Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., la Revista National Geographic, nos alcanza un amplio reportaje sobre la Batalla del Guadalete, que significó la derrota de los defensores de la Península Hispana con el rey visigodo Rodrigo a la cabeza, que cayó en manos de los musulmanes comandados por Tariq ibn Ziyad, misión que fue encomendada por el gobernador del norte de África Musa ibn Nusayr,, quien a sugerencia del gobernador de Ceuta, Julián que decidió colaborar con los invasores musulmanes.
El rey visigodo Rodrigo, que tenía serias dificultades con la aristocracia visigoda, por haber dejado fuera de la sucesión a los hijos Sisberto y Oppa del último rey Witiza. quien murió en el año 710, estos resentidos por haber perdido el reino, colaboraron con los invasores musulmanes, quienes derrotaron a las tropas del rey visigodo Rodrigo en la Batalla del Guadalete, entre el 19 y el 26 de julio del 711, no se puede asegurar una fecha exacta; con la ayuda de los príncipes ibéricos Sisberto y Oppa, quienes desertaron permitiendo la victoria total del invasor musulmán Tariq ibn Ziyad, nunca se encontró el cuerpo del rey Rodrigo, pero si su montura, probablemente su cuerpo fue destrozado por los invasores musulmanes.
Con la derrota del rey visigodo Rodrigo, significó el avance de los musulmanes de la península ibérica, quienes se adueñaron de las ciudades de Toledo y Córdoba.
https://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/la-batalla-del-guadalete_6310/1
En el año 711, un ejército bereber cruzó el estrecho de Gibraltar y libró una batalla decisiva contra el rey visigodo, Rodrigo. La traición de parte de la nobleza goda dio la victoria a las tropas islámicas
La capital de los omeyas
La Gran Mezquita de Damasco fue
levantada por los califas de la dinastía omeya en la capital de su
imperio. La erigió Walid I, durante cuyo reinado se conquistó Hispania.
CHRISTOPHER RENNIE / CORBIS
Ocho siglos de guerra
Tras la victoria musulmana en el
Guadalete, en el año 711, hubo estados islámicos en la península Ibérica
durante casi ocho siglos, hasta 1492.
ORONOZ / ALBUM
Resistencia en el norte
La primera victoria cristiana sobre
el Islam llegó en el año 722, con el triunfo de Pelayo en Covadonga, en
Asturias. En la imagen, la iglesia asturiana de Santa Cristina de Lena.
ORONOZ / ALBUM
Los dos adversarios
En esta miniatura de las Semblanzas de reyes aparecen don Rodrigo, a la izquierda, y su rival Tariq. Manuscrito del siglo XI conservado en la Biblioteca Nacional, Madrid.
PRISMA
El final de don Rodrigo/ El ataque musulmán
Aunque las fuentes no proporcionan
muchos detalles sobre el encuentro, sabemos que Rodrigo comandaba el
centro del ejército visigodo, mientras que Sisberto y Oppa, hijos (o
hermanos) del rey anterior, Witiza, dirigían las alas. Ambos estaban
enfrentados a Rodrigo, porque había impedido que la sucesión de Witiza
recayera en los descendientes del rey. Los experimentados y hábiles
jinetes bereberes, dotados de armamento más ligero que la caballería
visigoda, pesadamente armada, debieron de practicar una maniobra
envolvente para flanquear la línea del enemigo, rodeándolo.
© SANTI PÉREZ
El final de don Rodrigo/ La derrota visigoda
En el momento decisivo del ataque,
Sisberto 1 y Oppa 2 habrían desertado, permitiendo que el enemigo
completase el cerco del ejército visigodo y condenándolo, con ello, a la
destrucción. Su derrota fue completa, y pereció el propio monarca godo
3; su cuerpo nunca fue encontrado, aunque sí su montura, a orillas del
río 4. Con la desaparición de su soberano, el reino de Toledo se colapsó
y no hubo nadie que se pusiera al frente de la resistencia, de manera
que las columnas en que se dividieron las tropas vencedoras pudieron
adueñarse de varias ciudades principales, entre ellas Córdoba y la
propia Toledo.
© SANTI PÉREZ
Los jinetes visigodos
Pieza de bronce de un arnés. La caballería visigoda fue destruida en el Guadalete.
