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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
La momificación estaba a cargo de unos profesionales altamente cualificados, los embalsamadores. Dado que éstos debían cumplir una serie de rituales, formaban parte de una clase social de sacerdotes y probablemente mantenían una estrecha asociación con los médicos. Diversos papiros nos informan de los personajes que participaban en la operación. Uno de los más destacados era el llamado «Señor de los Secretos» (hery sesheta), que ejecutaba los rituales llevando una máscara de Anubis, dios del embalsamamiento. Esta divinidad era quien dirigía el ritual y la que trataba la cabeza del difunto con sus propias manos. Asimismo, había sacerdotes lectores (hery heb) que pronunciaban las instrucciones del ritual así como las recitaciones mágicas a medida que se iban añadiendo las vendas. En cambio, los cortadores, que se encargaban de hacer la incisión en el cadáver y extraer las vísceras, tenían el estatus social más bajo, debido a la impureza asociada al ritual. De hecho, los testimonios de época griega cuentan que en ocasiones estos cortadores se veían obligados a huir de la tienda de embalsamamiento ante la lluvia de piedras que les arrojaban los compañeros.
Durante los imperios Antiguo y Medio había tan sólo un equipo de embalsamadores reales, que se encargaba de la momificación de los miembros de la familia del faraón y de los cortesanos y oficiales a los que el monarca concedía ese privilegio. Al generalizarse la momificación aparecieron un gran número de talleres independientes, aunque la calidad de su trabajo era variable –cabe suponer que dependía del «presupuesto» de los clientes– y no podía compararse con la de los talleres reales.
La primera fase se desarrollaba con cierta rapidez, pues con el calor de Egipto la descomposición no tardaba en manifestarse. El primer paso era el ritual de purificación del difunto, el cual tenía lugar durante tres días en una estructura temporal llamada ibw, donde se procedía al lavado del cuerpo. Una vez que el cuerpo era purificado, se llevaba a la wabet («lugar puro») o per nefer («la casa bonita»), donde durante setenta días se llevaba a cabo la momificación propiamente dicha.
Tras la deshidratación, para que el cuerpo recuperara su elasticidad se procedía a ungirlo con diversos aceites y resina líquida, que tal vez contribuyeran a prevenir o retrasar el ataque de insectos y encubrir los malos olores de la descomposición que se podían haber producido durante la momificación. Diodoro Sículo describe así el proceso: «En conjunto dan al cadáver un cuidado escrupuloso durante más de treinta días, primero con aceite de cedro y otros productos, después con mirra, canela y productos que pueden aportar no sólo una conservación prolongada, sino también buen olor».
El vendado de la momia tenía gran relevancia religiosa, por lo que estaba establecido con detalle. Mientras que en la mayoría de casos los difuntos se amortajaban con lino corriente, los de la realeza se cubrían con tejidos de lino especial de gran calidad. Los embalsamadores necesitaban unos quince días para el vendado, en el que cada acto era minuciosamente prescrito y se acompañaba de la apropiada recitación mágica.
Las diferentes partes del cuerpo se envolvían por separado y por último todo el cuerpo era cubierto de una manera compacta. El número de telas usadas suele variar de una momia a otra. Muchas veces eran propiedad del muerto y se marcaban con su nombre para diferenciarlas de las pertenecientes al taller de momificación. El gran coste de las telas era la causa principal de que en muchas ocasiones el difunto fuera vestido con prendas y telas desechadas, que se cortaban en tiras. Para proporcionar una mayor protección se colocaban amuletos de diferentes tipos, además de papiros con recitaciones y textos mágicos sobre la momia y entre las vendas.
Una vez concluido el trabajo de los embalsamadores, se llevaba a cabo el funeral. Si se trataba de un miembro de la élite, la momia se cubría con una máscara y se colocaba en un suntuoso ataúd que a su vez se encajonaba en un sarcófago. Una procesión fúnebre formada por familiares, amigos y sirvientes llevaba el sarcófago al sepulcro, la «casa de eternidad», donde el difunto renacería para gozar de una eterna bienaventuranza.
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