jueves, 10 de agosto de 2023

LOS HÉROES DEL ESTADIO: El origen de los juegos olímpicos: todo empezó en Grecia

Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., los Juegos Olímpicos de la antigüedad se iniciaron en Grecia en el siglo VIII a.C. en la ciudad de Olimpia, se realizaron entre los 776 a.C., hasta los 393 d.C., que se prohibieron; en el siglo XIX surgió la idea de realizar eventos similares a la antigüedad, concretándose gracias al noble francés Pierre Frédy, barón de Coubertin, quien fundó el Comité Olímpico Internacional en 1894.
En Grecia antigua, se celebraban los Juegos Olímpicos, entre ciudades estados, paralizando sus guerras y conflictos por el tiempo que duraban los juegos, conocida como Tregua Olímpica cada cuatro años en Olimpia, se realizaron 291 ediciones, de las cuales 194 fueron antes de la era común y 97 con posterioridad; los Juegos Panatenaicos, que se celebraba cada año en Atenas, era fiestas religiosas en honor a Atenea; Juegos Nemeos, eran las competiciones deportivas Panhelénicas, cuya sede era en Argólide denominada Nemea, eran unos juegos fúnebres, se celebraban cada dos años; los Juegos Píticos, se celebraban en el Santuario de Delfos, era los consagrados a Apolo, fueron uno de los cuatros Juegos Panhelénicos y se celebraban cada cuatro años; los Juegos Ístmicos, llamados así por que realizaron en el Istmo de Corintio en honor a Poseidón, este santuario fue condicionado en Istmia para darles cabida, se realizaban cada dos años y duraban varios días; los Juegos Hereos, eran realizados en Argos y Olimpia en honor a la diosa Hera y reservado a las mujeres, cada cuatro años por un grupo de 16 mujeres, puede considerarse como los pioneros en las competiciones femeninas......    ...siga leyendo......................

Carreras de carros, luchas de púgiles y pruebas de velocidad eran para los griegos una forma de emular a sus héroes míticos, como Heracles

Se cree que esta estatua, conocida como Bronce A de Riace, representa a un atleta que venció en una carrera a pie en unos Juegos. Museo de Reggio.

Wikimedia Commons


Ruinas del estadio de Olimpia
https://es.wikipedia.org/wiki/Juegos_Ol%C3%ADmpicos


Sello griego de los primeros Juegos Olímpicos.
https://es.wikipedia.org/wiki/Juegos_Ol%C3%ADmpicos


Olimpia, frontón completo.
https://es.wikipedia.org/wiki/Olimpia


Plano de Olimpia (el ancho completo del plano representa 625 m). Los colores de los edificios representan distintos periodos: periodo arcaicoperiodo clásicoperiodo helenístico y periodo romano.
https://es.wikipedia.org/wiki/Olimpia


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Ante los ojos de una multitud expectante, los dos luchadores trababan sus cuerpos: sus espaldas crujían bajo la presión vigorosa de sus brazos y el sudor les corría por el cuerpo, mientras de sus costados y hombros iban brotando numerosas magulladuras y moratones; ellos, en cambio, no cejaban en su afán por conseguir de una vez la victoria. Dos veces había logrado derribar a su adversario cada uno de los contrincantes, pero la llave definitiva se hacía esperar y la muchedumbre se impacientaba. 

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Por fin, uno de ellos consiguió doblegar las rodillas a su oponente y, derribándole sobre el polvo, se lanzó con todo su peso sobre el pecho del contrincante yacente. Entonces, los espectadores, que habían peregrinado hasta Olimpia procedentes de todos los rincones de Grecia, corearon enfervorizados el nombre del vencedor, mientras un heraldo le proclamaba «el mejor de los griegos».


Escenas como ésta bien pudieron haberse contemplado una vez cada cuatro años –desde el año 776 a.C. hasta el año 394 d.C., cuando se prohibieron– en Olimpia o en cualquiera de los otros santuarios que acogían las célebres competiciones atléticas de los griegos. No hay duda de que se asemejan mucho a los espectáculos deportivos actuales, con sus exhibiciones de poderío o habilidad física que despiertan el entusiasmo del público. Pero, para los griegos, enfrentamientos como el descrito tenían un significado más profundo. En su mente, el espectáculo evocaba episodios de su pasado remoto, el que se narraba, por ejemplo, en su gran poema nacional, la Ilíada


Atletas entrenándose para el lanzamiento de jabalina y disco, Kylix del pintor Onesimos, siglo V a.C.

