Instrumentos y nave espacial OSIRIS-REx
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Explicación: Uno de estos dos objetos celestes brillantes se está moviendo. A la derecha está la famosa estrella Polaris. Aunque solo es la 45ª estrella más brillante del cielo, Polaris es famosa por parecer estacionaria. Una vez que lo encuentre, siempre aparecerá en la misma dirección, toda la noche y todo el día, por el resto de su vida. Esto se debe a que el polo de giro norte de la Tierra, llamado Polo Norte Celeste , apunta cerca de Polaris . A la izquierda, unos diez millones de veces más cerca, está el cometa Lovejoy , que cambia notablemente su posición en el cielo por horas. La imagen destacada fue tomada la semana pasada. Designado oficialmente C / 2014 Q2 (Lovejoy), esta bola de nieve que se está desintegrando está de visita desde el Sistema Solar exterior y solo aparecerá cerca de la Estrella Polar durante unas pocas semanas más. Eso debería ser lo suficientemente largo , sin embargo, para que los norteños con binoculares o un pequeño telescopio puedan ver la coma verdosa de este recién llegado fugaz, quizás con la ayuda de un buen mapa estelar .
La astronomía actual nos ofrece imágenes sin precedentes de los minúsculos objetos que salpican el sistema solar. Llamados cuerpos menores, aportan pistas para desentrañar los mayores misterios del universo.
25 de agosto de 2021, 07:00 | Actualizado a
Cometa Lovejoy
Dante Lauretta afronta con serenidad los 17 segundos para los que lleva los últimos 16 años preparándose.
El planetólogo de la Universidad de Arizona mira hipnotizado el monitor en el que se visualizan tres simulaciones de un escabroso objeto con forma de peonza que flota en un mar de estrellas. Es el asteroide conocido como 101955 Bennu. Lo observa sentado en un taburete metálico en un anodino edificio de Littleton, Colorado, que bien podría confundirse con una oficina vulgar y corriente. Pero los adhesivos de naves espaciales que decoran las paredes y los rótulos que identifican los cubículos –Alimentación Eléctrica; Telecomunicaciones; Guiado, Navegación y Control– revelan su verdadera función: es el control de misiones de Lockheed Martin Space.
Objetivo capturado
Con unos 500 metros de diámetro, el asteroide Bennu es el cuerpo celeste más pequeño en torno al que ha orbitado una nave espacial. El 20 de octubre de 2020 se convirtió en el tercer asteroide del que tomaba muestras una nave cuando la OSIRIS-REx de la NASA hundió su brazo en la superficie (derecha) para extraer una cata de polvo y guijarros. La cápsula que contiene la muestra debería estar de vuelta en la Tierra en 2023.
Son las 13:49 horas del 20 de octubre de 2020 y la pantalla muestra a Bennu en el interior de un aro verde que representa la órbita de una nave de la NASA cuyo nombre costaría pronunciar sin respirar –su traducción en español sería Explorador Regolítico de Orígenes, Interpretación Espectral, Identificación de Recursos y Seguridad– si no fuese porque se la conoce por su acrónimo OSIRIS-REx. Faltan menos de tres horas para que este emisario robótico intente descender y tocar Bennu por primera vez. Si todo sale bien, tomará una muestra de polvo y rocas extraterrestres para enviarla a la Tierra.
Lanzada en 2016, la nave OSIRIS-REx https://www.nasa.gov/osiris-rex tuvo que orbitar el Sol dos veces para alcanzar Bennu, que en esta decisiva fecha de octubre se encuentra a más de 300 millones de kilómetros de la Tierra. Con alrededor de 500 metros de diámetro, este asteroide es el cuerpo celeste de menor tamaño en torno al que ha orbitado una nave espacial. Su superficie es tan accidentada que el equipo de Lauretta invirtió un año entero en cartografiarla para identificar un punto de descenso seguro. Con tanta preparación, el acontecimiento que está a punto de producirse tendría que ser un momento de extrema tensión. Sin embargo, a estas alturas de una misión en la que se han invertido mil millones de dólares, Lauretta parece tranquilo.
Vivero de planetas
Estas imágenes en infrarrojo cercano, captadas por el telescopio Gemini Sur, situado en Chile, revelan residuos planetarios alrededor de otras estrellas. Cada disco de detritos rocosos helados rodea a una estrella joven (oculta en la imagen). Muchos de los discos presentan «agujeros» internos, probablemente abiertos por planetas recién formados. Se parecen al cinturón de Kuiper de nuestro sistema solar, situado más allá de la órbita de Neptuno.
