domingo, 3 de junio de 2018

NATURALEZA : AVES .- NATIONAL GEOGRAPHIC .- La fabulosa diversidad de las aves

Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., gracias a la Revista National Geographic, que ha elaborado un reportaje de la diversidad de aves y pájaros que existen en el mundo, lo mostramos aquí para su lectura con una taza de café puro, para saborear la belleza del medio ambiente y la biodiversidad  con tantos y bellos pájaros que existen en diferentes países del mundo.

http://www.nationalgeographic.com.es/naturaleza/grandes-reportajes/fabulosa-diversidad-aves_12205
Miles de especies distintas sobrevuelan nuestras cabezas y su diversidad morfológica es espectacular. De la mano de los fabulosos retratos de Joel Sartore nos preguntamos: por qué son importantes las aves

cacatúa abanderada
(Cacatua leadbeateri)
Fotos: Joel Sartore, tomadas en el Zoo de Houston, Zoo y Acuario Henry Doorly de Omaha, Nebraska, Parrots in Paradise, Australia; Parque Aviar de Jurong, Singapur; Zoo y Acuario de Columbus, Ohio.

Loro cacique (Deroptyus accipitrinus)
Fotos: Joel Sartore, tomadas en el Zoo de Houston, Zoo y Acuario Henry Doorly de Omaha, Nebraska, Parrots in Paradise, Australia; Parque Aviar de Jurong, Singapur; Zoo y Acuario de Columbus, Ohio.

Buitre de El Cabo (Gyps coprotheres)
Los buitres no son precisamente las aves más adorables: son grandes y feas, y comen cosas asquerosas de forma asquerosa. Pero si ellos no limpiasen la carroña, las poblaciones de insectos aumentarían, y las enfermedades se dispararían. Este trío de buitres de El Cabo son nativos del sur de África.
Foto: Joel Sartore, tomada en el Zoo del Monte Cheyenne, Colorado Springs, Colorado
 
Autillo cariblanco norteño (Ptilopsis leucotis)
Esta especie de autillo habita una amplia franja del África subsahariana. Es un formidable cazador nocturno, como la mayoría de los estrígidos, gracias a su oído y su vista supersensibles y a las plumas primarias especiales que le permiten abalanzarse sigilosamente sobre las presas.
Foto: Joel Sartore, tomada en el Jardín Botánico y Zoo de Cincinati
 
Azulillo sietecolores (Passerina ciris)
Con aspecto de haber pasado un buen rato revolcándose en una caja de acuarelas, el azulillo sietecolores es un ave canora bastante común en México y el sudeste de Estados Unidos. Durante la época de apareamiento los machos a menudo se interpelan en un dúo territorial llamado contracanto.
Foto: Joel Sartore, tomada en la naturaleza cerca de Christova, Texas

Pingüino rey (Aptenodytes patagonicus)
Perfecto para espetar pececillos y calamares, el pico del pingüino rey presenta manchas naranjas o amarillas que reflejan la luz ultravioleta que nosotros no podemos ver, pero ellos sí. Machos y hembras comparten este rasgo y parece ser que evalúan a las potenciales parejas basándose en parte en la intensidad de la luz UV que, como un reclamo, reflejan sus picos.
Foto: Joel Sartore, tomada en el zoo de Indianápolis
 
Flamenco rojo (Phoenicopterus ruber)
Al nacer, el plumaje del flamenco es blanco; su llamativo color proviene de unos pigmentos orgánicos llamados carotenoides, contenidos en su dieta a base de moluscos, crustáceos y algas. Su extraño pico parece estar invertido, y es que para alimentarse hunde la cabeza en el agua y la desplaza hacia atrás en posición invertida.
Foto: Joel Sartore, tomada en el Zoo Infantil de Lincoln, Nebraska
 
Grulla coronada cuellinegra (Balearica pavonina)
Fotos: Joel Sartore, tomadas en el Zoo de Houston, Zoo y Acuario Henry Doorly de Omaha, Nebraska, Parrots in Paradise, Australia; Parque Aviar de Jurong, Singapur; Zoo y Acuario de Columbus, Ohio.

gura occidental (Goura cristata)
Fotos: Joel Sartore, tomadas en el Zoo de Houston, Zoo y Acuario Henry Doorly de Omaha, Nebraska, Parrots in Paradise, Australia; Parque Aviar de Jurong, Singapur; Zoo y Acuario de Columbus, Ohio

