El combate naval librado en la costa de Grecia en 31 a.C. puso fin a los sueños de grandeza de Marco Antonio y Cleopatra y abrió el camino del poder absoluto a Octavio Augusto, el primer emperador
La batalla de Actium recreada en un óleo obra de Lorenzo A. Castro. Siglo XVII. Museos Reales, Greenwich.
Los hombres fuertes de Roma. Antonio y Octavio retratados en una áureo romano del año 41 a.C., cuando ambos todavía eran aliados en la guerra contra los asesinos de César.
Parecía anunciarse una época de esplendor para la dinastía de los Tolomeos, que, con sangre romana y bajo la protección de Antonio, regiría en el futuro todo el Oriente. Con una gran pompa, Cleopatra se presentó en su trono vestida como la diosa Isis, mientras que a su lado se erguía Marco Antonio como un nuevo Dioniso, en una procesión festiva muy al gusto alejandrino.
En Roma, como era de esperar, tan escandalosas proclamas sonaron como el colmo de la arrogancia por parte de la pérfida reina egipcia, que otra vez desafiaba el poderío de la República, repartiendo a su gusto amplios territorios conquistados o a medio conquistar por las legiones romanas. Estimulando una xenofobia tenaz y rencorosa, la propaganda orquestada por el astuto Octavio –en la que colaboraron poetas como Propercio y Virgilio– pintaba a la reina egipcia como una lasciva seductora que había hechizado al voluble Antonio, como ya antes lo intentara con Julio César.
CLEOPATRA, LA ENEMIGA DE ROMA
De este modo, en el año 32 a.C., Octavio instó al Senado a declarar la guerra a Cleopatra. Para él ésta era una manera de dar al conflicto que mantenía con Marco Antonio el aire de una lucha patriótica del pueblo de Roma contra una amenaza extranjera. La alianza que ambos habían formado años atrás junto con Lépido –el llamado segundo triunvirato– se había ido resquebrajando inexorablemente, sobre todo desde que Antonio repudiara a su esposa, la bella y casta Octavia, hermana de Octavio, para unir fatalmente su destino al de la reina egipcia.
Ahora, con su maniobra, Octavio no declaraba todavía «enemigo público» a Antonio, pero lograba despojarle de su consulado para el año 31 a.C. y, a la vez, le hacía responsable de cualquier acción contra los decretos senatoriales. Si Marco Antonio se enfrentaba con su ejército a las tropas que, en nombre de Roma y el Senado, acaudillaba Octavio, se convertiría en un traidor a la patria y perdería todos sus partidarios en Italia si trataba de invadirla.
Proclamado emperador tras la batalla de Actium, Octavio renovó el urbanismo de Roma, y en especial el Foro Romano.
Uno y otro se lanzaron a reclutar poderosos ejércitos. Antonio contó con veteranos romanos que habían conseguido notables éxitos contra Bruto y Casio, los asesinos de César, en Filipos (42 a.C.) y se habían batido con valentía contra los bárbaros partos; a ese núcleo sumó también fuerzas de Egipto y Asia Menor. Por su parte, Octavio se hizo con un poderoso ejército romano, acrecentado con milicias de las provincias occidentales. Se dibujaba, así, un enfrentamiento entre Occidente y Oriente, entre Roma y Alejandría. Si Antonio se decía protegido por Dioniso, Octavio esperaba el favor de Apolo. El campo de batalla no sería ni Italia ni África, sino una zona intermedia de la costa de Grecia. Recordemos que en las tierras griegas, los romanos habían librado dos batallas memorables: la de Farsalia (48 a.C.), en la que César venció a Pompeyo, y la ya mencionada batalla de Filipos.
Las fuerzas de uno y otro bando eran formidables. En el verano del año 32 a.C., Antonio trasladó el grueso de su ejército al golfo de Corinto y a la costa sur del Épiro. Disponía de unos 100.000 legionarios y 12.000 soldados de caballería, además de unos 500 navíos y los combatientes egipcios que le aportaba Cleopatra. Eran 19 aguerridas legiones y una flota tan numerosa como no se había visto desde las guerras médicas, casi cinco siglos atrás. Por su parte, Octavio reunió en Brindisi –desde donde estaba dispuesto a cruzar a la costa del Adriático– unos 80.000 soldados de infantería y unos 12.000 jinetes, así como una armada de casi 400 naves, en general de menor tamaño que los enormes barcos que llevaba Antonio, pero más ágiles, bien equipadas y con tripulaciones perfectamente adiestradas.
