A lo largo de la historia ha habido muchas reinas cuyo nombre ha pasado a la posteridad por su gran influencia, pero solo unas pocas lograron ejercer el poder como soberanas de pleno derecho y no solo como regentes. En la España medieval, a principios del siglo XII, hubo una que lo logró por primera vez, aunque con grandes dificultades y riesgos, y que por ello es recordada como "la Temeraria": Urraca I de León.
La vida de la reina Urraca “la Temeraria”, como fue apodada, fue una lucha constante ya no solo para conservar el poder sino la propia integridad de sus feudos: los partidarios de sus diversos parientes intentaron arrebatárselos, bien para gobernarlos de forma independiente o para expandir sus propios territorios. Sus casi 30 años de ejercicio del poder fueron una continua lucha contra los enemigos que presentaban batalla en las fronteras o, más a menudo, dentro de ellas.
La vida de la reina Urraca “la Temeraria”, como fue apodada, fue una lucha constante ya no solo para conservar el poder sino la propia integridad de sus feudos.
AMBICIONES FRUSTRADAS
En un primer momento, dada la ausencia de un heredero varón, Urraca fue nombrada heredera y se le dio una educación acorde a su futuro papel. Sin embargo, la situación cambió drásticamente en 1093 con el nacimiento de su medio hermano Sancho, fruto de la unión de Alfonso VI con Zaida, una princesa de al-Ándalus que fue bautizada como Isabel: su conversión al cristianismo allanó el camino para que el rey pudiera tomarla como esposa tras la muerte de la reina Constanza, la madre de Urraca; con ello, Sancho pasaba a ser el primero en la línea de sucesión de la corona leonesa y, a partir de ese momento, el rey Alfonso apartó a su hija en favor del recién nacido.
ALFONSO VI CONQUISTA TOLEDO
Bajo el mando de Alfonso VI, el reino de León consiguió arrebatar buena parte de Castilla a los musulmanes. Un episodio de gran valor simbólico fue la conquista de Toledo, capital del antiguo reino visigodo, en el año 1085. En tales batallas, al servicio de ambos bandos, participó un personaje destinado a convertirse en mito literario: Rodrigo Díaz de Vivar, conocido como "el Cid".
Urraca, aún menor de edad, fue entregada como esposa a Raimundo de Borgoña, un noble con quien Alfonso VI estaba en deuda por su ayuda contra los ejércitos almorávides, que después de tumbar y fragmentar el otrora poderoso Califato de Córdoba se enfrentaban a los reyes cristianos por el control de las tierras centrales de la península. De heredera del reino leonés Urraca pasó a ser simple condesa consorte de Galicia, aunque permanecía en la línea sucesoria de la corona de León y la de Castilla, ambas en manos de su padre.
La muerte de su marido en 1107 y de su medio hermano Sancho podrían haberle abierto de nuevo las puertas a la sucesión, especialmente porque ya había dado a luz a un heredero, un niño que en el futuro se convertiría en el rey Alfonso VII. Apoyada por la nobleza y el clero más cercanos a ella intentó reclamar sus derechos como reina, pese a lo cual su padre le impuso un nuevo enlace, esta vez con el rey aragonés Alfonso I, un año antes de fallecer, dejándola finalmente como heredera.
UNA ALIANZA FRACASADA
Este segundo matrimonio, que habría debido servir para fortalecer a los reinos cristianos frente a los almorávides, fue un absoluto fracaso. Los cónyuges tenían una relación pésima –el rey aragonés era de carácter violento y Urraca lo acusaba de maltratarla– y la reina temía por la seguridad de su hijo, pues sospechaba que su marido quería eliminarlo para arrebatarle León, Castilla y Galicia.
Los cinco años que duró esta relación estuvieron marcados por la constante lucha que en ocasiones degeneró en guerra civil y que involucró no solo a León y Aragón sino también al Condado Portucalense: este territorio, que ejercía de cojín entre León y los territorios almorávides, estaba gobernado por Teresa –hermana mayor de Urraca– y su esposo Enrique de Borgoña –primo de Raimundo, su primer marido– y constituía en principio un dominio subordinado a la corona leonesa, pero con ansias cada vez mayores de independencia.