Cálao bicorne (Buceros bicornis)
Con un pico y un casco descomunales, y una envergadura de casi dos metros, el cálao bicorne domina los cielos de las selvas del Sudeste Asiático. Adorna sus plumas blanquinegras con una grasa de tono amarillento segregada por una glándula que está cerca de la cola.
Foto: Joel Sartore, tomada en el Zoo de Houston. Ryan T. Williams, NGM. Ilustariones: Matthew Twombly
 
Urraca hermosa carinegra (Cyanocorax colliei)
El escandaloso reclamo de esta urraca es un sonido común en su México occidental natal. Urracas, cuervos, arrendajos y otros córvidos son aves de gran inteligencia. Las urracas se reconocen en el espejo y los cuervos fabrican herramientas.
Foto: Joel Sartore, tomada en el Zoo de Houston

Zarapito americano (Numenius americanus)
Con una envergadura que puede rondar el metro, el zarapito americano es el ave limícola más grande de América del Norte. En invierno se vale de su largo pico para buscar gambas y cangrejos en las llanuras mareales fangosas de México, y en verano, para desenterrar gusanos de los prados del Oeste de Estados Unidos.
Foto: Joel Sartore, tomada en el Aviario Tracy, Salt Lake City

Espolonero malayo (Polyplectron malacense)
Casi la mitad de la longitud de un espolonero malayo macho –medio metro de promedio– corresponde a la cola, que despliega en un espléndido abanico para impresionar a las hembras. Su área de distribución
y su población han sufrido un drástico declive por la roturación de su hábitat: el bosque de tierras bajas.
Foto : Joel Sartore, tomada en el Pheasant Heaven, Clinto, Carolina del Norte
 
Malvasía cabeciblanca (Oxyura leucocephala)
Amenazada, la malvasía cabeciblanca es nativa de la península Ibérica, el norte de África y Asia Central. El pico plano de los patos suele tener los bordes blandos para notar el alimento en el agua, y, en el interior, lamelas similares a púas para filtrar insectos, semillas y otros bocados pequeños.
Foto: Joel Sartore, tomada en el Parque Ornitológico de Sylvan Heigths, Scotland Neck, Carolina del Norte

Secretario (Sagittarius serpentarius)
Con sus patas largas y estrafalarias y su actitud indómita, el secretario de la sabana africana parece un cruce de grulla y águila. Su pico ganchudo es el típico de una rapaz.
Foto: Joel Sartore, tomada en el Zoo de Toronto
 
Pato acollarado (Callonetta leucophrys)
Los patos acollarados mantienen fuertes vínculos de pareja durante la temporada de apareamiento, pero la idea de que la mayoría de las especies son monógamas está obsoleta. Hoy los análisis genéticos nos revelan que tanto machos como hembras buscan otras parejas al margen de su compañero social.
Foto: Joel Sartore, tomada en el Parque Ornitológico de Sylvan Heights, Scotland Neck, Carolina del Norte

Cardenal de la guajira (Cardinalis phoeniceus)
El cardenal de la guajira de Colombia y Venezuela es un regalo para la vista, igual que su primo norteamericano, el cardenal norteño, pero aún más llamativo. Las plumas del macho son todavía más rojas, y casi siempre lleva erguida su cresta larga y aguzada. En cuanto amanece, los machos cantan y presumen de físico posados en lugares bien visibles.
Foto: Joel Sartore, tomada en el Aviario NAcioanl de Colombia
 
Reinita protonotaria (Protonotaria citrea)
En los bosques pantanosos del sudeste de Estados Unidos, el pertinaz pío-pío de la reinita protonotaria desciende en verano desde las alturas de los árboles. Esta especie migra a principios de primavera desde América Central y el norte de América del Sur.
Foto: Joel Sartore, tomada en el Centro de Ciencias Marinas y Acuario de Virginia
 
Ave-lira soberbia (Menura novahellandiae)
El ave-lira soberbia de Australia es una imitadora magistral. Para atraer a una hembra, el macho copia los reclamos de otras aves del bosque al tiempo que agita en el aire sus magníficas plumas caudales. Existen grabaciones de ejemplares en cautividad imitando los sonidos de las motosierras, las alarmas de los coches y las cámaras fotográficas.
Foto : Joel Sartore, tomada en el Santuario de Healesville, Australia

Cacatúa enlutada
(Probosciger aterrimus)
Fotos: Joel Sartore, tomadas en el Zoo de Houston, Zoo y Acuario Henry Doorly de Omaha, Nebraska, Parrots in Paradise, Australia; Parque Aviar de Jurong, Singapur; Zoo y Acuario de Columbus, Ohio.