«Hoy la nave está de muy buen humor», me dice.
¿Por qué dedicar tanto afán y esfuerzo a recoger un par de kilos de polvo y piedras? Por varios motivos. Para empezar, los componentes del asteroide se formaron en los albores del sistema solar, hace más de 4.500 millones de años. Estas rocas, que muestran indicios de contener carbono, constituyen una crónica prístina de cómo se formaron los planetas, y quizá de dónde salieron los materiales a partir de los cuales surgió la vida en la Tierra. «Desde el punto de vista científico es un filón en el sentido literal», afirma Lauretta.
Pero igual que contiene la materia de la creación, Bennu también posee un gran poder destructivo. Se acerca tanto a la Tierra que los astrónomos calculan una probabilidad mínima, pero preocupante –una entre 2.700–, de que colisione con nosotros entre 2175 y 2199. Las muestras con las que retorne OSIRIS-REx podrían ser cruciales a la hora de diseñar un plan de defensa contra un impacto que podría liberar más de dos millones de veces la energía de la explosión de nitrato de amonio que sacudió Beirut el año pasado, suficiente para devastar una región o una provincia, quizás incluso un continente.
A mayor escala, Bennu y OSIRIS-REx simbolizan dos revoluciones paralelas de la astronomía moderna que están poniendo patas arriba las antiguas concepciones del sistema solar. Los telescopios actuales alcanzan a ver más objetos pequeños y tenues que nunca, permitiendo a los astrónomos escudriñar el firmamento y sumar nombres a la lista de habitantes cósmicos que rodean los ocho planetas. Hace 20 años apenas conocíamos unos 100.000 cuerpos celestes del sistema solar. A principios de 2021 teníamos catalogados algo más de un millón de objetos que orbitan alrededor del Sol.
Al mismo tiempo, agencias espaciales de todo el mundo han desarrollado la instrumentación y las tecnologías necesarias para visitar y explorar esos mundos, e incluso volver a la Tierra con fragmentos de ellos para estudiarlos con detalle.
¿Lluvia de rocas?
Las primeras muestras prístinas de otro mundo –como el material eyectado por el cráter lunar Copérnico (izquierda) que se recogió en la misión Apolo 12 (derecha)– las tomaron astronautas. Esas muestras sugieren que el cráter se formó hace unos 800 millones de años, posiblemente durante las intensas lluvias de asteroides que bombardearon la Tierra y su satélite natural.
Y lo que está en juego no es una entelequia.
La imagen del sistema solar que aprendimos en el colegio parece poseer una arquitectura lógica. Solo que los astrónomos y planetólogos sospechan desde hace décadas que hay algo que no cuadra, dado lo difícil que resulta explicar cómo en su día pudieron formarse Urano y Neptuno en las zonas en las que hoy orbitan estos planetas. En nuestro hogar cósmico parecen faltarnos algunos de los tipos de planetas más comunes que giran alrededor de otras estrellas. Y, a fecha de hoy, la Tierra es el único que alberga vida, que sepamos.
Un ojo en el cielo
Los ingenieros se acuclillan debajo del conjunto de sensores de 64 centímetros de diámetro que alimentará la cámara digital d 3,2 gigapíxeles del Observatorio Vera C. Rubin de Chile, la mayor jamás construida para uso astronómico. Se prevé que cuando entre en funcionamiento en 2023, este observatorio de financiación estadounidense identifique unos cinco millones más de asteroides, cometas y otros cuerpos menores.
Dicho de otra forma, ¿cómo exactamente llegó a tener esta disposición nuestro sistema solar? ¿Y cómo dio origen a sus habitantes?
Hubo un tiempo en que los cuerpos menores, como Bennu, se consideraban meros residuos del proceso de formación de los planetas. Pero ahora los investigadores saben lo importantes que son para responder esas preguntas. Al igual que Bennu, muchos de esos objetos son auténticas cápsulas del tiempo que en esencia no han cambiado desde que nació nuestra estrella. Otros podrían constituir una amenaza similar para la vida terrestre. Vigilar, visitar y tomar muestras de estos mundos primordiales nos permite atisbar de dónde venimos… y, con un poco de suerte, impedir que estos objetos destruyan lo que hemos llegado a ser.
