Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., el continente africano está en la actualidad en una revolución en cuanto a la tenencia de la tierra cultivable, que ha despertado la ambición de grandes corporaciones mundiales para hacerse de la propiedad o en su defecto alquilar tierras agrícolas para grandes plantaciones de soja y palma aceitera; pero desgraciadamente se está atropellando la propiedad de los pequeños parceleros que nadie respeta sus títulos de propiedad, simplemente las grandes empresas atropellan y de hacen de la propiedad del terreno de pequeño propiedad con el beneplácito de los gobiernos.
NATIONAL GEOGRAPHIC.- narra : "...............El crecimiento
económico del África subsahariana es constante, de en torno al 5 %
anual en la última década, por encima del de Estados Unidos y la Unión
Europea. Las deudas nacionales se reducen, y cada vez es más
frecuente la celebración de elecciones pacíficas. Más de una tercera
parte de los subsaharianos tiene teléfono móvil, que usa para acceder a
teleservicios bancarios, dirigir pequeños negocios o enviar dinero a sus
familiares en áreas rurales. Tras 25 años sin casi inversión en la
agricultura africana, el Banco Mundial y los países donantes han
empezado a invertir. El continente emerge ahora como un laboratorio en
el que ensayar nuevos métodos para incrementar la producción de
alimentos. Si los agricultores subsaharianos consiguen aumentar sus
rendimientos utilizando la tecnología existente, aunque no sea más que a
cuatro toneladas de cereal por hectárea (lo cual es un reto, ya que
significa cuadruplicarlos), algunos expertos creen que además de
alimentarse mejor, podrían llegar a exportar alimentos, embolsándose así
un dinero muy necesario y contribuyendo además a dar de comer al
mundo............"
https://www.nationalgeographic.com.es/mundo-ng/grandes-reportajes/el-futuro-granero-del-mundo_8296
Las grandes empresas se están apropiando de vastas extensiones de tierra en el continente más hambriento del planeta. ¿Por qué?
Agricultura en África
Con herramientas manuales y animales
de tiro, una familia cosecha el trigo en las montañas etíopes. La
formación ha ayudado a mejorar la eficiencia de los pequeños
agricultores, pero el rendimiento del trigo es una tercera parte
inferior a la media mundial. Con más de un tercio de la población
desnutrida, el Gobierno etíope corteja a las empresas agrícolas para
producir más alimentos.
Foto: Robin Hammond.
Agricultura en África
Vendedores ambulantes de caña de
azúcar aguardan a la clientela junto a la vía del tren en Nacala, en el
norte de Mozambique, donde Brasil y Japón tienen previsto destinar 14
millones de hectáreas de pequeñas explotaciones a la producción
industrial de soja. El país ya ha arrendado alrededor del 7 % de su
tierra arable, una de las cifras más altas de África.
Foto: Robin Hammond
Agricultura en África
Aunque algunas empresas agrícolas han
expulsado de sus tierras a los pequeños agricultores, Bananalandia, una
explotación de 1.400 hectáreas cercana a Maputo, ha mejorado la vida de
la población local: da empleo a 2.800 personas y ha construido
carreteras, escuelas y tendido líneas eléctricas. También ha ayudado a
convertir Mozambique en país exportador de plátanos.
Foto: Robin Hammond
Agricultura en África
Unos pastores trasladan ovejas y
cabras a una instalación de cuarentena en el puerto de Berbera, en
Somalilandia, una región de nómadas donde hay cinco veces más ganado que
personas. Las exportaciones se han disparado desde 2009, cuando Arabia
Saudí levantó la prohibición de importar ganado somalí, impuesta hace
diez años para prevenir la propagación de enfermedades. El comercio
aporta ahora la mitad del PIB de Somalilandia.
Foto: Robin Hammond
Fatima Alex, Mozambique
«No estoy contenta, estoy furiosa
–dice Alex, cuya pequeña parcela de la zona de Xai-Xai fue engullida por
una plantación arrocera china–. Esa finca nos daba de comer. Ahora no
tengo nada.»
Foto: Robin Hammond.
Greda Telila, Etiopía
Telila cultiva sorgo en su parcela de
dos hectáreas. Agricultor de subsistencia en una zona propensa a las
inundaciones, se las ve y se las desea para alimentar a sus 12 hijos.
Foto: Robin Hammond.
Marie Mukarukaka, Ruanda
«Antes solo cultivaba alimentos para
mi familia, y me duraban quince días», dice Mukarukaka. Tras obtener un
préstamo de semillas y abono de la ONG One Acre Fund, sus cosechas han
aumentado y ha empezado a criar ganado.
Foto: Robin Hammond.
Joao Americo Pacule Goba, Mozambique
Estas tierras de las afueras de
Maputo son la imagen que resume las opciones agrícolas de África: ¿la
producción de alimentos se hará en enormes plantaciones como
Bananalandia (a la izquierda) o en las pequeñas explotaciones llamadas machambas? «Hay que combinar los dos tipos de agricultura», dice Dries Gouws, fundador de la megaexplotación bananera.
Foto: Robin Hammond.
Agricultura en África
Un avicultor chino regatea con su
clientela en Lusaka, Zambia; como muchas iniciativas extranjeras de
producción alimentaria que operan en África, su empresa no exporta las
aves a China, sino que las vende a la población local y a los 20.000
chinos residentes en el país.
Foto: Robin Hammond.
Agricultura en África
En Liberia, una trabajadora riega las
plántulas de palma aceitera que se plantarán en esta explotación
arrendada de 220.000 hectáreas para producir aceite para cocinar. El
Gobierno liberiano tiene la esperanza de que los 35.000 empleos
prometidos por Sime Darby, el gigante aceitero malasio, ayuden a aplacar
las tensiones en este país desgarrado por la guerra.
Foto: Robin Hammond.
Agricultura en África
Unos operarios palean maíz en la
Robani Agricultural Enterprises, una explotación agrícola de 120
hectáreas de Gogo, Etiopía, que también produce trigo, judías, cebollas y
tomates para los mercados locales. «Siempre oyes hablar de la crisis
alimentaria –dice Hossein Robani, un estadounidense cuyo hijo fundó esta
empresa en 2006–. Los africanos no solo son capaces de alimentarse,
también pueden solucinar la crisis.»
Foto: Robin Hammond.
