En un remoto bosque de Gabón, las noches más cálidas y unas lluvias cada vez más escasas pueden ser la causa de que los árboles produzcan menos frutos, lo que supone un peligro para uno de los animales más amenazados de África.
Caía la tarde cuando nos adentramos en la extensión boscosa del Parque Nacional de Lopé, en el centro de Gabón, dejando atrás la ciudad del mismo nombre, la última población en el camino hacia la reserva.
En la distancia, las colinas cambiaban de color, pasando del azul al gris. A ambos lados de la pista de tierra, un mosaico de sabana y densa selva tropical se extendía hasta el horizonte. El paisaje parecía tan virgen que la civilización humana se antojaba una ilusión. Y entonces, justo cuando nos disponíamos a penetrar en una densa zona arbolada, nuestro conductor, Loïc Makaga, jefe de la estación de investigación del parque, frenó en seco el vehículo.
«¡Elefantes!», dijo en voz baja conteniendo la emoción, y señaló hacia delante. Apagó el motor.
A unos cientos de metros por delante de nosotros, una procesión de elefantes emergió del bosque. A la luz de la luna conté seis, entre ellos una cría empujada por la que probablemente fuese su madre. Cruzaron la carretera a paso lento y se internaron en la vegetación del otro lado con la seguridad de quien conoce perfectamente la zona. Al verlos tan de cerca me sentí como el desconocido que irrumpe sin invitación en el hogar ancestral de una familia. Así y todo cogí el teléfono para capturar el momento, pero mientras me peleaba con la pantalla táctil, decidido a satisfacer un deseo tan humano como trivial, un enorme macho situado a menos de 30 metros barritó con agresividad, la trompa erguida.
«¡Hay que irse!», exclamó Makaga al tiempo que ponía el Jeep en marcha.
Unos elefantes de bosque pacen en las praderas de Lopé, restos de los períodos áridos del final de la última glaciación, hace 12.000 años.
Con una superficie de unos 5.000 kilómetros cuadrados, este peculiar mosaico de sabana y selva tropical del centro de Gabón alberga una rica biodiversidad. Declarada reserva de vida salvaje en 1946, la primera del país, se convirtió en parque nacional en 2002.
Las selvas de Gabón son uno de los últimos reductos de los elefantes de bosque, cuyas poblaciones centroafricanas han caído en picado por culpa de la caza furtiva. Más pequeños que los elefantes de sabana, los de bosque son criaturas enigmáticas que recorren los mismos senderos generación tras generación, alimentándose de hierbas, hojas y frutos. De pisada leve, se mueven sigilosos por entre los árboles, como fantasmas en la noche. Parece que planifican su búsqueda de alimento, de manera no muy distinta a como en tiempos inmemoriales los humanos planificamos la recolección en función de las estaciones, retornando a los mismos árboles en las fechas en que resulta más probable hallar su fruta madura.
De igual modo que los elefantes dependen del bosque para sobrevivir, muchos de los árboles de Lopé dependen de los elefantes para que dispersen las semillas con sus excrementos. Algunos incluso producen frutos que únicamente puede digerir el estómago del elefante, indicio de una frágil interdependencia que hunde sus raíces en la historia evolutiva.
Un elefante de bosque alarga la trompa para alcanzar el fruto de un Detarium macrocarpum en el Parque Nacional de Lopé.
La fruta es el elemento más nutritivo de su dieta. A su vez, el elefante contribuye a la propagación de los árboles al digerir sus frutos, lo que hace que las semillas germinen con mayor rapidez.
Aunque se trata de una zona remota y relativamente protegida del ser humano, el Parque Nacional de Lopé y sus elefantes parecen estar en peligro. Los investigadores se han dado cuenta de que el calentamiento del planeta podría estar mermando el volumen de frutos producidos por muchas especies arbóreas del parque, lo que a su vez parece estar provocando que los elefantes de bosque pasen hambre. Algunos están tan desnutridos que se les marcan los huesos bajo la gruesa piel. Dado que ciertas especies de árboles dependen de ellos para sobrevivir, los problemas de la población de elefantes podrían poner a su vez en peligro la sostenibilidad del bosque a largo plazo.