UNA TENSA SITUACIÓN DE ESPERA
La flota de Antonio se refugió en la amplia rada del golfo de Ambracia, en cuya angosta entrada se alzaba la colina de Actium, que las tropas de Antonio fortificaron de inmediato. Instalado en Patras, desde donde planeaba su estrategia, Marco Antonio permitió que el ejército de Octavio se trasladara desde Italia a la costa del Epiro, y que sus tropas, que zarparon desde el puerto de Brindisi, desembarcaran sin contratiempos en Torine e instalaran allí un campamento bien fortificado, algunos kilómetros al norte de Actium. Las fuerzas de Augusto también tomaron la cercana isla fronteriza de Corcira (Corfú), con lo que se aseguraban una buena comunicación con el sur de Italia. El gran campamento de Antonio quedaba al sur de la entrada al golfo.
Barcos de guerra romanos en un relieve del siglo I a.C. Colección de los duques de Cardona, Córdoba.
Durante algunos meses, la situación se mantuvo en una tensa espera, con algunas escaramuzas de escaso efecto. Durante el otoño y el invierno, los huracanados vientos de la zona impidieron un combate naval en toda regla y en verano las calmas y la falta de vientos lo hacían muy difícil. La poca acción y la demora resultaron a la larga muy perjudiciales para las tropas de Antonio concentradas en la zona, obligadas a permanecer inactivas y con problemas de abastecimiento.
Octavio, consciente de que era más hábil como político que como estratega, dejó la dirección última de la campaña en manos de Marco Vipsanio Agripa, su fiel lugarteniente y constructor del célebre Panteón de Roma. Agripa actuó con rapidez y gran pericia táctica. Apenas acabó el invierno zarpó hacia Grecia con una rauda escuadra de galeras pequeñas y ágiles, las llamadas liburnias.
Marco Vipsanio Agripa, el vencedor de Actium. Copia de un busto del siglo I a.C. Museo del Ara Pacis, Roma
Se apoderó primero del puerto de Metona (cerca del cabo Ténaro, en el suroeste del Peloponeso), junto con unas cuantas naves enemigas surtidas de víveres, y conquistó luego la rocosa isla de Léucade, logrando, de este modo, cortar las comunicaciones e impedir la llegada de las provisiones que Antonio esperaba recibir de Egipto. Más tarde, Agripa conquistó Patras y Corinto. Con estos movimientos dejaba asediado al ejército de Antonio, que pronto sufrió las penalidades del desabastecimiento, mientras su gran flota, inmovilizada en la rada de Ambracia, soportaba en un ambiente pantanoso los rigurosos calores del verano.
UN EJÉRCITO DESMORALIZADO
En el campamento de Antonio, la situación y la moral de la tropa no hacían sino empeorar. Algunos de sus generales, como Canidio, eran partidarios de levantar el campamento y marchar hacia el norte, hacia Tracia, buscando una batalla por tierra y rehuyendo el gran riesgo de un encuentro naval. Alegaban que sus tropas habían probado su valor en la lucha campal a las órdenes de Antonio y desconfiaban de un choque en el mar ya que eran inexpertos en esos combates. Cleopatra, sin embargo, opinaba lo contrario, y recordaba que aportaba sus numerosos navíos y con ellos un enorme tesoro para subvencionar la campaña. Más de uno aconsejó a Antonio enviar a Cleopatra de vuelta a Egipto para poder actuar con más libertad. Comenzaron, en goteo incesante, las deserciones de aliados y amigos al bando de Octavio. Incluso antiguos amigos de Antonio, como Domicio Enobarbo, se pasaron al enemigo.
Además también se multiplicaban los presagios adversos. A Pisaura, colonia fundada por Antonio a orillas del Adriático, se la tragó la tierra; en Alba, una estatua de Antonio sudó copiosamente; en Patras unos rayos cayeron sobre el templo de Heracles, y en Atenas un vendaval derribó la estatua del dios Dioniso –el protector de Antonio–, que cayó en el teatro. La reina, pese a todo, logró imponer su voluntad y se decidió que la gran batalla tendría lugar allí, y la flota buscaría la victoria en el mar, a la salida de Actium.
Las quinquerremes, de hasta 60 m de largo, eran movidas por 270 remeros y llevaban hasta 130 soldados. En Actium formaron el grueso de la flota de Antonio.
En cuanto cesaron las tormentas de fines de agosto, la flota de Antonio se hizo a la mar. Era el 3 de septiembre del año 31 a.C. Los navíos –después de que se hubieran quemado todos aquellos que no estaban en condiciones de navegar– avanzaron primero a fuerza de remos, luego impulsados por el viento del norte. En total, Antonio contaba con unos 400 barcos, en su mayoría de gran tamaño, pues no sólo llevaba trirremes y quinquerremes, sino incluso naves con ocho o diez filas de remeros. Todas ellas estaban provistas de las habituales máquinas de guerra y transportaban de 20.000 a 30.000 legionarios, además de los remeros. Llevaban a bordo todas las velas, dispuestas para una larga travesía. La escuadra de Octavio, que disponía de un número de barcos parecido o algo superior, aunque en su mayoría de menor tamaño, más ligeros y mejor provistos, retrocedió para que el combate se librara en mar abierto.