Agricultura en África
En la región etíope de Gambela, Ajiem Ogalla, de 11 años, busca un arbusto comestible llamado awieo
entre el maíz plantado por Karuturi Global, una empresa india que, tras
desplazar a la población local y talar los bosques, está al borde de la
quiebra.
Foto: Robin Hammond.
Agricultura en África
Ariel Kwot, enferma lepra y con
muchas dificultades, fue reubicada a la fuerza en la comunidad de
Thenyi, en la región etíope de Gambela, de acuerdo con un controvertido
programa de «creación de aldeas». Según las autoridades, el programa
proporciona servicios básicos; según sus detractores, fomenta el
objetivo del Gobierno de arrendar casi la mitad de Gambela a las grandes
empresas agrícolas.
Foto: Robin Hammond.
Agricultura en África
Los árboles del caucho de 50 años de
antigüedad de esta antigua plantación de B.F. Goodrich, abandonada dos
veces durante las guerras civiles de Liberia, se han talado para plantar
palmas aceiteras. Para reconstruir la economía del país, las
autoridades liberianas solicitaron a la compañía malasia Sime Darby que
replantara una porción de un terreno arrendado de unas 220.000 hectáreas
con palmas y árboles del caucho, así como otras 44.000 hectáreas que
serán gestionadas por pequeños agricultores.
Foto: Robin Hammond.
Agricultura en África
Una muchacha pastorea cabras en las
montañas de Shiikh, en Somalilandia. Aunque las grandes explotaciones
agrícolas y ganaderas ocupan los titulares, los pastores y pequeños
agricultores son quienes siguen produciendo la mayor parte del alimento
en África. Unas y otros son cruciales para que el continente pueda
alimentar a su creciente población, y tal vez al resto del mundo.
Foto: Robin Hammond.
Agricultura en África
Rebaños de ovejas y cabras son
embarcados en el puerto de Berbera, en Somalilandia, rumbo a Arabia
Saudí, país que importa el 80 % de sus alimentos.
Foto: Robin Hammond.
Agricultura en África
Unos trabajadores conducen el ganado
para embarcarlo en un buque en Berbera, Somalilandia, rumbo a la ciudad
saudí de Yiddah. Tres años después de que Arabia Saudí levantara la
prohibición de importar ganado somalí, las importaciones se han
quintuplicado, y en 2012 sumaron tres millones de animales
Foto: Robin Hammond.
Agricultura en África
Esther Nyirahabimana aventa soja en
una pequeña granja de Ruanda. Recibió las semillas, los abonos y la
formación de la ONG One Acre Fund. Los pequeños agricultores pueden
conseguir los mismos rendimientos que las grandes explotaciones si las
semillas y los fertilizantes son asequibles. Simplemente ofreciendo a
las mujeres el mismo acceso que tienen los hombres al crédito, la
tierra, las semillas y los fertilizantes, la producción de alimentos
podría aumentar hasta un 30%.
«Ni siquiera me dijeron nada –dice Chirime, de 45 años, en un tono elevado por la ira–. De pronto un día me encontré un tractor en mi finca arrasándolo todo. ¡Y no han compensado a nadie por quitarle su machamba!» Colectivos locales de la sociedad civil denuncian que miles de personas han perdido sus tierras y su sustento a manos de la Wanbao Africa Agricultural Development Company, con el beneplácito del Gobierno mozambiqueño, muy dado a ignorar los derechos de los agricultores locales en beneficio de las grandes inversiones. Quienes han logrado colocarse en la macroexplotación trabajan siete días a la semana sin cobrar horas extras. Un portavoz de Wanbao desmiente tales denuncias y subraya que la compañía forma a los agricultores de la zona en el cultivo del arroz.
La situación de Chirime no es en absoluto excepcional. Esta mozambiqueña solo es un personaje más de los muchos que aparecen en la historia más ambiciosa de la agricultura global: el inverosímil proyecto de convertir el África subsahariana, históricamente uno de los lugares más hambrientos del planeta, en un nuevo granero del mundo. Desde 2007 las subidas estratosféricas del precio del maíz, la soja, el trigo y el arroz han desencadenado una carrera mundial por hacerse con tierras. Las grandes empresas inversoras compiten por arrendar o adquirir terrenos en los países donde las hectáreas salen baratas, los Gobiernos son complacientes y los derechos de propiedad son ignorados.
La mayoría de las transacciones tienen lugar en África, una de las pocas regiones del planeta que aún conserva millones de hectáreas de tierra sin roturar y agua abundante para el riego. África presenta además la mayor «brecha de rendimiento» de la Tierra: mientras los productores de maíz, trigo y arroz de Estados Unidos, China y los países de la eurozona producen unas seis toneladas de cereal por hectárea, los agricultores del África subsahariana obtienen un promedio de una tonelada, más o menos lo mismo que en un buen año le rendían a un romano sus campos de trigo en tiempos de Julio César. Pese a haberse intentado más de una vez, la revolución verde –que con su combinación de fertilizantes, sistemas de riego y semillas de alto rendimiento duplicó de largo la producción mundial de cereales entre 1960 y 2000– no ha llegado a cuajar en África, debido a unas infraestructuras deficientes, unos mercados limitados, una gobernanza débil y unas guerras civiles fratricidas que asolaron el continente en la primera etapa del período poscolonial.
Hoy muchos de esos obstáculos están cayendo. El crecimiento económico del África subsahariana es constante, de en torno al 5 % anual en la última década, por encima del de Estados Unidos y la Unión Europea. Las deudas nacionales se reducen, y cada vez es más frecuente la celebración de elecciones pacíficas. Más de una tercera parte de los subsaharianos tiene teléfono móvil, que usa para acceder a teleservicios bancarios, dirigir pequeños negocios o enviar dinero a sus familiares en áreas rurales. Tras 25 años sin casi inversión en la agricultura africana, el Banco Mundial y los países donantes han empezado a invertir. El continente emerge ahora como un laboratorio en el que ensayar nuevos métodos para incrementar la producción de alimentos. Si los agricultores subsaharianos consiguen aumentar sus rendimientos utilizando la tecnología existente, aunque no sea más que a cuatro toneladas de cereal por hectárea (lo cual es un reto, ya que significa cuadruplicarlos), algunos expertos creen que además de alimentarse mejor, podrían llegar a exportar alimentos, embolsándose así un dinero muy necesario y contribuyendo además a dar de comer al mundo.
