Históricamente, el Islam reconocía ciertos derechos a los seguidores de determinadas religiones, sobre todo las de tradición abrahámica. Eran los dhimmis o "gente del libro", que aunque gozaban de cierta protección estaban sujetos a limitaciones más o menos severas.
Durante la Edad Media y Moderna, el Islam protagonizó numerosas expansiones sobre territorios donde había tradiciones religiosas muy arraigadas. A ciertos grupos se les otorgó la consideración de ahl al-kitab, “gente del Libro”, es decir, los seguidores de las religiones que, en parte, compartían un corpus de escrituras o doctrinas con el Islam. Por ese motivo se les consideraba dignos de mayor respeto que quienes practicaban otras creencias consideradas idólatras, como el politeísmo o el animismo.
En virtud de ello, el califa Omar -segundo tras la sucesión de Mahoma- decretó un “pacto” con estas comunidades, a las que se llamó mu'ahid (aliados) o ahl ad-dhimmah, “la gente del pacto”, término del cual proviene el nombre con el que son más conocidos: dhimmis.
Los dhimmis eran los miembros de grupos religiosos que, sin ser musulmanes, estaban “protegidos” por el pacto de Omar, que les garantizaba ciertos derechos como individuos y como comunidad
¿QUÉ ERA UN DHIMMI?
Los dhimmis eran los miembros de grupos religiosos que, sin ser musulmanes, estaban “protegidos” por el pacto de Omar. Inicialmente ese pacto abarcaba principalmente a dos grupos: los cristianos y los judíos que, por creer en profetas que también formaban parte de la tradición musulmana, se consideraba que de alguna manera habían empezado el camino hacia el Islam. Más adelante el término se hizo más flexible y se aplicó también a otras religiones monoteístas no abrahámicas, como el zoroastrismo persa o el sijismo indio; incluso, en algunos casos, a grupos que practicaban el politeísmo pero compartían ciertos principios con el Islam, como el de la limosna. A la práctica, la decisión de qué grupos eran dhimmis y cuáles no lo eran recaía en la persona del monarca o el gobernante, según su tolerancia o conveniencia.
Cabe destacar que la condición de dhimmi entre las religiones abrahámicas se aplicaba únicamente a aquellas que habían surgido antes del Islam, pero no después. El motivo era que el Islam era considerado como la fe definitiva y perfecta, y Mahoma como el último profeta, por lo que cualquier aportación o deformación de sus doctrinas era considerada una herejía. Así, irónicamente, los “infieles” merecían mayor respeto que los fieles de ramas no ortodoxas del Islam.
El concepto del “pacto” era que el soberano musulmán garantizaba a los dhimmis la protección de sus derechos civiles, jurídicos y religiosos a cambio del pago de un impuesto especial llamado djiziya, que representaba una prueba material de que reconocían al soberano musulmán como legítimo. Dicha protección comprendía una serie de derechos bien regulados: en el ámbito personal, a no ser atacados y a conservar sus propiedades; en el comunitario, a regirse por sus propios organismos civiles, comerciales y jurídicos; y en el religioso, a profesar su fe en sus casas y centros de culto, aunque con la limitación de no hacer proselitismo ni construir nuevas iglesias o sinagogas.
El pacto también les eximía de las obligaciones religiosas de los musulmanes, como el rezo, el ayuno durante el Ramadán, la prohibición de consumir alcohol y determinados alimentos, y el zakat, una limosna que obligatoriamente debían pagar los musulmanes para ayudar a los más pobres y que constituía, de hecho, otra forma de impuesto. En muchos aspectos legales no estaban sujetos a la ley islámica y tenían sus propios tribunales, salvo en aquellos casos en los que también estuvieran implicados musulmanes, por ejemplo una disputa comercial, en cuyo caso prevalecía la ley islámica.
UNA FAMILIA COPTA EGIPCIA
Los coptos, la población cristiana de Egipto, constituyeron uno de los grupos de dhimmis más importantes, con una identidad cultural propia que ha llegado hasta la actualidad.
JUNTOS, PERO NO REVUELTOS
Bajo una apariencia de “pacto” con obligaciones y derechos distintos, los dhimmis eran tratados de hecho como súbditos de segunda. En primer lugar, la presión fiscal sobre ellos era mayor ya que debían pagar impuestos como comunidad (la mencionada djiziya) y como individuos; puesto que dicha presión era proporcional a las tierras poseídas, los ricos tenían más incentivo para convertirse.
Además, estaban sujetos a una serie de restricciones en su relación con los musulmanes que no se aplicaba a la inversa. Por ejemplo, un hombre musulmán tenía derecho a tomar como esposa a una dhimmi y esta podía conservar su fe y costumbres, pero si un dhimmi deseaba casarse con una mujer musulmana debía obligatoriamente convertirse al Islam. Asimismo, se animaba a los musulmanes a convertir a sus conocidos dhimmis, pero estos eran castigados si intentaban lo propio con los seguidores del Islam. Tenían derecho a profesar su religión, pero siempre que no fuese de manera “molesta” para sus vecinos musulmanes; así, por ejemplo, las misas y otras celebraciones no debían ser ruidosas y las campanas en las iglesias estaban prohibidas.
En asuntos legales o administrativos, también tenían una serie de desventajas. Les estaba restringido el acceso a cargos públicos, aunque sí podían ser llamados como asistentes o trabajadores. En disputas legales su palabra valía la mitad que la de un musulmán, o incluso una cuarta parte si se trataba de una mujer. Dhimmis y musulmanes no podían recibir herencias unos de otros, por lo que si un miembro de la familia se convertía sus familiares más cercanos debían hacerlo también si querían heredar.
Para la mayoría de grupos religiosos, el estatus de dhimmi era sin duda una desventaja. La única excepción eran los judíos, acostumbrados a un sometimiento peor todavía por parte de los cristianos, para quienes esta relativa tolerancia representaba una mejora: al menos no debían temer por sus vidas o sus propiedades y se les permitía la libertad de culto. Por esa razón, en territorios del Islam la cultura judía floreció mucho más de lo que hizo en Europa y, a raíz de las sucesivas persecuciones que sufrieron, muchos se trasladaron a tierras musulmanas.
Con tales condiciones sería de esperar que muchos decidieran convertirse al Islam aunque fuera por conveniencia y, de hecho, oficialmente se animaba a la conversión. En teoría bastaba con la shahada (testimonio), es decir que la persona manifestara ante un líder religioso y algunos testigos que “no hay más divinidad que Dios y Mahoma es el mensajero de Dios”. Pero conscientes de que muchas conversiones se realizaban por interés, se esperaba que los responsables de acreditar la conversión indagaran la sinceridad de sus intenciones o, cuanto menos, aportasen testigos no relacionados directamente con la persona interesada.
Cuando en un territorio se producían muchas conversiones se debía incentivar también la inmigración desde otros lugares, para compensar la caída de ingresos.
Sin embargo, en realidad este paso no era tan común y ni siquiera del todo deseable para los propios gobernantes, ya que los impuestos que podían obtener de un converso eran menores que de un dhimmi. Por ello, cuando en un territorio se producían muchas conversiones se debía incentivar también la inmigración desde otros lugares, para compensar la caída de ingresos: en estados con una gran extensión y que extendían su dominio sobre muchas etnias distintas, esto podía suponer una fuente de conflictos, porque no todas compartían la misma interpretación del Islam. De ahí podían surgir, y de hecho surgieron, muchos conflictos internos en el seno de los grandes imperios musulmanes que, uno tras otro, propiciarían su caída.
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