La guerra santa que Saladino declaró a los cruzados en Palestina culminó con la conquista de Jerusalén en 1187. Su pugna con Ricardo Corazón de León le ganó fama de gran general y monarca compasivo y tolerante.
Saladino era más bien bajo y de complexión frágil, muy moreno y de rostro amable.
Óleo por Cristofano dell’Altissimo. Siglo XVI. Galería de los Uffizi, Florencia.
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Al-Nāsir Ṣalāḥ ad-Dīn Yūsuf ibn Ayyūb (en kurdo, Selahedînê Eyûbî; en árabe, صلاح الدين يوسف بن أيوب), más conocido en Occidente como Saladino, Saladín, Salahadín o Saladine (2 de febrero del 1137, Tikrit (Irak)-4 de marzo de 1193, Damasco),1 fue uno de los grandes gobernantes del mundo islámico, siendo sultán de Egipto y Siria e incluyendo en sus dominios Palestina, Mesopotamia, Yemen, Hiyaz y Libia.2 Con él comenzó la dinastía ayubí, que gobernaría Egipto y Siria tras su muerte.
Defensor del islam y particularmente de la ortodoxia religiosa representada por el sunismo, unificó política y religiosamente el Oriente Próximo al combatir y liderar la lucha contra los cristianos cruzados y acabar con doctrinas alejadas del culto oficial musulmán que representaba el Califato abasí. Es particularmente conocido por haber vencido en la batalla de Hattin a los cruzados, tras lo cual volvió a ocupar Jerusalén para los musulmanes y se tomó Tierra Santa. El impacto de este acontecimiento en Occidente provocó la Tercera Cruzada liderada por Ricardo I de Inglaterra que se convirtió en mítica tanto para cristianos como para musulmanes.
Su fama trascendió lo temporal y se convirtió en un símbolo de caballerosidad medieval, incluso para sus enemigos. Sigue siendo una figura muy admirada en la cultura árabe, kurda y religión musulmana.
A finales del siglo XII, la Tercera Cruzada en Tierra Santa reunió a algunos de los más grandes príncipes cristianos del momento: Federico Barbarroja, emperador de Alemania; Felipe Augusto, rey de Francia, y Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra y duque de Normandía.
La llegada de todos ellos a Palestina tenía un solo objetivo: hacer frente a un sultán de origen kurdo que en unos pocos años había creado un vasto imperio islámico en todo el Próximo Oriente y que, en una serie de campañas fulgurantes, había reducido las posesiones cristianas en la región a unos pocos enclaves costeros.
Ricardo Corazón de León descabalga a Saladino, salterio Luttrell (1325-1340), Museo Británico, Londres.
Salah ad-Din, Saladino para los cronistas cristianos, galvanizó el ímpetu guerrero musulmán y demostró que los cruzados podían ser vencidos y expulsados de Tierra Santa, como en efecto sucedería un siglo después. Nacido en Tikrit, al norte del actual Iraq, en 1138, en el seno de una familia de militares kurdos, su carrera militar y su personalidad dejaron una profunda huella en sus contemporáneos, incluso entre sus enemigos. Generoso, piadoso y valiente, dio a los cruzados un ejemplo de nobleza y caballerosidad que se haría legendario.
DUEÑO DE EGIPTO
Por aquel entonces, el Islam se extendía por un territorio amplísimo: Asia Central, la zona del mar Caspio, Iraq, Mesopotamia, Arabia, Palestina, Siria y Egipto, hasta el norte de África y la parte meridional de la península Ibérica. Sin embargo, ese extenso espacio no estaba unificado políticamente. En Bagdad, los califas abasíes ejercían una autoridad nominal, puesto que el poder real estaba en manos de sus visires o sultanes turcos, jefes de tribus que habían penetrado desde Asia Central hacía tiempo y que, tras convertirse al Islam, se constituyeron en tropas mercenarias al servicio de los califas.
El último de estos linajes turcos en alzarse con el poder en Mesopotamia y Siria fue el de los zangíes. Zangi y, a partir de 1148, su hijo y sucesor Nur al-Din crearon en la región un gran Estado formalmente sometido al califa de Bagdad. Como musulmán ortodoxo, suní –la fe religiosa dominante en el Islam, que se consideraba heredera del Profeta–, Nur al-Din pretendía establecer una nueva unidad, política y religiosa, en el mundo islámico, para así asegurar al mismo tiempo su propio poder, reciente y aún no bien asentado. El instrumento para lograrlo era la guerra santa, la yihad, preconizada por Mahoma, según el cual todo buen musulmán tenía la obligación de defender su fe con las armas.
La mezquita de Ibn Tulum es la más antigua de El Cairo y fue erigida poco antes de que los fatimíes conquistasen la ciudad. Tras la muerte del último califa fatimí, en 1171, Saladino quedó como dueño indiscutible de Egipto.
Patio de la Gran Mezquita de Damasco, con la cúpula del Tesoro en primer término. Saladino ocupó la ciudad en 1174, lo que le dio el control de toda Siria. Murió allí en 1191 y fue enterrado en un mausoleo situado detrás de la mezquita.