Es una proyección optimista, no cabe duda. En estos momentos Thailandia exporta más productos agrícolas que todos los países subsaharianos juntos; y el fantasma del cambio climático amenaza con pulverizar las cosechas africanas. Pero la incógnita más peliaguda es quién explotará las tierras de África en el futuro. ¿Los campesinos pobres como Chirime trabajando sus parcelas de media hectárea, que juntos suman alrededor del 70 % de la mano de obra del continente? ¿O macroempresas como Wanbao, con explotaciones industriales a imagen y semejanza de las del Medio Oeste estadounidense?
Las organizaciones humanitarias que trabajan para erradicar el hambre en el mundo y defender los derechos de los campesinos califican de neocolonialismo y agroimperialismo la apropiación de tierras por parte de las grandes empresas. En cambio, los veteranos en el terreno del desarrollo agrícola aseguran que la llegada masiva de capital, infraestructuras y tecnologías de origen privado que dichas operaciones traerían consigo a las áreas rurales y pobres podría ser un catalizador para el tan necesario desarrollo, siempre y cuando las grandes iniciativas y los pequeños productores puedan trabajar juntos. La clave, dice Gregory Myers desde la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, es proteger los derechos de propiedad sobre la tierra de la población.
«Si escribiésemos una carta a Dios para pedirle el suelo y el clima perfectos para cultivar, esto es lo que nos concedería –dice Miguel Bosch, agrónomo argentino que gestiona Hoyo Hoyo, una plantación de soja de casi 10.000 hectáreas explotada por una gran empresa en el norte de Mozambique–. Es el paraíso del agricultor. He pasado muchos años en fincas de Brasil y Argentina y jamás había visto un suelo como este.»
Un suelo fértil, una demanda desbocada de soja y arroz, y un Gobierno dispuesto a arrendar grandes extensiones de tierra han puesto a la que fue antigua colonia portuguesa en el centro de la fiebre mundial por adquirir tierras que avanza por todo el continente. En 2013 Mozambique ocupaba el tercer puesto en la lista de naciones más pobres del planeta; casi la mitad de los niños menores de cinco años padecían retraso del desarrollo por malnutrición. El reciente hallazgo en el norte del país de importantes depósitos de carbón y gas natural, sumado a otras concesiones mineras y forestales, están cambiando su suerte. La carrera por extraer estos hidrocarburos ha puesto en marcha la economía mozambiqueña, que se calcula creció un 7 % en 2013. Surgen por doquier grandes proyectos de infraestructuras, muchos de ellos financiados en su mayor parte por préstamos de países deseosos de granjearse el favor de los líderes políticos para subirse al carro del éxito. Japón abre carreteras y levanta puentes. Empresas portuguesas construyen puertos y tienden vías férreas. China ha construido un aeropuerto, el parlamento, el estadio nacional de fútbol y un nuevo palacio presidencial. En 2013 el presidente Armando Guebuza visitó al nuevo presidente chino con una lista de proyectos constructivos en la mano por valor de 7.000 millones de euros.
Apenas nada de esa abundancia ha llegado a manos de los 24 millones de mozambiqueños, más de la mitad de los cuales vive con menos de 1,25 dólares al día. Lo único que podría desviar el río de capital que está entrando en Mozambique sería un regreso a la agitación social. Cuando en 2010 estallaron revueltas ciudadanas en Maputo por los precios de los alimentos, el presidente Guebuza destituyó a su ministro de agricultura y puso en su lugar al responsable del Ministerio del Interior, el agrónomo José Pacheco, quien desde entonces corteja a los inversores en convenciones celebradas en todo el mundo. De sus 36 millones de hectáreas de tierra cultivable, el Gobierno considera que casi el 85 % están «desutilizadas». Desde 2004 se han arrendado a inversores tanto extranjeros como nacionales –para hacer desde productos forestales hasta caña de azúcar o biocombustibles– unos 2,5 millones de hectáreas, cerca del 7 % de la tierra arable del país, uno de los porcentajes más altos de África.
Firmar un acuerdo con un alto cargo ministerial en un ostentoso hotel de Maputo es la parte fácil. Instalar una macroexplotación industrial, gestionarla y obtener beneficios en un entorno a menudo hostil es harina de otro costal. Hoyo Hoyo, ubicada en Gurué, la región sojera por excelencia del país, iba a ser ejemplo y bandera de la nueva agricultura africana, pero en lugar de eso se ha convertido en el arquetipo de proyecto descarrilado. En 2009 las autoridades mozambiqueñas arrendaron una granja estatal abandonada de casi 10.000 hectáreas a una empresa portuguesa vinculada al Gobierno. Pero la población local llevaba años cultivando el sustento de sus familias en aquellas tierras. Cuando los empresarios portugueses se presentaron en el lugar, se reunieron con los representantes de la aldea y les prometieron el doble de tierra cultivable en otra zona, además de una escuela, una clínica y pozos nuevos.
La mayoría de esas promesas no se cumplieron. La escuela y la clínica nunca se construyeron, si bien la empresa adquirió una ambulancia para trasladar a los enfermos a un hospital de Gurué, a una hora de distancia. Solo unos 40 hombres consiguieron un empleo mal remunerado como vigilantes. Otros cientos fueron desplazados. Aquellos que recibieron tierras descubrieron después que son pantanosas y agrestes, y que están lejos de sus casas. Custódio Alberto, de 52 años, es uno de ellos. Lo conocí en una trilla colectiva que tenía lugar justo fuera del límite de Hoyo Hoyo, donde unos 20 feligreses de la iglesia católica local golpeaban con palos varias pilas de granos de soja. Otras tantas mujeres aventaban el grano con canastos artesanos. La parcela de tres hectáreas, por ahora todavía controlada por la iglesia, linda con los campos de Hoyo Hoyo, que se pierden en los montes verdes en la distancia.
«Para nosotros, pequeños agricultores, la producción de esta soja garantiza los ingresos de la familia, y nos basta para dar estudios universitarios a nuestros hijos y que lleguen a ser ingenieros o médicos –dice Alberto–. Las tierras son cruciales para nosotros. Sin tierras no hay vida.»
Los lugareños desplazados, supervivientes de 16 años de guerra, son pobres pero tienen sus recursos. Al poco tiempo de que los portugueses arrendaran Hoyo Hoyo («bienvenido» en la lengua vernácula), empezaron a tener problemas con la maquinaria: tractores importados de Estados Unidos que misteriosamente ya no arrancaban. Pregunto a un agricultor de la zona cuál era el problema. «No sé decirle –responde con una sonrisa pícara–. Será cosa de la magia africana.»
