Durante milenios, los leopardos de las nieves han merodeado por algunos de los terrenos más inhóspitos de Asia Central: peñascos vertiginosos, barrancos sin fondo, desiertos a cotas inimaginables. El aire enrarecido de las grandes altitudes, el grueso manto de nieve y las temperaturas bajo cero han permitido a estos felinos poco conocidos sustraerse de la mirada humana, fundiéndose con el paisaje cual fantasmas. Gracias a la conservación, las cámaras trampa y ahora el turismo, por fin podemos verlos.
Un macho de leopardo de las nieves marca su territorio en la región india de Ladakh. Los felinos orinan, dejan arañazos y frotan las glándulas faciales contra las piedras para comunicar su presencia. A diferencia del tigre, su pariente más cercano, el leopardo de las nieves no ruge. En lugar de eso resopla, maúlla, gruñe y sisea.
19 de marzo de 2021, 13:46 | Actualizado a
El macho viejo de leopardo de las nieves era bien conocido en Kibber. No estaba claro cuándo se había hecho amo y señor de los desfiladeros y riscos de esta antigua aldea del Himalaya, pero en los últimos años sus habitantes habían aprendido a reconocerlo –corpulento, con la oreja izquierda mellada– y le seguían la pista hasta donde era humanamente posible. Como todos los leopardos de las nieves, tenía el poder de desvanecerse como un fantasma, esfumándose en las montañas como el humo de las chimeneas de la aldea, dispersándose en el aire frío y enrarecido por la altitud.
Los ejemplares viejos son los que hay que vigilar. Cuando ya no son capaces de cazar los íbices siberianos y los barales que viven en los riscos de caliza, se pasan a presas más fáciles: las cabras y ovejas de los aldeanos, y sus potros y crías de yak.
Una gélida tarde de febrero me agazapé al borde de un barranco para observar al viejo macho con los binoculares. Dormitaba sobre un saliente de la pared opuesta, que caía en picado los casi 300 metros que había hasta el río Spiti. Un velo de copos de nieve danzaba sobre el cañón y de vez en cuando, si agitaba los binoculares, el pelaje del felino, de color humo con manchas oscuras en forma de roseta, se perdía entre las grietas y las sombras. «Maldita sea, otra vez», mascullaba. Prasenjeet apartaba la mirada del visor de la cámara y señalaba; yo seguía su índice para localizar al animal. Al fin y al cabo, aquel era el leopardo de Prasenjeet. Así lo llamaban incluso algunos guías del lugar. Cuando nos llegó noticia del avistamiento de un felino, uno de los guías dijo: «Es el tuyo», tocándose la oreja izquierda.
El fotógrafo Prasenjeet Yadav llevaba dos años siguiendo a ese macho, a pie y con cámaras trampa, en aquel elevado confín del valle del Spiti, en el norte de la India. En las semanas siguientes caminaríamos unos 50 kilómetros, bajando cañones, salvando puertos nevados, escalando cantiles helados. Pero aquel día –el primero para mí en Kibber, todavía mareado por estar a 4.200 metros de altitud–, el felino se había dignado aparecer.
Un macho viejo, bien conocido por los vecinos de Kibber, devora una oveja doméstica que ha cazado cerca de esta pequeña comunidad del valle del Spiti, en el Himalaya indio. Aun cuando tienen acceso a presas salvajes, los leopardos de las nieves no hacen ascos al ganado si se presenta la ocasión.
Desde que estando en la universidad leí El leopardo de las nieves, de Peter Matthiessen, me ha obsesionado avistar una de esas esquivas criaturas. Tal vez porque el autor del libro no lo consiguió. En 1973 Matthiessen pasó dos meses recorriendo Nepal a pie con el legendario biólogo George Schaller; hallaron rastros de los felinos –huellas, arañazos, excrementos–, pero jamás vislumbraron uno. Por entonces se decía que Schaller era uno de los dos únicos occidentales que habían visto un leopardo de las nieves salvaje. En 1970 había tomado la que se cree fue la primera foto de un ejemplar en su hábitat natural. Durante más de dos décadas fue la única imagen conocida de aquel animal solitario y misterioso.
Por eso me pareció una ironía que, cuando por fin conseguía avistar un leopardo de las nieves, el sonido predominante que llegaba a mis oídos era el chasquido continuo de las más de 20 cámaras que captaban centenares de imágenes del felino. Prasenjeet y yo compartíamos aquella cornisa con turistas de todo el mundo, la mayoría de ellos encorvados sobre sus caros teleobjetivos.