ESTATUA DE ALFONSO I EL BATALLADOR EN EL PARQUE GRANDE DE ZARAGOZA
Alfonso I, rey de Aragón y Pamplona, es recordado como "el Batallador": era un rey que volcó todas sus energías en la guerra y en especial a la lucha contra los reyes de taifas. Bajo su mando, Aragón y Pamplona duplicaron su extensión territorial. Tras su matrimonio con Urraca de León intentó hacerse también con las tierras de Castilla, recientemente arrebatadas a los musulmanes por el padre de la reina, Alfonso VI.
La tormentosa relación que unía a la reina Urraca y el rey de Aragón se rompería definitivamente en 1114: oficialmente era él quien la repudiaba, pero en la práctica su esposa llevaba tiempo pidiendo la disolución del enlace. Por aquel entonces, la “reina temeraria” tenía dos frentes abiertos: uno era el Condado Portucalense, cuyas aspiraciones de constituirse como reino propio tomaban cada vez más fuerza, alentadas por su hermana; el otro era Galicia, donde una parte de la nobleza y el clero aspiraban a proclamar al hijo de la reina, el futuro Alfonso VII, como rey independiente.
A pesar de la ruptura con su marido, en el plano militar siguieron colaborando ocasionalmente, para frenar a los almorávides así como las intenciones de Teresa de expandir los dominios portucalenses. En una jugada maestra, Urraca consiguió desviar el interés de los nobles gallegos díscolos hacia las tierras de su hermana, matando dos pájaros de un tiro; aun así, los enfrentamientos siguieron durante el resto de la vida de la reina y se prolongaron hasta 1139, cuando el condado finalmente se constituiría como Reino de Portugal bajo el mando del hijo de Teresa, Alfonso I.
LA REINA INDEPENDIENTE
La experiencia de su segundo matrimonio convenció a Urraca de no volver a compartir el poder con un consorte. Tras la separación con Alfonso de Aragón nunca volvió a casarse, aunque sí tuvo como mínimo dos amantes entre la aristocracia. El primero fue el conde Gómez González, un oficial que había servido en el ejército de su padre y que murió precisamente luchando por ella contra su aún marido, el rey aragonés, en 1111. Su segunda relación, con el conde Pedro González de Lara, le dio dos hijos –ilegítimos, por nacer fuera del matrimonio– pero tampoco fue fácil: envidiosos de la cercanía que tenía con la reina, a la cual decían que incluso había propuesto matrimonio, un grupo de nobles encabezó una fallida rebelión para derrocarla a ella y a su amante.
A pesar de estas numerosas conspiraciones, Urraca logró gobernar en solitario hasta el final de su vida, apoyada por la nobleza y el clero. Pero su dominio era frágil y en la práctica eran los señores locales y los obispos quienes ejercían el poder en un territorio fragmentado donde cada ciudad miraba para sí misma; en particular las tierras de Castilla, arrebatadas a los musulmanes por su padre Alfonso VI, carecían aún de una estructura que pudiera equipararse a un reino funcional, por lo que todo dependía de la lealtad personal a la reina. Para algunos, la soberana dio muestras de una gran entereza e inteligencia al lograr contener, contra todo pronóstico, las tendencias centrífugas que amenazaban con desintegrar sus dominios. Otros en cambio nunca la aceptaron, como resume una frase del Cronicón Compostelano: “reinó Urraca tiránica y mujerilmente”.
CATEDRAL DE OPORTO
El Condado Portucalense se extendía desde el Miño al Tajo y desde Salamanca a Oporto (en la imagen, su catedral), constituyendo un cojín frente al ataque de los almorávides. Alfonso VI lo entregó al conde Enrique de Borgoña junto con su hija ilegítima Teresa, como recompensa por la ayuda que el borgoñón le había prestado en la guerra contra los musulmanes. Sin embargo, aprovechando las dificultades de Urraca, le declararon la guerra con el objetivo de convertirse en un reino independiente.
La vida de la reina llegó a su fin en 1126. A sus 46 años había quedado encinta de nuevo, un embarazo que se había complicado y que había mermado su salud. Consciente del peligro que corría, se retiró al castillo de Saldaña bajo la protección de su amante, el conde de Lara, buscando tranquilidad después de una vida marcada por la guerra constante, que aún continuaba. Allí murió, dejando un conjunto de reinos convulsos en manos de su hijo Alfonso VII. Fue enterrada en el Panteón de los Reyes de León, en la capital del reino, donde habían recibido sepultura los reyes leoneses durante casi dos siglos. En esa misma ciudad, años después, su hijo se proclamaría “Emperador de toda España”: un propósito demasiado ambicioso para una tierra a la que aún le quedaban por delante muchos siglos de guerras internas.
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