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domingo, 1 de julio de 2018

HISTORIA: NATIONAL GEOGRAPHIC .- El legado de la mítica Samarcanda......................Samarcanda, la legendaria capital del Imperio de Tamerlán

Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., alguna vez escuché el legendario nombre del país: Uzbekistán, enclavado en la Asia Central, y gracias a la Revista National Geographic, que ha elaborado un amplio reportaje de su capital la ciudad de Samarcanda, que en un tiempo fue la ruta de parada obligada de las caravanas de la Ruta de la Seda, suena fascinando que enormes caravanas de mercaderes, recorrerían esos desiertos y justo en la ruta estaba enclavada esta hermosa ciudad de Samarcanda que fue también la capital del Imperio de Tamerlán.
Samarcanda, es famosa por las grades construcciones de mezquitas, y mausoleos adornadas con cerámicas y baldosas impresionantes; que construyeron los emperadores y emires, destacando entre todos ellos la Mezquita de Bibi Khanum, considerada como la más bella del mundo islámico. En la Plaza del Registán, están las : Tres escuelas coránicas se levantan en esta céntrica plaza de Samarcanda. De izquierda a derecha, la madraza de Ulug Begh, nieto de Tamerlán, erigida en el siglo XV; la de Tyllia Kori, en el centro, y la madraza de Sher Dor, ambas, del siglo XVII.
 
http://www.nationalgeographic.com.es/viajes/grandes-reportajes/legado-mitica-samarcanda_12704
http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/samarcanda_7853/1
En sus mezquitas de reflejos azules y bulliciosos mercados la ciudad uzbeka exhibe la relevancia que ostentó como etapa en la Ruta de la Seda y antigua capital del imperio de Tamerlán

Madrasa de Tilya Kori
De 1660, es la más moderna de las tres que enmarcan la plaza del Registán. El mihrab está decorado con relieves dorados sobre fondo azul. Parada obligada de las caravanas de la Ruta de la Seda y capital de uno de los mayores imperios de la historia, Samarcanda conserva auténticas obras maestras de la arquitectura islámica.
Foto: Mauricio Abreu / AWL Images

Monumento a las caravanas que cruzaban Asia central
Equidistante entre China y el Mediterráneo, la ciudad era un refugio para los caravaneros antes de encarar los inmensos desiertos o las inexpugnables montañas. Trajinaban mercancías, pero circulaban también religiones, inventos, tradiciones…
Foto: V. Smirnov / Shutterstock

Fundada en el siglo VII a.C., la ciudad alcanzó su apogeo en los siglos XIV y XV.
Observando las tres imponentes madrasas (escuelas) es imposible no sentirlo: la plaza del Registán tiene un magnetismo especial. Y aunque la fama de Samarcanda se asocia a Tamerlán, que estableció aquí la capital de su imperio, esta plaza debe su majestuosidad a su nieto, el astrónomo Ulug Beg.
Foto: Lefteris Papaulakis / Shutterstock

Los tigres de la madrasa de Sher Dor desafían la ortodoxia del islam
Tres madrasas imponentes se alzan en sendos costados del Registán, enmarcando un enorme espacio rectangular. El conjunto tomó su aspecto actual en el siglo XVI, aunque la primera piedra la puso Ulug Beg. Este ordenó erigir la primera y homónima madrasa en 1417, así como caravasares, khanagas (alojamientos para derviches), una mezquita y un hamam. Un siglo después, el gobernador Yalangtush, reemplazó esos edificios secundarios por dos madrasas: Sher Dor (1636), casi simétrica a la de Ulug Beg y decorada con dos tigres; y Tillya Kari (1660), la única sin minaretes pero con una mezquita en su interior que, siglos después, pasó a ser de referencia en la ciudad.
Foto: AGE Fotostock
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Destellos azules
El arte decorativo más característico de Uzbekistán posiblemente sea la cerámica vidriada. Tuvo su apogeo con la dinastía timúrida cuando azulejos, baldosas de mayólica y terracotas labradas recubrían cúpulas, fachadas e interiores. El característico color azul procedía del lapislázuli, la piedra turquesa o el cobalto. Pero el esmaltado no era tan solo una cuestión estética sino que aportaba gran durabilidad en un entorno desértico.
Foto: Michal Knitl / Shutterstock

