poco o nada les afecta el día a día de su país, enraizados como están en un modo de vida que poco ha cambiado en las últimas centurias.De vez en cuando tiendas negras de lana de yak indican la presencia de pastores. Basta descender del vehículo e intercambiar unas sonrisas para ser invitados a una taza de té tibetano –más bien un consomé en el que se ha diluido mantequilla rancia de yak–. En la precaria conversación por evidentes limitaciones idiomáticas mutuas, uno anota que esa gente no solo es rica en lo espiritual sino también en lo material. Cada cabeza de ganado vale unos mil dólares y el rebaño consta de varios centenares de cabezas. Parece no importarles. Viven como siempre, al ritmo de las estaciones, bruñéndose por el sol de altura, comiendo modestamente, vistiendo chubas de piel, durmiendo sobre alfombras, cambiando de lugar cuando el pasto escasea.
Monasterio de Rongbuk
Recorridos cerca de 700 km desde Lhasa, acompañados de un polvo que
se posa con entusiasmo en cada rendija del vehículo, del equipaje, de
las personas, la Autopista de la Amistad tiene un ramal que se desvía hacia Rongbuk. Hay que ir.
Rongbuk es el monasterio a mayor altitud del mundo, a 4980 m, dato por el cual ya valdría un viaje. Pero, además, se halla situado en la falda norte del Everest.
El valle es tan amplio que se dice que cien personas podrían caminar
cogidas de la mano y no lograrían tocar las paredes limítrofes. La
visión del pico más alto de la Tierra es irrepetible. De aquí partieron
escaladores pioneros como George Mallory,
y todavía un millar de montañeros intentan llegar a la cima cada año.
Los atardeceres son tan conmovedores que el frío casi se ignora.
Este viaje no se cierra en un extremo del país sino en el mismísimo
centro del mundo. Al llegar al estrecho istmo entre los lagos Manasarovar y Raksas Tal
(el Sol y la Luna en la cosmogonía tibetana), dos zafiros líquidos, una
montaña nos hará llorar por su belleza indecible. Es el Kailas (6.638
m). Sobre su cima, jamás hollada por el ser humano, se sienta Shiva, que
ha llegado por las escaleras visibles en la roca en forma de rayas
horizontales. El Meru de los hindús es Kang Rinpoche
para los tibetanos (Preciosa Joya de Nieve). En esta región nacen los
ríos Sutlej, Karnali, Brahmaputra e Indo, que fluyen en las cuatro
direcciones del espacio.
Imitando a los peregrinos llegados desde todo el Tíbet, remontas los
estrechos corredores de piedra que rodean el eje universal con una
emoción en el pecho que casi impide respirar. Como en ningún otro sitio
del planeta, se vive la sensación de transitar un mundo irreal, donde los dioses te dan la mano para salvar las cuestas.
Con esa ayuda dejas atrás un monasterio, un cementerio, un lago
redondito y muchas cascadas longilíneas, adelantando la cabeza como un
rebeco a punto de luchar, aunque la pelea es contra el viento. Con tan
solo rodear una vez la montaña santa, en un trayecto que corona el paso del Dolma La (5636 m), el caminante se libra del infierno. Aunque descubrirá que ya ha estado en el cielo cuando viva un crepúsculo allí.
NATIONAL GEOGRAPHICGuillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
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