Un enorme halo de misterio rodea todavía a día de hoy a uno de los asesinos más famosos de la historia. ¿Quién era? ¿Por qué asesinaba a sus víctimas?
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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
Finales del siglo XIX. Inglaterra es la más poderosa de las naciones de la Tierra, y Londres, la mayor ciudad del mundo. Incluso sin saberlo, eso es algo que cualquier viajero puede intuir de una mirada. Las torres del Parlamento de Westminster se alzan orgullosas para hablar del dominio político británico, del mismo modo que los bancos de la City controlan el comercio internacional. Mientras, el Times da cuenta de las diversiones de la aristocracia en todo lo que va del music hall a las batidas para la caza del zorro. Para guardar la paz, la Armada rige los mares y la admirada policía británica "revela, nada más verla, el esplendor del Imperio". Desde el palacio de Buckingham, la reina Victoria corona la edad de mayor brillo y poder de la historia de Inglaterra.
Sin embargo, no todo es brillo en aquella Inglaterra. Y para comprobarlo no hace falta irse a las minas de carbón o a los "satánicos telares" de Manchester. A muy poca distancia de las elegancias del West End, todavía existe en Londres una zona "inexplorada como Tombuctú". Es el East End y, dentro del East End, Whitechapel es el lugar donde la miseria toca fondo. Hablamos de un dédalo de callejas inundadas por las emanaciones malolientes del Támesis. De unos bajos fondos donde las enfermedades, el alcoholismo y la prostitución causan estragos entre sus ochenta mil almas. De un barrio cuyas casas, hacinadas, parecen inclinarse amenazadoramente sobre quien reúna el valor para pasearse a su sombra. Whitechapel es el Londres que el resto de Londres no quiere ver. Pero, en el otoño de 1888, toda Inglaterra terminaría por volver los ojos a esa barriada de mala nota. Porque Whitechapel iba a ser el siniestro escenario de los crímenes de Jack the Ripper, el Destripador.
Es posible que Jack el Destripador no fuera el más mortífero de los asesinos; a cambio, bien puede ser de los más crueles y –sin duda– es el más famoso de todos ellos. Será que su nombre todavía nos evoca ese miedo que sólo pueden provocar unos pasos en la oscuridad, el resplandor de un súbito cuchillo en una calle solitaria. Será que algunos criminales nunca fueron capturados, pero que a él hubo que ponerle un alias porque ni siquiera se capturó su identidad. Será, en fin, que "los crímenes de Whitechapel" conmovieron los cimientos bienestantes de la sociedad victoriana y desvelaron la existencia de una Gran Bretaña distinta, humillada y pobre.
Sin embargo, estas explicaciones no bastan para aclarar por qué, más de ciento veinticinco años después, la figura del Destripador se ha convertido en leyenda; por qué siguen apareciendo libros y más libros en torno a sus crímenes; por qué hay revistas especializadas en estudiar su perfil o por qué las investigaciones han llegado incluso a dar nombre a una materia, la "ripperología", a medio camino entre la ciencia y la mera especulación. La respuesta es sencilla: de haber sido apresado, Jack el Destripador hace mucho que hubiera dejado de interesarnos. Pero ocurre que, tanto tiempo después, lo que sabemos de él es, en esencia, lo mismo que sabían en su tiempo: nada. Nada cierto, nada seguro, absolutamente nada. Por eso, a nadie debe extrañarle que, de tantos misterios como rodean al Destripador, cada pocos meses aparezcan puntualmente nuevas hipótesis sobre su identidad. Las ha habido para todos los gustos y todas las fantasías, como puede comprobarse con un dato: si para algunos the Ripper fue nada menos que un encumbrado personaje de la Casa Real, otros han postulado que el asesino era un gorila escapado del zoo. Entre ambos extremos, el elenco de los sospechosos abarcará desde gentes de tanto mérito como Lewis Carroll (el autor de Alicia en el país de las maravillas) hasta pobres como un zapatero londinense, cuyo único pecado fue el de ir por las calles con las herramientas de su oficio.
En puridad, lo único que se sabe de Jack el Destripador, por obvio que suene, es que mató. Pero ni siquiera hay consenso en torno al número de sus víctimas. No en vano, sus asesinatos son tan sólo una parte de los once "crímenes de Whitechapel" que tuvieron lugar en la época. Y aun cuando las fuentes oscilen a la hora de dar cuenta de su actividad criminal, los investigadores más reputados limitan a cinco sus víctimas. Se trata de Mary Ann Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride, Catherine Eddowes y Mary Jane Kelly, todas ellas prostitutas, todas ellas abatidas por el alcohol y todas ellas, por desgracia, mucho menos recordadas que su asesino.