«Ni siquiera en un lugar como el Parque Nacional de Lopé, con una mínima presión humana y una densidad de población bajísima, puede la fauniflora escapar al impacto de las actividades del hombre, en otras palabras, al cambio climático», afirma Robin Whytock, experto en ciencias ambientales de la Universidad de Stirling, en Escocia, y uno de los autores del artículo de 2020 que describía estos hallazgos en la revista Science.
Era una mañana húmeda y soleada cuando me sumé a Edmond Dimoto, investigador de campo de la autoridad de parques nacionales de Gabón, en una caminata por el frondoso bosque que tapiza las laderas de una montaña llamada Le Chameau, por su forma de camello con doble joroba.
Dimoto se había cambiado los zapatos por unas botas de goma de caña alta. Pisando con tiento sobre un sendero todavía húmedo y resbaladizo por la lluvia de la víspera, se abría paso cortando zarcillos y enredaderas con unas podadoras. El zumbido de los insectos y el canto de los pájaros llenaban el aire. Haciendo un alto al pie de un árbol, Dimoto señaló las hormigas que ascendían por el tronco. Su mordedura era dolorosísima, me dijo: «Si le pican en el brazo, lo tendrá como un balón todo el día». Decidimos seguir, salvando ramas y troncos caídos en nuestro ascenso. Me mostró huellas de elefante. Aún recientes, delataban que el animal había resbalado en el barro.
Esta raquítica elefanta de bosque podría ser la prueba de que el cambio climático está castigando incluso los bosques más intactos.
Los científicos creen que el aumento de las temperaturas y la disminución de las precipitaciones están causando el desplome de la fructificación en los bosques de Lopé, y que la falta de frutos está dificultando la nutrición de los elefantes.
Luego se detuvo ante un árbol llamado Omphalocarpum procerum, cuyo tronco aparecía salpicado de unos frutos con forma de rosquilla. Tienen una cáscara dura que los hace incomibles para todas las especies animales excepto para los elefantes, que arremeten contra el árbol usando la cabeza a modo de ariete para hacer caer los frutos. A continuación, y con una habilidad asombrosa, los cogen uno por uno con la punta de la trompa, colocan el fruto en un recodo de la misma, se lo acercan a la boca y finalmente le dan un hábil empujón y lo engullen.
Con el sudor resbalándole cuello abajo, Dimoto escudriñó con los prismáticos las copas de los árboles e hizo un rápido recuento de los frutos. Al cabo de unos minutos hizo varias anotaciones sobre la abundancia de hojas, flores y frutos. Cada árbol inspeccionado lo califica en una escala que va del uno (escaso) al cuatro (abundante).
Los frutos con forma de rosquilla de Omphalocarpum procerum crecen en las ramas y en el tronco, algo habitual en los árboles de las selvas tropicales.
Los científicos creen que se trata de una adaptación que propicia la polinización por parte de los insectos que se encuentran en los árboles, como son las hormigas.
Foto: Jasper Doest
Los científicos creen que se trata de una adaptación que propicia la polinización por parte de los insectos que se encuentran en los árboles, como son las hormigas.
Desde hace 25 años, este investigador recorre casi todos los meses fragmentos del bosque de Lopé para monitorizar sus árboles, cuya espectacular variedad de frutos abarca tamaños que van desde lo que abulta un aguacate hasta una sandía. En su primera semana de trabajo un gorila cargó contra él. La experiencia fue tan aterradora que a sus colegas les costó convencerlo de que se quedase. En otra ocasión se cayó mientras huía de un elefante enfurecido. «Me di por muerto», recuerda. Al verlo inmóvil en el suelo, el animal se alejó.
Las observaciones de Dimoto son la continuación de un estudio que la primatóloga Caroline Tutin inició en 1984, cuando ella y sus colegas fundaron en el parque una estación de investigación que todavía funciona. Querían estudiar de qué modo la disponibilidad de fruta, que varía en función de la estación, afecta a los gorilas y chimpancés. La investigación de Tutin concluyó a principios de la década de 2000, pero el seguimiento mensual de los cientos de árboles numerados con etiquetas metálicas no se interrumpió. Esa monitorización se ha convertido en el estudio continuo más prolongado de su género llevado a cabo en África.