ORONOZ / ALBUM
El avance de los invasores
Como sucedió en otras regiones
sometidas al Islam, la conquista de Hispania se vio favorecida por los
pactos con miembros de la aristocracia indígena. Los hijos del anterior
rey, Witiza, fueron los principales impulsores de tales acuerdos,
justificados por el enfrentamiento que mantenían con Rodrigo, el cual
les había apartado de la sucesión al trono. En la progresión de los
invasores también contaron las calzadas romanas que permitieron su
rápido desplazamiento, el apoyo que encontraron entre los judíos
perseguidos por los reyes godos y la pasividad de una población cargada
de impuestos por los monarcas.
© EOSGIS
La batalla del Guadalete
Hay personajes en la historia de los que conocemos pocas cosas,
pero las suficientes como para constatar que protagonizaron un trágico
destino. Uno de ellos es el rey visigodo
Rodrigo. De él apenas sabemos que debió de pertenecer a alguna de las
principales familias del reino y que ejerció cierta autoridad en el sur
de la Península, concretamente en Córdoba, donde es posible que tuviera un palacio.
Rodrigo protagonizó un golpe de Estado después de la muerte del rey Witiza en el año 710, lo que le permitió asumir la corona con el apoyo de un sector de la aristocracia del reino. El golpe supuso el desplazamiento de los hijos y los partidarios del rey difunto en un ambiente de luchas de poder. Sin tiempo de extender su autoridad, Rodrigo sólo emitió algunas monedas de oro en Toledo y Egitania (Idanha a-Velha, Portugal) en las que podía leerse «En el nombre de Dios, Rodrigo rey» y se adivinaba la efigie del nuevo monarca tocado con una corona.
Diez años más tarde, y después de que Rodrigo fuera derrotado y muerto en la batalla de Guadalete, el califa de Damasco ordenó construir en torno al 720 un pequeño palacete de recreo llamado Qusayr Amra, a unos ochenta kilómetros al este de Ammán, la actual capital de Jordania. Este palacete alberga un extraordinario conjunto de pinturas murales que representan escenas de caza, bailarinas y estrellas, sin parangón en el arte islámico posterior. En uno de esos frescos aparece una gran figura sentada, posiblemente el propio califa –que en el momento de la conquista era al-Walid I–, ante el cual se presentan varios personajes, hoy en día apenas visibles, pero a los que una inscripción escrita en árabe y en griego identifica como el emperador bizantino, el soberano persa, el monarca etíope y el mismísimo Rodrigo. Por encima de estas figuras aparece la palabra griega Niké, «Victoria», lo que hace pensar que aquí se quiso mostrar a los soberanos sometidos por los ejércitos árabes. Pero la figura de Rodrigo no sólo se representó en un lugar perdido del desierto jordano a más de seis mil kilómetros de Toledo. También alimentó buen número de leyendas árabes cuyo origen posiblemente fue Egipto, y que reflejaban el deslumbramiento producido por el remoto país que ahora se conocía como al-Andalus.
Las leyendas de Rodrigo
En una de aquellas leyendas, Rodrigo desoye a quienes le advierten de que no debe entrar en una misteriosa mansión de Toledo clausurada por una puerta a la que cada rey visigodo había añadido un candado. El orgullo y la curiosidad pueden más que cualquier consejo, y tras haber forzado la entrada Rodrigo sólo encuentra un cofre con un pergamino que representa a los árabes y anuncia que invadirán Hispania el día en que alguien penetre en la estancia. En otra leyenda Rodrigo viola a la hija del señor de Ceuta, que le había sido encomendada para su educación, y éste acude al gobernador árabe del norte de África, Musa ibn Nusayr, para que le ayude a vengarse, iniciándose así la conquista del reino. Misterios y cuentos pasaron a envolver la explicación del final del reino haciendo de la interpretación histórica una tarea a veces casi imposible.
