Giuliano della Rovere representó como ningún otro el papel de "papa rey". Se ocupó poco de los asuntos de la fe y mucho más de extender el poder temporal del Papado, tejiendo y deshaciendo alianzas, comandando ejércitos y emprendiendo una gran obra de reconstrucción y mecenazgo en Roma.
Giuliano della Rovere pasó a la historia como “el papa guerrero” o “el papa terrible”, epítetos que reflejan su belicosidad tanto en lo público como en lo personal. Cuando en 1503 ciñó la tiara papal y tomó el nombre de Julio II tenía casi 60 años y su fama era de sobra conocida por los demás cardenales, que recordaban su feroz enemistad y rivalidad con Rodrigo Borgia, quien once años antes le había arrebatado el puesto.
Julio II pasó a la historia como “el papa guerrero” o “el papa terrible”. Devolvió al Estado Pontificio su antiguo poder temporal, para lo cual no dudó en valerse de intrigas y traiciones.
Si bien el mal carácter y la agresividad política de Julio II están fuera de duda, fue un papa que reconquistó para el Estado Pontificio su antiguo poder temporal, para lo cual no dudó en valerse de intrigas y traiciones. Igual de cierto es que con ello consiguió financiar un ambicioso programa de obras públicas y mecenazgo artístico del que Roma tenía mucha necesidad y que le devolvió al menos parte del esplendor de la época de los césares.
EL CAMINO HACIA EL PAPADO
Nacido el 5 de diciembre de 1443 en Albisola, perteneciente a la República de Génova, desde pequeño la carrera de Giuliano fue encaminada hacia la Iglesia. Fue confiado a su tío Francesco della Rovere, un fraile franciscano que en 1467 se convirtió en cardenal y en 1471 en papa con el nombre de Sixto IV. Él se ocupó de educarlo entre los franciscanos en Francia y, cuando se convirtió en papa, traspasó a Giuliano su título de cardenal y arzobispo de Aviñón. Bajo el pontificado de su tío ganó cada vez más influencia, llevando las riendas de hasta nueve obispados, además de otros cargos dependientes directamente de la Santa Sede.
Una fuerte rivalidad enfrentó a Giuliano della Rovere con Rodrigo Borgia, un hombre igual de ambicioso e influyente que él.
Desde su promoción a cardenal nació una fuerte rivalidad entre él y un hombre igual de ambicioso e influyente: Rodrigo Borgia. Además de un choque de carácteres similares, se trataba de un enfrentamiento político: Della Rovere representaba los intereses de la facción italiana del Colegio Cardenalicio, mientras que Borgia era considerado un extranjero por su origen valenciano. En la Enciclopedia de los Papas, los historiadores Picotti y Sanfilippo escriben que Giuliano lo depreciaba no solo “por su carácter soberbio y desleal”, algo de lo que él mismo pecaba, sino “más aún por ser extranjero, uno de los catalanes a los que aborrecía” y, sobre todo, por poner los intereses de su familia por delante de los de la Iglesia.
Rodrigo Borgia, que como papa tomó el nombre de Alejandro VI, fue uno de los mayores enemigos de Julio II, quien le acusaba (con razón) de utilizar su posición para favorecer personalmente a sus familiares, incluso en detrimento de los intereses del Estado Pontificio.
Resulta fácil, por consiguiente, imaginar la furia del Della Rovere cuando su rival se convirtió en papa -con el nombre de Alejandro VI- en 1492, especialmente porque él mismo le había disputado la elección en el cónclave. Siempre le acusó, en vida y aun después de su muerte, de haber obtenido los votos mediante el soborno y la intimidación, algo que constituía un pecado llamado simonía y que nunca pudo demostrar, aunque resulta plausible dada la personalidad de Rodrigo Borgia.
A la muerte de Alejandro VI en 1503 y tras el breve pontificado de Pío III -que murió al cabo de veintiséis días de su elección-, se convocó un nuevo cónclave que resultó ser el más corto de la historia: tras solo diez horas, Della Rovere resultó finalmente elegido papa por una increíble unanimidad, incluso por los cardenales de la familia Borgia, a quienes aseguró que no tomaría represalias, una promesa que no mantendría.
En 1503, Giuliano della Rovere resultó finalmente elegido papa y tomó el nombre de Julio II, en referencia al gran general romano.
El nombre que escogió como papa fue un fiel reflejo de su carácter: Giulio, un diminutivo de su propio nombre y una referencia a Julio César. Celebró su elección con un desfile en el que pasó bajo siete arcos de triunfo de aspecto romano, lanzando desde el principio un claro mensaje: él iba a devolver a Roma su antigua gloria. Y ciertamente lo hizo.
EL AMIGO DE HOY MAÑANA PUEDE SER TU ENEMIGO
La primera preocupación del nuevo papa fue recuperar los territorios italianos que precisamente los Borgia habían tomado para sí mismos aunque nominalmente estuvieran bajo la autoridad de la Santa Sede. El adversario más peligroso era el hijo natural de Rodrigo, César, que se había hecho un ducado propio en la Romaña a expensas del Estado Pontificio. Julio II lo hizo arrestar y llevar al Vaticano, aunque lo trató como a un “invitado a la fuerza” hasta que este aceptó mandar instrucciones a las ciudades bajo su dominio para que se sometieran de nuevo al papa. Este, tras conseguir lo que quería, no puso problemas para dejar que César se marchara a Nápoles, encantado de deshacerse de tan peligroso enemigo.
