Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., la revista National Geographic, nos entrega un amplio reportaje sobre los Tuareg, tribus que habitan en el norte del Desierto del Sáhara; dadas las condiciones muy desfavorables para ellos con las tremendas sequías que diezman sus ganados, y las guerras intestinas entre ellos y la rebelión contra los gobiernos que los han olvidado por completo; además, los camellos ahora son reemplazados por los camiones que ha originado que muchos emigren a la ciudadas, están extinguiendo estos pueblos nómades del desierto.
NATIONAL GEOGRAPHIC.- narra: "Los rebeldes, todos ellos de la etnia tuareg, descienden de
los indómitos nómadas que durante siglos controlaron el lucrativo
comercio caravanero de oro, especias y esclavos, cuyas rutas
atravesaban esta desolada región del norte de África. Luchando bajo la bandera del Movimiento de los Nigerinos por la Justicia (MNJ) y apoyados en parte por el dirigente libio Muammar al-Gadafi,
capturaron a 72 soldados del Gobierno en Tazerzaït, y una vez más
exigieron al Estado que compartiese los ingresos de otra fuente de
riqueza: el uranio extraído en tierras de los tuareg. En un gesto de
buena voluntad liberaron a todos los prisioneros, excepto a uno. «Es un criminal de guerra», dice el comandante.
Según avanzamos, el comandante explica que los tuareg de la zona
construyeron el colegio en Tazerzaït porque está cerca de un pozo
situado en el centro de las dispersas áreas de pasto de la región,
permitiendo así a las familias visitar a sus hijos mientras se movían
con los rebaños.
«Mi padre sólo sabía vivir en el desierto –dice el comandante–. Sabía
conducir la caravana de sal a Bilma, encontrar pasto en el desierto,
cazar antílopes en los cañones y carneros en las montañas. Y eso es
cuanto sé yo también, pero la vida del desierto está llegando a su fin.
Nuestros hijos tienen que ir al colegio.»......................."
Los tuaregs8 o imuhars son un pueblo bereber (o amazigh) de tradición nómada del desierto del Sáhara. Su población se extiende por cinco países africanos: Argelia, Libia, Níger, Malí y Burkina Faso.
Cuando se desplazan, cubren tanto sus necesidades como las de sus
animales, debido a que viven en unidades familiares extensas que llevan
grandes rebaños a su cargo. Tienen su propia escritura, el tifinagh y su propio idioma, el tamashek.
El desarrollo de los medios de transporte modernos en el Sáhara desde
la segunda mitad del siglo XX ha provocado el declive de la actividad
comercial de las caravanas tuaregs y la sedentarización de parte de su
población en las grandes ciudades del sur del desierto y del Sahel.
La marginalización cultural y económica les ha llevado a
emprender una lucha política y armada desde los años 1960 y 1990,
particularmente en Malí y Níger. En enero de 2012, los tuaregs de Malí iniciaron una nueva rebelión y en abril proclamaron la independencia del Estado de Azawad, en el norte Mali (que incluye las ciudades de Tombuctú, Kidal y Gao,
declarada la capital), que hasta ahora no ha sido reconocido por ningún
país ni organismo internacional, y que está sufriendo un proceso de islamización de la mano de grupos radicales cuyo objetivo final es implantar la sharia.9
https://es.wikipedia.org/wiki/TuaregWUKIPEDIA.
https://www.nationalgeographic.com.es/mundo-ng/grandes-reportajes/los-tuareg-principes-del-desierto-del-sahara_4845
Altivos e irreductibles, los tuareg luchan por sobrevivir en los convulsos territorios del norte de África. Imágenes de una cultura en transición firmadas por el fotógrafo Brent Stirton.
El viento vespertino agita la túnica de un tuareg que camina por Tassili-n-Ajjer, en el sudeste de Argelia.
Foto: Brent Stirton
Azul añil
Con las manos manchadas por el tinte
añil de sus ropas nuevas, unas tuareg celebran un nacimiento. Estas
mujeres no suelen cubrirse el rostro. Los hombres sí lo hacen, ataviados
con turbantes.
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Foto: Brent Stirton
Rebelión en el desierto
Combatientes tuareg observan una
escuela que ha resultado dañada en la batalla, en el norte de Níger. En
los últimos años los tuareg de Níger y Mali se han rebelado, afirmando
que sus Gobiernos los gravan con impuestos pero apenas invierten en sus
regiones empobrecidas.
Foto: Brent Stirton
El uranio de la discordia
Poco después del amanecer, los
rebeldes tuareg del Movimiento de los Nigerinos por la Justicia toman
posiciones durante unas maniobras cerca de su base del macizo del Aïr.