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El interés de la humanidad en los cuerpos menores –el término con el que los astrónomos se refieren a cualquier objeto natural que orbita el Sol sin ser un planeta, planeta enano o satélite– existe desde que la primera mirada se elevó hacia el firmamento. Durante milenios, culturas de todo el mundo han avistado en el cielo nocturno cometas y meteoros en los que veían importantes presagios. Pero el conocimiento humano tenía un límite, porque los cuerpos menores apenas reflejan luz solar, lo que dificulta su localización.
Invasor espacial
En 2019 el buscador de cometas e ingeniero de telescopios Guenadi Borisov, de Crimea, identificó un objeto que se movía demasiado rápido para estar orbitando el Sol. Bautizado como 2I/Borisov, aquel cometa es uno de los dos cuerpos celestes grandes de otras estrellas que hemos visto moverse por el sistema solar. Probablemente en este mismo instante haya miles de intrusos interestelares en nuestro firmamento.
En los inicios del siglo xx los astrónomos tenían identificados unos 500 asteroides que orbitaban alrededor del Sol, empezando por Ceres, descubierto en 1801. El ritmo de descubrimientos empezó a acelerarse en las décadas de 1980 y 1990, conforme avanzaba la telescopía. En 1992 los astrónomos identificaron el primer planeta –aparte de Plutón y una de sus lunas– más allá de la órbita de Neptuno, confirmando las teorías sobre la zona exterior del sistema solar que hoy llamamos el cinturón de Kuiper. Hoy se sabe que esta región remota está cuajada de miles, cuando no cientos de miles, de cuerpos helados.
Pero si tuviésemos que identificar el instante en que comenzó el frenesí por los cuerpos menores, una buena fecha sería el 11 de marzo de 1998. Ese día el Centro de Planetas Menores, organismo mundial con sede en Estados Unidos que recopila todas las órbitas de asteroides y cometas, emitió una nota de prensa estremecedora: un asteroide descubierto el mes de diciembre anterior pasaría a menos de 42.000 kilómetros de la superficie de la Tierra en 2028, y existía una pequeña probabilidad de que colisionase con nuestro planeta.
Un cometa lejano
En 2015 el cometa C/2014 Q2 Lovejoy –en la imagen, en un mosaico compuesto por dos fotos– se acercó al Sol por primera vez en milenios. El Lovejoy probablemente procede de la nube de Oort, una remota nebulosa casi esférica de objetos helados que se cree rodea el sistema solar. Es uno de los más o menos 4.000 cometas conocidos de los miles de millones que se estima existen en nuestro vecindario cósmico.
La noticia saltó a los titulares de todo el mundo y llegó a un público cada vez más consciente de la magnitud de la devastación que podría causar un asteroide. Unos años antes, unos geólogos habían identificado el cráter dejado por el asteroide que hace 66 millones de años aniquiló a todos los dinosaurios –salvo las aves– al impactar contra la Tierra. ¿Acaso la roca que se acercaba causaría la siguiente gran extinción?
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A los astrónomos les faltó tiempo para lanzarse a revisar sus estimaciones. En menos de 24 horas, Don Yeomans y Paul Chodas, del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, habían calculado que el asteroide pasaría de largo a unos inofensivos 960.000 kilómetros de la Tierra. ¡Qué alivio! Con todo, aquel diálogo público de científicos había puesto de relieve lo poco que se invertía en identificar asteroides potencialmente peligrosos.
En mayo de 1998 el Congreso instó a la NASA a identificar al menos el 90 % de los asteroides de más de un kilómetro de diámetro situados a menos de 195 millones de kilómetros del Sol, y hacerlo en el plazo de una década. Antes de agosto la NASA había creado un departamento dedicado a supervisar la búsqueda de asteroides.
Los astrónomos no solo tenían al estamento político de su parte. Además contaban con la tecnología adecuada. A finales de la década de 1990, los sensores de las cámaras digitales habían alcanzado ya el tamaño y la sensibilidad suficientes para dejar atrás las incómodas placas de vidrio usadas durante años para tomar imágenes del cielo nocturno. De pronto los telescopios vislumbraban objetos más pequeños, tenues y lejanos. Y como los datos llegaban en formato digital, podían analizarse con programas informáticos, lo cual simplificaba el proceso de investigación.
