En el 90 aniversario de su nacimiento analizamos la vida de la niña que emocionó con la literatura, a través de su famoso diario donde relató de manera directa y sincera el horror nazi.
La niña escritora
Se conserva una fotografía en la que se ve a Ana Frank sentada en su pupitre; es en el último año de la escuela primaria, mira directamente a la cámara y sonríe, cómo no, sonríe, mientras sujeta un lapicero como si escribiera. Seguro que Ana estaba encantada con esta fotografía, ella que soñaba con ser escritora y periodista.
Una nueva vida en Ámsterdam
Ana Frank, la segunda por la izquierda, es fotografiada en su décimo cumpleaños (1939) junto con sus amigas frente a la casa de los Frank en Ámsterdam. La familia había emigrado a Holanda. No fueron los únicos. Las autoridades de inmigración holandesas calcularon que entre 1933 y 1934 habían llegado cuatro mil doscientos fugitivos judíos.
De la libertad a la clandestinidad
En esta imagen tomada en 1941, la familia Frank camina por las calles de Ámsterdam para asistir a la boda de Miep y Jan Gies, los amigos que más tarde les ayudarían a sobrevivir escondidos en la parte trasera de la sede empresarial de Otto Frank.
Un documento para la historia
Poco se podía imaginar la pequeña Ana que aquella libreta encuadernada con una tela a cuadros rojos y verdes, recibida por su décimo tercer cumpleaños, acabaría siendo su mejor amiga durante los veinticinco largos meses de encierro. Mucho menos podía imaginar que millones de personas leerían su diario, que acabaría siendo uno de los documentos clave del horror del Holocausto y que sería declarado por la Unesco como Memoria del Mundo.
El mundo real: tan cerca y tan lejos
El paso a la clandestinidad de los Frank llegó el 5 de julio de 1942. Cuando Miep Gies cerró tras ellos el paso con la parte trasera de la casa, el exterior quedó lejos. El mundo se redujo para todos a un espacio de apenas cincuenta metros cuadrados ocupado por cinco adultos y tres jóvenes.
Reflexiones propias de un adulto
Con muy pocas tareas que hacer en el escondite, Ana se volcó en su diario. Primero, como desahogo con una amiga, pero poco a poco desarrolló una voluntad de estilo, manifestando cualidades literarias. “Mientras la humanidad entera, sin excepción, no sufra una gran metamorfosis, la guerra seguirá haciendo estragos y todo cuanto se ha construido, cultivado y desarrollado volverá a ser cortado de raíz y aniquilado para volver a empezar a continuación.” (3 de mayo de 1944)
El terrible final de la familia Frank
El 4 de agosto de 1944 los Frank fueron delatados y conducidos al campo de concentración de Auschwitz. Las mujeres y las niñas fueron separadas de Otto, quien terminaría por ser el único familiar superviviente. Ana y su hermana Margot murieron de tifus pocas semanas antes de la liberación del campo.
Los que la trataron la describen siempre sonriendo, con interés por la vida, con ímpetu por vivirla. Dicen que miraba con ojos expresivos, que era vivaracha y que su pelo negro rizado era un vendaval de travesuras. Se conserva una foto en la colección de la Fundación Ana Frank en la que se la ve sentada en su pupitre; es en el último año de la escuela primaria, mira directamente a la cámara y sonríe, cómo no, sonríe, mientras sujeta un lapicero como si escribiera. Seguro que Ana estaba encantada con esta fotografía, ella que soñaba con ser escritora y periodista.
Millones de personas han leído su diario, que es uno de los documentos clave del horror del Holocausto declarado por la Unesco como Memoria del Mundo
Y lo fue durante todo el tiempo que lo soñó y escribió su diario. Poco se podía imaginar que aquella pequeña libreta encuadernada con una tela a cuadros rojos y verdes, recibida por su décimo tercer cumpleaños, acabaría siendo su mejor amiga durante los veinticinco largos meses de encierro, su querida Kitty: “me cuesta esperar cada vez que llegue el momento para sentarme a escribir en ti. ¡Estoy tan contenta de haberte traído conmigo!”, escribió el 28 de septiembre de 1942. Mucho menos podía imaginar que millones de personas leerían su diario, que acabaría siendo uno de los documentos clave del horror del Holocausto y que sería declarado por la Unesco como Memoria del Mundo.