Los tuareg han protagonizado dos rebeliones contra el Gobierno de Níger,
la última de ellas en relación con la explotación de las minas de
uranio ubicadas en sus tierras.
Foto: Brent Stirton
Los mercaderes de la sal
Las caravanas de camellos que antaño
cruzaban el Sahara desaparecen con rapidez ante la llegada de los
camiones. Los tuareg que se dirigen a Timbuctú con sal de Taoudenni
(arriba) temen por el futuro de la tradición. «Nuestros hijos no
muestran interés», dicen.
Foto: Brent Stirton
Nómadas del desierto
Al final de la estación lluviosa, los
nómadas tuareg del noroeste de Níger, con sus tiendas a lomos de asnos,
trasladan su bien alimentado ganado hacia las áreas de pasto
invernales.
Foto: Brent Stirton
Un mundo de arena
Un niño tuareg mantiene a los burros alejados del pozo.
Foto: Brent Stirton
La llegada de la estación seca
La estación húmeda llega a su fin. A
Moussa (en el fondo de la imagen) le esperan meses duros, durante los
que deberá procurar pasto suficiente para sus rebaños con que sobrevivir
hasta que la lluvia regrese. «El agua es vida», dice, recitando un
proverbio tuareg.
Foto: Brent Stirton
El fin de un modo de vida
Las mujeres preparan la cena al pie
de la jaima. Con los rebaños diezmados por las sequías, muchos tuareg
nómadas se han marchado a las ciudades para trabajar como herreros,
guarnicioneros y guías turísticos.
Foto: Brent Stirton
Aumenta la tribu
Unas mujeres tuareg se reunen en
torno a unos cuencos de macarrones durante la ceremonia para elegir
nombre a un recién nacido. Las familiares de más edad de la madre
proponen tres posibles nombres, y a cada uno de ellos le asignan un
palito. La madre escoge uno de los tres palitos y, con ello, el nombre
del hijo.
Foto: Brent Stirton
Un pasado todavía presente
Unos simpatizantes hacen campaña en
favor de un candidato tuareg en Agadez antes de las elecciones de 2009
en Níger. La historia ensombrece la política, pues la minoría tuareg se
enfrenta al rencor de los grupos étnicos a los que esclavizó en el
pasado.
Foto: Brent Stirton
Los ojos del desierto
Rebeldes tuareg se cruzan en el
camino con un nómada de su misma etnia. Le obsequian con té y azúcar y
le preguntan qué ha visto. «Para saber lo que pasa por aquí, hay que
hablar con un tuareg –explica el cabecilla rebelde–. Somos los ojos de
este desierto.»
La tarde llega a su fin. Es la estación seca y el termómetro por fin ha bajado de los 40°C. Las dunas de color beige que se extienden hacia el norte empiezan a adquirir un tono rosado, y las sombras de las cumbres escarpadas del sudoeste se alargan sobre el fondo del valle. En este valle solitario llamado Tazerzaït, donde el macizo del Aïr se funde con los océanos de arena del Sáhara, los hombres del comandante se cobraron la mayor victoria en los dos años de rebelión contra el Gobierno de este país.
Los rebeldes, todos ellos de la etnia tuareg, descienden de los indómitos nómadas que durante siglos controlaron el lucrativo comercio caravanero de oro, especias y esclavos, cuyas rutas atravesaban esta desolada región del norte de África. Luchando bajo la bandera del Movimiento de los Nigerinos por la Justicia (MNJ) y apoyados en parte por el dirigente libio Muammar al-Gadafi, capturaron a 72 soldados del Gobierno en Tazerzaït, y una vez más exigieron al Estado que compartiese los ingresos de otra fuente de riqueza: el uranio extraído en tierras de los tuareg. En un gesto de buena voluntad liberaron a todos los prisioneros, excepto a uno. «Es un criminal de guerra», dice el comandante.
Según avanzamos, el comandante explica que los tuareg de la zona construyeron el colegio en Tazerzaït porque está cerca de un pozo situado en el centro de las dispersas áreas de pasto de la región, permitiendo así a las familias visitar a sus hijos mientras se movían con los rebaños.
«Mi padre sólo sabía vivir en el desierto –dice el comandante–. Sabía conducir la caravana de sal a Bilma, encontrar pasto en el desierto, cazar antílopes en los cañones y carneros en las montañas. Y eso es cuanto sé yo también, pero la vida del desierto está llegando a su fin. Nuestros hijos tienen que ir al colegio.»
Llegamos a la cima de un pequeño risco en el que se yerguen tres aulas de adobe, los muros acribillados de balazos y sin tejado. Las pizarras están llenas de grafitis, legado de los soldados nigerinos: obscenidades en francés y caricaturas de los tuareg practicando el bestialismo. Cuatro rebeldes con Kaláshnikov han bajado al supuesto criminal de guerra desde la cueva de montaña donde lo tienen cautivo. Su mirada pasa con rapidez de un hombre a otro. Lleva recortadas las mangas de la camisa de camuflaje y desatadas las botas de campaña. Afirma tener 27 años pero parece mucho más joven.