El arte de la cerámica vidriada
Y si bien en el islam abundan las decoraciones geométricas, florales o caligráficas, en Uzbekistán no es extraño encontrar seres vivos desafiando la ortodoxia religiosa, como en la madrasa de Sher Dor. Entre los ejemplos más espectaculares de cerámica vitrificada en Samarcanda, cabe destacar la mezquita Bibi Khanum, la necrópolis de Shah-i-Zinda y la cúpula del mausoleo de Tamerlán.
Nadezhda Bolotina / Shutterstock

Estatua de Tamerlán
Como Alejandro Magno y Gengis Khan, Tamerlán (Timur-i-Lenk, Timur el cojo, 1336-1405) forjó un imperio colosal que se extendía de la India al Mediterráneo y, por el norte, hasta las puertas de Moscú. En 1370 estableció su capital en Samarcanda. Murió en Otrar (Kazajistán) a los 69 años, camino de conquistar China.
Foto: Mauricio Abreu / AWL Images

La necrópolis de Shah-i-zinda
Una filigrana de azulejos recubre los mausoleos de Shah-i-Zinda. En la primera mitad del siglo XI sus colinas alojaron lujosas mansiones y luego se sucedieron los enterramientos, cada vez más ornamentados. Nichos en los que destaca el azul de las baldosas de mayólica, los mosaicos de azulejos con láminas de oro, la terracota labrada y esmaltada, las maderas talladas, los cristales de color y los estucos. Desde los pisos superiores se ve la ciudad.
Foto: Günter Gräfenhain / Fototeca 9x12

Mausoleo de Gur Emir o del Gran Tamerlán, de 1403.
Aquí se encuentra enterrado Tamerlán, a pesar de que el mausoleo lo había ordenado erigir en 1403 para su nieto Mohammed Sultán. Lo cierto es que es una obra de exquisito estilo y proporciones, con una bella cúpula turquesa acostillada. Y si el exterior asombra, el interior sobrecoge con su elaborada decoración áurea.
Foto: Günter Gräfenhain / Fototeca 9x12
Pablo Strubell
25 de junio de 2018
 
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Mezquita de Bibi-Khanum. Es una histórica famosa mezquita en Samarkand, Uzbekistán, que nombre viene de la esposa del 14to siglo warlord, Timur. La mezquita, que en su tiempo llegó a ser una de las mayores del mundo, se encuentra al norte del Registán. Su construcción se terminó poco antes de la muerte del emperador Tamerlán y aspiraba a ser la joya arquitectónica de su imperio. Construcción 1399-1404.
 
El legado de la mítica Samarcanda
Ya no quedan caravanas ni mercaderes ni seda, pero la grandeza de Samarcanda es palpable nada más pisar la plaza del Registán. Observando las tres imponentes madrasas (escuelas) es imposible no sentirlo: el lugar tiene un magnetismo especial. Y aunque la fama de Samarcanda se asocia a Tamerlán, que estableció aquí la capital de su imperio, esta plaza debe su majestuosidad a su nieto, el astrónomo Ulug Beg, quien ordenó erigir la primera madrasa en el siglo XV. Hoy los tres edificios sobrecogen con la misma intensidad que antaño.

Una parada en la Ruta de la Seda


Con la disposición actual cuesta imaginar que en otra época aquí estuviera el bazar por el que pasaban las caravanas venidas de los confines del planeta. La Ruta de la Seda, activa entre los siglos II a.C. y XVI d.C., tenía en Samarcanda una de sus principales paradas. Equidistante entre China y el Mediterráneo, la ciudad era un refugio para los caravaneros antes de encarar los inmensos desiertos o las inexpugnables montañas. Trajinaban mercancías, pero circulaban también religiones, inventos, tradiciones… El comercio concedió prosperidad al enclave y forjó su carácter cosmopolita.
Desde lo alto de los minaretes del Registán se divisan las tres cúpulas turquesas de la mezquita Bibi Khanum, que en su día fue uno de los edificios más bellos del mundo islámico. Resistiendo precariamente los envites de los terremotos, las descomunales dimensiones de la mezquita impresionan, tal y como ideó Tamerlán: "Si dudan de nuestro poder, que miren nuestros edificios". Por eso, tras convertir esta ciudad en capital de su imperio en 1370 decidió recuperar su esplendor, perdido al ser arrasada por Gengis Khan en 1220. Durante 35 años trabajaron en ella los mejores arquitectos, artesanos, intelectuales... La ciudad floreció en los ámbitos artístico, económico y comercial. Nunca antes, ni después, fue tan bella ni importante.