Marco Antonio estableció seis escuadrones en línea de combate. Él mismo dirigía el ala derecha, con 170 naves, justo enfrente del ala izquierda de la flota romana, dirigida por Agripa. Octavio, por su parte, se había situado en el ala derecha. Las naves egipcias de Cleopatra, unos 60 barcos, quedaban a retaguardia de la extensa armada de Marco Antonio. El propósito inicial de éste parece haber sido envolver el ala izquierda romana, permitiendo así que la flota egipcia avanzara a su izquierda y, llenando el hueco del centro, cortara en dos la línea enemiga.
De este modo, las naves de Antonio avanzaron, mientras que las de Octavio aguardaban el choque. Lo cuenta con detalle Plutarco (Antonio, 45): «Tras pasar revista al resto de la flota en formación, y una vez que una embarcación lo llevó al ala derecha, Octavio quedó sorprendido al observar a los enemigos inmóviles en el estrecho, porque las naves se presentaban a su vista como si hubieran echado el ancla y estuvieran fondeadas. Al ver esto mantuvo sus naves alejadas a unos ocho estadios [1.400 metros] de las contrarias».
UNA BATALLA DESIGUAL
Continúa Plutarco: «A la hora sexta, cuando empieza a soplar la brisa marina, los hombres de Antonio, incapaces de soportar la espera, y confiados en la altura y el tamaño de sus navíos, que creían inexpugnables, movieron el ala izquierda. César [Octavio] se alegró al percibirlo, e hizo retroceder de popa su ala derecha con la intención de arrastrar aún más a sus enemigos fuera del golfo y los estrechos, y, tras rodearlos con sus maniobreros barcos, lanzarse a entablar combate contra unas naves cuya pesada mole y escasa tripulación las hacía lentas y difíciles de gobernar».
Corino, capital de la provincia romana de Macedonia, fue ocupada por las tropas de Octavio comandadas por Agripa en 31 a.C., poco antes del enfrentamiento final en Actium. En la imagen, templo de Apolo, del siglo VI a.C.
La batalla comenzó muy reñida. Antonio perdió en su embestida inicial diez o quince barcos, mientras que su buque insignia quedó apresado por un harpax, una especie de garfio para el abordaje inventado por Agripa, y tuvo que trasladarse a otra nave. Tanto Dión Casio como Plutarco destacan esa diferencia de tamaño y movilidad entre los navíos de una y otra flota, algo que dio al combate un aspecto singular. Los barcos romanos, más ágiles y más bajos, atacaban a las embarcaciones mayores, más torpes de movimientos, intentando quebrar sus filas de remos, a menudo sin concluir el abordaje, mientras los otros, desde sus altas bordas, los rechazaban lanzando fuego, proyectiles y piedras con sus máquinas de guerra.
El historiador Dión Casio describe vivamente la refriega que se produjo: «En uno de los bandos eran los pilotos y remeros los que soportaban las mayores penas y fatigas; en el otro, los marinos. El primero actuaba de forma semejante a la caballería, con sus cargas y prontas retiradas; el segundo se parecía a una formación de infantería pesadamente armada, que defendiera la posición tratando de rechazar al enemigo...».
Plutarco ofrece un relato parecido: «La lucha, por lo tanto, se asemejaba a un combate en tierra o, por decirlo así, al asalto de una muralla, pues tres o cuatro naves de César hostigaban a la vez a una sola de las de Antonio empleando escudos de mimbre, lanzas, pértigas y proyectiles incendiarios, mientras que las de Antonio disparaban con catapultas desde sus torres de madera. Al extender Agripa el ala izquierda en una maniobra envolvente, Publícola [que mandaba la izquierda del ala de Antonio], forzado a avanzar contra él, quedó separado de los del centro, quienes, en la confusión, se lanzaron al encuentro de las naves de Arruncio».