También se ha acotado temporalmente la actuación del monstruo: de finales de agosto a mediados de noviembre, el Destripador asesinó durante apenas setenta días. Tal y como iba a escribir el detective Reid, uno de los más sagaces de los que siguieron el caso, "éstos son los únicos hechos comprobados. Todos los crímenes se cometieron tras el cierre de los bares; todas las víctimas eran de la misma clase –la más baja entre las bajas– y vivían no más lejos de un cuarto de milla unas de otras. Todas, además, fueron muertas del mismo modo".
El resto es todavía sombra y misterio impenetrable. De hecho, su crueldad sin precedentes fue en buena parte responsable del fenomenal pánico levantado tras las muertes: como dijo uno de los encargados de las autopsias, no le bastaba con matar, sino que también tenía que hacer un "daño gratuito al cadáver". Con pocas excepciones, su modus operandi era el siguiente: comenzaba por cortar de un lado a otro la garganta de la víctima con una cuchillada para, acto seguido, abrir, también a cuchilladas, su cavidad abdominal. En la mayor parte de los casos, pasaba entonces a extirpar sus órganos; en alguno de ellos, además, aprovechó para llevarse un riñón, por ejemplo, a modo de macabro souvenir. Ante tales matanzas, la descripción forense de los cadáveres todavía puede turbar al hombre más templado: "Las vísceras se hallaron en diversas partes: el útero y los riñones, bajo la cabeza; el otro pecho, junto al pie derecho, el hígado junto a los pies, los intestinos junto a su costado derecho [...] El corazón faltaba del saco pericárdico".
Como bien apunta un ripperólogo, "el núcleo del miedo es que es incomprensible [...] y lo desconocido es lo más temido de todo". En el caso del Destripador, el misterio iba a ser el terreno cedido al temor. Nunca nadie oyó un solo grito, una petición de socorro, en un barrio donde las gentes vivían, literalmente, empaquetadas. Ninguno de los cadáveres presentaba las heridas defensivas que resultan de oponer resistencia a un ataque. De hecho, el único presunto avistamiento del criminal sólo ha servido para arrojar más pavor sobre su modo de matar. Compensa recordarlo. En la noche del 8 de septiembre de 1888, una mujer se encontró con Annie Chapman acompañada de un extranjero de piel morena y mediana estatura, ataviado con una capa oscura y una gorra como la de Sherlock Holmes. El encuentro se había producido recién pasadas las cinco y media de la madrugada; pues bien, a las seis y diez –cuando el médico G. B. Phillips acudió a levantar el cadáver–, el Destripador ya había matado a Chapman. Como sus otras víctimas, ella tampoco pudo "ni resistirse ni gritar".
En un Londres todo miedo y rumores, hasta la reina Victoria iba a tener sus teorías sobre el asesino. En su caso, como en el de buena parte de la aristocracia, la hipótesis bien podía resumirse en el titular de un diario de la época: era imposible que un inglés hubiera cometido tales crímenes. Como fuere, la nobleza no fue la única en mostrar su partido previo, porque los asesinatos del Destripador sirvieron para que cada capa de la sociedad británica proyectara sus propias obsesiones. Por ser Whitechapel lugar de residencia de numerosos judíos, los antisemitas tuvieron su coartada. Y entre las clases más olvidadas cobró fuerza la convicción de que tales asesinatos sólo podían ser obra de algún aristócrata perverso. La intelectualidad de la época también tomó partido: para el dramaturgo George Bernard Shaw, los crímenes buscaban, ante todo, denunciar las penosas condiciones del East End. Y hasta las sesiones espiritistas, tan en boga en el Londres de entonces, iban a ofrecer sus dudosas conjeturas para la busca y captura del asesino.
Scotland Yard –la policía metropolitana de Londres– interrogó a cientos de personas. Se aludía a la cercanía de Whitechapel al puerto: podía haber sido un marinero de paso o tal vez un estibador. Se supuso que el asesino tenía que ser un médico o –como mínimo– un carnicero, es decir, alguien con conocimientos de anatomía o, por lo menos, de despiece. Pero incluso las posibles pistas multiplicaban la confusión. Por ejemplo, la inscripción en tiza junto al delantal ensangrentado de Catherine Eddowes, en la que se culpaba a los hebreos: "Los judíos son los hombres que no serán culpados por nada"; el texto fue borrado enseguida para evitar ataques antisemitas. O una de las piezas mayores de la ripperología: la carta con remite "desde el infierno" que, acompañada de un trozo de riñón, recibió la policía y que, por una vez, no parecía invención de la prensa.