Mike Brown, astrónomo del Instituto Tecnológico de California en Pasadena, lo vivió en primera persona. En 2002 este científico y sus colegas decidieron actualizar el telescopio de 1,2 metros de diámetro del observatorio del monte Palomar, en California, con una enorme cámara digital. Cuando Brown orientó el instrumento hacia el cinturón de Kuiper, confiando en encontrar objetos de mayor tamaño y más brillantes que los pocos cientos conocidos que habitan la región, su equipo empezó a descubrir tantos mundos nuevos «que fue como si nos cayesen del cielo», recuerda.
Entre los que descubrió Brown hay tres objetos con un diámetro de al menos la mitad del de Plutón, y otro –llamado Eris por la diosa griega de la discordia– todavía más grande. Por eso en 2006 la Unión Astronómica Internacional votó a favor de crear la categoría «planeta enano», en la que hoy se encuadra Plutón. En los 15 años transcurridos desde entonces, se han identificado más objetos transneptunianos… y se ha descubierto cuán diversos son sus movimientos alrededor del Sol. Algunos describen órbitas estables y aburridas, indicio de que se formaron donde hoy se hallan, otros fueron arrojados a órbitas erráticas por la gravedad de Neptuno y unos cuantos presentan órbitas tan distantes y alargadas en torno al Sol que probablemente no experimentan la atracción gravitatoria de ningún planeta conocido.
Estos cuerpos menores «independientes» son tan singulares que Brown y otros astrónomos sospechan si no delatarán la presencia de un planeta invisible, varias veces más grande que la Tierra, agazapado a decenas de miles de millones de kilómetros del Sol, en las afueras del sistema solar.
Pero ni siquiera los mejores telescopios pueden contárnoslo todo sobre la composición de estos curiosos objetos, de su actividad y del papel que desempeñan en la evolución del sistema solar. Si queremos empezar a resolver el rompecabezas, tendremos que traer piezas del cosmos a la Tierra.
El 6 de diciembre de 2020 al amanecer, el helicóptero de Shogo Tachibana aterrizó en el Área Prohibida de Woomera, en Australia, una zona de desierto moteado de matorrales a unos 450 kilómetros al norte de Adelaida que a lo largo de los milenios ha tenido múltiples usos: hogar ancestral de los aborígenes; centro de pruebas de misiles de largo alcance desde 1947, y aquella mañana estival pasada por agua, punto de aterrizaje de una nave que regresaba de visitar un asteroide.
Tachibana, científico de la Universidad de Tokio, estaba en Woomera con su equipo intentando encontrar la cápsula de 40 centímetros de diámetro que había ido a parar entre los arbustos y árboles resecos, dispuesta a hacer entrega de un polvo y unos guijarros inmaculados casi tan antiguos como el propio Sol, por segunda vez en la historia.
Diez años antes, la Agencia de Exploración Aeroespacial Japonesa (JAXA) se había convertido en la primera agencia espacial que recuperaba una muestra de la superficie de un asteroide. La misión Hayabusa llegó al asteroide 25143 Itokawa en 2005, pero la maniobra de muestreo no salió como se esperaba y la cápsula que aterrizó en Woomera en 2010 solo contenía unas motas de polvo. Su sucesora, la Hayabusa2, despegó en 2014 hacia el asteroide cercano a la Tierra 162173 Ryugu y representó con excelencia su papel de navaja suiza espacial una vez alcanzó su objetivo.
Los ingenieros habían encajado en el interior de la nave toda una panoplia de instrumentos científicos, un módulo de aterrizaje, tres rovers (o vehículos exploradores), un proyectil con carga explosiva diseñado para crear un cráter artificial y una cámara de última tecnología que filmó la explosión. Aquellos accesorios ayudaron a la Hayabusa2 a llevar a cabo su principal misión: posarse sobre Ryugu dos veces, disparar la munición contra su superficie y recoger el polvo levantado.
Hoy, 5,4 gramos de partículas y piedrecillas sorprendentemente oscuras permanecen guardadas en un laboratorio de las afueras de Tokio. Es la primera vez que la humanidad observa de cerca la superficie y subsuperficie de Ryugu, y su inminente estudio proporcionará instantáneas inestimables de la historia del sistema solar.