Desde hace unos años Kibber se ha convertido en el lugar que ofrece mayor garantía de avistamiento de estos felinos. Pero llegar hasta allí implica un trayecto no apto para cardíacos. El único acceso a la aldea es una estrecha pista que corta en zigzag las empinadas montañas. Y hay que ir en invierno, cuando los leopardos siguen a sus presas hasta cotas más bajas, lo que significa que hay largos tramos de la ruta cubiertos de nieve y hielo.
La víspera, cuando subimos en coche hasta la aldea, me pasé el trayecto aferrado a la manija de la portezuela mientras Prasenjeet superaba al volante recodos imposibles y curvas ciegas. De vez en cuando caía ante nosotros una lluvia de grava, y él detenía el vehículo para inspeccionar el risco en busca de señales de avalancha. Después reanudábamos la marcha, y yo apretaba la manija con más fuerza todavía. Me explicó como si tal cosa que todos los conductores que hacen esta ruta con regularidad conocen historias de vehículos que patinaron y cayeron por el barranco o fueron aplastados por un desprendimiento de rocas. Nosotros mismos tuvimos que retrasar el viaje dos días, al estar la carretera cortada por un corrimiento de tierra. «No te preocupes –me tranquilizó Prasenjeet–. Es seguro al 95 por ciento».
Pero todos mis temores se esfumaron mientras observaba al leopardo de las nieves moviendo su gruesa cola moteada y contemplando sus dominios. Un murmullo recorrió entonces la hilera de turistas y guías. Tres íbices con sus cuernos de cimitarra habían aparecido a un centenar de metros del leopardo. Vimos cómo el felino percibía su olor, se tensaba y erguía lentamente la cabeza. Con movimientos pausados y deliberados, empezó a subir por el escarpe. «Quiere situarse por encima de los íbices para empujarlos hasta el borde del desfiladero», me susurró Prasenjeet.
Al cabo de unos 20 minutos, cuando el sol se ponía y la temperatura se desplomaba por debajo de cero, el felino se había acercado a unos 30 metros de los bóvidos. Las cámaras enmudecieron. Todo el mundo parecía contener el aliento, aguardando a que el felino se lanzase a la carrera. Pero de pronto un penetrante silbido quebró el silencio y los íbices se sobresaltaron. «Es su llamada de alerta –dijo Prasenjeet–. Uno de ellos ha debido de olerlo». Sereno, el leopardo de las nieves descendió y se perdió de vista. Los turistas ateridos, sonriendo de oreja a oreja, siguieron a sus felices guías de regreso a Kibber, donde los aguardaban fuentes cargadas de dal (legumbres) con arroz y humeantes tazas de té chai.
«Acérquese al fuego», me instó Tanzin Thinley. Fuera, el viento agitaba un cordel de banderas de oración deshilachadas; en el interior, nos acurrucábamos en torno a la estufa de leña que caldeaba su sala de estar. Su esposa, Kunzung, se desvivía por atenderme: me trajo chai, una manta de pelo de yak y un par de calcetines de lana tejidos a mano, temiendo que pasase frío.
Thinley, a quien todos en la aldea llaman por el apellido, llevaba una chaqueta de plumas gastada, una gorra con visera y la calma flemática de un hombre que se ha curtido tras 42 inviernos en el Himalaya. Estaba contando una historia que, a juzgar por su expresión, no acababa de explicarse: cómo los habitantes de Kibber habían pasado de detestar a los leopardos de las nieves a venerarlos.
«Todo empezó con Charu», dijo.
En 1996 Charu Mishra, un estudiante de 25 años procedente de Delhi, llegó por primera vez a Kibber, una aldea de unas pocas decenas de familias que viven en casas de adobe y madera, concentradas en una empinada ladera desde la que se domina el valle del Spiti. Antaño parte de un reino tibetano, desde hace siglos en la aldea hay un templo budista donde los monjes anuncian el mediodía con cánticos cuyos ecos se oyen en todo el valle. Los habitantes de Kibber son ganaderos desde hace generaciones y, como todos los pastores del Himalaya, ven en el leopardo de las nieves una grave amenaza para su sustento.