Cuando éste murió en 1169, Saladino se convirtió en el hombre fuerte en Egipto y concibió el proyecto de crear un Estado propio bajo su única dirección. En 1171 abolió el califato fatimí, al tiempo que acometía una serie de campañas de conquista en el norte de África. Cuando tres años después falleció Nur al-Din, su herencia recayó en su hijo, un niño de apenas once años, As-Saleh. Saladino se declaró su tutor, y desde esa posición se lanzó durante la década siguiente a la conquista de Siria y Mesopotamia, hasta convertirse en dominador de todo el Próximo Oriente, sobre todo después de la repentina muerte del hijo de Nur al-Din en 1181, lo que le permitió asumir todo el poder. La conquista de Alepo en 1183, plaza que se mantuvo durante mucho tiempo fiel al linaje de Nur al-Din, afianzó definitivamente su poder.
GUERRA CONTRA LOS CRISTIANOS
Como soberano, Saladino, para evitar divisiones y problemas internos, decidió intensificar la política de unidad religiosa según los principios de la ortodoxia suní. Impulsó para ello la creación de numerosas madrasas, lugares de estudio del Corán donde se preparaban los futuros dirigentes religiosos y políticos musulmanes. Desde las madrasas se hacía una ferviente defensa de la ortodoxia suní, y en ellas Saladino encontró apoyo para su lucha contra los fatimíes de Egipto, que al fin y al cabo constituyó una guerra santa contra musulmanes.
Consecuencia inevitable de esta política de unidad y fervor religioso fue el enfrentamiento directo contra el gran enemigo de la fe islámica en el Próximo Oriente: los Estados cristianos establecidos en Palestina y Siria. Las dos primeras cruzadas, emprendidas en 1095 y 1145, había supuesto la llegada de guerreros cristianos a los territorios próximos a Jerusalén, en la Palestina y Siria actuales. Fueron empresas victoriosas, y dieron lugar a la conquista de Jerusalén y de una serie de territorios que se repartieron entre los principales caballeros, formando pequeños dominios feudales.
Coronación de Guido de Lusignan como rey de jerusalén por su esposa Sibila. Historia de Guillermo de Tiro, 1770-1779, Biblioteca Nacional de Francia, París.
Saladino necesitaba derrotar a los cruzados para asegurar su autoridad, pues en esos años no le faltaron los rivales internos, como prueban los varios intentos de envenenamiento que sufrió y los dos atentados que organizaron contra él los «asesinos», una secta chií conocida por su consumo ritual de hachís (de ahí su nombre, hashshashin). La guerra contra los cristianos serviría para aglutinar a todos los creyentes bajo el liderazgo del «sultán del Islam y de los musulmanes», como Saladino se tituló desde 1184.
Saladino supo utilizar con gran habilidad las diferencias que existían entre los distintos Estados cristianos: el reino de Jerusalén, el condado de Trípoli y el principado de Antioquía. Algunos cruzados, sobre todo los recién llegados, eran partidarios de hacer constantemente la guerra contra los musulmanes para mantener así el espíritu de cruzada. Otros, en cambio –como Raimundo, conde de Trípoli, con quien Saladino mantuvo cordiales relaciones–, preferían la convivencia pacífica, en parte por motivos económicos, pues empleaban a campesinos musulmanes para cultivar sus tierras.
LA CONQUISTA DE JERUSALÉN
En 1185, la muerte del rey Balduino IV el Leproso abrió una crisis en el reino de Jerusalén que dio alas a los elementos más belicistas entre los cristianos y provocó, a la postre, la guerra abierta. El detonante fueron las provocaciones contra los musulmanes de un señor cristiano de frontera, Reinaldo de Châtillon, quien, después de una incursión contra La Meca, la ciudad sagrada de los musulmanes, atacó en 1186 una caravana árabe.
Saladino derrota a los cruzados en Hattin, miniatura de un manuscrito del siglo XII.
Saladino consideró rota la tregua que desde el año anterior regía entre cristianos y musulmanes y reunió tropas propias y de sus aliados para atacar el reino de Jerusalén. En 1187 Guido de Lusiñán, que acababa de ser coronado soberano de Jerusalén por la facción más belicista de los cruzados, lanzó una gran ofensiva contra Saladino cerca de Tiberíades, pero el sultán logró cercar el ejército cristiano y le infligió una aplastante derrota en Hattin, el 4 de julio de 1187. El caudillo victorioso permitió escapar a Raimundo de Trípoli con sus hombres, pero exigió un elevado rescate por los demás caballeros apresados, entre ellos Guido. A Reinaldo de Châtillon, también capturado, Saladino lo ejecutó con sus propias manos, tal como había prometido tras la incursión del cruzado contra La Meca.