El conflicto de Hoyo Hoyo no es nada en comparación con lo que se avecina. En 2009 el Gobierno firmó con Brasil y Japón un convenio para el desarrollo de un megaproyecto agrícola llamado ProSavana, que cedería casi 14 millones de hectáreas del norte de Mozambique para la producción a escala industrial de soja, probablemente la mayor operación de este tipo que jamás se haya anunciado. El plan está inspirado en un proyecto brasileñojaponés que transformó el cerrado de Brasil en una de las mayores regiones exportadoras de soja del mundo. Este corredor de territorio estaría salpicado de modernas granjas de 10.000 hectáreas gestionadas por empresas agrícolas brasileñas y de centros tecnológicos para enseñar a los agricultores locales a aumentar los rendimientos de la mandioca, las legumbres, las verduras y la soja. O al menos esa era la propuesta original. Cuando en 2013 un grupo de agricultores brasileños hizo una gira por la región, se dio de bruces con la realidad.
«Vieron buenas tierras, pero mirasen donde mirasen había una comunidad –explica Anacleto Saint Mart, quien trabaja con los agricultores de la región para la ONG estadounidense TechnoServe–. La realidad era muy distinta de lo que les habían contado en Brasil.» Los expertos en desarrollo que han estudiado los mapas de la región afirman que la mayor parte del territorio está sujeto a concesiones mineras o madereras, protegido en reservas de vida salvaje o ya cultivado por los agricultores locales. En estos momentos solo quedan unas 950.000 hectáreas sin uso, precisamente las peores tierras para cultivo.
Devlin Kuyek, de GRAIN, la primera ONG que llamó la atención del mundo sobre las inversiones corporativas en tierras agrícolas, declara: «[Aunque] ahora mismo hay pequeños agricultores trabajando esas tierras, el Gobierno las está poniendo en manos de grandes empresas. Estoy seguro de que algunas tienen buenas intenciones, pero aun así se están beneficiando de los salarios bajos y de los precios irrisorios de la tierra. La agricultura industrial solo traerá más explotación».
Si se implantan las políticas adecuadas, los pequeños agricultores pueden ser extremadamente productivos, dice Kuyek, y alude a los arroceros de Vietnam o a los lecheros de Kenya, que en sus pequeñas explotaciones producen más del 70 % de la leche del país. Simplemente ofreciendo a las mujeres –que son mayoría en el sector agrario africano– el mismo acceso que tienen los hombres a la tierra, el crédito y los fertilizantes, la producción de alimentos podría aumentar hasta un 30 %. El Gobierno de Mozambique no lo ve así. Aunque la producción en pequeñas explotaciones ha mejorado en los últimos años, el 37 % de la población continúa desnutrida, y el sur del país sufre continuas sequías e inundaciones.
Pese a su riqueza mineral, Mozambique es uno de los países más hambrientos del mundo. El Gobierno cree que la solución está en las grandes explotaciones agrícolas.
«Yo veo en ProSavana, y en la región del valle del Zambeze, la despensa del país –dice Raimundo Matule, director de economía del Ministerio de Agricultura–. No pienso en macroexplotaciones como las de Brasil, sino en productores medianos de entre tres y diez hectáreas. Los brasileños tienen conocimientos, tecnología y maquinaria que nosotros podemos adaptar y transferir a explotaciones de tamaño intermedio. Si ProSavana no contribuye a mejorar la seguridad alimentaria, entonces no tendrá el apoyo del Gobierno.»
A pocos kilómetros de Hoyo Hoyo, siguiendo una pista de tierra cuajada de baches, la explotación de soja que dirige un maestro de escuela jubilado se erige en ejemplo de finca productiva de tamaño intermedio. Armando Afonso Catxava empezó a cultivar verduras en su tiempo libre en una pequeña parcela que con los años ha alcanzado 26 hectáreas. Hoy cultiva soja en calidad de «productor externo» contratado por una nueva empresa llamada African Century Agriculture, que le proporciona las semillas y el desherbado mecánico. A cambio él vende la soja a la empresa a un precio preacordado, restándole el coste de los servicios prestados. Hasta la fecha ambas partes se han beneficiado del trato.
«El secreto es el tamaño intermedio –afirma Catxava–. Las explotaciones grandes ocupan demasiada superficie y dejan a la gente sin espacio habitable. Si todos tuviesen cinco hectáreas de soja, harían dinero y no perderían sus tierras.» Los contratos de producción externa han dado resultado con las aves de corral y las cosechas de alto valor (como el tabaco y el maíz baby orgánico, que se exporta a Europa). Ahora los agricultores mozambiqueños empiezan a producir soja para abastecer el pujante sector avícola.
La zimbabuense Rachel Grobbelaar dejó su trabajo en el distrito financiero de Londres para dirigir African Century, empresa que trabaja con más de 900 productores externos (pequeños y medianos agricultores) en casi 1.000 hectáreas. Cada productor recibe siete visitas por temporada de los agentes de extensión agraria, quienes los forman en los fundamentos de la agricultura de conservación y en el uso de tratamientos baratos de las semillas (sustitutos de los abonos caros) para potenciar el rendimiento.
«Ayer visité a uno de los pequeños productores que tenemos monte arriba, y había conseguido 2,4 toneladas por hectárea –dice Grobbelaar, refiriéndose a la cosecha del año pasado, más del doble del rendimiento medio–. No daba crédito. Se embolsó 37.000 meticales de beneficio [unos 860 euros], una barbaridad. Estoy totalmente a favor de implantar el modelo de productores externos en África. Las explotaciones comerciales quizá les den trabajo, pero les quitan las tierras y normalmente les pagan lo mínimo para subsistir. Sinceramente, creo que con nuestro sistema podemos aumentar la producción.»
Si se hace como es debido, las explotaciones a gran escala también pueden beneficiar a la población autóctona. Hace 14 años Dries Gouws, que en su día ejerció de cirujano en Zambia, plantó 12 hectáreas de plátanos en una explotación de cítricos en quiebra situada a las afueras de Maputo. Poco a poco fue transformándola en lo que hoy llama Bananalandia. Con 1.400 hectáreas, es la mayor plantación de plátanos de todo Mozambique y una de las empresas del país que genera más empleo, con 2.800 trabajadores contratados todo el año. En el ínterin, la explotación ha contribuido a transformar Mozambique de importador a exportador de plátanos. Conforme crecía la empresa, Gouws ha asfaltado carreteras, construido una escuela y una clínica, abierto pozos y tendido 55 kilómetros de líneas eléctricas que no solo suministran energía a sus sistemas de riego, sino también a las aldeas circundantes en las que viven sus empleados. Los que tienen el sueldo más modesto cobran un 10 % por encima del salario mínimo; los tractoristas y capataces, más del doble.