Ver infografía "Jardineros de Gabón"
Desde 2016, Emma Bush, colega de Whytock en la Universidad de Stirling, empezó a analizar los datos recabados y detectó un pronunciado descenso en la cantidad de frutos. La probabilidad de hallar fruta madura en los árboles de las 73 especies monitorizadas había disminuido un 81 % de promedio en el período comprendido entre 1987 y 2018. Si en 1987 los elefantes revisaban 10 árboles hasta encontrar uno cargado de frutos maduros, en 2018 tenían que rebuscar en más de 50.
Bush creía saber a qué obedecía aquel desplome. En los años noventa Tutin había observado un descenso en la floración y fructificación de determinadas especies de árboles durante los años en que se registraban temperaturas más altas de lo habitual. Su hipótesis era que la temperatura nocturna debía descender por debajo de los 19 °C para que aquellos árboles floreciesen.
Un elefante enfurecido trata de defenderse tras ser arrollado por un tren que cruza las sendas de estos animales.
Se sabe que los elefantes se quedan paralizados en las vías. Los funcionarios del parque concluyeron que las lesiones de este animal eran incurables. Después de sacrificarlo, el director del parque repartió la carne entre la población de la zona.
Examinando los datos meteorológicos de Lopé correspondientes a las tres décadas anteriores, Bush y sus colegas descubrieron que el promedio de la temperatura nocturna había subido unos 0,85 grados. La cantidad de lluvia también había disminuido significativamente. El cambio climático estaba convirtiendo Lopé en un entorno más cálido y más seco.
«Pensamos que es la hipótesis más plausible para explicar el declive de la fructificación», explica la científica.
Bush compartió sus resultados con Whytock y ambos buscaron el modo de averiguar si aquello estaba afectando a la fauna del parque. Whytock acababa de iniciar un proyecto de evaluación de la biodiversidad de Lopé para el que contaba con varios cientos de trampas fotográficas. También había tenido acceso a imágenes recientes de elefantes captadas por las cámaras trampa que había instalado Anabelle Cardoso, de la Universidad de Oxford, para su propia investigación.
De igual modo que los elefantes dependen del bosque, muchos de los árboles de Lopé dependen de los elefantes para que dispersen sus semillas.
Muchos de los elefantes fotografiados estaban raquíticos. En algunas imágenes, las costillas eran claramente visibles. Whytock recordó las fotos de principios de los años noventa, en las que los elefantes lucían vientres henchidos y traseros bien rellenos. El contraste era estremecedor.
En su búsqueda de imágenes antiguas, Whytock recurrió a Lee White, un biólogo que actualmente está al frente del ministerio gabonés de agua, bosques, mar y medio ambiente. A finales de los años noventa, mientras investigaba en Lopé, White había grabado con su videocámara cientos de películas de elefantes. «Y las había conservado todas –dice Whytock–. Me mandó una caja gigantesca llena a rebosar de cintas de vídeo. Pero yo no tenía dónde reproducirlas».
Su madre rescató una videocámara del trastero de su casa y, a partir de las cintas de White y de otras fuentes, Whytock pudo recopilar una base de datos nutrida por miles de fotos de elefantes de bosque. Descubrió que su estado físico –evaluado en función de criterios tales como cuánto se les marcaban los huesos bajo la piel– se había deteriorado nada más y nada menos que un 11 % de promedio entre 2008 y 2018. La explicación más probable era la escasez de fruta en Lopé. «Los frutos y las semillas son el alimento más calórico de su dieta», apunta Bush.
De unas heces de elefante brota un tallo de Detarium macrocarpum.
Los elefantes de bosque son la principal vía de dispersión de semillas en las selvas africanas. Al recorrer largas distancias en busca de alimento, dejan por el camino sus deposiciones cargadas de simientes, fertilizando futuros árboles.
Una de las soluciones con las que los elefantes de Lopé intentan compensar esa escasez de frutos es asaltar en plena noche los huertos de la gente. Jean-Charles Adigou, cuya casa pertenecía a un asentamiento de varias decenas de viviendas en la linde del parque, me contó que muchas noches lo despertaban los elefantes que se acercaban a su huerto, donde cultivaba plátanos y bananas. Para espantarlos, Adigou y sus vecinos hacían el mayor ruido posible. Pero muchas veces no llegaban a tiempo, me dijo. Un grupo de seis elefantes puede destruir una plantación doméstica en cuestión de minutos. «Cuando era joven no pasaba esto –añadió–. Los elefantes no se acercaban al pueblo».