ÉXODO Y NUEVA PATRIA
Las cosas no iban bien en la República de Weimar: el Crac del 29 llevó a la economía mundial a la quiebra. En Alemania, también creció el paro y la preocupación. Además, en las elecciones del 14 de septiembre de 1930, más de seis millones de personas votaron al que hasta entonces era solo grupo marginal, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, dirigido por Adolf Hitler. Lo que parecía algo improbable se volvió una amenaza.
El 30 de enero de 1933, Paul von Hindenburg, el presidente del Reich, enfermo y debilitado, nombró a Adolf Hitler canciller del Reich. Hitler hablaba de erradicar “el cáncer de la democracia” y señalaba a un enemigo: los judíos. Sin duda, era el momento de marcharse. Otto y Edith Frank, los padres de Ana, planearon emigrar a Holanda. No fueron los únicos. Las autoridades de inmigración holandesas calcularon que entre 1933 y 1934 habían llegado cuatro mil doscientos fugitivos judíos.
En Amsterdam, los Frank se instalaron en el número 37 de Merwedeplain, en un segundo piso. Era un barrio confortable, pero Edith no era feliz y Otto pasaba poco tiempo en casa, dedicando horas a la franquicia de Opekta, dedicada a los gelificantes destinados a la fabricación de mermeladas. En cambio, el entorno de Margot y Ana era más feliz. A pesar de su delicada salud, Ana siempre llevaba la voz cantante en el grupo. Era charlatana y divertida, siempre sonriendo y encajando las bromas, curiosa. Para algunos, también, distraída algo sabionda y rebelde, pero buena chica. Aunque con dificultades, parecía que la vida podría seguir su curso normal, pero ¿era segura Holanda frente a los inquietantes movimientos de Adolf Hitler?
OCUPACIÓN NAZI DE HOLANDA
Hacía meses que las conversaciones giraban alrededor de la política. Cada vez más preocupados, Otto y Edith se plantearon abandonar Ámsterdam. Tal vez ir a Inglaterra, pero las circunstancias al final hicieron que se quedaran. Mientras, el ejército nazi avanzaba imparable por Europa: el 15 de marzo de 1939 cayó Praga, el 10 de mayo de 1940, los Países Bajos y el 1 de septiembre, Polonia. Comenzaba la II Guerra Mundial.
La invasión de Holanda por tropas alemanas cayó sobre sus nuevas vidas como un jarro de agua fría. “Después de mayo de 1940, los buenos tiempos quedaron definitivamente atrás”, escribió Ana en su diario, el 20 de junio de 1942. La vida se alteró de forma precaria después de que incluso la reina Guillermina huyera de Holanda el 13 de mayo de 1940. Un día después, el país comunicó su capitulación y columnas de soldados alemanes entraron desafiantes en Amsterdam, pero por paradójico que pudiera parecer, la empresa familiar por fin daba beneficios ahora que Otto había ampliado el negocio a las especias.
Tan solo siete meses después de la invasión, el padre trasladó la empresa a un nuevo edificio austero de ladrillo visto, el mismo que hoy alberga el museo y la fundación Ana Frank. En realidad, se trataba de dos casas; la primera, con fachada junto al canal, la ocupaban las instalaciones de Opekta y Pectacon, pero había una zona trasera, a la que se accedía por un estrecho pasillo. De momento, Otto Frank decidió subarrendar una zona y con el resto ya vería qué uso le daba.
Las órdenes contra los judíos eran cada día más rigurosas y los nacionalsocialistas estrechaban su control contra el “capital judío”, lo que originó problemas a la empresa de Otto Frank. Ana hizo el listado en su diario de algunas de las medidas aprobadas contra los judíos: “Los judíos deben llevar una estrella de David; deben entregar sus bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; no les está permitido viajar en coche, tampoco en coches particulares…”.