Con la conquista de Hispania culminó en Occidente la fulgurante expansión árabe iniciada tras la muerte del profeta Mahoma, en 632. En apenas diez años, los ejércitos de los califas (los sucesores del Profeta al frente de la comunidad musulmana)se habían hecho con todo el Próximo Oriente hasta Egipto. En el resto del norte de África la resistencia, en cambio, fue feroz. Las tropas árabes sufrieron aquí las más severas derrotas que habían conocido hasta entonces. Fueron necesarias siete décadas de guerra para doblegar tanto a los representantes del Imperio bizantino que quedaban en la zona como a las tribus bereberes que dominaban un territorio semidesértico, que se extendía hasta los confines atlánticos. Cuando esa resistencia se apagó, Ceuta, que hasta entonces había sido un enclave bizantino, quedó a merced de los conquistadores. Abandonado a su suerte, su gobernador, llamado Julián (o Urbano), decidió colaborar con los invasores.
De Ceuta a la Península
Los tratos con Julián fueron llevados por el recién nombrado gobernador del norte de África, Musa ibn Nusayr, que entonces contaba unos sesenta años. De orígenes inciertos –algunos cronistas musulmanes dudan incluso de que sus antepasados fueran árabes–, el gobernador pertenecía a la nueva clase de gentes que habían hecho carrera dentro de la administración imperial de los califas omeyas, aunque no siempre se distinguían por su honestidad. Dueño de un territorio que tanto había costado sojuzgar, Musa apostó por integrar en su ejército a las mismas tribus bereberes que hasta entonces lo habían combatido. Muchos de los soldados ahora reclutados apenas sabían hablar árabe y es dudoso que su conversión al Islam fuera algo más que superficial. Pero el control de Ceuta otorgaba la llave del Estrecho, la perspectiva de nuevas conquistas en las que podían integrarse definitivamente los bereberes era muy atractiva, y desde Hispania llegaban noticias que hablaban de una fuerte crisis interna que invitaba a una fácil ocupación. Musa no parece habérselo pensado mucho y pronto comenzó a enviar expediciones hacia la Península para reconocer el territorio de cara a su conquista.
La expedición más importante le fue encomendada a Tariq ibn Ziyad, con toda probabilidad un bereber, al que se le asignó una fuerza compuesta sobre todo por tropas norteafricanas que las fuentes cifran en unos 12.000 hombres. Julián facilitó el paso del Estrecho mediante naves que iban y volvían desde Ceuta, y que en la Península desembarcaron junto al promontorio que pasó a ser conocido como «monte de Tariq» (Yabal Tariq), esto es, Gibraltar. Las partidas expedicionarias pronto se dispersaron por la bahía de Algeciras. Uno de los primeros enclaves que ocuparon fue Carteia (San Roque), una próspera ciudad romana que había decaído en época visigoda. Fue allí donde los recién llegados establecieron su primera mezquita. No era un gran edificio, sino un oratorio al que muchos años después seguían acudiendo los habitantes de la vecina Algeciras para realizar rogativas en petición de lluvias durante las épocas de sequía.
Consolidada su base en la bahía de Algeciras, Tariq optó por esperar acontecimientos. Rodrigo hizo justo lo contrario. Congregó al ejército y se dirigió hacia el sur, buscando forzar la batalla, convencido de que una victoria le permitiría consolidar su frágil autoridad. Se trató de un error fatal. Los antecesores de Rodrigo habían decretado duras leyes contra quienes desoyeran el llamamiento a las armas por parte del rey, que podía confiscar sus bienes, exiliarles o incluso darles muerte. Es comprensible, pues, que en la incertidumbre del momento tanto aliados como enemigos del monarca respondieran a su convocatoria. A la vista del ejército congregado en Córdoba, Rodrigo podía pensar que había hecho valer su autoridad, pero lo cierto es que sus fuerzas no eran más que una reunión de tropas a la que habían acudido los magnates llevando consigo no sólo sus propios soldados, sino también sus querellas y rencillas.
Entre los que habían unido sus fuerzas a las del monarca estaban los miembros de la familia del rey Witiza, enfrentados con Rodrigo a propósito de la sucesión al trono. Lo que pasó entonces resulta confuso. Las fuentes discrepan sobre el nombre de los hijos de Witiza apartados del trono por Rodrigo, lo que ha dado lugar a infinitas controversias. Lo que está fuera de duda es que los familiares del anterior soberano tuvieron un papel destacado en los acontecimientos que estaban a punto de precipitar el fin del reino visigodo. Dos hijos, o quizá hermanos, de Witiza, llamados Sisberto y Oppa –otros, en cambio, hablan de Artobás, Alamundo y Agila– entraron en tratos con el enemigo. Fueron los primeros en establecer pactos con los conquistadores, por los cuales los witizianos veían reconocida la tenencia de sus extensas propiedades. A cambio, se mostraron dispuestos a desertar del combate en plena batalla.