Perico carigualdo (Platycercus icterotis)
Los sociables pericos carigualdos del sudoeste de Australia suelen dejarse ver cuando buscan alimento en parejas o en grupos reducidos. Pernicioso para los huertos de frutales, antaño se los mataba por considerarlos una alimaña. Ahora la especie está protegida, pero sus poblaciones siguen menguando debido a la pérdida de hábitat.
Foto: Joel Sartore, tomada en el Parque Zoológico Blank, Des Moines, Iowa

Reinita de Kirtland (Setophaga kirtlandii)
Esta especie del centro de Michigan depende de los incendios naturales que propician la aparición de bosquecillos de pinos de Banks en los que poder anidar. Los machos son los primeros en llegar en primavera a las zonas de cría, donde empiezan a cantar para establecer territorios y atraer a las hembras.
Foto: Joel Sartore, tomada en la naturaleza cerca de Mio, Michigan
Jonathan Franzen
31 de mayo de 2018


La fabulosa diversidad de las aves
He pasado la mayor parte de mi vida sin prestar atención a las aves. Hasta los cuarentaitantos años no me convertí en una de esas personas que se alegran al oír el canto de un picogrueso o el reclamo de un toquí y salen corriendo para ver el chorlito dorado americano que según el aviso ha llegado al barrio, solo porque es un ave hermosa, con plumaje de oro puro, y ha venido volando nada menos que desde Alaska.

Cuando me preguntan por qué me interesan tanto las aves, me limito a suspirar y negar con la cabeza, como si acabasen de preguntarme por qué quiero a mis hermanos.

Pero la pregunta merece una reflexión ahora que en Estados Unidos se celebra el centenario de la Ley del Tratado de Aves Migratorias: ¿por qué son importantes las aves? Para responder, podría em­­pezar por aludir a la enormidad del dominio aviar.

Si pudiésemos ver todas y cada una de las aves del mundo, veríamos el mundo entero. En todos los confines de todos los océanos, en hábitats terrestres tan inhóspitos que los demás animales ni se acercan, podemos hallar criaturas plumadas.
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Colibríes

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La gaviota garuma cría a sus polluelos en el desierto de Atacama, uno de los lugares más áridos de la Tierra. El pingüino emperador incuba sus huevos en el frío invernal de la Antártida. Los gavilanes anidan el cementerio berlinés donde está enterrada Marlene Dietrich; los gorriones, en los semáforos de Manhattan; los vencejos, en cuevas marinas; los buitres, en riscos del Himalaya; los pinzones, en Chernobil. Los únicos organismos más omnipresentes que las aves son seres microscópicos.

Para sobrevivir en tantos hábitats diferentes, las aproximadamente 10.000 especies de aves que hay en el mundo han desarrollado una diversidad morfológica espectacular. Su tamaño va desde el del avestruz, que puede superar los dos metros y medio de altura y está muy extendido en África, hasta el del colibrí zunzuncito, de unos 4,3 centímetros de largo y que solo existe en Cuba. Sus picos pueden ser colosales (como el del pelícano o el del tucán), minúsculos (como el del gerigón piquicorto) o tan largos como el resto de su cuerpo (como el del colibrí picoespada).

Aves más coloridas que las flores

Algunas aves –el azulillo sietecolores de Texas, el suimanga de Gould del sur de Asia, el lori arcoíris de Australia– son más coloridas que ninguna flor. Otras presentan alguno de los casi infinitos tonos de marrón que nutren el léxico de los avitaxonomistas: rufo, rojizo, pardo, herrumbroso, zorruno…
Algunas aves son más coloridas que ninguna flor. Otras presentan alguno de los infinitos tonos de marrón que nutren el léxico de los avitaxonomistas: rufo, rojizo, pardo, herrumbroso, zorruno…

Y su conducta no es menos diversa. Hay aves supersociales y aves antisociales. Los queleas africanos y los flamencos se congregan por millones, y las cotorras construyen verdaderas ciudades de palitos. Los mirlos acuáticos caminan solos bajo el agua por el lecho de los arroyos de montaña, y el albatros viajero, con sus tres metros de envergadura, es capaz de planear a un kilómetro de distancia de cualquier otro congénere.

He conocido aves amistosas, como el abanico maorí que una vez me siguió por un sendero, y las he conocido antipáticas, como el carancho meridional chileno que se lanzó en picado para arrancarme la cabeza cuando juzgó que llevaba demasiado rato mirándolo. Los correcaminos se asocian para matar ser­pientes de cascabel y comérselas. Los abejarucos comen abejas. Los tirahojas tiran hojas.