Ana anotó en su diario: “Los judíos deben llevar una estrella de David; deben entregar sus bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; no les está permitido viajar en coche"
El 9 de febrero de 1941 se realizó la primera redada contra judíos, mientras que el Movimiento Nacionalsocialista Neerlandés seguía haciendo de las suyas. A finales de junio de 1942, un rumor inquietó aún más el sueño de Otto y Edith: los alemanes se proponían deportar a todos los judíos residentes en Holanda. Lo cierto era que por entonces, Adolf Eichmann ya había acordado con Franz Rademacher, encargado de “asuntos judíos”, la deportación de unos cuarenta mil judíos a Auschwitz.
EN LA CASA DE ATRÁS
“Querida Kitty: Desde la mañana del domingo hasta ahora parece que hubieran pasado años. Han pasado tantas cosas que es como si de repente el mundo estuviera patas arriba”, escribió Ana en su diario, el 8 de julio de 1942.
El paso a la clandestinidad de los Frank llegó el 5 de julio de 1942. Era un domingo habitual, salvo porque a eso de las tres de la tarde, llamaron a la puerta. Cuando Edith abrió, vio al cartero. Venía a entregarles una citación dirigida a Margot. La niña tenía dieciséis años y querían que se presentara en la Central del Servicio Obligatorio de Trabajo en Alemania para ser trasladada al campo de concentración de Westerbork.
Doce horas después, se dirigieron en secreto a la sede de la empresa familiar. Caminaron bajo la lluvia con el máximo de prendas que lograron ponerse encima a la vez. La imagen habría pasado por humorística si no hubiera sido tan dramática. Todo había sido preparado con antelación sin que las niñas lo supieran. Una estantería giratoria, como si fuera el truco de un mago, daba acceso a aquella otra parte trasera de la sede empresarial. La ingeniosa idea fue de Johan Voskuijl, que junto a Bep Voskuijl, Johannes Kleiman, Victor Kugler, Jan Gies, quien tenía contactos con la resistencia, y Miep Gies, se convirtieron en los protectores de los escondidos.
Cuando Miep Gies cerró tras ellos el paso con la parte trasera de la casa, el exterior quedó lejos. El mundo se redujo para todos a un espacio de apenas cincuenta metros cuadrados ocupado, al principio, por cuatro adultos y tres jóvenes: los Frank, Hermann van Pels y su esposa Hermann van Pels, junto a su hijo Peter; semanas después entró Fritz Pfeffer.
“Está claro que no podemos mirar por la ventana ni salir fuera. También está prohibido hacer ruido, porque abajo no nos deben oír”, anotó Ana en su diario, el sábado 11 de julio de 1942.
La niña conmocionada por el repentino giro que tomaba su vida -habían escapado sin siquiera despedirse de sus amigas- vivió aquellas primeras semanas en el escondite como una aventura. Finalmente, pasarían veinticinco largos meses encerrados. Para Ana, una séptima parte de su corta vida.
A pesar de que Otto y Edith habían planeado la logística de víveres y habían trasladado poco a poco todo lo necesario, la vida en el escondite no fue fácil. Justo cuando los adolescentes buscan su propio lugar en el mundo, a Ana le tocó compartir uno reducido con sus padres y tres adultos más, sin apenas intimidad, sin la posibilidad de salir afuera dando un sonoro portazo. Fue sin duda una situación difícil, a la que la niña no tuvo más remedio que adaptarse con cierta madurez. Además, a medida que el tiempo iba pasando, todos perdían la esperanza en una pronta derrota de Hitler.
Con muy pocas tareas que hacer en el escondite, Ana se volcó en su diario. Primero, como desahogo con una amiga, pero poco a poco desarrolló una voluntad de estilo, manifestando cualidades literarias. Ana dejó constancia de todo: las reflexiones sobre la relación conflictiva con su madre, la cada vez más complicada convivencia con los otros escondidos, sus miedos, el terror nocturno por las alarmas antiaéreas que le hacía ir a buscar refugio a la cama de sus padres. Hay pasajes en los que logra expresar ideas tan profundas que aún hoy en día son usadas de modo reivindicativo:
“Mientras la humanidad entera, sin excepción, no sufra una gran metamorfosis, la guerra seguirá haciendo estragos y todo cuanto se ha construido, cultivado y desarrollado volverá a ser cortado de raíz y aniquilado para volver a empezar a continuación.” (3 de mayo de 1944)
DEPORTACIÓN A AUSCHWITZ
La última anotación del diario es una reflexión sobre las contradicciones propias de un adolescente. No pudo proseguir. El 4 de agosto de 1944, a eso de las diez de la mañana, aparcó un automóvil frente al edificio de Prinsengracht del que bajó el sargento de las SS Karl Silberbauer y varios de sus subordinados. Alguien, al parecer una voz femenina sin identificar, había avisado a la Gestapo de que allí había varios judíos escondidos.