Hasta la llegada de misiones como la de la Hayabusa2, los científicos recurrían a los meteoritos caídos sobre la Tierra para indagar en los orígenes del sistema solar. Algunas de estas rocas primordiales indican que los asteroides de los que se desprendieron tienen una sorprendente cantidad de minerales que contienen agua, así como el tipo de química rica en carbono que puede dar lugar a algunos de los componentes básicos de la vida. Pero tales revelaciones tienen trampa: los meteoritos no son prístinos, desde el momento en que han llegado a la Tierra tras sobrevivir a una infernal caída libre a través de la atmósfera.
Visitando asteroides y tomando muestras de ellos, los científicos pueden contribuir a resolver un misterio perenne: ¿cómo pudo convertirse la superficie de la Tierra en un oasis para la vida, pese a lo cerca del Sol que se formó el planeta? Cuando se conformó hace más de 4.500 millones de años, nuestro planeta vivió una juventud abrasadora. Sin embargo, aquí estamos, en nuestra pequeña mota azul que navega por el espacio cual refugio biológico dependiente del agua y del carbono.
Algunas investigaciones sugieren que, a pesar de abrasarse en el sistema solar interior, los componentes fundamentales de la incipiente Tierra tal vez contuviesen suficiente hidrógeno para explicar la existencia de buena parte del agua de nuestro planeta. Pero los meteoritos y los cráteres de impacto dispersos a lo largo y ancho del sistema solar apuntan a otra fuente de hidratación paradójica en su violencia: el bombardeo de asteroides y cometas. Hasta el momento, las misiones enviadas a cuerpos menores nos han suministrado seductores indicios del espaldarazo que aquellos impactos antediluvianos dieron a la química prebiológica terrestre.
Las 1.500 partículas de Itokawa obtenidas con la primera misión Hayabusa muestran que los minerales del asteroide contienen un agua que químicamente se asemeja mucho a la de la Tierra. Y cuando la misión Rosetta de la Agencia Espacial Europea se convirtió en la primera nave espacial en orbitar un cometa y posar una sonda en él, entre 2014 y 2016, reveló que hasta un 25 % de la masa de dicho cometa se compone de moléculas orgánicas formadas por procesos no biológicos.
Salta a la vista que los cuerpos menores no son actores secundarios en la épica saga de la evolución de la Tierra, sino protagonistas en toda regla. Pero no podemos reducir la perspectiva a su mera utilidad para la Tierra. Las misiones robóticas han subrayado que asteroides y cometas son mundos únicos. Sus morfologías, tamaños y génesis son tan variados que «es como si de pronto tuviésemos un millón de tipos nuevos de planetas por explorar», dice la planetóloga de la Universidad Estatal de Arizona Lindy Elkins-Tanton, investigadora principal de una misión de la NASA destinada a explorar Psyche, un asteroide tal vez metálico.
Más allá de su composición, las heterogéneas dinámicas de los cuerpos menores están revelando la enorme importancia de estos mundos en la conformación del sistema solar que habitamos.
El mismo edificio de Colorado que alberga el control de la misión OSIRIS-REx contiene también la vasta sala en la que los ingenieros construyen otras naves de la NASA, entre ellas una suerte de paleontólogo robótico que pronto partirá hacia Júpiter. Para ver esta nave, el pasado mes de octubre me enfundo una máscara facial y un mono con calzas y capucha diseñado para que mi ropa y mi piel no dejen la menor contaminación. De esta guisa accedo a una enorme sala blanca acompañado de Hal Levison y Cathy Olkin, científicos del Instituto de Investigación del Sudoeste en Boulder.
Levison y Olkin son respectivamente investigador principal y adjunta de la primera misión que explorará los asteroides troyanos de Júpiter, dos enjambres de objetos primordiales que guían y siguen a Júpiter en su órbita en torno al Sol. Olkin y Levison conciben los troyanos como los fósiles del sistema solar, razón por la cual Olkin sugirió dar a la misión el nombre de Lucy, en honor al famoso esqueleto de Australopithecus afarensis.
Visitando asteroides, los científicos confían en descubrir cómo pudo convertirse la superfície de la Tierra en un oasis para la vida, pese a lo cerca del sol que se formó el planeta.
Justo durante la visita los ingenieros están probando un mecanismo clave para que la mirada de la nave no se desvíe de sus objetivos durante una serie planificada de sobrevuelos a alta velocidad. La misión entera se basa en ese brazo robótico. Si se dobla incorrectamente o cuando no toca, los instrumentos de Lucy podrían captar datos borrosos o, peor aún, no ver más que oscuridad.
