Aunque la moral y las leyes las condenaban a una posición subordinada, las mujeres romanas aprovecharon los resquicios legales para obtener derechos y emanciparse de la tutela masculina
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En la antigua Roma, el comportamiento de las mujeres respetables debía ajustarse a un ideal femenino muy preciso: el de la matrona. Su misión era tener hijos e hijas en el marco de un matrimonio controlado y educarlos en los valores tradicionales. Desde la infancia, las niñas eran encaminadas a cumplir ese papel. En la ceremonia de los esponsales (sponsalia) se colocaba a la prometida –aún una niña– un anillo en el dedo, que por eso se llamaba anular, del que se pensaba que partía un nervio que iba al corazón. A partir de ese momento, la niña esperaba el matrimonio como el acontecimiento más importante de su vida. Con él iniciaba su función reproductora y de mantenimiento de los valores nacionales, educando a las hijas y a los hijos en los principios del patriotismo romano.
SOMETIMIENTO LEGAL
La mujer estaba sometida a un orden patriarcal, en el que eran los varones quienes controlaban su sexualidad y capacidad reproductiva. Para ello se aplicaban normas y leyes de gran dureza. Toda relación fuera del matrimonio, incluso si las relaciones las mantenían mujeres solteras o viudas, se consideraba delito y podía ser castigada por el cabeza de familia o paterfamilias sin necesidad de juicio. En el siglo II a.C., Catón afirmaba, no sin satisfacción, que si el marido sorprende a la mujer cometiendo adulterio «puede matarla impunemente», mientras que si es la mujer la que sorprende al marido «no puede tocarlo a él ni siquiera con un dedo», según recogía más tarde Aulo Gelio. Asimismo, aunque una mujer desease ser madre, si el paterfamilias no quería ese hijo podía obligarla a abortar sin que su comportamiento fuera jurídicamente reprochable.
Más allá de su papel de madres, las mujeres sufrían innumerables limitaciones legales. No podían hacer testamento y estaban de por vida sometidas a tutela masculina en todos los negocios jurídicos que realizaban. En algunos casos no heredaban ni podían disponer de sus bienes en favor de sus propios hijos. Igualmente, las mujeres estaban excluidas de la vida política. No se les permitía votar en los comicios donde se elegía a los magistrados, y, por tanto, tenían prohibido el acceso a los llamados «oficios viriles», officia virilia. Esta marginación se mantuvo a lo largo de toda la historia de Roma, como pone de relieve en el siglo III d.C. el jurista Ulpiano: «Las mujeres están apartadas de todas las funciones civiles y públicas, y por ello no pueden ser jueces, ni tener magistratura, ni actuar como abogadas, ni intervenir en representación de alguien ni ser procuradoras».
La subordinación jurídica y política de la mujer se justificaba de diversos modos. El filósofo Séneca, por ejemplo, afirmaba que «los dos sexos contribuyen de igual modo a la vida común pues uno está hecho para obedecer y otro para mandar». También se argüía que la exclusiva dedicación de la mujer a la familia la inhabilitaba para el ejercicio de los oficios públicos. Otros se referían a la inferioridad natural de las mujeres, y más precisamente a su «debilidad de juicio» o levitas animi, conforme al mito de la inconstancia femenina, que tanta trascendencia jurídica y literaria ha tenido a lo largo de la historia posterior. Así se manifiesta en los textos jurídicos: «Los antiguos quisieron que las mujeres, aunque fueran de edad adulta, estuvieran bajo tutela a causa de la ligereza de su espíritu», escribía el jurista Gayo refiriéndose a la Ley de las XII Tablas, el código legal más antiguo de Roma.
Sin embargo, no puede decirse que las mujeres romanas vivieran totalmente resignadas a esta sumisión legal. A lo largo de la historia muchas encontraron resquicios para hacer valer sus intereses e incluso plantearon desafíos abiertos a la supremacía masculina. Así ocurrió a propósito de las severas leyes que regían contra la ostentación de lujo.
LOS RESQUICIOS DEL SISTEMA
El riesgo de corrupción que siempre lleva consigo el manejo del dinero se presentaba como algo especialmente perjudicial para las mujeres. Éstas debían seguir el modelo de Cornelia, la madre de los Gracos, ejemplo de matrona romana, quien despreciaba los adornos y las riquezas y se jactaba de que sus hijos (los héroes de Roma Cayo y Tiberio Graco) eran sus únicas joyas: «Haec ornamenta mea». Pese a este ejemplo, el enriquecimiento general que vivió Roma al acabar la segunda guerra púnica (218-201 a.C.) hizo que las mujeres se mostraran beligerantes con leyes que las alejaban de las riquezas, como la lex Oppia, de 215 a.C., que les prohibía lucir sus joyas («llevar encima más de media onza de oro» ). Ante esta resistencia de las mujeres, Catón respondió con su habitual misoginia: «Lo que realmente quieren es la libertad sin restricciones; o, para decir verdad, el libertinaje. En verdad, si ahora ganan, ¿qué no intentarán?».