Los araos de Brünnich se sumergen hasta los 200 metros de profundidad en el agua. Los halcones peregrinos se lanzan en picado a 385 kilómetros por hora. El junquero puede pasarse toda la vida junto al mismo estanque, mientras que la reinita cerúlea puede migrar a Perú y regresar al mismo árbol de Nueva Jersey en el que anidó el año anterior.

Las aves se parecen mucho a los humanos

Las aves no son unos peluches a los que apetece acariciar, pero en muchos sentidos se parecen más a nosotros que otros mamíferos. Construyen viviendas complejas en las que crían a sus hijos. En invierno se van de vacaciones a lugares cálidos. Las cacatúas son astutas –resuelven acertijos que darían quebraderos de cabeza a un chimpancé–, y a los cuervos les gusta juguetear. (En días muy ventosos los he visto dando volteretas en al aire por pura diversión, y hay un vídeo de YouTube que me encanta en el que un cuervo en Rusia se desliza por un tejado nevado con un trineo im­­provisado con una tapa de plástico).
Fotografiando el vuelo de las aves
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Y luego están los cantos con los que las aves, como nosotros, lo llenan todo. En las ciudades de Europa trinan los ruiseñores; en el centro de Quito, los zorzales; en Chengdu, los charlatanes canoros. Los carboneros cabecinegros disponen de un idioma complejo para comunicar, no solo a sus congéneres, sino a cualquier otro pájaro que esté cerca, si perciben más o menos peligro de los depredadores. Unas aves-lira de Australia oriental cantan una melodía que seguramente aprendieron sus antepasados hace un siglo de un colono flautista. Si uno toma muchas fotos de un ave-lira, ese ejemplar pronto añadirá el clic de la cámara a su repertorio.

Pero las aves también poseen una habilidad que todos desearíamos y que solo tenemos en sueños: vuelan. Las águilas aprovechan las co­­rrientes térmicas; los colibríes se detienen en el aire; las co­dornices rompen a volar de repente. En conjunto, sus rutas de vuelo envuelven el planeta como 100.000 millones de filamentos, de árbol a árbol y de continente a continente.

Después de criar, el vencejo común se pasa casi un año en el aire, volando hasta el África subsahariana y de vuelta a Europa, comiendo, mudando y durmiendo sin posarse una sola vez. Los albatros jóvenes pueden estar hasta 10 años sobrevolando el océano antes de volver a tierra firme para criar. El correlimos gordo, una especie limícola de talla pequeña, vuela todos los años de Tierra del Fuego al Ártico canadiense y viceversa; un individuo veterano, llamado B95 por la anilla que lleva en la pata, ha volado más kilómetros de los que separan la Tierra de la Luna.

El habitat de las aves

Hay, sin embargo, una capacidad crucial que nosotros tenemos y de la que carecen las aves: el dominio del entorno. Ellas no pueden proteger humedales, gestionar pesquerías ni climatizar nidos. Solo cuentan con los instintos y capacidades físicas que les ha legado la evolución. Y que les han dado un resultado excelente durante mu­cho tiempo: 150 millones de años de experiencia tenían cuando aparecimos los seres humanos.
Si pudiésemos ver todas y cada una de las aves del mundo, veríamos el mundo entero

Pero ahora los seres humanos estamos cambiando el planeta –su superficie, su clima, sus océanos– tan deprisa que las aves no pueden adaptarse por la vía evolutiva. Tal vez cuervos y gaviotas estén encantados en nuestros vertederos; mirlos y tordos, en nuestros corrales de engorde; petirrojos y bulbules, en nuestros parques urbanos. Pero el futuro de la mayoría de las especies de aves depende de que nos comprometamos a conservarlas. ¿Son lo bastante valiosas como para que nos compense el esfuerzo?

Hablar de valor, en pleno Antropoceno, es hablar casi exclusivamente de valor económico, de utilidad para los seres humanos. Y sin duda las aves en estado salvaje nos resultan útiles: algunas porque son comestibles, otras porque se comen insectos y roedores dañinos, y otras porque desempeñan funciones de vital importancia –polinizan plantas, esparcen semillas, sirven de alimento para depredadores mamíferos– en esos ecosistemas naturales que tienen un valor como destino turístico o como almacén de dióxido de carbono.
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A veces también se argumenta que las poblaciones de aves son, como el proverbial canario de la mina, importantes indicadores de salud ecológica. ¿Pero realmente necesitamos que de­saparezcan los pájaros para saber cuándo una marisma está gravemente contaminada, un bosque, talado y quemado, o un caladero, esquilmado? La triste realidad es que las aves salvajes, en sí mismas, nunca contribuirán a la economía humana. ¡Quieren comerse nuestra fruta!