«Aquí hay enterrados tres viejos. Cuando el ejército atacó –señala hacia una de las tumbas–, este hombre, que era ciego, se negó a huir. Estos dos no quisieron abandonarlo.» Los soldados acusaron a los ancianos de colaborar en el minado de la zona. «Esa misma noche los torturaron. Nosotros estábamos escondidos en las montañas, justo ahí. Podíamos oír los gritos de los viejos. Éste –indica la tumba central– es mi padre.»
Ya en el siglo XX, los tuareg fueron el último pueblo del África occidental en dejarse pacificar por los franceses, y sus tierras se incorporaron a Níger, Mali, Argelia y Libia. En general estos Gobiernos se desentendieron de las díscolas minorías tuareg y dejaron que vagasen por el desierto con sus rebaños de camellos y cabras. Pero en las últimas décadas, conforme se reducían las precipitaciones de las estaciones húmedas, las familias tuareg empezaron a tener problemas para mantener su ganado. «Para un tuareg los animales lo son todo –me explicó en una ocasión un anciano nómada–. Nos dan leche, carne y pieles, y podemos cambiarlos en trueque. Si mueren los animales, muere el tuareg.»
Con los rebaños en regresión, muchos tuareg de Níger empezaron a preguntar por qué el Estado no compartía con ellos la riqueza derivada de las reservas de uranio que durante décadas se había extraído en sus tierras de pasto. En los años noventa una milicia tuareg (muchos de cuyos integrantes habían sido adiestrados y armados por Gadafi) se enfrentó al ejército nigerino por este tema. Se firmó un tratado de paz, pero apenas cambió nada. En 2007 el Gobierno negoció con Francia una serie de contratos que harían de Níger el segundo productor mundial de uranio. Otros convenios permitieron a empresas foráneas prospectar el desierto en busca de otros recursos. Con el país sumido en la pobreza y el Gobierno enrocado en la negativa a hacer inversiones significativas en las áreas de dominio tuareg, los nómadas volvieron a rebelarse. Mientras, el narcotráfico y una rama norteafricana de Al-Qaeda se establecieron en la región, y el Gobierno nigerino acusó a los tuareg de tener que ver con ellos.
Los rebeldes acampan para hacer noche en un mar de dunas a pocos kilómetros de la escuela, ocultando las camionetas destartaladas bajo las copas de las acacias. Varios hombres se lavan las manos y la cara con el agua de las teteras y se arrodillan hacia La Meca para la oración vespertina. Luego se reúnen en grupos, cada uno al pie de una pequeña duna y con una modesta fogata.
Unos cuantos rebeldes aguardan a que llegue la noche para desenrollarse el turbante. Por tradición, los hombres tuareg, no así las mujeres, se cubren el rostro. Las capas de tela no sólo los protegen del sol y del viento, sino que también ocultan sus emociones. Ahora, los rostros animados asoman a la luz de la lumbre, revelando barbas y sonrisas. Algunos tienen los pómulos manchados por el tinte añil del turbante, un signo ancestral que indujo a los primeros visitantes a llamar a los tuareg los «hombres azules».
El que ejerce de médico entre los rebeldes me invita a su grupo. Bromean y encienden cigarrillos mientras cuecen macarrones y preparan té. Muchos de ellos apenas parecen tener edad suficiente para haberse sometido a la ceremonia tradicional que marca el fin de la adolescencia, en la que sus tíos los declaran preparados para ser hombres y les enrollan su primer turbante.
Junto al fuego aprecio que el sanitario y otro hombre tienen los rasgos étnicos comunes del África interior: piel oscura, cabello lanudo, nariz ancha. Otros dos son de tez olivácea, pelo negro y liso y nariz aguileña mediterránea. Los otros tres son una mezcla de todos los rasgos. Con independencia del color de piel, muchos tienen los ojos azul topacio. Esta caja de sorpresas genética apunta a uno de los enigmas de los tuareg, que siempre se han considerado un pueblo aparte, lo que no impidió que durante siglos esclavizasen a miembros de otras tribus y se casasen con ellos. El resultado es un grupo étnico con un idioma común, el tamashek, emparentado con las lenguas bereberes de Argelia y Marruecos.
Hama, un joven larguirucho, nunca ha ido a la escuela. Se crió en una aldea del Aïr y hacía la caravana anual de camellos con su padre. Señala las estrellas más brillantes y describe cómo orientarse con ellas rumbo al oasis de Bilma, en el desierto oriental, donde trocaban ajos y cebollas por sal. «Treinta días a pie», dice, y añade que la primera vez hizo el camino descalzo.