Un choque decisivo
Rodrigo posiblemente marchó de Córdoba en dirección a Sevilla con la intención de reclutar más fuerzas, y desde allí tomó la dirección que le llevaría a encontrar a las fuerzas de Tariq. Éste, por su parte, había decidido mover sus tropas hacia Sevilla, quizá buscando un terreno propicio: un célebre relato lo muestra arengando a sus hombres, a quienes señala que no cabe la huida porque a sus espaldas sólo hay el mar. Ambos ejércitos se encontraron junto al río Guadalete. Comenzó entonces una lucha encarnizada, que quizá se prolongó durante varios días con escaramuzas y emboscadas previas entre ambos bandos.
En el combate decisivo Rodrigo comandaba el centro del ejército, mientras que las alas habían sido encomendadas a Sisberto y Oppa. Rodrigo resistió con sus tropas frente a Tariq en el centro de la formación, pero los witizianos desertaron de los flancos en pleno combate, lo que provocó la desbandada y derrota del resto del ejército. Las bajas fueron cuantiosas y entre ellas se contó la de Rodrigo, de quien nunca se localizó el cuerpo. Tan sólo fueron hallados su caballo y una bota adornada con piedras preciosas. Siglos más tarde, no faltó quien añadiera un nuevo eslabón a la leyenda pretendiendo haber visto un epitafio en Viseo (al norte de Portugal) que proclamaba: «Aquí yace Rodrigo, último rey de los visigodos».
La resonante victoria convenció a Tariq de que era el momento de tomar la ofensiva. Su primer objetivo fue Écija, en donde se habían refugiado los restos del ejército derrotado. Posiblemente la ciudad no estaba amurallada, razón por la cual el ejército visigodo volvió a entablar una nueva batalla campal que se saldó con otra completa derrota. Con el ejército visigodo diezmado, con parte de la aristocracia dispuesta a colaborar con los conquistadores y con un desconcierto político general, se produjo una situación que ya se había dado en Oriente durante las grandes conquistas árabes: no hubo más intentos de defensa unitaria, y ciudades y territorios quedaron abandonados a su suerte. Ante esta situación, Tariq tomó una decisión arriesgada pero que resultó trascendental. Siguiendo el consejo de Julián, dividió su ejército en varias columnas, de las cuales una se dirigió hacia Córdoba y las otras hacia Elvira (cerca de Granada) y Málaga. Ninguna de estas ciudades opuso una seria resistencia. Tan sólo en Córdoba un puñado de defensores resistió durante algún tiempo en la iglesia de San Acisclo, hasta que fueron diezmados por los conquistadores que habían penetrado en la ciudad por una brecha en la muralla. Por su parte, Tariq siguió avanzando hasta ocupar Toledo, la capital visigoda.
Esta sucesión de triunfos pronto llegó a oídos de Musa. Acompañado de un ejército formado principalmente por árabes, desembarcó en Algeciras deseoso de realizar sus propias conquistas, y tomó una ruta que le llevó a conquistar Sevilla y Mérida, tras breves asedios. Cuando por fin se encontró con Tariq en Toledo, el encuentro estuvo lejos de ser cordial. Entre reproches del gobernador a Tariq por haberse extralimitado en sus órdenes, y la desconfianza de Musa sobre posibles apropiaciones ilícitas del botín por parte de Tariq, la tensión entre los dos hombres estalló con virulencia. A pesar de lo que dicen algunas fuentes es dudoso que, una vez unidas las fuerzas, llegaran siquiera a Zaragoza. Musa pronto recibió la orden de presentarse en Damasco, donde el califa estaba preocupado por la independencia con que actuaba su gobernador. Cuando éste partió en dirección a Oriente para no volver jamás, dejó a su hijo Abd al-Aziz al frente del nuevo territorio. La conquista de al-Andalus no había finalizado, pero muchos habían comenzado a comprender que el viejo orden visigodo había quedado sepultado en el campo de batalla de Guadalete.