Gouws cree en una mezcla de explotaciones grandes y pequeñas, donde pequeños granjeros crían ganado y cultivan parcelas a modo de «red de seguridad» –por si las de mayor envergadura fracasaran– y fuente de orgullo, mientras que las grandes explotaciones como la suya aportan las carreteras, el suministro energético y las infraestructuras que no proporciona el Gobierno. Las grandes explotaciones ofrecen empleo a una parte de la población local; otra parte de los habitantes lo crean por sí mismos. La clave para que las explotaciones corporativas se ganen el favor de las comunidades autóctonas, afirma, es bien sencilla: cumplir lo que prometen.
«Yo puse esta línea eléctrica hasta la aldea –dice Gouws, mientras seguimos un cable por la pista de tierra roja que conduce a un grupo de cabañas entre campos de plátanos–. No me lo pidieron ni era mi obligación, pero en algún momento, y no quiero ponerme demasiado filosófico, todos queremos hacer del mundo un lugar mejor, ¿no? No todo va a ser ganar dinero.»
Pero que nadie se llame a engaño: si África se ha convertido en el escenario de una carrera por obtener tierras, ha sido en nombre del dinero, no de la noble intención de dar de comer al mundo. Recientemente una convención internacional de inversores agrícolas reunió en Nueva York a 800 líderes financieros que gestionan más de 2.000 millones de euros en inversiones: colosales fondos de pensiones, compañías aseguradoras, fondos de alto riesgo, fondos de capital privado y fondos soberanos, que actualmente tienen alrededor del 5 % de sus activos combinados asignado a inversiones agrícolas. Se prevé que esta cifra se triplique en la próxima década. Semejante inyección privada de capital, tecnologías e infraestructuras es justamente lo que necesita la agricultura del mundo, según los expertos de la FAO, que calculan que habremos de invertir 83.000 millones de dólares al año en la agricultura de los países en vías de desarrollo para poder alimentar a los 2.000 millones más de personas que habrá en la Tierra en 2050.
La clave es manejar esa inversión para que los beneficios sean universales. «Si lo lográsemos, sería una victoria por partida triple –dice Darry Vhugen, abogado de la ONG Landesa–. Se benefician los inversores, las comunidades locales y los países, porque se generan empleos, infraestructuras y seguridad alimentaria.»
En una larga carretera que se interna en el corazón del proyecto ProSavana, hago un alto frente a una cabaña de adobe para conversar con Costa Ernesto, un agricultor de 35 años, y su mujer, Cecilia Luis. No han oído hablar de ProSavana. Ellos simplemente hacen lo posible por dar de comer a su familia trabajando una hectárea de maíz y vendiendo varas de bambú para techumbres de paja. Tienen cinco hijos, de entre seis meses y once años. La mayor, Esvalta, muele maíz con una mano de mortero más alta que ella, como antes han hecho su madre, su abuela y su bisabuela. Mi guía, que lleva 20 años trabajando en el ámbito del desarrollo agrario, dice que los niños y sus padres parecen desnutridos. Pregunto a Ernesto si ese año han cosechado maíz suficiente. «Sí», contesta con orgullo. Insisto, y Cecilia añade: «Cuando ganamos a las malas hierbas, producimos para el año entero».
Otros dos hombres se suman a la conversación. Les pregunto si renunciarían a sus pequeñas parcelas de tierra a cambio de un empleo en una finca grande. A la vista de sus ropas harapientas, sus vientres abultados, sus viviendas húmedas, su evidente pobreza, la pregunta parece injusta. Sí, afirman, sin la más mínima duda.
«Rezo para que suceda algo así –dice el mayor de los tres–. Porque de verdad necesito trabajo.»
Está por ver si los futuros agricultores de Mozambique se parecerán más a los productores industriales de Iowa o a los pequeños pero productivos arroceros de Vietnam. Pero en algo hay unanimidad: la situación actual es intolerable.
NATIONAL GEOGRAPHIC
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
ayabaca@gmail.com
ayabaca@hotmail.com
ayabaca@yahoo.com
Foto: Robin Hammond.
12 de diciembre de 2018, 15:16
El futuro granero del mundo
El gigantesco tractor apareció de repente. Primero arrancó los plátanos. Después el maíz. Luego las alubias, los boniatos, la mandioca. En unos minutos la media hectárea cercana a Xai-Xai, Mozambique, que durante años había dado de comer a Flora Chirime y a sus cinco hijos había sido arrasada por una empresa china que construía una explotación agrícola de 20.000 hectáreas en el delta del Limpopo.«Ni siquiera me dijeron nada –dice Chirime, de 45 años, en un tono elevado por la ira–. De pronto un día me encontré un tractor en mi finca arrasándolo todo. ¡Y no han compensado a nadie por quitarle su machamba!» Colectivos locales de la sociedad civil denuncian que miles de personas han perdido sus tierras y su sustento a manos de la Wanbao Africa Agricultural Development Company, con el beneplácito del Gobierno mozambiqueño, muy dado a ignorar los derechos de los agricultores locales en beneficio de las grandes inversiones. Quienes han logrado colocarse en la macroexplotación trabajan siete días a la semana sin cobrar horas extras. Un portavoz de Wanbao desmiente tales denuncias y subraya que la compañía forma a los agricultores de la zona en el cultivo del arroz.
La situación de Chirime no es en absoluto excepcional. Esta mozambiqueña solo es un personaje más de los muchos que aparecen en la historia más ambiciosa de la agricultura global: el inverosímil proyecto de convertir el África subsahariana, históricamente uno de los lugares más hambrientos del planeta, en un nuevo granero del mundo. Desde 2007 las subidas estratosféricas del precio del maíz, la soja, el trigo y el arroz han desencadenado una carrera mundial por hacerse con tierras. Las grandes empresas inversoras compiten por arrendar o adquirir terrenos en los países donde las hectáreas salen baratas, los Gobiernos son complacientes y los derechos de propiedad son ignorados.