Pregunto quién es el más joven, y el sanitario señala a un muchacho tímido llamado Bachir. Casi en un murmullo, Bachir dice que cree tener unos 17 años, pero no está seguro. Un día que cuidaba los animales de la familia en las montañas pasó un convoy rebelde y les preguntó si podía ir con ellos. Tras insistirle un poco, Bachir relata la historia de cuando iba en el remolque de una camioneta que pisó una mina. Dos hombres murieron en el acto, ocho quedaron malheridos, pero Bachir salió despedido a 30 metros y aterrizó en lo alto de una acacia. «Fue como si me durmiese y al despertar apareciese en las ramas, todo estaba silencioso», dice en voz baja.
Los rebeldes buscaban su cadáver entre los hierros humeantes cuando apareció caminando. «No traía ni un rasguño –cuenta el sanitario–. Este chico está tocado por la mano de Alá.» Los otros hombres chasquean la lengua, el signo de los tuareg para expresar que están de acuerdo.
Pregunto a Bachir qué piensa hacer tras la rebelión, y responde que le gustaría ser militar. «¿Del ejército de Níger?», inquiero. Al término de la última rebelión tuareg, en 1995, muchos ex rebeldes se incorporaron al ejército como indicaba el acuerdo de paz. «¿Te unirías a los que mataron a tus amigos y casi te matan a ti?» Él hace un gesto de indiferencia: «Me parece que sería un buen trabajo». Algunos chasquean la lengua.
Después de cenar me traen al prisionero y me permiten hablar con él a solas. Pertenece a los fulani, una de las etnias que antaño los tuareg atacaban para obtener esclavos. Se identifica como Abdul Aziz, teniente del ejército de Níger. Reconoce haber pegado un tiro en una pierna a uno de los ancianos. «Hice mal», dice. Sus superiores estaban furiosos porque dos de sus vehículos habían pisado minas rebeldes; tenían varios muertos y heridos. Para evacuar a los heridos, el ejército tendría que pasar de nuevo por el campo de minas, y estaban convencidos de que los ancianos sabían dónde estaban los dispositivos.
«Los oficiales dijeron a los viejos que hablasen, pero dos se negaron. El que se llevó el tiro sí hablaba, pero no contaba nada útil. Estaba anocheciendo. Entonces me marché –dice el prisionero–. Juro por el Corán que yo no maté a ninguno.»
Cuando lo capturaron junto a los otros soldados, sus superiores le hicieron pagar el pato. Los captores tuareg jamás le habían pegado, y hasta le habían dejado recibir una carta de sus padres por medio de la Cruz Roja al término del Ramadán. «Somos todos nigerinos –dice–. Todo es culpa de Satán, que encizaña a la gente.»
Conforme avanza la noche, los rebeldes de más edad se congregan en torno a la fogata del comandante. Los hombres se echan en unas colchas y se pasan tabaco y té hirviente y azucarado. El aire es fresco y las dunas resplandecen bajo la luna. Uno saca una guitarra. «¿Conoce a los Tinariwen?», pregunta el guitarrista, refiriéndose a un grupo musical tuareg cuyos fundadores se entrenaron juntos en campamentos militares libios durante los años ochenta.
Algunos de los presentes se habían adiestrado en campamentos libios. Siendo adolescentes habían oído arengas radiadas en las que Gadafi simpatizaba con la causa tuareg y los exhortaba a ir a Libia, donde él los ayudaría a luchar por sus derechos. Pero al poco de entrar en uno de sus campamentos de entrenamiento comprendieron que el dictador libio los estaba utilizando. A algunos los envió a luchar en Líbano; otros entraron en combate cuando Libia invadió Chad. «Nosotros también utilizamos a Gadafi», dice un rebelde, recordando que los tuareg de Mali y Níger escamotearon armas de los campamentos para combatir, de regreso en sus países, a sus respectivos Gobiernos. En los últimos años Gadafi ha enviado millones de euros a los dirigentes de Mali y Níger al mismo tiempo que ofrecía apoyo a los grupos tuareg que luchaban contra ellos. «Precisamente ahora nuestro jefe está en Trípoli», dice el comandante, refiriéndose a Aghali Alambo, el presidente del MNJ.
Pregunto al comandante sobre las acusaciones del Gobierno de que todos los rebeldes son aliados de Al-Qaeda y se dedican al narcotráfico. Él señala hacia el desastrado pelotón. «¿Tenemos pinta de contrabandistas adinerados?» Los otros hombres chasquean la lengua.