Wikimedia Commons


Discóbolo. Estatua que representa el lanzamiento de disco


En el canto XXIII, Homero cuenta con todo lujo de detalles una lucha entre dos guerreros del ejército de Aquiles, al igual que otras competiciones muy parecidas a las que podían verse en Olimpia: una carrera de carros, otra carrera a pie, concursos de lanzamiento de peso y de jabalina, e incluso una llamativa prueba de puntería en la que había que cortar con una flecha el cordel del que colgaba una paloma.

En el relato de Homero todas estas pruebas se desarrollaban con un motivo concreto: las ceremonias fúnebres organizadas por Aquiles en honor de su compañero Patroclo, caído en la guerra. No es un caso excepcional en la literatura griega antigua. En el mismo canto de la Ilíada, el anciano Néstor rememora cómo en su juventud había participado en una competición semejante en ocasión de la muerte de otro héroe. En torno a la misma época, el siglo VII a.C., Hesíodo proclamaba que había recitado su poesía en unos juegos funerarios celebrados en honor de Anfidamante, rey de Calcis. 

LOS JUEGOS Y LA GUERRA DE TROYA

Todo ello ha hecho pensar a los historiadores que las competiciones deportivas típicas de los griegos se originaron en los antiguos juegos funerarios, tal como se relatan en Homero y están representados en la decoración de numerosas vasijas. El «espíritu agonal» de los griegos, su gusto por la lucha y la competición (tal es el significado del término griego agón), se habría manifestado por igual en esos episodios homéricos y en los juegos atléticos de la época clásica. 


La palestra de Olimpia. Este edificio, de planta cuadrada y de 66 metros de lado, se utilizaba para que los atletas especializados en lucha, pugilato y pancracio llevasen a cabo sus entrenamientos antes de la competición. Siglo II a.C.   

iStock


 De ahí los numerosos rasgos comunes entre unos y otros, como el carácter aristocrático de las competiciones. En la Odisea se cuenta, por ejemplo, cómo Ulises, al desembarcar en la isla de los feacios, asistió a unos juegos improvisados por los nobles del lugar en su honor; pero cuando el héroe se dispone a tomar parte en la prueba de disco, uno de los aristócratas, ignorando quién era en realidad el náufrago, declara con arrogantes palabras que sólo los auténticos nobles podían participar: «No te veo, extranjero, como una persona adiestrada en las competiciones atléticas, sino como a uno de esos que viajan con su barco de muchos remos, un capitán de mercaderes, ya que en nada te pareces a un atleta».
Huelga decir que Ulises acabará haciéndole pagar su altivez derrotándolo en la prueba. En épocas posteriores, la nobleza dejó de ser un requisito ineludible para participar en los agones deportivos, pero eran los nobles quienes los organizaban, dictaban las normas y designaban los premios para los vencedores. Otro aspecto que recordaba los orígenes aristocráticos de los juegos era la reverencia que se rendía a los competidores con una evidente superioridad física, hasta el punto de que a veces ni siquiera debían demostrarla sobre el terreno. 

Los Juegos Nemeos se instituyeron para conmemorar la muerte del león de Nemea a manos de Hércules, como muestra esta crátera. Museo de Newark.

Wikimedia Commons

En la Ilíada, en el episodio de los funerales de Patroclo, cuando el rey de reyes Agamenón se levanta para participar en el concurso de la jabalina, Aquiles le entrega directamente el premio: «¡Bien sabemos en cuánto aventajas a todos y lo superior que eres al resto tanto en fuerza como en el manejo de la jabalina! ¡Toma, pues, este premio y llévatelo!». Agamenón no tiene necesidad de reafirmar su estatus en una competición, pues su primacía es reconocida por todos. En el mundo de Homero no había nada de antiheroico en ceder ante el mejor.

Esta misma actitud aparecía en los Juegos Olímpicos, por ejemplo cuando se sorteaban los contrincantes en las pruebas de lucha. Los participantes, desnudos, se reunían en círculo y extraían de una urna una ficha marcada con una letra, de modo que aquellos luchadores que hubieran sacado la misma letra quedaban emparejados; un tipo de sorteo que coincide exactamente con el procedimiento que en el canto VII de la Ilíada usan los héroes griegos para designar al contrincante del príncipe troyano Héctor en el campo de batalla. 

En la Ilíada, las competiciones como las carreras, el pugilato o el lanzamiento de jabalina se denominan athla, origen del término «atlético». Abajo, estatua de un boxeador. Museo Nacional Romano.