La mayoría de las transacciones tienen lugar en África, una de las pocas regiones del planeta que aún conserva millones de hectáreas de tierra sin roturar y agua abundante para el riego. África presenta además la mayor «brecha de rendimiento» de la Tierra: mientras los productores de maíz, trigo y arroz de Estados Unidos, China y los países de la eurozona producen unas seis toneladas de cereal por hectárea, los agricultores del África subsahariana obtienen un promedio de una tonelada, más o menos lo mismo que en un buen año le rendían a un romano sus campos de trigo en tiempos de Julio César. Pese a haberse intentado más de una vez, la revolución verde –que con su combinación de fertilizantes, sistemas de riego y semillas de alto rendimiento duplicó de largo la producción mundial de cereales entre 1960 y 2000– no ha llegado a cuajar en África, debido a unas infraestructuras deficientes, unos mercados limitados, una gobernanza débil y unas guerras civiles fratricidas que asolaron el continente en la primera etapa del período poscolonial.
Hoy muchos de esos obstáculos están cayendo. El crecimiento económico del África subsahariana es constante, de en torno al 5 % anual en la última década, por encima del de Estados Unidos y la Unión Europea. Las deudas nacionales se reducen, y cada vez es más frecuente la celebración de elecciones pacíficas. Más de una tercera parte de los subsaharianos tiene teléfono móvil, que usa para acceder a teleservicios bancarios, dirigir pequeños negocios o enviar dinero a sus familiares en áreas rurales. Tras 25 años sin casi inversión en la agricultura africana, el Banco Mundial y los países donantes han empezado a invertir. El continente emerge ahora como un laboratorio en el que ensayar nuevos métodos para incrementar la producción de alimentos. Si los agricultores subsaharianos consiguen aumentar sus rendimientos utilizando la tecnología existente, aunque no sea más que a cuatro toneladas de cereal por hectárea (lo cual es un reto, ya que significa cuadruplicarlos), algunos expertos creen que además de alimentarse mejor, podrían llegar a exportar alimentos, embolsándose así un dinero muy necesario y contribuyendo además a dar de comer al mundo.
Es una proyección optimista, no cabe duda. En estos momentos Thailandia exporta más productos agrícolas que todos los países subsaharianos juntos; y el fantasma del cambio climático amenaza con pulverizar las cosechas africanas. Pero la incógnita más peliaguda es quién explotará las tierras de África en el futuro. ¿Los campesinos pobres como Chirime trabajando sus parcelas de media hectárea, que juntos suman alrededor del 70 % de la mano de obra del continente? ¿O macroempresas como Wanbao, con explotaciones industriales a imagen y semejanza de las del Medio Oeste estadounidense?
Las organizaciones humanitarias que trabajan para erradicar el hambre en el mundo y defender los derechos de los campesinos califican de neocolonialismo y agroimperialismo la apropiación de tierras por parte de las grandes empresas. En cambio, los veteranos en el terreno del desarrollo agrícola aseguran que la llegada masiva de capital, infraestructuras y tecnologías de origen privado que dichas operaciones traerían consigo a las áreas rurales y pobres podría ser un catalizador para el tan necesario desarrollo, siempre y cuando las grandes iniciativas y los pequeños productores puedan trabajar juntos. La clave, dice Gregory Myers desde la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, es proteger los derechos de propiedad sobre la tierra de la población.
«Si escribiésemos una carta a Dios para pedirle el suelo y el clima perfectos para cultivar, esto es lo que nos concedería –dice Miguel Bosch, agrónomo argentino que gestiona Hoyo Hoyo, una plantación de soja de casi 10.000 hectáreas explotada por una gran empresa en el norte de Mozambique–. Es el paraíso del agricultor. He pasado muchos años en fincas de Brasil y Argentina y jamás había visto un suelo como este.»
Un suelo fértil, una demanda desbocada de soja y arroz, y un Gobierno dispuesto a arrendar grandes extensiones de tierra han puesto a la que fue antigua colonia portuguesa en el centro de la fiebre mundial por adquirir tierras que avanza por todo el continente. En 2013 Mozambique ocupaba el tercer puesto en la lista de naciones más pobres del planeta; casi la mitad de los niños menores de cinco años padecían retraso del desarrollo por malnutrición. El reciente hallazgo en el norte del país de importantes depósitos de carbón y gas natural, sumado a otras concesiones mineras y forestales, están cambiando su suerte. La carrera por extraer estos hidrocarburos ha puesto en marcha la economía mozambiqueña, que se calcula creció un 7 % en 2013. Surgen por doquier grandes proyectos de infraestructuras, muchos de ellos financiados en su mayor parte por préstamos de países deseosos de granjearse el favor de los líderes políticos para subirse al carro del éxito. Japón abre carreteras y levanta puentes. Empresas portuguesas construyen puertos y tienden vías férreas. China ha construido un aeropuerto, el parlamento, el estadio nacional de fútbol y un nuevo palacio presidencial. En 2013 el presidente Armando Guebuza visitó al nuevo presidente chino con una lista de proyectos constructivos en la mano por valor de 7.000 millones de euros.
Apenas nada de esa abundancia ha llegado a manos de los 24 millones de mozambiqueños, más de la mitad de los cuales vive con menos de 1,25 dólares al día. Lo único que podría desviar el río de capital que está entrando en Mozambique sería un regreso a la agitación social. Cuando en 2010 estallaron revueltas ciudadanas en Maputo por los precios de los alimentos, el presidente Guebuza destituyó a su ministro de agricultura y puso en su lugar al responsable del Ministerio del Interior, el agrónomo José Pacheco, quien desde entonces corteja a los inversores en convenciones celebradas en todo el mundo. De sus 36 millones de hectáreas de tierra cultivable, el Gobierno considera que casi el 85 % están «desutilizadas». Desde 2004 se han arrendado a inversores tanto extranjeros como nacionales –para hacer desde productos forestales hasta caña de azúcar o biocombustibles– unos 2,5 millones de hectáreas, cerca del 7 % de la tierra arable del país, uno de los porcentajes más altos de África.
Firmar un acuerdo con un alto cargo ministerial en un ostentoso hotel de Maputo es la parte fácil. Instalar una macroexplotación industrial, gestionarla y obtener beneficios en un entorno a menudo hostil es harina de otro costal. Hoyo Hoyo, ubicada en Gurué, la región sojera por excelencia del país, iba a ser ejemplo y bandera de la nueva agricultura africana, pero en lugar de eso se ha convertido en el arquetipo de proyecto descarrilado. En 2009 las autoridades mozambiqueñas arrendaron una granja estatal abandonada de casi 10.000 hectáreas a una empresa portuguesa vinculada al Gobierno. Pero la población local llevaba años cultivando el sustento de sus familias en aquellas tierras. Cuando los empresarios portugueses se presentaron en el lugar, se reunieron con los representantes de la aldea y les prometieron el doble de tierra cultivable en otra zona, además de una escuela, una clínica y pozos nuevos.