Charu pretendía analizar el impacto de los animales domésticos sobre la fauna salvaje del valle del Spiti. Alquiló una habitación y pasó dos años estudiando los pastos de altura. También se integró en la vida de la aldea. Como la escuela de secundaria no tenía profesor de matemáticas, por las noches daba clases. Cuando la gente enfermaba, los llevaba al médico en su coche. Hacía tareas, encontraba animales perdidos, jugaba partidos de críquet, se hizo socio del club de jóvenes. «Los padres decían a los niños: "Tú puedes ser como Charu" –me contó Thinley–. Yo lo idolatraba».
Tras vivir en Kibber un tiempo, Charu planteó a los ancianos de la aldea la posibilidad de reservar parte de los pastos de montaña para los animales salvajes. Les pareció bien y, sin la competencia del ganado, la población de barales se cuadriplicó. A continuación propuso una serie de métodos no cruentos para ocuparse de los leopardos que amenazaban sus animales, pero ellos los rechazaron con cordialidad, me contó Thinley. «Todos respetaban a Charu, pero los leopardos de las nieves eran como una lacra. A nadie le daban pena».
Sin darse por vencido, Charu acudió a los jóvenes de Kibber y les propuso la idea de hacer unos seguros pecuarios. «Nosotros no sabíamos qué era un seguro», me confesó Thinley. Charu les explicó que los participantes pagarían el equivalente a cinco euros al año para asegurar las crías de yak –que alcanzan un valor de unos 300 euros cuando crecen– contra la pérdida causada por los leopardos. Para impedir partes fraudulentos, el tomador del seguro tendría que jurar sobre la foto del dalái lama que el yak había muerto en las fauces de un leopardo de las nieves.
«No veíamos claro que fuese a funcionar», dijo Thinley. Sin embargo, al término del primer año se abonaron cuatro siniestros. «Los pagos se hicieron delante de toda la aldea. Cuando los ancianos lo vieron, se apuntaron todos».
Desde entonces el programa de seguros –gestionado por una junta de vecinos, entre ellos Thinley, y apoyado por la Fundación para la Conservación de la Naturaleza de la India (NCF) y Snow Leopard Trust– se ha extendido a otras poblaciones del valle del Spiti. Estas iniciativas se tradujeron en un aumento de los avistamientos de leopardos de las nieves en la zona de Kibber y la llegada de los primeros turistas en 2015, el primer año que la carretera estuvo abierta en invierno. El año pasado llegaron más de 200, que dejaron unos 90.000 euros. Charu, que hoy dirige el Snow Leopard Trust, hace hincapié en subrayar que el mérito es de los vecinos. «Yo hice un par de propuestas y la NCF aportó un dinero –me contó en su despacho de Bangalore–, pero el mérito de esos éxitos de conservación es de los habitantes de Kibber y el valle del Spiti».
Una cámara trampa capta al macho viejo en una montaña sobre el valle del Spiti. El fotógrafo Prasenjeet Yadav observó a este felino durante dos años hasta que murió en marzo, al precipitarse por un barranco mientras cazaba un íbice siberiano.
Seguimos sin saber cuántos leopardos de las nieves viven en el valle del Spiti. De hecho, pese a los esfuerzos de Schaller y muchos otros científicos, dar con la cifra exacta es casi imposible. Su área de distribución abarca 12 países centroasiáticos: unos dos millones de kilómetros cuadrados de territorio con algunos de los entornos más inhóspitos para la vida humana. Las altitudes asfixiantes, las temperaturas glaciales y los terrenos agrestes y yermos –buena parte de ellos inaccesibles– se conjugan para limitar, en calidad y cantidad, el trabajo de campo de los científicos.
En los últimos años, un equipo de investigadores de Mongolia ha logrado colocar collares con GPS a 32 leopardos de las nieves, gracias a los cuales ha recabado gran cantidad de información sobre sus desplazamientos por los montes Tost, en el desierto de Gobi. Por ejemplo, ahora se sabe que un macho adulto necesita 220 kilómetros cuadrados de territorio, mientras que una hembra se conforma con unos 120.
No obstante, son cifras que no pueden generalizarse a la totalidad del área de distribución de la especie, tan vasta como diversa. La superficie de territorio que necesita un felino en las altitudes del desierto probablemente no tenga nada que ver con la que demandaría en, pongamos por caso, Siberia. La disponibilidad de presas, la proximidad de los humanos y otros factores tal vez aumenten o reduzcan la cantidad de territorio que necesita. Snow Leopard Trust calcula que el planeta alberga entre 3.500 y 7.000 leopardos de las nieves, pero Charu reconocía que no deja de ser una estimación. «Hemos podido estudiar el 1,5 % de su hábitat. En honor a la verdad, no podemos dar un número exacto de individuos».