Continúa la música, se sirve más té y se cuentan historias. Uno de los rebeldes revela en voz baja que los hombres recelan de su líder, Alambo. «Se rumorea que tiene una mansión en Trípoli –dice–. Nosotros tenemos buenos vehículos y armas de sobra. Queremos luchar, pero cada vez que planeamos un ataque, Alambo dice que no. Nadie entiende a qué espera.»
Al día siguiente debo ir a las montañas para encontrarme con otro grupo de rebeldes tuareg. «Ya verá –dice el hombre–. Los tuareg de allí van a hablarle mal de nosotros: que si no combatimos, que si vamos a venderlos, que si nuestros jefes son unos corruptos. –Suspira–. Siempre hay discordia entre los tuareg. Es nuestra maldición.»
Unas semanas después de irme del Aïr, el comandante liberó al prisionero. En los meses siguientes los rebeldes y el Gobierno anunciaron un alto el fuego, y poco después el ejército de Níger derrocó al presidente del país, Mamadou Tandja, y celebró elecciones libres. El pasado febrero, cuando las protestas por la democracia arreciaban en Trípoli, Gadafi envió ofertas de reclutamiento a Níger y Mali (se dice que hasta de mil dólares al día) a cualquier tuareg dispuesto a viajar a Libia y defender el régimen. Las fuentes tuareg de Níger revelan que algunos ex integrantes del MNJ han aceptado la oferta.
Al enterarme de esta noticia, recordé una de mis últimas conversaciones con el comandante. Me había llevado a un punto del desierto en el límite de su territorio. Me obsequió con un poco de queso seco de oveja y me dijo que si el mundo quería poner coto a las crecientes amenazas de Al-Qaeda y el narcotráfico en el Sáhara, tenía que contar con los tuareg. «El desierto no tiene secretos para los tuareg –dijo–. Aquí combatimos como nadie.» Sí, contesté, pero a la vista de la historia tuareg, cuajada de traiciones y luchas intestinas, ¿podría Occidente confiar en ellos? Me respondió con un chasquido de lengua. No pude ver su expresión porque el turbante le cubría por completo el rostro.
Brent Stirton
Con el rostro oculto detrás de un turbante oscuro, el comandante rebelde
avanza al frente de sus hombres sobre la arena suave, ennegrecida en
algunos puntos por las explosiones de mortero y sembrada de la metralla
que dejaron los combates aquí librados, en un campo de fútbol infantil.
A cada paso que damos pisamos un casquillo de rifle. «Pisen donde yo piso», advierte, recordándonos que el ejército de Níger ha minado el terreno
que en otro tiempo fue una escuela para los tuareg. Sus hombres han
retirado algunos artefactos; otros siguen perdidos en las arenas
cambiantes. «Quizás estén enterrados a tal profundidad que no exploten si los pisan.»La tarde llega a su fin. Es la estación seca y el termómetro por fin ha bajado de los 40°C. Las dunas de color beige que se extienden hacia el norte empiezan a adquirir un tono rosado, y las sombras de las cumbres escarpadas del sudoeste se alargan sobre el fondo del valle. En este valle solitario llamado Tazerzaït, donde el macizo del Aïr se funde con los océanos de arena del Sáhara, los hombres del comandante se cobraron la mayor victoria en los dos años de rebelión contra el Gobierno de este país.
Los rebeldes, todos ellos de la etnia tuareg, descienden de los indómitos nómadas que durante siglos controlaron el lucrativo comercio caravanero de oro, especias y esclavos, cuyas rutas atravesaban esta desolada región del norte de África. Luchando bajo la bandera del Movimiento de los Nigerinos por la Justicia (MNJ) y apoyados en parte por el dirigente libio Muammar al-Gadafi, capturaron a 72 soldados del Gobierno en Tazerzaït, y una vez más exigieron al Estado que compartiese los ingresos de otra fuente de riqueza: el uranio extraído en tierras de los tuareg. En un gesto de buena voluntad liberaron a todos los prisioneros, excepto a uno. «Es un criminal de guerra», dice el comandante.
Según avanzamos, el comandante explica que los tuareg de la zona construyeron el colegio en Tazerzaït porque está cerca de un pozo situado en el centro de las dispersas áreas de pasto de la región, permitiendo así a las familias visitar a sus hijos mientras se movían con los rebaños.
«Mi padre sólo sabía vivir en el desierto –dice el comandante–. Sabía conducir la caravana de sal a Bilma, encontrar pasto en el desierto, cazar antílopes en los cañones y carneros en las montañas. Y eso es cuanto sé yo también, pero la vida del desierto está llegando a su fin. Nuestros hijos tienen que ir al colegio.»