Son pocos los consensos en torno a la personalidad del Destripador. Uno de los pioneros en la elaboración de perfiles criminales sería el doctor Bond, cuyo dictamen ha merecido el aplauso general: "El asesino debe de haber sido un hombre físicamente fuerte y de gran frialdad y audacia [...] En su aspecto exterior debe de ser un hombre tranquilo, de apariencia inofensiva, probablemente de mediana edad y vestido de modo cuidadoso y respetable". Hay otro rasgo que Bond no señaló: el asesino tenía un conocimiento minucioso de Whitechapel y sus ínfimas callejas. El perfil del doctor ha recibido alabanzas hasta hoy, pero se sigue sin contestar la pregunta básica: ¿Quién?
Una carta escrita "desde el infierno" acompañada de medio riñón es la prueba más creíble y más macabra de la personalidad del asesino
Para responderla, ripperólogos en busca de publicidad han llegado incluso a mencionar el nombre de William Gladstone, cuatro veces primer ministro de Gran Bretaña. Estratagemas de comunicación aparte, tanto la policía como la prensa de la época tuvieron sus preferidos. Y, del siglo XIX hasta hoy, la investigación ha venido sumando otros hasta engrosar un catálogo de centenares de sospechosos.
Una de las supersticiones del caso afirma que éste se suicidó tras cometer los crímenes. Entre los investigados por la policía, Montague John Druitt cumplía ese papel: adulto joven, de buena ascendencia, pero venido a menos, su cuerpo apareció en el Támesis en diciembre. Eso sí, a efectos de culpa, él –como casi todos– tenía una buena coartada para librarse: el día del primer crimen se hallaba jugando al cricket en el condado de Dorset. También Seweryn Klosowski se vería exculpado: era conocido por su afición a envenenar mujeres, pero ocurre que los asesinos en serie rara vez cambian de modus operandi. En cuanto a Aaron Kosminski –a quien no ayudó ser judío polaco–, se le ha supuesto tan deteriorado mentalmente que de haber sido el autor de los crímenes hubiera sido incapaz de guardárselo. ¿Francis Tumblety? También investigado, es uno de los personajes excéntricos que rodean al caso: un médico extraño, dado a flirtear con la delincuencia y aparente poseedor de una colección de órganos humanos.
La prensa, por su parte, no dejaría de privilegiar con su atención a un cierto doctor Cream, también envenenador de amantes, que al parecer habría hecho una confesión –incompleta, eso sí– en su agonía: "Soy Jack el...". El estamento médico siempre ha tenido relevancia en el ámbito de las sospechas en torno al Destripador, y más aún si –como en el caso de sir William W. Gull– hablamos de quien era el médico de la reina Victoria, lo que aporta morbo añadido. Algo semejante le pasaría a sir John Williams, ginecólogo de la princesa Beatriz y acusado de asesinar a las prostitutas en un vano intento de investigar las causas de la infertilidad femenina.
La pista aristocrática continuaría con todo un príncipe, Alberto Víctor, duque de Clarence, nieto de la reina Victoria, hijo del crapuloso Eduardo VII y segundo en la línea de acceso al trono. Desde sus primeras incriminaciones hace ya más de medio siglo, se supone que Alberto Víctor –solo, o en compañía de un supuesto amante– habría como mínimo conspirado para erradicar a quienes supieran de un presunto hijo ilegítimo suyo. Quien juzgue esta historia complicada puede ahondar en la de Alexander Pedachenko, quien (según cierto manuscrito perdido de Rasputín y en su calidad de agente de la policía secreta zarista, la Ojrana) habría cometido los crímenes para manchar la reputación de Scotland Yard. ¿No es inverosímil que Rasputín, nada menos, tuviera algo que ver con las muertes de Whitechapel? Será que la verosimilitud no ha sido nunca el fuerte de la ripperología.
Los tratadistas más benevolentes afirman que las muertes de 1888 sirvieron para tomarse en serio la situación de suburbios en verdad mortales como Whitechapel. La insalubridad de esas zonas de peste llegaría, en efecto, a sede parlamentaria. Para entonces, sin embargo, la fiebre asesina del Destripador ya se había convertido, como dice uno de los grandes historiadores de la ciudad, "en un aspecto perdurable del mito de Londres". Jack the Ripper fue el primer criminal de una gran metrópoli. Y la atmósfera misérrima de aquel East End febril contribuyó a que "las calles y casas del barrio se identificaran con los mismos crímenes, hasta casi el punto de compartir la culpa", "como si el espíritu o la atmósfera de la ciudad hubiera tenido un papel" en las muertes.
Al final, el verdadero hito del caso de Jack el Destripador es que todos los crímenes sin resolver terminan por remitir al suyo. Quizá por redimir ese interés del morbo, no hace tanto que, en una encuesta, Jack the Ripper fue elegido "el peor británico de la historia". Es un consuelo para sobrellevar la triste verdad que, todavía en tiempos del asesino, afirmó uno de los prebostes de Scotland Yard: "Nadie sabe nada, ni sabrá nada en mil años, sobre la historia verdadera del Destripador".
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