Para saber más:
Invasión e islamización. Pedro Chalmeta. Mapfre, Madrid, 1994.
Conquistadores, emires y califas. Eduardo Manzano. Crítica, Barcelona, 2006.
«711. Arqueología e historia entre dos mundos». Varios autores. Revista Zona Arqueológica. Museo Arqueológico Regional de Madrid, 2011.
Rodrigo protagonizó un golpe de Estado después de la muerte del rey Witiza en el año 710, lo que le permitió asumir la corona con el apoyo de un sector de la aristocracia del reino. El golpe supuso el desplazamiento de los hijos y los partidarios del rey difunto en un ambiente de luchas de poder. Sin tiempo de extender su autoridad, Rodrigo sólo emitió algunas monedas de oro en Toledo y Egitania (Idanha a-Velha, Portugal) en las que podía leerse «En el nombre de Dios, Rodrigo rey» y se adivinaba la efigie del nuevo monarca tocado con una corona.
Diez años más tarde, y después de que Rodrigo fuera derrotado y muerto en la batalla de Guadalete, el califa de Damasco ordenó construir en torno al 720 un pequeño palacete de recreo llamado Qusayr Amra, a unos ochenta kilómetros al este de Ammán, la actual capital de Jordania. Este palacete alberga un extraordinario conjunto de pinturas murales que representan escenas de caza, bailarinas y estrellas, sin parangón en el arte islámico posterior. En uno de esos frescos aparece una gran figura sentada, posiblemente el propio califa –que en el momento de la conquista era al-Walid I–, ante el cual se presentan varios personajes, hoy en día apenas visibles, pero a los que una inscripción escrita en árabe y en griego identifica como el emperador bizantino, el soberano persa, el monarca etíope y el mismísimo Rodrigo. Por encima de estas figuras aparece la palabra griega Niké, «Victoria», lo que hace pensar que aquí se quiso mostrar a los soberanos sometidos por los ejércitos árabes. Pero la figura de Rodrigo no sólo se representó en un lugar perdido del desierto jordano a más de seis mil kilómetros de Toledo. También alimentó buen número de leyendas árabes cuyo origen posiblemente fue Egipto, y que reflejaban el deslumbramiento producido por el remoto país que ahora se conocía como al-Andalus.
Las leyendas de Rodrigo
En una de aquellas leyendas, Rodrigo desoye a quienes le advierten de que no debe entrar en una misteriosa mansión de Toledo clausurada por una puerta a la que cada rey visigodo había añadido un candado. El orgullo y la curiosidad pueden más que cualquier consejo, y tras haber forzado la entrada Rodrigo sólo encuentra un cofre con un pergamino que representa a los árabes y anuncia que invadirán Hispania el día en que alguien penetre en la estancia. En otra leyenda Rodrigo viola a la hija del señor de Ceuta, que le había sido encomendada para su educación, y éste acude al gobernador árabe del norte de África, Musa ibn Nusayr, para que le ayude a vengarse, iniciándose así la conquista del reino. Misterios y cuentos pasaron a envolver la explicación del final del reino haciendo de la interpretación histórica una tarea a veces casi imposible.
Con la conquista de Hispania culminó en Occidente la fulgurante expansión árabe iniciada tras la muerte del profeta Mahoma, en 632. En apenas diez años, los ejércitos de los califas (los sucesores del Profeta al frente de la comunidad musulmana)se habían hecho con todo el Próximo Oriente hasta Egipto. En el resto del norte de África la resistencia, en cambio, fue feroz. Las tropas árabes sufrieron aquí las más severas derrotas que habían conocido hasta entonces. Fueron necesarias siete décadas de guerra para doblegar tanto a los representantes del Imperio bizantino que quedaban en la zona como a las tribus bereberes que dominaban un territorio semidesértico, que se extendía hasta los confines atlánticos. Cuando esa resistencia se apagó, Ceuta, que hasta entonces había sido un enclave bizantino, quedó a merced de los conquistadores. Abandonado a su suerte, su gobernador, llamado Julián (o Urbano), decidió colaborar con los invasores.