Formamos un arco alrededor del artilugio, impacientes por verlo funcionar. Se mueve con lentitud, metódico, y hasta ese mínimo movimiento entusiasma a Olkin y Levison. «¡Está vivo! ¡Está vivo!», exclama Levison, bromeando.
Los troyanos de Júpiter que estudiará Lucy no parece que se hayan formado en su actual ubicación, pero resulta complicadísimo acceder a sus órbitas por lo mucho que se parecen a la trayectoria del planeta gigante alrededor del Sol. Si los cuerpos menores actuales intentasen invadir de este modo el terreno de Júpiter, con toda probabilidad colisionarían con el coloso o se verían dispersados por su gravedad, incluso puede que expulsados del sistema solar. ¿Cómo llegaron, pues, a conformar el séquito de Júpiter?
En 2005 Levison y sus colegas del Observatorio Costa Azul de Niza publicaron una hipótesis, el llamado modelo de Niza, que presupone que en sus inicios el sistema solar tenía muchos más cuerpos menores, y que Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno distaban menos del Sol cuando se formaron. Conforme los cuerpos menores atraían gravitatoriamente a aquellos gigantes gaseosos, las órbitas planetarias se iban desplazando, hasta que cayeron en una configuración inestable. En un momento dado, postula la hipótesis, los planetas se tambalearon, y sus órbitas se ampliaron hasta ocupar su posición actual, en la que Júpiter capturó a sus troyanos. En aquella refriega, muchos cuerpos menores o bien se vieron dispersados hacia el interior, en dirección al Sol, o bien fueron desalojados del sistema solar. Los planetas interiores, entre ellos la Tierra, quizás acusaron el evento en forma de bombardeo recrudecido. «Es como si alguien hubiese cogido el sistema solar en sus inicios y lo hubiese sacudido», dice Levison.
Energía solar
Un conjunto de paneles solares que llevará la nave Lucy de la NASA se despliega durante un ensayo en Colorado, en las instalaciones de Lockheed Martin. La nave, cuyo lanzamiento está previsto en el mes de octubre, necesitará dos de estos conjuntos para generar energía durante los 12 años que durará su misión de exploración de los asteroides troyanos de Júpiter. Estos antiguos enjambres, que orbitan el Sol acompañando al planeta gigante, podrían contener información sobre la disposición original de nuestro sistema solar.
Tras su despegue, previsto para este mes de octubre, Lucy pasará junto a una serie de troyanos diana entre 2027 y 2033. Su color, composición, densidad y craterización ayudarán a explicar cuándo y dónde se formó cada uno de ellos en el seno del sistema solar, lo que permitirá hacer estimaciones similares para el resto de los troyanos de Júpiter. Estos datos pondrán el listón muy alto: si pretenden acertar, las futuras simulaciones de la formación temprana del sistema solar deberán replicar los patrones que identifique Lucy.
«Hablamos de la última población estable de planetas menores todavía sin explorar –apunta Olkin–. Es el momento».
Pese a todos estos avances los astrónomos saben que apenas hemos empezado a arañar la superficie de lo que hay ahí afuera y a vislumbrar las oportunidades –o los peligros– que quizá se oculten en la oscuridad.
Cuando el Observatorio Vera C. Rubin de Chile empiece a funcionar en 2023, dedicará un decenio a cartografiar con un grado de detalle asombroso el cielo austral, la mayor parte del cual recibirá 825 visitas. El astrónomo de la Universidad de Washington Željko Ivezić, director científico del proyecto, suele comparar este estudio con el rodaje de «la mejor película de todos los tiempos». Si se montasen todas las imágenes en un time lapse cósmico, la película resultante, a alta definición y a todo color, duraría 11 meses.
Se prevé que a finales de 2033 el Observatorio Rubin haya aumentado de forma espectacular la cifra de cuerpos menores conocidos. Los descubrimientos pronosticados se cifran en otros cinco millones de asteroides del cinturón principal, unos 300.000 troyanos de Júpiter, 40.000 objetos transneptunianos y entre 10 y 100 objetos que pasan por nuestro sistema solar aunque se formaron alrededor de otras estrellas, que se sumarán a los dos identificados por los astrónomos desde 2017.