Lo que está claro es que en muchos hábitats estudiados por conservacionistas el leopardo de las nieves se ve amenazado por peligros crecientes: la caza furtiva, la minería destructora de hábitat, las represalias de los ganaderos, la desaparición de sus presas. «Los éxitos en Spiti y otros lugares son gratificantes –reconoció–. Pero necesitamos más».
Una hembra vigila a uno de sus dos cachorros en el Parque Nacional de Sanjiangyuan, en la meseta del Tibet, dentro de la provincia china de Qinghai. El área de distribución del leopardo de las nieves abarca unos dos millones de kilómetros cuadrados de 12 países en uno de los terrenos más agrestes del mundo, lo que dificulta su estudio como especie.
Prasenjeet y yo pasamos un puerto de montaña a la luz del amanecer, que arrancaba destellos al paisaje nevado. Namgyal, un guía local que ayuda con las cámaras trampa, avanzaba por delante de nosotros sobre un manto de nieve virgen en la que se hundía hasta los muslos. Nos dirigíamos a unos precipicios en los que Prasenjeet había instalado tres cámaras, que en su opinión ofrecen la mejor oportunidad de captar la foto que llevaba todo el invierno buscando: una hembra con tres crías.
Prasenjeet, de 31 años, tiene mucho que decir en todo lo referente a los grandes felinos de la India. Se crió en una granja en medio de la jungla de las llanuras centrales del país, cerca de la Reserva de Tigres de Pench, uno de los entornos que, según se dice, inspiraron a Rudyard Kipling la ambientación de El Libro de la selva. Desde niño aprendió a reconocer el intenso olor del leopardo común y a discernir su silueta entre las sombras de la selva. «No poníamos nombre a nuestros perros –me contó–. Cada seis meses se los comía un leopardo».
Cuando llegó a Kibber en 2018, Prasenjeet dedicó largas jornadas a explorar y aprender pacientemente de los lugareños, emulando a Charu. Pronto empezó a ver al macho viejo. Lo fotografió acechando íbices y barales, y lo observó devorando a sus presas. Siguió sus huellas, examinó sus excrementos, localizó cuevas en las que había dejado marcas de olor y pelos. Y gracias a una videocámara trampa, admiró de cerca su penetrante mirada turquesa. En la primavera de 2019 Namgyal vio al macho viejo apareándose con una hembra en una cornisa rocosa elevada. A finales del verano nacieron tres cachorros, y desde aquel momento la obsesión de Prasenjeet fue captar imágenes íntimas de la madre con sus crías.
Atravesamos la montaña, bajamos al siguiente valle y ascendimos una cresta. Desde allí subimos trabajosamente por una franja rocosa de cornisas que ofrecían amplias vistas del valle del Spiti. «Esto es como una autopista para los leopardos», dijo Prasenjeet, y explicó que los felinos se valen de las cornisas para moverse por los pastos de altura a los que acuden sus presas. Como si la escena estuviese perfectamente guionizada, justo entonces distinguimos la cabeza de varios barales que nos observaban desde lo alto de un cantil.
Enseguida Namgyal identificó un rastro fresco, incluidas unas huellas pequeñas que podrían corresponder a un cachorro. Prasenjeet localizó una mancha reciente de orina, con la que un felino había marcado su territorio. Varios leopardos de las nieves habían pasado por delante de las tres cámaras. Sin embargo, cuando nos pusimos a examinar las tarjetas de memoria, nos llevamos un chasco tras otro. Una de las cámaras se había quedado sin batería, algo habitual en condiciones de frío extremo. En otra no había saltado el flash. La última sí había tomado imágenes, pero solo de un zorro curioso y de una bandada de chovas piquigualdas.
Prasenjeet se quitó el gorro de tejido polar. Al pasarse los dedos por la melena apelmazada, un efluvio de vapor ascendió al aire gélido. Noté cómo caía sobre él el peso de semanas de frío, duras caminatas y un trabajo sin garantía de éxito. Suspiró. «Bueno, por lo menos sabemos que los leopardos de las nieves andan por aquí».