Alrededor del Registán se extienden, discretas, las mahallas, los barrios residenciales populares. En sus sinuosas calles los niños tayikos –etnia mayoritaria en la ciudad– corren despreocupados; los ancianos juegan al ajedrez en las pequeñas mezquitas; los trinos de las codornices se oyen en los patios de las casas. Se respira una serenidad rural que contrasta con la animación de las calles principales. Y, sobre todo, del bazar.
Entrando al mercado por alguna de sus puertas sorprende la limpieza y el orden: aquí los puestos de verduras; allá el menaje; un poco más al fondo los peculiares kurut (bolitas de queso) junto a la miel, los frutos secos y las especias. Al salir se puede comprar el denso y sabroso pan que acompaña cada comida y que venden hombres ataviados con la ubicua tubeteika (bonete negro y blanco) o mujeres con el entrecejo bien pintado y fundas de oro adornando sus dentaduras.

Las raíces de la ciudad

La preciosa y diminuta mezquita de Khazret Khyzr corona la colina de Afrosiab, el lugar donde se fundó la ciudad en el siglo VI a.C. Hoy, esta loma es un campo de trabajo para los arqueólogos, que hallan osarios zoroastristas, cerámicas con influencias griegas traídas por Alejandro Magno (329 a.C.) o monedas que atestiguan la riqueza que tuvo desde su fundación este oasis, al pie de las montañas Zarafshan.
Es un lugar que otorga a la visita un sentido más allá del estético. Dicen que tres peregrinaciones aquí equivalen a una a La Meca
En una ladera próxima se encuentra el lugar más sagrado de la ciudad: la necrópolis Shah-i-Zinda, un conjunto de soberbios mausoleos construidos entre los siglos XI y XVI alrededor de la tumba de Kusam ibn Abbas, impulsor del islam en la zona en el siglo VII. Cada uno de ellos es en sí mismo una impresionante obra de arte recubierta de finos azulejos, mosaicos y terracotas. Al traspasar el portal se respira solemnidad: es un lugar que otorga a la visita un sentido más allá del estético. Dicen que tres peregrinaciones aquí equivalen a una a La Meca. A su alrededor se extiende el cementerio nuevo, con lápidas cinceladas con bustos de científicos, artistas, profesores y políticos, destacando entre todos el héroe de la independencia en 1991 y presidente hasta 2016, Ismail Karimov.
Caminando por la calle Ruy González de Clavijo, el embajador de Enrique III que visitó a Tamerlán y que ha pasado a la historia por su descripción del viaje y la ciudad a principios del siglo XV, se llega al precioso mausoleo Gur Emir. Allí, entre otros, se encuentra enterrado Tamerlán, a pesar de que el mausoleo lo había ordenado erigir en 1403 para su nieto Mohammed Sultán. Lo cierto es que es una obra de exquisito estilo y proporciones, con una bella cúpula turquesa acostillada. Y si el exterior asombra, el interior sobrecoge con su elaborada decoración áurea.
La tumba de Tamerlán es que es una obra de exquisito estilo y proporciones, con una bella cúpula turquesa acostillada
Cerca del mausoleo empieza la parte moderna de la ciudad, la que recibe al viajero. Trazada por el gobierno zarista en el siglo XIX, sorprende por sus enormes avenidas, bloques de viviendas, institutos, estadios... y desconcierta a quien llega buscando la Samarcanda mítica. Sin embargo, al finalizar el recorrido, la ciudad no decepciona a nadie. Uno debe sumergirse en sus bazares, perderse por las mahallas, emocionarse en sus mausoleos y mezclarse con la gente. Solo así comprenderá que sigue conservando en la actualidad la magia y grandiosidad de una ciudad que un día fue el centro mismo del mundo.