Una cámara de infrarrojos sorprende a este elefante famélico asaltando un cultivo de espinacas y acedera en el huerto de Pascal Mambwete cerca del parque.
A medida que los asentamientos humanos se expanden por las zonas en las que se mueven los elefantes, los huertos se convierten en una tentadora fuente de un alimento muy necesario.
Otro vecino del asentamiento, un pescador llamado Vincent Bossissi, era pesimista. Cuando hablé con él estaba sentado bajo un mango de su huerto, donde también cultiva maíz. Cuando le saqué el tema de los elefantes, puso mala cara. Los mangos los atraían especialmente, me dijo. Estaba seguro de que cualquier noche aparecerían por allí y le dejarían el árbol pelado.
Aunque a Bossissi no le entusiasmaban los elefantes, Brigitte Moussavou, una de sus vecinas, me aseguró que muchos lugareños eran conscientes de que estos animales propician la regeneración de ciertas especies arbóreas, entre ellas el estimadísimo moabi, de cuyas semillas se obtiene aceite para cocinar.
«Queremos proteger nuestros cultivos –dijo–, pero no estamos en contra de los elefantes».
En el Parque Nacional de Lopé, los científicos investigan ahora si el cambio climático está alterando la dieta de los elefantes. Una mañana salí con dos investigadores de campo a buscar excrementos. No tuvimos que conducir mucho para localizar un montón al borde de la carretera, una pila de heces frescas, de color verde parduzco y del tamaño de un balde. Tras enfundarse unos guantes de goma, uno de los investigadores hizo recuento del número de boñigas y midió el perímetro de cada una de ellas con una cinta métrica.
Un técnico del parque mide el perímetro de unas boñigas de elefante en el marco de un estudio que busca evaluar cómo afecta el cambio climático a la dieta de los elefantes de bosque.
Después de registrar su volumen, el excremento se sumerge en un río para que los investigadores de campo puedan separar las semillas y saber qué ha comido el elefante.
Me explicó que reparaba en todos aquellos detalles porque debía documentar el volumen de las deposiciones; con el tiempo, esos datos revelarían qué cantidad de alimento estaban ingiriendo.
Tras recoger las heces en una bolsa de plástico, condujimos hasta un arroyo. Allí vaciaron el contenido de la bolsa en un cedazo y lo sumergieron en el agua, que se llevó las partículas más finas y dejó semillas, tallos y ramas. A partir de las semillas, explica Whytock, los científicos confían en descubrir qué frutos comen los elefantes y en qué cantidad, y comparar el resultado con los estudios que White y otros realizaron hace tres décadas. «Es un modo más directo de calibrar si la ingesta del elefante de bosque se ha visto afectada», dice.
El estado físico de los elefantes de bosque se deterioró entre 2008 y 2018. La escasez de frutos era la explicación más probable.
Cuando partí de Lopé una mañana, no lejos de donde había visto los elefantes a mi llegada, nos topamos con un búfalo que bloqueaba la carretera. Nos quedamos mirándolo; inmutable, nos sostuvo la mirada. La niebla lo envolvía todo. En el silencio, me puse a pensar en aquel mundo, remodelado por el alza de las temperaturas. Por fin el búfalo se alejó y pudimos continuar. A medida que quedaban atrás las colinas y los bosques me asaltó un pensamiento inquietante: ¿sería el deterioro del inmemorial vínculo entre árboles y elefantes en un lugar tan prístino como Lopé el anuncio de lo que nos esperaba? ¿Acaso otros bosques aparentemente intactos acusaban ya el daño, sin que hubiese un Edmond Dimoto para detectarlo?
Edmond Dimoto, ayudado por Lisa-Laure Ndindiwe Malata, inspecciona las flores, frutos y hojas de un árbol de Lopé.
Lleva 25 años recorriendo el bosque prácticamente todos los meses para ayudar a llevar a cabo el estudio continuo de árboles tropicales más largo de África.
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Yudhijit Bhattacharjee es colaborador habitual de la revista. El fotógrafo holandés Jasper Doest documentó la vida de un flamenco muy popular entre los niños de Curaçao en febrero de 2020.
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Este artículo pertenece al número de Mayo de 2022 de la revista National Geographic.
Excelente reportaje Chema, siempre nos sorprendes con la vida animal en África,, gracias por compartir
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