De Ceuta a la Península
Los tratos con Julián fueron llevados por el recién nombrado gobernador del norte de África, Musa ibn Nusayr, que entonces contaba unos sesenta años. De orígenes inciertos –algunos cronistas musulmanes dudan incluso de que sus antepasados fueran árabes–, el gobernador pertenecía a la nueva clase de gentes que habían hecho carrera dentro de la administración imperial de los califas omeyas, aunque no siempre se distinguían por su honestidad. Dueño de un territorio que tanto había costado sojuzgar, Musa apostó por integrar en su ejército a las mismas tribus bereberes que hasta entonces lo habían combatido. Muchos de los soldados ahora reclutados apenas sabían hablar árabe y es dudoso que su conversión al Islam fuera algo más que superficial. Pero el control de Ceuta otorgaba la llave del Estrecho, la perspectiva de nuevas conquistas en las que podían integrarse definitivamente los bereberes era muy atractiva, y desde Hispania llegaban noticias que hablaban de una fuerte crisis interna que invitaba a una fácil ocupación. Musa no parece habérselo pensado mucho y pronto comenzó a enviar expediciones hacia la Península para reconocer el territorio de cara a su conquista.
La expedición más importante le fue encomendada a Tariq ibn Ziyad, con toda probabilidad un bereber, al que se le asignó una fuerza compuesta sobre todo por tropas norteafricanas que las fuentes cifran en unos 12.000 hombres. Julián facilitó el paso del Estrecho mediante naves que iban y volvían desde Ceuta, y que en la Península desembarcaron junto al promontorio que pasó a ser conocido como «monte de Tariq» (Yabal Tariq), esto es, Gibraltar. Las partidas expedicionarias pronto se dispersaron por la bahía de Algeciras. Uno de los primeros enclaves que ocuparon fue Carteia (San Roque), una próspera ciudad romana que había decaído en época visigoda. Fue allí donde los recién llegados establecieron su primera mezquita. No era un gran edificio, sino un oratorio al que muchos años después seguían acudiendo los habitantes de la vecina Algeciras para realizar rogativas en petición de lluvias durante las épocas de sequía.
Consolidada su base en la bahía de Algeciras, Tariq optó por esperar acontecimientos. Rodrigo hizo justo lo contrario. Congregó al ejército y se dirigió hacia el sur, buscando forzar la batalla, convencido de que una victoria le permitiría consolidar su frágil autoridad. Se trató de un error fatal. Los antecesores de Rodrigo habían decretado duras leyes contra quienes desoyeran el llamamiento a las armas por parte del rey, que podía confiscar sus bienes, exiliarles o incluso darles muerte. Es comprensible, pues, que en la incertidumbre del momento tanto aliados como enemigos del monarca respondieran a su convocatoria. A la vista del ejército congregado en Córdoba, Rodrigo podía pensar que había hecho valer su autoridad, pero lo cierto es que sus fuerzas no eran más que una reunión de tropas a la que habían acudido los magnates llevando consigo no sólo sus propios soldados, sino también sus querellas y rencillas.
Entre los que habían unido sus fuerzas a las del monarca estaban los miembros de la familia del rey Witiza, enfrentados con Rodrigo a propósito de la sucesión al trono. Lo que pasó entonces resulta confuso. Las fuentes discrepan sobre el nombre de los hijos de Witiza apartados del trono por Rodrigo, lo que ha dado lugar a infinitas controversias. Lo que está fuera de duda es que los familiares del anterior soberano tuvieron un papel destacado en los acontecimientos que estaban a punto de precipitar el fin del reino visigodo. Dos hijos, o quizá hermanos, de Witiza, llamados Sisberto y Oppa –otros, en cambio, hablan de Artobás, Alamundo y Agila– entraron en tratos con el enemigo. Fueron los primeros en establecer pactos con los conquistadores, por los cuales los witizianos veían reconocida la tenencia de sus extensas propiedades. A cambio, se mostraron dispuestos a desertar del combate en plena batalla.