Lo que sí revelan las poblaciones de aves es la salud de nuestros valores éticos. Una razón para afirmar que las aves en estado salvaje son importantes es que constituyen nuestro último y mejor vínculo con un mundo natural que retrocede por momentos. Son las representantes de cómo era la Tierra antes de que llegáramos las personas.

Comparten antepasados con los animales más grandes que han pisado nuestro planeta: el camachuelo que se posa en el alféizar de una ventana es un dinosaurio minúsculo maravillosamente adaptado. El pato del estanque de un parque se parece en el aspecto y en el graznido a los patos de hace 20 millones de años, del Mioceno, cuando las aves dominaban el planeta.

En un mundo cada vez más artificial, en el que los cielos son surcados por drones implumes y los Angry Birds vuelan en la pantalla de nuestro móvil, no siempre parece lógico proteger a los antiguos reyes de la naturaleza. ¿Pero acaso el beneficio económico ha de ser nuestro criterio supremo? Cuando el rey Lear desciende del trono, ruega a sus dos hijas mayores que le concedan algún vestigio de su antigua majestad. Estas le responden que no lo ven necesario, y el viejo rey exclama: «¡Oh, no hay que razonar sobre la necesidad!». Relegar las aves al olvido es renegar de nuestros orígenes.
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Decir «Lo siento por los pájaros, pero las perso­nas son lo primero» puede significar dos cosas. Por un lado, que aunque los seres humanos no somos mejores que los demás animales, nuestra naturaleza fundamentalmente egoísta siempre hará lo que haga falta con tal de replicar nuestros genes y maximizar nuestro placer, y que no im­­porta el efecto que tengan nuestros actos sobre el resto del mundo no humano.

Esta es la perspectiva de los realistas cínicos, para quienes preocuparse por las demás especies es un ejercicio de sentimentalismo irritante. Es una forma de pensar que no admite refutación y que está al alcance de cualquiera que esté dispuesto a reconocer que es un egoísta.

Por otro lado, «las personas son lo primero» también puede significar lo contrario: que nuestra especie es la única que merece mo­nopolizar los recursos del mundo porque no somos como los demás animales, porque tenemos conciencia y libre albedrío, y la capacidad de recordar el pasado y dibujar el futuro. Esta perspectiva puede encontrarse tanto en personas creyentes como en humanistas laicos, y tampoco es demostrable ni refutable.

Egoísmo humano

Pero suscita una pregunta: si merecemos mucho más que los demás animales, ¿nuestra capacidad de discernir entre lo que está bien y lo que está mal, y de sacrificar deliberadamente una mínima parte de nuestra comodidad por un bien mayor, no debería hacernos más sensibles a las demandas de la naturaleza? ¿Acaso esa capacidad única no lleva aparejada una responsabilidad también única?
Hace unos años, en un bosque del nordeste de la India, oí –y luego sentí dentro del pecho– un zumbido rítmico y profundo. Sonaba a algo in­menso, pero lo causaba el aleteo de una pareja de cálaos bicornes que se acercaban volando para posarse en un árbol cargado de frutos.
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Tenían un gigantesco pico amarillo y potentes muslos blancos, lo que hacía pensar en un cruce de tucán y oso panda. Mientras trepaban por el árbol, comiendo tranquilamente, sentí una emoción intensa, diría que era felicidad pura. Nada tenía que ver con mis deseos y posesiones. Nacía de la mera existencia del cálao, al que, seguro, yo no importaba menos.

El hecho de ser radicalmente diferentes es parte integral de la belleza y el valor de las aves. Siempre están entre nosotros, pero nunca son uno de nosotros. Son los otros animales dominantes del mundo que ha producido la evolución, y su indiferencia para con nosotros debería servirnos como recordatorio de que no somos la medida de todas las cosas.

Las historias que contamos del pasado e imaginamos del futuro son constructos mentales que a las aves ni les van ni les vienen. Ellas simplemente viven en el presente. Y en el presente –aunque nuestros gatos, ventanas y pesticidas las matan cada año por miles de millones, y aunque algunas especies, sobre todo en las islas oceánicas, se han perdido sin remisión– su mundo sigue estando muy vivo. En cada rincón del globo, en nidos más pequeños que una nuez o más grandes que un pajar, los polluelos rompen el cascarón y ven la luz.
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Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
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