La mayoría de esas promesas no se cumplieron. La escuela y la clínica nunca se construyeron, si bien la empresa adquirió una ambulancia para trasladar a los enfermos a un hospital de Gurué, a una hora de distancia. Solo unos 40 hombres consiguieron un empleo mal remunerado como vigilantes. Otros cientos fueron desplazados. Aquellos que recibieron tierras descubrieron después que son pantanosas y agrestes, y que están lejos de sus casas. Custódio Alberto, de 52 años, es uno de ellos. Lo conocí en una trilla colectiva que tenía lugar justo fuera del límite de Hoyo Hoyo, donde unos 20 feligreses de la iglesia católica local golpeaban con palos varias pilas de granos de soja. Otras tantas mujeres aventaban el grano con canastos artesanos. La parcela de tres hectáreas, por ahora todavía controlada por la iglesia, linda con los campos de Hoyo Hoyo, que se pierden en los montes verdes en la distancia.
«Para nosotros, pequeños agricultores, la producción de esta soja garantiza los ingresos de la familia, y nos basta para dar estudios universitarios a nuestros hijos y que lleguen a ser ingenieros o médicos –dice Alberto–. Las tierras son cruciales para nosotros. Sin tierras no hay vida.»
Los lugareños desplazados, supervivientes de 16 años de guerra, son pobres pero tienen sus recursos. Al poco tiempo de que los portugueses arrendaran Hoyo Hoyo («bienvenido» en la lengua vernácula), empezaron a tener problemas con la maquinaria: tractores importados de Estados Unidos que misteriosamente ya no arrancaban. Pregunto a un agricultor de la zona cuál era el problema. «No sé decirle –responde con una sonrisa pícara–. Será cosa de la magia africana.»
El conflicto de Hoyo Hoyo no es nada en comparación con lo que se avecina. En 2009 el Gobierno firmó con Brasil y Japón un convenio para el desarrollo de un megaproyecto agrícola llamado ProSavana, que cedería casi 14 millones de hectáreas del norte de Mozambique para la producción a escala industrial de soja, probablemente la mayor operación de este tipo que jamás se haya anunciado. El plan está inspirado en un proyecto brasileñojaponés que transformó el cerrado de Brasil en una de las mayores regiones exportadoras de soja del mundo. Este corredor de territorio estaría salpicado de modernas granjas de 10.000 hectáreas gestionadas por empresas agrícolas brasileñas y de centros tecnológicos para enseñar a los agricultores locales a aumentar los rendimientos de la mandioca, las legumbres, las verduras y la soja. O al menos esa era la propuesta original. Cuando en 2013 un grupo de agricultores brasileños hizo una gira por la región, se dio de bruces con la realidad.
«Vieron buenas tierras, pero mirasen donde mirasen había una comunidad –explica Anacleto Saint Mart, quien trabaja con los agricultores de la región para la ONG estadounidense TechnoServe–. La realidad era muy distinta de lo que les habían contado en Brasil.» Los expertos en desarrollo que han estudiado los mapas de la región afirman que la mayor parte del territorio está sujeto a concesiones mineras o madereras, protegido en reservas de vida salvaje o ya cultivado por los agricultores locales. En estos momentos solo quedan unas 950.000 hectáreas sin uso, precisamente las peores tierras para cultivo.
Devlin Kuyek, de GRAIN, la primera ONG que llamó la atención del mundo sobre las inversiones corporativas en tierras agrícolas, declara: «[Aunque] ahora mismo hay pequeños agricultores trabajando esas tierras, el Gobierno las está poniendo en manos de grandes empresas. Estoy seguro de que algunas tienen buenas intenciones, pero aun así se están beneficiando de los salarios bajos y de los precios irrisorios de la tierra. La agricultura industrial solo traerá más explotación».
Si se implantan las políticas adecuadas, los pequeños agricultores pueden ser extremadamente productivos, dice Kuyek, y alude a los arroceros de Vietnam o a los lecheros de Kenya, que en sus pequeñas explotaciones producen más del 70 % de la leche del país. Simplemente ofreciendo a las mujeres –que son mayoría en el sector agrario africano– el mismo acceso que tienen los hombres a la tierra, el crédito y los fertilizantes, la producción de alimentos podría aumentar hasta un 30 %. El Gobierno de Mozambique no lo ve así. Aunque la producción en pequeñas explotaciones ha mejorado en los últimos años, el 37 % de la población continúa desnutrida, y el sur del país sufre continuas sequías e inundaciones.
Pese a su riqueza mineral, Mozambique es uno de los países más hambrientos del mundo. El Gobierno cree que la solución está en las grandes explotaciones agrícolas.
«Yo veo en ProSavana, y en la región del valle del Zambeze, la despensa del país –dice Raimundo Matule, director de economía del Ministerio de Agricultura–. No pienso en macroexplotaciones como las de Brasil, sino en productores medianos de entre tres y diez hectáreas. Los brasileños tienen conocimientos, tecnología y maquinaria que nosotros podemos adaptar y transferir a explotaciones de tamaño intermedio. Si ProSavana no contribuye a mejorar la seguridad alimentaria, entonces no tendrá el apoyo del Gobierno.»
A pocos kilómetros de Hoyo Hoyo, siguiendo una pista de tierra cuajada de baches, la explotación de soja que dirige un maestro de escuela jubilado se erige en ejemplo de finca productiva de tamaño intermedio. Armando Afonso Catxava empezó a cultivar verduras en su tiempo libre en una pequeña parcela que con los años ha alcanzado 26 hectáreas. Hoy cultiva soja en calidad de «productor externo» contratado por una nueva empresa llamada African Century Agriculture, que le proporciona las semillas y el desherbado mecánico. A cambio él vende la soja a la empresa a un precio preacordado, restándole el coste de los servicios prestados. Hasta la fecha ambas partes se han beneficiado del trato.