Volvimos a la aldea al anochecer. Nevaba y se había ido la luz. Thinley nos recibió muy alterado: el macho viejo había intentado cazar el íbice más grande de la zona, pero en la persecución, felino y presa se habían despeñado e ido a parar al río Spiti, 150 metros más abajo.
Una hembra desciende por una ladera del Parque Nacional de Sanjiangyuan. Aquí abundan el baral y otras presas, por lo que caza en un territorio relativamente reducido de 15 o 25 kilómetros cuadrados. Donde la caza escasea, un ejemplar puede necesitar más de 1.000 kilómetros cuadrados para encontrar alimento.
A la mañana siguiente nos topamos con un montón de turistas junto al borde nevado de una de las zonas más profundas del barranco. Namgyal me pasó unos binoculares y allí, casi 300 metros más abajo, sobre el gélido río Spiti, yacía el cadáver de un gran íbice. La corriente salpicaba su cuerpo y sus enormes cuernos.
Un guía que había presenciado el episodio describió cómo el leopardo de las nieves persiguió al íbice barranco abajo, saltando de saliente en saliente. El felino se lanzó al cuello de su presa y ambos se perdieron de vista en el vacío. «Oí el golpe y luego los vi en el río», dijo. Los dos sobrevivieron a la caída; el íbice se debatió en las aguas heladas y a punto estuvo de escapar. Pero el leopardo de las nieves logró morderle el hocico y ahogarlo en el río.
El íbice era un macho grande –de unos 115 kilos frente a los 35 del felino– de un rebaño que frecuentaba la zona de Kibber. «Siempre estaba por allí –dijo Namgyal–. Había perdido el miedo». Los despojos pesaban tanto que el leopardo no podía sacarlos del río, así que se encaramó a ellos para no mojarse y empezó a descarnar el costillar mientras el sol se ocultaba tras las montañas.
Los guías sabían que el felino se alimentaría de los restos durante días, de modo que hicieron madrugar a sus clientes para ubicarlos en los mejores miradores fotográficos. Varios instalaron sillas plegables sobre la nieve, peligrosamente cerca del borde. «Como resbale uno, igual los arrastra a todos», murmuró Prasenjeet.
Con las primeras luces el leopardo hizo una breve visita a su víctima, pero de pronto desapareció entre las rocas. A algunos guías les pareció que cojeaba. Pasaron horas mientras esperamos su regreso. Hacia media tarde nos enteramos de que el departamento forestal acababa de sorprender a un turista en el fondo del barranco, a donde había descendido para filmar al felino sin la pertinente autorización. «Seguramente por eso no ha venido a comer –dijo Prasenjeet–. Estaba asustado».
Cuando el sol empezó a ponerse, la mayoría de los turistas regresaron a la aldea. Prasenjeet, Namgyal y yo estábamos a punto de irnos cuando un guía señaló al íbice con entusiasmo: el leopardo había vuelto. Por espacio de unos minutos, justo antes de que las sombras ocultasen el barranco, observé por los binoculares al viejo macho encaramado sobre el íbice inerte. Lo despedazaba con avidez. En un momento dado levantó la vista, como si percibiese que alguien lo vigilaba.
Una semana después de marcharme de la India recibí una llamada de Prasenjeet. El macho viejo había muerto. Un guía lo había visto precipitarse por un barranco al perseguir otro íbice. Esta vez no sobrevivió. Namgyal ayudó al departamento forestal a recuperar sus restos. Prasenjeet me describió la necropsia en tono sombrío. «Tenía la columna vertebral rota –dijo–. Y además estaba desnutrido, probablemente medio muerto de hambre». Imaginaba que no le habría dado tiempo a comer suficiente carne del gran íbice antes de que se congelara, con lo cual se había visto obligado a salir de caza otra vez.
Los vecinos de la aldea asistieron a la cremación del leopardo. Una gran nevada había cubierto el valle, señal de que aún faltaban semanas para la primavera. Se calentaban las manos al fuego de la pira. El macho viejo era muy querido por todos, sobre todo entre los guías, porque se dejaba ver con relativa facilidad. Este año todos los turistas que fueron a Kibber vieron un leopardo de las nieves. Pero en los días posteriores a la muerte del macho viejo, nadie vio ninguno más. Aun así, la hembra y sus cachorros estaban en algún sitio, y Prasenjeet se proponía encontrarlos.
Este artículo pertenece al número 471 de la revista National Geographic.
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