Llegamos a la cima de un pequeño risco en el que se yerguen tres aulas de adobe, los muros acribillados de balazos y sin tejado. Las pizarras están llenas de grafitis, legado de los soldados nigerinos: obscenidades en francés y caricaturas de los tuareg practicando el bestialismo. Cuatro rebeldes con Kaláshnikov han bajado al supuesto criminal de guerra desde la cueva de montaña donde lo tienen cautivo. Su mirada pasa con rapidez de un hombre a otro. Lleva recortadas las mangas de la camisa de camuflaje y desatadas las botas de campaña. Afirma tener 27 años pero parece mucho más joven.
"Gastan el dinero comprando helicópteros para combatirnos, pero no nos construyen escuelas ni pozos"Se está haciendo tarde, y a los rebeldes no les gusta seguir al descubierto. Tras su derrota en tierra, el ejército de Níger adquirió helicópteros, y hace poco sorprendieron a los rebeldes con un ataque aéreo que se saldó con varias bajas. Los hombres otean el horizonte, y de vez en cuando guardan silencio para comprobar si se oye el ruido de unas aspas rotando en el aire. «Gastan el dinero comprando helicópteros para combatirnos, pero no nos construyen escuelas ni pozos», dice el comandante mientras nos conduce hacia lo que queda del recinto escolar. El prisionero nos sigue a la zaga. El comandante se detiene ante unas piedras que, dispuestas sobre la arena fina, identifican tres tumbas.
«Aquí hay enterrados tres viejos. Cuando el ejército atacó –señala hacia una de las tumbas–, este hombre, que era ciego, se negó a huir. Estos dos no quisieron abandonarlo.» Los soldados acusaron a los ancianos de colaborar en el minado de la zona. «Esa misma noche los torturaron. Nosotros estábamos escondidos en las montañas, justo ahí. Podíamos oír los gritos de los viejos. Éste –indica la tumba central– es mi padre.»
"Besa la mano que no puedas cortar"Para llegar a este remoto rincón del mayor desierto de la Tierra hay que atravesar un vasto y primigenio paisaje. Extensas salinas que, para cruzarlas, se necesita casi un día de marcha; campos de dunas que ascienden y descienden como mares violentos, y gigantescos afloramientos de obsidiana y mármol cristalino que quiebran la arena como si fueran criaturas marinas extintas. Incontables generaciones de guerreros tuareg dominaron este reino, exigiendo tributo a los mercaderes que recorrían las rutas caravaneras y saqueando a las tribus sedentarias de las orillas del Níger para procurarse animales y esclavos. Guiados por el proverbio «Besa la mano que no puedas cortar», los tuareg se ganaron fama de brutales y traicioneros: muchas veces atracaban las mismas caravanas a las que habían cobrado por proteger y arremetían por sorpresa contra sus aliados.
Ya en el siglo XX, los tuareg fueron el último pueblo del África occidental en dejarse pacificar por los franceses, y sus tierras se incorporaron a Níger, Mali, Argelia y Libia. En general estos Gobiernos se desentendieron de las díscolas minorías tuareg y dejaron que vagasen por el desierto con sus rebaños de camellos y cabras. Pero en las últimas décadas, conforme se reducían las precipitaciones de las estaciones húmedas, las familias tuareg empezaron a tener problemas para mantener su ganado. «Para un tuareg los animales lo son todo –me explicó en una ocasión un anciano nómada–. Nos dan leche, carne y pieles, y podemos cambiarlos en trueque. Si mueren los animales, muere el tuareg.»
Con los rebaños en regresión, muchos tuareg de Níger empezaron a preguntar por qué el Estado no compartía con ellos la riqueza derivada de las reservas de uranio que durante décadas se había extraído en sus tierras de pasto. En los años noventa una milicia tuareg (muchos de cuyos integrantes habían sido adiestrados y armados por Gadafi) se enfrentó al ejército nigerino por este tema. Se firmó un tratado de paz, pero apenas cambió nada. En 2007 el Gobierno negoció con Francia una serie de contratos que harían de Níger el segundo productor mundial de uranio. Otros convenios permitieron a empresas foráneas prospectar el desierto en busca de otros recursos. Con el país sumido en la pobreza y el Gobierno enrocado en la negativa a hacer inversiones significativas en las áreas de dominio tuareg, los nómadas volvieron a rebelarse. Mientras, el narcotráfico y una rama norteafricana de Al-Qaeda se establecieron en la región, y el Gobierno nigerino acusó a los tuareg de tener que ver con ellos.
Los rebeldes acampan para hacer noche en un mar de dunas a pocos kilómetros de la escuela, ocultando las camionetas destartaladas bajo las copas de las acacias. Varios hombres se lavan las manos y la cara con el agua de las teteras y se arrodillan hacia La Meca para la oración vespertina. Luego se reúnen en grupos, cada uno al pie de una pequeña duna y con una modesta fogata.