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Dado que no existía distinción de categorías según el peso, los emparejamientos podían ser bastante desiguales, por lo que a los luchadores olímpicos se les ofrecía la posibilidad de renunciar al combate cuando la superioridad del contrincante era manifiesta. Claro que esta actitud no siempre era honrosa; Pausanias refiere que en el año 25 d.C. un competidor, al ver a su oponente, escapó a la carrera, siendo ésta la única vez en la que un atleta resultó multado por cobardía. 

LAS CARRERAS DE CARROS

La mejor manifestación de la pervivencia de la mentalidad de los agones aristocráticos representados por Homero se encuentra en la prueba que abría los Juegos de Olimpia: la carrera de carros. Desde tiempos de la Edad del Bronce, los señores de la guerra micénicos habían exhibido su prestigio sobre sus carros de guerra, y de ello guardan recuerdo los poemas homéricos y numerosas reliquias halladas en tumbas micénicas.


Así, no es de extrañar que los depositarios del viejo modo de vida aristocrático potenciaran estas carreras hasta convertirlas en la prueba más vibrante y prestigiosa de los juegos atléticos, la que despertaba mayor expectación. Así lo muestran los epinicios u «odas de victoria» que el poeta Píndaro dedicó a los vencedores de los Grandes Juegos (Olímpicos, Ístmicos, Píticos y Nemeos), poemas dedicados casi siempre a las carreras de carros. 


En Delfos, sede del oráculo más famoso de Grecia, se celebraban los Juegos Píticos, en honor de Apolo. Además de competiciones atléticas había representaciones teatrales. En la imagen, el teatro, del siglo IV a.C.

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La competición presentaba la singularidad de que la victoria no recaía sobre el conductor, sino sobre el dueño (o la dueña) del carro vencedor. Este hecho, que desde un punto de vista moderno parece ajeno a toda justicia olímpica, obedecía al alto rango social de los poseedores de caballos.

Entre los vencedores de esta prueba no faltaban los poderosos tiranos de la Magna Grecia, como los celebrados por Píndaro en sus odas, o ambiciosos aristócratas, como el famoso Alcibíades, que, para afianzar su prestigio político en Atenas, inscribió siete cuadrigas en las Olimpíadas de 416 a.C., con las que obtuvo el primero, el segundo y el cuarto puestos. Incluso el emperador Nerón tomó parte en la prueba en 67 d.C.; los jueces le concedieron la victoria a pesar de que se cayó y no terminó tan siquiera la carrera.

LOS CINCO DESAFÍOS OLÍMPICOS

El programa competitivo de las Olimpíadas fue perfilándose con el tiempo. Aunque los Juegos duraban siete días, en los que se desarrollaban diversas ceremonias, las competiciones se concentraban en tres jornadas. Se cree que, tras la carrera de carros y otras pruebas ecuestres, se continuaba por el pentatlón o «quíntuple desafío», que comprendía salto, lucha, lanzamiento de disco y de jabalina, y carrera pedestre; una combinación muy semejante, por cierto, a la que Homero relata en el episodio de los funerales de Patroclo.



En Olimpia también se celebraban juegos sólo para mujeres. Éstas competían en carreras pedestres, vestidas con una túnica corta. Abajo, estatua en bronce de corredora. Museo Británico.

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De las cinco pruebas, la de características más controvertidas es la del salto: de acuerdo con las representaciones cerámicas, los saltadores sostenían una pesa en cada mano y ejecutaban un salto múltiple: tal vez cinco saltos seguidos con pausa entre uno y otro, con lo que se alcanzaban marcas de 16 metros. La prueba se disputaba «al mejor de cinco», es decir, bastaba con que uno consiguiera la victoria en tres de las cinco pruebas para ser declarado el atleta más completo.
Seguían las disciplinas de lucha, como el boxeo, que terminaba cuando uno de los contrincantes se rendía alzando la mano o era noqueado, de forma muy parecida a como nos cuenta Homero: «Se abalanzaron uno contra otro y cruzaron entre ellos sus recias manos; terribles eran los crujidos de las mandíbulas, y el sudor chorreaba por todos sus miembros. Pero entonces Epeo se lanzó al asalto y, en un descuido de su adversario, lo golpeó en la mejilla y ya no pudo mantenerse en pie por más tiempo […]; le sacaron del medio del corro arrastrando los pies y vomitando espesa sangre con la cabeza echada hacia un lado». 


Este relieve de mármol del siglo VI a.C. muestra a dos jóvenes atletas practicando la lucha. Esta variedad consistía en derribar al oponente con una presa, pero sin golpearlo. 

Museo Arqueológico Nacional, Atenas.