«El secreto es el tamaño intermedio –afirma Catxava–. Las explotaciones grandes ocupan demasiada superficie y dejan a la gente sin espacio habitable. Si todos tuviesen cinco hectáreas de soja, harían dinero y no perderían sus tierras.» Los contratos de producción externa han dado resultado con las aves de corral y las cosechas de alto valor (como el tabaco y el maíz baby orgánico, que se exporta a Europa). Ahora los agricultores mozambiqueños empiezan a producir soja para abastecer el pujante sector avícola.
La zimbabuense Rachel Grobbelaar dejó su trabajo en el distrito financiero de Londres para dirigir African Century, empresa que trabaja con más de 900 productores externos (pequeños y medianos agricultores) en casi 1.000 hectáreas. Cada productor recibe siete visitas por temporada de los agentes de extensión agraria, quienes los forman en los fundamentos de la agricultura de conservación y en el uso de tratamientos baratos de las semillas (sustitutos de los abonos caros) para potenciar el rendimiento.
«Ayer visité a uno de los pequeños productores que tenemos monte arriba, y había conseguido 2,4 toneladas por hectárea –dice Grobbelaar, refiriéndose a la cosecha del año pasado, más del doble del rendimiento medio–. No daba crédito. Se embolsó 37.000 meticales de beneficio [unos 860 euros], una barbaridad. Estoy totalmente a favor de implantar el modelo de productores externos en África. Las explotaciones comerciales quizá les den trabajo, pero les quitan las tierras y normalmente les pagan lo mínimo para subsistir. Sinceramente, creo que con nuestro sistema podemos aumentar la producción.»
Si se hace como es debido, las explotaciones a gran escala también pueden beneficiar a la población autóctona. Hace 14 años Dries Gouws, que en su día ejerció de cirujano en Zambia, plantó 12 hectáreas de plátanos en una explotación de cítricos en quiebra situada a las afueras de Maputo. Poco a poco fue transformándola en lo que hoy llama Bananalandia. Con 1.400 hectáreas, es la mayor plantación de plátanos de todo Mozambique y una de las empresas del país que genera más empleo, con 2.800 trabajadores contratados todo el año. En el ínterin, la explotación ha contribuido a transformar Mozambique de importador a exportador de plátanos. Conforme crecía la empresa, Gouws ha asfaltado carreteras, construido una escuela y una clínica, abierto pozos y tendido 55 kilómetros de líneas eléctricas que no solo suministran energía a sus sistemas de riego, sino también a las aldeas circundantes en las que viven sus empleados. Los que tienen el sueldo más modesto cobran un 10 % por encima del salario mínimo; los tractoristas y capataces, más del doble.
Gouws cree en una mezcla de explotaciones grandes y pequeñas, donde pequeños granjeros crían ganado y cultivan parcelas a modo de «red de seguridad» –por si las de mayor envergadura fracasaran– y fuente de orgullo, mientras que las grandes explotaciones como la suya aportan las carreteras, el suministro energético y las infraestructuras que no proporciona el Gobierno. Las grandes explotaciones ofrecen empleo a una parte de la población local; otra parte de los habitantes lo crean por sí mismos. La clave para que las explotaciones corporativas se ganen el favor de las comunidades autóctonas, afirma, es bien sencilla: cumplir lo que prometen.
«Yo puse esta línea eléctrica hasta la aldea –dice Gouws, mientras seguimos un cable por la pista de tierra roja que conduce a un grupo de cabañas entre campos de plátanos–. No me lo pidieron ni era mi obligación, pero en algún momento, y no quiero ponerme demasiado filosófico, todos queremos hacer del mundo un lugar mejor, ¿no? No todo va a ser ganar dinero.»
Pero que nadie se llame a engaño: si África se ha convertido en el escenario de una carrera por obtener tierras, ha sido en nombre del dinero, no de la noble intención de dar de comer al mundo. Recientemente una convención internacional de inversores agrícolas reunió en Nueva York a 800 líderes financieros que gestionan más de 2.000 millones de euros en inversiones: colosales fondos de pensiones, compañías aseguradoras, fondos de alto riesgo, fondos de capital privado y fondos soberanos, que actualmente tienen alrededor del 5 % de sus activos combinados asignado a inversiones agrícolas. Se prevé que esta cifra se triplique en la próxima década. Semejante inyección privada de capital, tecnologías e infraestructuras es justamente lo que necesita la agricultura del mundo, según los expertos de la FAO, que calculan que habremos de invertir 83.000 millones de dólares al año en la agricultura de los países en vías de desarrollo para poder alimentar a los 2.000 millones más de personas que habrá en la Tierra en 2050.
La clave es manejar esa inversión para que los beneficios sean universales. «Si lo lográsemos, sería una victoria por partida triple –dice Darry Vhugen, abogado de la ONG Landesa–. Se benefician los inversores, las comunidades locales y los países, porque se generan empleos, infraestructuras y seguridad alimentaria.»
En una larga carretera que se interna en el corazón del proyecto ProSavana, hago un alto frente a una cabaña de adobe para conversar con Costa Ernesto, un agricultor de 35 años, y su mujer, Cecilia Luis. No han oído hablar de ProSavana. Ellos simplemente hacen lo posible por dar de comer a su familia trabajando una hectárea de maíz y vendiendo varas de bambú para techumbres de paja. Tienen cinco hijos, de entre seis meses y once años. La mayor, Esvalta, muele maíz con una mano de mortero más alta que ella, como antes han hecho su madre, su abuela y su bisabuela. Mi guía, que lleva 20 años trabajando en el ámbito del desarrollo agrario, dice que los niños y sus padres parecen desnutridos. Pregunto a Ernesto si ese año han cosechado maíz suficiente. «Sí», contesta con orgullo. Insisto, y Cecilia añade: «Cuando ganamos a las malas hierbas, producimos para el año entero».
Otros dos hombres se suman a la conversación. Les pregunto si renunciarían a sus pequeñas parcelas de tierra a cambio de un empleo en una finca grande. A la vista de sus ropas harapientas, sus vientres abultados, sus viviendas húmedas, su evidente pobreza, la pregunta parece injusta. Sí, afirman, sin la más mínima duda.
«Rezo para que suceda algo así –dice el mayor de los tres–. Porque de verdad necesito trabajo.»
Está por ver si los futuros agricultores de Mozambique se parecerán más a los productores industriales de Iowa o a los pequeños pero productivos arroceros de Vietnam. Pero en algo hay unanimidad: la situación actual es intolerable.
NATIONAL GEOGRAPHIC
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
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