Unos cuantos rebeldes aguardan a que llegue la noche para desenrollarse el turbante. Por tradición, los hombres tuareg, no así las mujeres, se cubren el rostro. Las capas de tela no sólo los protegen del sol y del viento, sino que también ocultan sus emociones. Ahora, los rostros animados asoman a la luz de la lumbre, revelando barbas y sonrisas. Algunos tienen los pómulos manchados por el tinte añil del turbante, un signo ancestral que indujo a los primeros visitantes a llamar a los tuareg los «hombres azules».
El que ejerce de médico entre los rebeldes me invita a su grupo. Bromean y encienden cigarrillos mientras cuecen macarrones y preparan té. Muchos de ellos apenas parecen tener edad suficiente para haberse sometido a la ceremonia tradicional que marca el fin de la adolescencia, en la que sus tíos los declaran preparados para ser hombres y les enrollan su primer turbante.
Junto al fuego aprecio que el sanitario y otro hombre tienen los rasgos étnicos comunes del África interior: piel oscura, cabello lanudo, nariz ancha. Otros dos son de tez olivácea, pelo negro y liso y nariz aguileña mediterránea. Los otros tres son una mezcla de todos los rasgos. Con independencia del color de piel, muchos tienen los ojos azul topacio. Esta caja de sorpresas genética apunta a uno de los enigmas de los tuareg, que siempre se han considerado un pueblo aparte, lo que no impidió que durante siglos esclavizasen a miembros de otras tribus y se casasen con ellos. El resultado es un grupo étnico con un idioma común, el tamashek, emparentado con las lenguas bereberes de Argelia y Marruecos.
Por tradición, los hombres tuareg, no así las mujeres, se cubren el rostro. Las capas de tela no sólo los protegen del sol y del viento, sino que también ocultan sus emocionesTodos nos apiñamos en torno a un cuenco comunitario y compartimos las cucharas para comer macarrones salados aderezados con finas hierbas del desierto. Comen con avidez pero tienen cuidado de no excederse de su ración. Entre bocado y bocado, el sanitario me cuenta que antes de la rebelión era ayudante de un médico. El ojo izquierdo, un globo inexpresivo y lechoso, es una secuela de su primera batalla. A su lado está sentado el artillero del grupo. Dice que abandonó los estudios de ingeniería en una universidad de Nigeria para unirse a los rebeldes. «No podía estudiar mientras mis hermanos tuareg estaban combatiendo», me explica.
Hama, un joven larguirucho, nunca ha ido a la escuela. Se crió en una aldea del Aïr y hacía la caravana anual de camellos con su padre. Señala las estrellas más brillantes y describe cómo orientarse con ellas rumbo al oasis de Bilma, en el desierto oriental, donde trocaban ajos y cebollas por sal. «Treinta días a pie», dice, y añade que la primera vez hizo el camino descalzo.
Pregunto quién es el más joven, y el sanitario señala a un muchacho tímido llamado Bachir. Casi en un murmullo, Bachir dice que cree tener unos 17 años, pero no está seguro. Un día que cuidaba los animales de la familia en las montañas pasó un convoy rebelde y les preguntó si podía ir con ellos. Tras insistirle un poco, Bachir relata la historia de cuando iba en el remolque de una camioneta que pisó una mina. Dos hombres murieron en el acto, ocho quedaron malheridos, pero Bachir salió despedido a 30 metros y aterrizó en lo alto de una acacia. «Fue como si me durmiese y al despertar apareciese en las ramas, todo estaba silencioso», dice en voz baja.
Los rebeldes buscaban su cadáver entre los hierros humeantes cuando apareció caminando. «No traía ni un rasguño –cuenta el sanitario–. Este chico está tocado por la mano de Alá.» Los otros hombres chasquean la lengua, el signo de los tuareg para expresar que están de acuerdo.
Pregunto a Bachir qué piensa hacer tras la rebelión, y responde que le gustaría ser militar. «¿Del ejército de Níger?», inquiero. Al término de la última rebelión tuareg, en 1995, muchos ex rebeldes se incorporaron al ejército como indicaba el acuerdo de paz. «¿Te unirías a los que mataron a tus amigos y casi te matan a ti?» Él hace un gesto de indiferencia: «Me parece que sería un buen trabajo». Algunos chasquean la lengua.
Después de cenar me traen al prisionero y me permiten hablar con él a solas. Pertenece a los fulani, una de las etnias que antaño los tuareg atacaban para obtener esclavos. Se identifica como Abdul Aziz, teniente del ejército de Níger. Reconoce haber pegado un tiro en una pierna a uno de los ancianos. «Hice mal», dice. Sus superiores estaban furiosos porque dos de sus vehículos habían pisado minas rebeldes; tenían varios muertos y heridos. Para evacuar a los heridos, el ejército tendría que pasar de nuevo por el campo de minas, y estaban convencidos de que los ancianos sabían dónde estaban los dispositivos.