La batalla estaba aún sin decidir, y se peleaba con terrible furia en todo el frente, cuando Antonio advirtió que algunas de sus naves retrocedían o se rendían, mientras que los 60 barcos de Cleopatra emprendían la fuga hacia el sur, con las velas desplegadas, aprovechando el viento que soplaba del norte y el espacio que había quedado libre al sur al desarrollarse el combate. Sus más negros presentimientos se estaban cumpliendo. Desconfiando de sus propias fuerzas, él mismo, con su navío, abandonó la línea de combate y marchó tras la flota egipcia hacia alta mar. Su decisión sembró la confusión entre el resto de sus barcos, algunos de los cuales lo siguieron. En su rápida huida, Antonio pronto logró alcanzar la galera de Cleopatra, la llamada Antonia. Tras subir a ella, se sentó en la proa del navío, solitario y silencioso, con la cabeza entre las manos y sin querer ver a nadie, rumiando su fracaso durante horas.
La batalla de Actium en un grabado de principios de siglo XX. Biblioteca de la Universidad de California.
Sobre este sorprendente desenlace del combate se han avanzado diversas interpretaciones. Para algunos historiadores, ya desde un principio Antonio habría planeado, tal vez como una segunda alternativa, en caso de que resultara adverso el desarrollo de la batalla, la retirada de Cleopatra con sus barcos y su tesoro hacia Egipto; así que habría actuado de acuerdo con ella al darse cuenta de que algunos de los navíos de su frente desertaban y no podía confiar en la victoria en el ataque inicial. Para otros historiadores antiguos (como Plutarco y Dión Casio, que describen minuciosamente el transcurso de la batalla, pero que seguramente lo hacen influidos por la versión romana y la propaganda oficial), la huida fue iniciativa de la propia Cleopatra, que abandonó la batalla quizá por pánico y pensando sólo en salvarse con sus barcos y riquezas, mientras que el impulsivo Marco Antonio la habría seguido movido por su pasión amorosa, sin meditar el alcance de su acción.
El combate duró aún largas horas, hasta que al final las fuerzas de Antonio se rindieron totalmente. Los muertos no fueron excesivos para lo feroz del encuentro: unos 5.000 o 10.000 entre los vencidos, por una cifra desconocida, aunque seguramente mínima, en el bando vencedor. Cerca de 300 naves quedaron como botín de guerra para Octavio, que mandó quemar la mayoría y envió los espolones de sus proas para adornar el templo del Divino Julio (dedicado a César) en Roma.
EL SUICIDIO DE LOS AMANTES
Octavio no se demoró en aniquilar rápidamente el sueño imperial de Marco Antonio y Cleopatra. Las tropas del gran ejército de Antonio, que habían quedado en tierra griega, desmoralizadas y aisladas, no tardaron mucho en someterse al vencedor de Actium –y con él al Senado romano–. Su jefe, Canidio, logró a duras penas escapar y llegar hasta Egipto. Otras once legiones que estaban acantonadas en la Cirenaica y Libia, y que en un principio habrían podido servir a Antonio para defender el norte de África, también se pasaron al bando victorioso, que, en definitiva, era el que garantizaba el orden y el triunfo.
Antonio y Cleopatra prueban en condenados a muerte venenos con los que suicidarse en un óleo de Antoine van Hammee realizado en 1866.
Así, durante unos meses, Octavio se dedicó a aceptar la rendición de la mayoría de las tropas de Antonio y concluyó pactos con sus aliados. Hasta que, finalmente, se dirigió a Egipto, donde debía desarrollarse el último acto de la guerra. En su primera aproximación a Alejandría, su vanguardia fue derrotada por la caballería de Marco Antonio, pero pronto logró poner un estrecho cerco a la ciudad. Una ofensiva desesperada de Antonio contra el general de Octavio, Pinario, fracasó estrepitosamente y le hizo perder las pocas tropas que le quedaban. La suerte del antiguo triunviro estaba echada y con ella la de Cleopatra.
El final de ambos amantes se dejaba presentir en el ambiente de pesadumbre y crepúsculo que siguió a la fuga de Actium. Fue un final de indudable grandeza trágica: Antonio se suicidó con su propia espada, al creerse no sólo vencido, sino abandonado por su amada, y sufrió una patética agonía, mientras que Cleopatra, unos días después, sola y prisionera de Octavio, recurrió para morir a la mordedura de un áspid venenoso.
El suicidio de Cleopatra privó a Octavio de completar su gloria en Roma exponiendo a la gran enemiga en su procesión triunfal. El ya único heredero de César permitió, en un gesto magnánimo, que enterraran juntos a los dos amantes, pero mandó dar muerte en secreto al joven Cesarión, poniendo así punto final a la dinastía de los Ptolomeos, que había gobernado Egipto durante casi tres siglos. A continuación decidió que el antiguo reino de Egipto sería anexionado a Roma (30 a.C.), pero no como una provincia más, sino como posesión personal, con un gobernador elegido por él mismo. Tres años más tarde, el Senado concedería al vencedor de Actium el título casi divino de Augusto, consagrándolo como primer emperador de la historia de Roma.
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