A partir de este momento, Saladino fue ocupando las plazas más importantes de los cruzados: la propia Tiberíades, Acre, Ascalón, Gaza... La última etapa de este avance era la ciudad de Jerusalén. Entre los cristianos de la Ciudad Santa había dos grupos bien definidos: los cristianos ortodoxos, que prestaban obediencia al Patriarca de Constantinopla, y los seguidores del Papa de Roma. Los primeros estaban dispuestos a entregar la ciudad a cambio de que se respetara el culto cristiano, pero los católicos se opusieron. Por ello, el 20 de septiembre de 1187, Saladino puso sitio a la ciudad. Sin tropas para defenderla, los cristianos se vieron forzados a abrirle las puertas el 2 de octubre.
SALADINO Y RICARDO
Con la conquista de Jerusalén, Saladino había dado a Occidente el pretexto que esperaba para emprender una nueva guerra santa: la Tercera Cruzada. Desde 1189 empezaron a llegar barcos con cruzados para poner sitio a Acre, cuyo puerto pretendían utilizar como base de operaciones en la guerra contra el sultán. En el mes de octubre del mismo año llegó por tierra a Constantinopla un poderoso ejército al mando del emperador de Alemania, Federico Barbarroja. Sus tropas tuvieron grandes problemas al atravesar Asia Menor en el verano del año siguiente y el emperador murió ahogado mientras se bañaba en un arroyo, posiblemente a causa de un ataque al corazón. Esto motivó que su ejército se dispersara por territorio turco y bizantino, sin lograr ningún éxito.
En abril de 1191 llegaron las tropas del rey Felipe Augusto de Francia, que estrecharon el cerco sobre Acre, y a primeros de junio arribó el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León. Las relaciones entre ambos monarcas europeos no fueron fáciles; se habían unido circunstancialmente en defensa de la fe cristiana y para obedecer al Papa, pero tenían intereses contrapuestos. Al francés le afectó el clima y siempre estaba enfermo, lo que hizo que, tras lograr conquistar finalmente Acre en julio de 1191, considerara cumplida su misión y volviera a Francia.
Felipe Augusto embarca hacia Tierra Santa. Iluminación de Pasajes de Ultramar publicado por Sébastien Mamerot y Jean Colombe en el siglo XV.
Ricardo, por su parte, emprendió una ofensiva inicialmente exitosa contra las posiciones de Saladino en la costa palestina. En 1192 volvió a fortificar Ascalón y llegó a amenazar Jerusalén. Al mismo tiempo, el monarca inglés sentía una extraña fascinación por Saladino, cuya fama había llegado a Inglaterra. Desde el primer momento pretendió mantener una entrevista con el sultán y llegar a algún acuerdo con él.
Así, viendo que no iba a conseguir reconquistar Jerusalén, quiso concertar el matrimonio de su hermana Juana, que acababa de enviudar, con un hermano de Saladino, Al Adil, creando para ellos un reino con las tierras y ciudades de la franja litoral. El futuro novio no veía mal la boda; Saladino, escéptico, también aceptó, pero Ricardo comunicó al final que su hermana se negaba a casarse con un musulmán.
Krak de los caballeros, en Siria. Esta fortaleza cruzada fue erigida para proteger la ruta entre Homs y Trípoli. Saladino la asedió infructuosamente en 1188.
Ricardo no logró sus propósitos frente a Saladino, ni por la fuerza ni mediante la diplomacia. La personalidad y la política de ambos rivales eran muy divergentes. El monarca inglés luchaba por el éxito a toda costa y no se detuvo ante las medidas más extremas, como la masacre de 3.000 prisioneros musulmanes en Acre. Saladino también protagonizó acciones cruentas, como la ejecución de 200 caballeros templarios y hospitalarios capturados en Hattin; pero, en general, utilizó la clemencia y la negociación como sus mejores armas.
En las negociaciones, Ricardo exigió la devolución de Jerusalén, pero Saladino se negó en redondo; «la Ciudad Santa es tan nuestra como vuestra», le respondió. Aceptaba, eso sí, que los cristianos pudieran peregrinar a ella para rezar en los Santos Lugares. Ricardo I estaba ansioso por volver a Inglaterra, y fue así como en septiembre de 1192 se acordó una paz por cinco años, por la que los cruzados se aseguraban el dominio de la franja costera entre Tiro y Jaffa, pero renunciaban a la reconquista de Jerusalén.
EL FINAL DEL HÉROE DEL ISLAM
Saladino no disfrutó mucho tiempo de su éxito: murió tan sólo seis meses después de la firma de la paz, el 2 de marzo de 1193, en Damasco, rodeado de sus numerosos hijos y de su única hija, de sus mujeres y de sus fieles. Tenía 55 años, aunque sus continuos achaques lo habían envejecido prematuramente. En los últimos tiempos se hizo acompañar por Maimónides, filósofo y médico judío andalusí, al que había hecho venir desde Córdoba, y se complacía con su sabiduría.
En el Occidente cristiano, los caballeros que habían vuelto de la cruzada sin haber podido reconquistar Jerusalén propagaron, para justificar su derrota, mil historias crueles sobre Saladino y su ejército. Pero pronto se impuso, incluso en Europa, la imagen del sultán que ha llegado hasta nuestros días: la de un guerrero invencible y, sobre todo, un dechado de espíritu caballeresco.
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