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Pero era la lucha propiamente dicha (palé) la que alcanzaba mayores cotas de popularidad, y una razón de ello era la forma en que se identificaba a los grandes luchadores con Heracles, el héroe griego por excelencia. Se decía, por ejemplo, que cuando Milón de Crotona, el más célebre de todos los campeones de lucha, fue a la guerra contra Síbaris acudió revestido con una piel de león y una clava (los atributos de Heracles) además de con sus seis coronas olímpicas. 
La fama de Milón llegó a tal punto que pronto surgieron fabulosas leyendas en torno a su figura, como la que atañe a su muerte: intentando partir con sus manos un tronco que los leñadores habían marcado previamente con el hacha, quedó atrapado y fue devorado por una manada de lobos. Sin embargo, los luchadores no siempre respetaban el código ético de sus modelos míticos. Pausanias menciona que uno había obtenido la victoria mediante la expeditiva técnica de fracturar los dedos de su oponente, aunque una placa de bronce hallada en Olimpia prohíbe esa práctica. Pero donde todo estaba permitido –salvo morder y meter los dedos en los ojos– era en una popular combinación de boxeo y lucha denominada pancracio, que se podría traducir como «poder total».

Los Juegos Nemeos se instituyeron en el año 573 a.C. en honor del dios Zeus, que recibió por ello el epíteto de Nemeo. Arriba, en la imagen, templo de Zeus en Nemea, del siglo IV a.C.

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Finalmente se celebraban las pruebas de velocidad. La del stadion –llamada así por la longitud de la pista de Olimpia, un «estadio» o 192 metros– era la más antigua de todas, ya que se considera la única disciplina en la que se compitió en la Olimpíada de 776 a.C. Por este motivo, el nombre de los «vencedores olímpicos», olympionikai, usado para identificar las distintas Olimpíadas, se concedía al vencedor del stadion. La jornada se completaba con una carrera de ida y vuelta por el estadio, el diaulos, y otra de resistencia, el dolikhos, en la que se recorría veinticuatro veces la pista (es decir, unos cinco kilómetros). Una de las últimas pruebas en incorporarse fue la «carrera de hoplitas», el hoplitodromos, en la que los corredores participaban equipados con la armadura hoplita, si bien más tarde corrían sólo con el escudo.

LA RECOMPENSA DE LA FAMA

Los Grandes Juegos se cerraban con la ceremonia de entrega de premios. Cada uno de los triunfadores era proclamado como «el mejor entre los griegos» y recibía una corona vegetal, hecha con las hojas del árbol consagrado a las diferentes divinidades que auspiciaban los Juegos: de olivo en Olimpia, de laurel en Delfos, de apio fresco en Nemea y de apio seco en Corinto. A simple vista, esta corona distaba mucho de la clase de recompensas que Aquiles ofreció a los vencedores en los juegos funerarios de Patroclo, según el relato de Homero: allí los premios son valiosos trípodes, cargamentos de hierro, yeguas, mulas, cabezas de ganado y un amplio elenco de bienes de prestigio.

Cuadriga en la carrera. Escena de una ánfora panatenaica del siglo VI a.C. Museo Arqueológico Nacional, Tarento.

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Pero hay que tener en cuenta que los campeones olímpicos también obtenían premios materiales, como la exención de impuestos o ser mantenidos a expensas de su ciudad para el resto de su vida, honor que se extendía a su familia y descendientes. Si bien las competiciones atléticas eran certámenes en los que los atletas concursaban por su fama individual, ésta también alcanzaba a sus conciudadanos, que por ello ensalzaban al vencedor como un héroe.

Escena de lucha atlética en una cerámica de figuras rojas. 500 a.C. Museo Arqueológico Nacional, Atenas.

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En cualquier caso, la recompensa más valiosa que recibía un campeón en los Juegos era la gloria: si los guerreros homéricos soñaban con ser inmortalizados en poemas que proclamaran sus hazañas, los campeones olímpicos ansiaban verse perpetuados en los poemas que ellos mismos, o su ciudad, encargaban para ensalzar su nombre y en los que aparecían equiparados a los héroes míticos.

Monumento conmemorativo a la victoria del carro de Krates, Museo del Ágora, Atenas.

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También eran glorificados por medio de estatuas, como el famoso Diadúmeno o «atleta coronado», de Policleto, que constituye una de las más excelsas representaciones plásticas del ideal olímpico. Muchas de estas esculturas se colocaban en torno al templo de Zeus en Olimpia, como si fuesen mortales que, al igual que los héroes de antaño, habían merecido el honor de mirar a los ojos a sus dioses.

NATIONAL GEOGRAPHIC

Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui

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