Esas primeras acciones dejaron claro a los estados italianos que en los próximos años se las iban a ver con un verdadero “papa rey”, que actuaba como un jefe de estado y no tenía reparos en obtener lo que quería por las malas. Hasta ese momento la costumbre pontificia era usar la amenaza de excomunión contra sus enemigos políticos y, si había que emplear las armas, conseguir el apoyo de un ejército extranjero. Julio II hizo uso de ambas y promovió la creación de alianzas internacionales contra su enemigo de cada momento: primero la Liga de Cambrai contra la República de Venecia, que se había hecho con algunos territorios de la Iglesia en la Romaña; y luego la Liga Santa contra Francia, que amenazaba con apoderarse de las ciudades del norte de Italia.
Prueba del talento político -o del carácter manipulador, según se quiera ver- de Julio II es que no tenía problemas en cambiar amigos por enemigos y viceversa.
Prueba del talento político -o del carácter manipulador, según se quiera ver- de Julio II es que no tenía problemas en cambiar amigos por enemigos y viceversa: Francia fue su aliada contra Venecia como luego Venecia lo fue contra Francia. Tampoco tenía problema en dirigir él mismo las campañas en lugar de confiárselas a un militar de carrera; su carácter fuerte y su voluntad de sujetar siempre las riendas de todos sus proyectos le hacían más un soberano que un papa, y como tal deseaba ser tratado. Las guerras duraron casi hasta el final de su pontificado y dieron como resultado una de las épocas de mayor poder del Vaticano como estado; a él le valieron sus dos merecidos sobrenombres, “el papa guerrero” y, sobre todo para sus enemigos, “el papa terrible”.
EL RENACIMIENTO DE LA CIUDAD ETERNA
Pero Julio II sabía que la gloria no se conseguía solo con las conquistas, sino también con el prestigio, y eso era algo de lo que Roma iba muy necesitada. Durante toda la Edad Media la ciudad había ido decayendo lentamente y, desde principios del siglo XIV, no podía competir con las vibrantes urbes de Italia: Florencia y Urbino en el arte, Milán y Venecia en el comercio, Bolonia y Pisa como polos universitarios. En ninguno de esos ámbitos la antigua capital del Imperio podía hacerles la menor sombra a sus vecinos del norte; y al sur se encontraba Nápoles, el reino más potente de la península en lo que a fuerza militar se refería.
Haciendo honor a su carácter, el papa decidió emprender un ambicioso programa de obras públicas y mecenazgo artístico que devolviera a Roma su antiguo esplendor. Invitó y patrocinó a algunos de los mejores artistas del momento. A Bramante lo nombró superintendente de obras y le encargó el saneamiento de las infraestructuras públicas, además de la ampliación del Vaticano y la construcción de la nueva Basílica de San Pedro. A Rafael le confió la decoración de sus estancias privadas -puesto que se negaba a usar las mismas en las que se había instalado su enemigo Rodrigo Borgia- y quedó tan impresionado por los primeros trazos que decidió despedir al resto de artistas y dejar que se encargara él solo, nombrándole además “inspector general de bellas artes”.
El papa decidió emprender un ambicioso programa de obras públicas y mecenazgo artístico que devolviera a Roma su antiguo esplendor, contratando a artistas como Bramante, Rafael y Miguel Ángel.
Muy complicada fue su relación con Miguel Ángel, que tenía un carácter tan temperamental y orgulloso como el propio papa: en una ocasión, después de que Julio II decidiera suspender el proyecto de su tumba tras tenerle durante meses supervisando las canteras de mármol, el Buonarroti se marchó encolerizado a Florencia ignorando las amenazas del pontífice al que se plegaban los líderes de las mayores potencias de Italia. Tal vez esa fue la única ocasión en la que Giuliano della Rovere dio su brazo a torcer y, como “reparación”, le encargó la decoración de la Capilla Sixtina y reanudar los trabajos de su tumba, aunque esta última quedó limitada a una versión reducida de lo que el artista había proyectado.
El conjunto funerario de Julio II se iba a situar en la tumba del papa, en la Basílica de San Pedro, pero finalmente se ubicó en la de San Pietro in Vincoli. Su figura más famosa es el Moisés (en el centro de la parte inferior), considerada una de las obras maestras de Miguel Ángel.
Si el emperador Augusto dijo “encontré una ciudad de ladrillo y la dejé de mármol”, Julio II podía presumir de lo mismo quince siglos después, a su muerte el 21 de febrero de 1513. Gracias a él Roma volvió a ser una capital digna de su nombre, además de una ciudad más salubre para vivir. Pero su vida dedicada al poder terrenal no le dejó mucho tiempo para preocuparse -irónicamente- de la guía espiritual. Así como Maquiavelo lo alabó como modelo de un príncipe afortunado, Lutero lo usó como ejemplo de la corrupción moral de la Iglesia. A su muerte, el filósofo y teólogo Erasmo de Rotterdam le dedicó un escrito satírico titulado “Julio excluido del Cielo”, en el cual San Pedro le negaba el acceso al Paraíso. Pero seguramente eso no le hubiera importado al papa guerrero, que fácilmente habría podido urdir una conspiración entre los ángeles para hacerse él mismo con las llaves.
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