Un choque decisivo
Rodrigo posiblemente marchó de Córdoba en dirección a Sevilla con la intención de reclutar más fuerzas, y desde allí tomó la dirección que le llevaría a encontrar a las fuerzas de Tariq. Éste, por su parte, había decidido mover sus tropas hacia Sevilla, quizá buscando un terreno propicio: un célebre relato lo muestra arengando a sus hombres, a quienes señala que no cabe la huida porque a sus espaldas sólo hay el mar. Ambos ejércitos se encontraron junto al río Guadalete. Comenzó entonces una lucha encarnizada, que quizá se prolongó durante varios días con escaramuzas y emboscadas previas entre ambos bandos.
En el combate decisivo Rodrigo comandaba el centro del ejército, mientras que las alas habían sido encomendadas a Sisberto y Oppa. Rodrigo resistió con sus tropas frente a Tariq en el centro de la formación, pero los witizianos desertaron de los flancos en pleno combate, lo que provocó la desbandada y derrota del resto del ejército. Las bajas fueron cuantiosas y entre ellas se contó la de Rodrigo, de quien nunca se localizó el cuerpo. Tan sólo fueron hallados su caballo y una bota adornada con piedras preciosas. Siglos más tarde, no faltó quien añadiera un nuevo eslabón a la leyenda pretendiendo haber visto un epitafio en Viseo (al norte de Portugal) que proclamaba: «Aquí yace Rodrigo, último rey de los visigodos».
La resonante victoria convenció a Tariq de que era el momento de tomar la ofensiva. Su primer objetivo fue Écija, en donde se habían refugiado los restos del ejército derrotado. Posiblemente la ciudad no estaba amurallada, razón por la cual el ejército visigodo volvió a entablar una nueva batalla campal que se saldó con otra completa derrota. Con el ejército visigodo diezmado, con parte de la aristocracia dispuesta a colaborar con los conquistadores y con un desconcierto político general, se produjo una situación que ya se había dado en Oriente durante las grandes conquistas árabes: no hubo más intentos de defensa unitaria, y ciudades y territorios quedaron abandonados a su suerte. Ante esta situación, Tariq tomó una decisión arriesgada pero que resultó trascendental. Siguiendo el consejo de Julián, dividió su ejército en varias columnas, de las cuales una se dirigió hacia Córdoba y las otras hacia Elvira (cerca de Granada) y Málaga. Ninguna de estas ciudades opuso una seria resistencia. Tan sólo en Córdoba un puñado de defensores resistió durante algún tiempo en la iglesia de San Acisclo, hasta que fueron diezmados por los conquistadores que habían penetrado en la ciudad por una brecha en la muralla. Por su parte, Tariq siguió avanzando hasta ocupar Toledo, la capital visigoda.
Esta sucesión de triunfos pronto llegó a oídos de Musa. Acompañado de un ejército formado principalmente por árabes, desembarcó en Algeciras deseoso de realizar sus propias conquistas, y tomó una ruta que le llevó a conquistar Sevilla y Mérida, tras breves asedios. Cuando por fin se encontró con Tariq en Toledo, el encuentro estuvo lejos de ser cordial. Entre reproches del gobernador a Tariq por haberse extralimitado en sus órdenes, y la desconfianza de Musa sobre posibles apropiaciones ilícitas del botín por parte de Tariq, la tensión entre los dos hombres estalló con virulencia. A pesar de lo que dicen algunas fuentes es dudoso que, una vez unidas las fuerzas, llegaran siquiera a Zaragoza. Musa pronto recibió la orden de presentarse en Damasco, donde el califa estaba preocupado por la independencia con que actuaba su gobernador. Cuando éste partió en dirección a Oriente para no volver jamás, dejó a su hijo Abd al-Aziz al frente del nuevo territorio. La conquista de al-Andalus no había finalizado, pero muchos habían comenzado a comprender que el viejo orden visigodo había quedado sepultado en el campo de batalla de Guadalete.
Para saber más:
Invasión e islamización. Pedro Chalmeta. Mapfre, Madrid, 1994.
Conquistadores, emires y califas. Eduardo Manzano. Crítica, Barcelona, 2006.
«711. Arqueología e historia entre dos mundos». Varios autores. Revista Zona Arqueológica. Museo Arqueológico Regional de Madrid, 2011.
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