«Los oficiales dijeron a los viejos que hablasen, pero dos se negaron. El que se llevó el tiro sí hablaba, pero no contaba nada útil. Estaba anocheciendo. Entonces me marché –dice el prisionero–. Juro por el Corán que yo no maté a ninguno.»
Cuando lo capturaron junto a los otros soldados, sus superiores le hicieron pagar el pato. Los captores tuareg jamás le habían pegado, y hasta le habían dejado recibir una carta de sus padres por medio de la Cruz Roja al término del Ramadán. «Somos todos nigerinos –dice–. Todo es culpa de Satán, que encizaña a la gente.»
Conforme avanza la noche, los rebeldes de más edad se congregan en torno a la fogata del comandante. Los hombres se echan en unas colchas y se pasan tabaco y té hirviente y azucarado. El aire es fresco y las dunas resplandecen bajo la luna. Uno saca una guitarra. «¿Conoce a los Tinariwen?», pregunta el guitarrista, refiriéndose a un grupo musical tuareg cuyos fundadores se entrenaron juntos en campamentos militares libios durante los años ochenta.
Algunos de los presentes se habían adiestrado en campamentos libios. Siendo adolescentes habían oído arengas radiadas en las que Gadafi simpatizaba con la causa tuareg y los exhortaba a ir a Libia, donde él los ayudaría a luchar por sus derechos. Pero al poco de entrar en uno de sus campamentos de entrenamiento comprendieron que el dictador libio los estaba utilizando. A algunos los envió a luchar en Líbano; otros entraron en combate cuando Libia invadió Chad. «Nosotros también utilizamos a Gadafi», dice un rebelde, recordando que los tuareg de Mali y Níger escamotearon armas de los campamentos para combatir, de regreso en sus países, a sus respectivos Gobiernos. En los últimos años Gadafi ha enviado millones de euros a los dirigentes de Mali y Níger al mismo tiempo que ofrecía apoyo a los grupos tuareg que luchaban contra ellos. «Precisamente ahora nuestro jefe está en Trípoli», dice el comandante, refiriéndose a Aghali Alambo, el presidente del MNJ.
Pregunto al comandante sobre las acusaciones del Gobierno de que todos los rebeldes son aliados de Al-Qaeda y se dedican al narcotráfico. Él señala hacia el desastrado pelotón. «¿Tenemos pinta de contrabandistas adinerados?» Los otros hombres chasquean la lengua.
Continúa la música, se sirve más té y se cuentan historias. Uno de los rebeldes revela en voz baja que los hombres recelan de su líder, Alambo. «Se rumorea que tiene una mansión en Trípoli –dice–. Nosotros tenemos buenos vehículos y armas de sobra. Queremos luchar, pero cada vez que planeamos un ataque, Alambo dice que no. Nadie entiende a qué espera.»
Al día siguiente debo ir a las montañas para encontrarme con otro grupo de rebeldes tuareg. «Ya verá –dice el hombre–. Los tuareg de allí van a hablarle mal de nosotros: que si no combatimos, que si vamos a venderlos, que si nuestros jefes son unos corruptos. –Suspira–. Siempre hay discordia entre los tuareg. Es nuestra maldición.»
Unas semanas después de irme del Aïr, el comandante liberó al prisionero. En los meses siguientes los rebeldes y el Gobierno anunciaron un alto el fuego, y poco después el ejército de Níger derrocó al presidente del país, Mamadou Tandja, y celebró elecciones libres. El pasado febrero, cuando las protestas por la democracia arreciaban en Trípoli, Gadafi envió ofertas de reclutamiento a Níger y Mali (se dice que hasta de mil dólares al día) a cualquier tuareg dispuesto a viajar a Libia y defender el régimen. Las fuentes tuareg de Níger revelan que algunos ex integrantes del MNJ han aceptado la oferta.
Al enterarme de esta noticia, recordé una de mis últimas conversaciones con el comandante. Me había llevado a un punto del desierto en el límite de su territorio. Me obsequió con un poco de queso seco de oveja y me dijo que si el mundo quería poner coto a las crecientes amenazas de Al-Qaeda y el narcotráfico en el Sáhara, tenía que contar con los tuareg. «El desierto no tiene secretos para los tuareg –dijo–. Aquí combatimos como nadie.» Sí, contesté, pero a la vista de la historia tuareg, cuajada de traiciones y luchas intestinas, ¿podría Occidente confiar en ellos? Me respondió con un chasquido de lengua. No pude ver su expresión porque el turbante le cubría por completo el rostro.
NATIONAL GEOGRAPHIC
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
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