Los ocho detenidos recogieron como en estado de trance sus pocas pertenencias a punta de pistola. Al salir a la calle, la luz del sol les deslumbró. Era la primera vez que salían en veinticinco meses. Tras la detención, tanto los ocho judíos escondidos como sus auxiliadores fueron llevados al cuartel general del Servicio de Seguridad. Los primeros fueron conducidos rápidamente a Westerbork, mientras que Johannes Kleiman y Victor Kugler, fueron llevados al campo de concentración para enemigos del régimen por colaborar con ellos. Tiempo después, Otto Frank explicó que Ana no dejó de mirar en todo momento el paisaje, pegada a la ventana. Tal vez pensara que después de tantos meses de encierro, debía aprovechar al máximo el momento, ¿quién podía imaginar el futuro, a pesar de temerlo?
Pasaron un degradante examen médico en el campo de concentración; como “judíos penados” se vieron forzados a dejar sus ropas y vestir un mono azul de presidiario y usar bastos zapatos de madera. Edith y las dos niñas fueron a parar a un barracón junto a trescientas mujeres más y Otto, aparte, a un barracón de hombres. La disciplina de trabajo para ellos fue más dura que para el resto: Ana, Margot y Edith fueron enviadas a desmontar baterías del ejército alemán. Era un trabajo duro, sucio e insalubre por los vapores del cloruro amónico. A pesar de ello, estaban juntas y llegaban noticias de las derrotas alemanas, lo cual les daba cierta esperanza de ser rescatados.
Ana y Margot fueron deportadas de Auschwitz a Bergen-Belsen, donde murieron de tifus, en marzo de 1945
Pero la liberación no llegó a tiempo. El 3 de septiembre de 1944, los vigilantes del campo condujeron a mil diecinueve judíos a un tren de vagones para el transporte de ganado. Muchos murieron hacinados. Cuando la carga finalizó, el tren arrancó; el de la familia Frank fue el último que partió a Auschwitz. Tres días y dos noches después, llegaron al fatídico destino. En aquel caos, Otto Frank vio por última vez a Edith y a las niñas.
Otto Frank se libró por poco de morir asesinado en el campo. Los hombres de las SS huyeron ante los soldados del Ejército Rojo que entraron en Auschwitz. Fue el único que sobrevivió de los ocho. Edith murió de inanición el 6 de enero de 1945. Ana y Margot fueron deportadas de Auschwitz a Bergen-Belsen, donde murieron de tifus, en marzo del mismo año. Primero murió Margot y más tarde, Ana, ya sin que nadie la consolara en el mundo. A las pocas semanas, el campo fue liberado por tropas inglesas.
EL DIARIO DE ANA FRANK Y SU PUBLICACIÓN
Después de la detención, Miep Gies recogió los diarios y numerosas hojas sueltas de Ana que los agentes de la SS habían arrojado al suelo en el registro del escondrijo. La mujer los guardó en un cajón sin atreverse a leerlos con la intención de devolvérselos en cuanto regresara tras la guerra, pero el único que regresó fue Otto Frank. Y fue él quien, sorprendido de que Ana hubiera escrito el diario sin que él lo notara durante el encierro, no cejó hasta publicarlo, cumpliendo así con el sueño de la niña.
Fue precisamente Miep Gies una de las primeras personas que valoró la publicación del Diario de Ana Frank. Para ella, la vida y la muerte de Ana Frank no es un símbolo de las víctimas del Holocausto, sino que muestra, en realidad, un destino individual que se repitió en las seis millones de víctimas. La historia que no se puede olvidar de Ana, según Miep Gies, es que el destino de aquella niña que soñaba con ser escritora evidencia la irreparable pérdida de la humanidad como consecuencia del Holocausto. ¿Cuánto no habría aportado a la humanidad Ana Frank? ¿Y todas las otras víctimas?
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