Para Michele Bannister, astrónoma de la Universidad de Canterbury, en Nueva Zelanda, el potencial de descubrimiento del Rubin es sobrecogedor: «Es como si hasta ahora hubiésemos sido unos niños que han recogido unas cuantas conchas en la playa, admirados de lo bonitas que son, y ven a su alrededor un vasto océano sin fin que de repente pueden salir a explorar».
Se espera que el cartografiado de este mar celeste también identificará otros 100.000 asteroides cercanos a la Tierra ubicados a menos de 195 millones de kilómetros del Sol, algunos de los cuales quizá resulten ser «potencialmente peligrosos» como Bennu: objetos de más de 150 metros de diámetro, con órbitas que los sitúan a menos de 7,5 millones de kilómetros de la trayectoria de la Tierra alrededor del Sol. Si algo hemos aprendido de la COVID-19, es que los sistemas que sustentan la civilización actual son frágiles. Imagine lo que sería recibir una superpedrada cósmica.
«Ni que decir tiene que los asteroides y cometas cercanos a la Tierra constituyen un problema mucho menos probable en comparación con realidades como esta pandemia –afirma Amy Mainzer, planetóloga de la Universidad de Arizona especializada en asteroides cercanos a la Tierra–. Pero tarde o temprano, si les damos tiempo, estos eventos tan improbables ocurrirán».
Para proteger la Tierra de ese destino no se necesitarán variopintas tripulaciones de astronautas dotadas de armas nucleares, como en las películas. Si los astrónomos son capaces de prever una colisión con suficiente antelación, podría lanzarse a tiempo una nave espacial superrápida para que colisione con el asteroide y desactive el peligro de su órbita. En 2022, una misión de la NASA construida y gestionada por el Laboratorio de Física Aplicada de la Universidad Johns Hopkins probará esta maniobra con una nave llamada Prueba de Redireccionamiento de Doble Asteroide, o DART por sus siglas en inglés. La DART se lanzará contra la minúscula luna de un asteroide cercano a la Tierra a unos 24.000 kilómetros por hora para acortar su órbita hasta en 10 minutos.
Si la DART funciona, los humanos del futuro podrían tener que usar una versión a mayor escala para poner coto a Bennu. Pero antes, fragmentos mucho más pequeños de él atravesarán sin causar daño nuestra atmósfera, gracias a la nave espacial dirigida desde las afueras de Denver.
A las 16:13 horas del 20 de octubre de 2020, los 17 segundos para los que vivía Dante Lauretta ya han transcurrido, para su inmensa alegría.
Dos minutos antes, su equipo y él recibieron confirmación de que OSIRIS-REx se hallaba a menos de cinco metros de la superficie de Bennu y que el sistema de detección de obstáculos de la nave le había dado luz verde para proceder. Lauretta sonríe. Al preguntarle cómo se siente, responde con una sola palabra: «Trascendental».
La ingeniera de sistemas Estelle Church confirma en ese momento que se han ejecutado las órdenes enviadas. A millones de kilómetros de la Tierra, esquivando rocas como casas, la OSIRIS-REx ha obtenido el botín y se bate en retirada.
El extremo de su brazo de muestreo se ha llenado tanto de material que no ha sido capaz de cerrarse, y el equipo ha tenido que apresurarse a sellar el contenedor en el interior de su cápsula de retorno. A causa de ello, ignoran qué cantidad de Bennu llegará a la Tierra cuando en 2023 la OSIRIS-REx suelte la cápsula. Pero sospechan que habrá material de sobra, y que el examen de sus propiedades químicas será un terremoto para nuestra comprensión de los inicios de la biología.
«La probabilidad de que exista vida en otro punto de la galaxia, incluso en el universo… Vamos a entenderla mucho mejor», afirma Lauretta.
Estamos hechos de materia estelar, dijo en su día Carl Sagan. Pero como productos del sistema solar que somos, también podemos vernos como hermanos de Bennu, hermanas de Psyche, primos de los cometas, parientes de los asteroides y cometas que relatan nuestras historias más remotas. Bien pensado, también nosotros somos los cuerpos menores del Sol: infinitamente diversos y bellos, portadores de los secretos de la vida misma.
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Michael Greshko es redactor científico de National Geographic.
Este artículo pertenece al número de Septiembre de 2021 de la revista National Geographic.
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