En esa misma época, tanto las hijas como los hijos de las familias accedían con mayor facilidad a la administración de su patrimonio. Muchos cabezas de familia habían muerto durante las guerras púnicas y cada vez había más mujeres ricas y dedicadas al comercio. Ello provocó una presencia cada vez mayor de las mujeres en el mundo de los negocios y de la empresa e incluso de la política, como ponen de relieve decenas de carteles electorales en Pompeya firmados por mujeres. Cuando en 169 a.C. se promulgó la lex Voconia, que les impedía ser herederas de los ciudadanos más ricos (los que se inscribían en la primera clase del censo), las mujeres hallaron estrategias legales para burlar esta restricción, con la colaboración de varones que se censaban en clases distintas. Asimismo, las mujeres idearon complejos mecanismos jurídicos para librarse de la tutela masculina, eligiendo para ejercerla a algún familiar o amigo que no interfiriese en sus deseos. Algo que suscitó las críticas de autores conservadores como Cicerón: «Fue voluntad de nuestros antepasados que todas las mujeres, por su debilidad de juicio, estuvieran bajo la potestad de los tutores, mas los jurisconsultos inventaron una especie de tutores que estuvieran sometidos a la potestad de las mujeres».
MUJERES EN EL IMPERIO
Aunque la presencia femenina en la política ya se empezó a hacer visible durante la República, ésta fue en aumento cuando el modelo de familia –cuyos miembros estaban unidos por vínculos de sumisión al paterfamilias– entró en crisis hasta desaparecer definitivamente en el Imperio. La presencia femenina fuera de la domus, la casa, iba en aumento a la par que la vieja idea de familia patriarcal tradicional perdía fuerza. Empezaron a ser frecuentes las familias mixtas: algunas de ellas estaban compuestas por un solo progenitor divorciado o viudo, otras por cónyuges sin hijos, otras eran familias «pluriparentales» que unían hijos de diferentes matrimonios y personas de edades muy diferentes. Esto sin contar las numerosísimas uniones de concubinato ni las familias compuestas por parejas homosexuales.
MILLONARIAS Y POTENTADAS
Poco hicieron para corregir la nueva situación las leyes de Augusto en favor de la natalidad y en defensa de la institución matrimonial, ni la promoción que se hacía de la figura ideal de la matrona, fiel a su marido y madre de muchos hijos. Por otra parte, hay que destacar que las leyes natalistas del fundador del Imperio incorporaban importantes ventajas legales para las mujeres, puesto que declaraban liberadas de la tutela masculina a las mujeres ingenuas (aquéllas nacidas libres que nunca habían caído en la esclavitud) que daban a luz al menos tres niños, así como a las libertas que hubieran tenido al menos cuatro hijos.
Muchas mujeres de la aristocracia gozaron durante el Imperio de una posición económica envidiable. Las mayores fortunas procedían del favor imperial y pertenecían en gran medida a libertos y libertas, a quienes los emperadores prestaban su garantía sin hacer distinción entre varones y mujeres. Del mismo modo, se superó la idea republicana de que el dinero fuera algo sucio o indigno. De ahí que fuera cada vez más habitual que las mujeres aparecieran como titulares de grandes patrimonios y como gestoras de los mismos, e invirtiesen personalmente su capital. Con el Imperio, el estatuto legal de las mujeres también mejoró en otros aspectos. Por ejemplo, bajo los emperadores Severos (193-235 d.C.) a las madres divorciadas se les reconoció el derecho a ejercer la custodia sobre sus hijos, aunque sólo en caso de probada maldad (nequitia) del padre.
VENTAJAS E INCONVENIENTES
Las mujeres también supieron aprovechar algunas ventajas del sistema. Así, algunas se valieron de su condición de viudas para proteger sus derechos. Tal fue el caso de Antonia la Menor, sobrina de Augusto y nuera de la emperatriz Livia, que tras haber cumplido sus deberes con el Estado dando a luz a sus tres hijos –Germánico, Livila y el futuro emperador Claudio–, decidió no volver a casarse, desoyendo los consejos de su imperial tío, con lo que pudo acceder a las ventajas legales de que disfrutaban las viudas. Permaneciendo univira (esposa de un solo varón) y fiel a la memoria de su heroico esposo, Antonia logró la admiración y el respeto de toda Roma, y esquivó las críticas de las que no se libraron ni su madre Octavia ni su suegra Livia por tener hijos de diferentes matrimonios. Pero la mayor de las ventajas de seguir viuda fue que estuvo en condiciones de manejar por sí misma, sin injerencias masculinas, su enorme patrimonio.
En otros aspectos, las leyes seguían siendo contrarias a la libertad de la mujer. La interrupción del embarazo sin el acuerdo del marido salió de la jurisdicción doméstica y fue objeto de persecución pública. Pero no era el feto ni la libertad de la madre lo que se protegía, sino «la legítima expectativa del marido de tener prole». Seguía existiendo la figura del «cuidador del vientre», curator ventris, que se ocupaba de la marcha del embarazo e impedía que la mujer abortara sin el consentimiento del marido. No es raro por ello que el jurista Papiniano afirmase: «En muchos extremos de nuestro derecho es peor la condición de las mujeres que la de los varones».
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