Samarcanda, la legendaria capital del Imperio de Tamerlán

"Es tal la riqueza y la abundancia de esta gran capital que contemplarlas es una maravilla", dijo un castellano que en 1404 llegó a la ciudad de Samarcanda para rendir visita a Tamerlán, el guerrero que había fundado el mayor imperio de Asia

Camino de China
Tamerlán murió mientras preparaba una expedición contra los Ming, dinastía que había expulsado de China a los sucesores del mongol Kubilai Kan en 1368. Abajo, jarrón Ming. Siglo XV. Museo Británico, Londres.
E. LESSING / ALBUM

Decoración timúrida
Detalle de ventanas de la madraza de Ulug Begh, en la plaza del Registán, en Samarcanda.
THERIN-WEISE / AGE FOTOSTOCK

La plaza del Registán
Tres escuelas coránicas se levantan en esta céntrica plaza de Samarcanda. De izquierda a derecha, la madraza de Ulug Begh, nieto de Tamerlán, erigida en el siglo XV; la de Tyllia Kori, en el centro, y la madraza de Sher Dor, ambas, del siglo XVII.
GÜNTER GRÄFENHAIN / FOTOTECA 9X12

El gran caudillo de los tártaros
Monumento a Tamerlán en la ciudad de Samarcanda, Uzbekistán.
E. STRIGL / AGE FOTOSTOCK
 
Patio de la madraza Sher Dor
Esta madraza (escuela coránica) es una de las tres que se alzan en la emblemática plaza del Registán, en Samarcanda. Fue erigida en el año 1636 por el gobernador Yolagtush Bahadur.
HERMES IMAGES / AGE FOTOSTOCK

Mausoleo de Gur-e Amir
Este edificio, en Samarcanda, contiene las tumbas de Tamerlán y varios miembros de la dinastía timúrida. Fue erigido durante el reinado de Ulug Begh, nieto de Tamerlán.
THERIN-WEISE / AGE FOTOSTOCK
23 de diciembre de 2013

Samarcanda, la legendaria capital del Imperio de Tamerlán

Legiones de escritores pronuncian el nombre de Samarcanda como si fuera un oasis mágico de cúpulas azules, un lugar de ensueño rodeado de un aura de leyenda. Sin embargo, Samarcanda existe, fue una de las capitales más importantes de la antigua Ruta de la Seda y se alza en la dura estepa de la Transoxiana, entre los ríos Amu Daria (Oxus, en la Antigüedad) y Sir Daria (Jaxartes), en el actual Uzbekistán.

Aún hoy, debe su fama a la armoniosa disposición y belleza de las tres madrazas que se alzan en la céntrica plaza del Registán. Enfrente de esta plaza, con una mirada penetrante y fría, se encuentra la gran estatua sedente dedicada a Timur, el héroe que está indisolublemente unido al destino de la ciudad. Timur-i-Lenk –Timur «el cojo», apodo que en Occidente se transformaría en Tamerlán– construyó un vasto imperio cuyos límites se extendían desde Anatolia hasta el océano Índico, y la relevancia de su figura es tal que traspasa los confines de varias civilizaciones entre dos épocas, la medieval y la renacentista.

Tamerlán escogió Samarcanda como su capital, y pronto esta ciudad, donde confluían las caravanas procedentes de Oriente y Occidente, con sus especias y exóticos perfumes, acabó convirtiéndose en la residencia de una corte de leyenda.

Un español en Samarcanda

Disponemos de un testimonio excepcional sobre el esplendor mítico de la capital de Tamerlán: el de Ruy González de Clavijo, un caballero castellano enviado por Enrique III, rey de Castilla y León, como embajador ante la corte del conquistador asiático. La última de la larga serie de victorias de Tamerlán, lograda sobre el sultán otomano Bayaceto, había despertado el entusiasmo de los reyes de la Europa cristiana, que se veían así libres de la amenaza otomana y soñaban con firmar la paz con la potencia emergente de Asia, entre otras cosas para circular libremente por la Ruta de la Seda.
El 31 de agosto de 1404 Clavijo llegó a Samarcanda, tras un viaje por Grecia, Anatolia y Mesopotamia que duró más de un año
Enrique III, tras recibir con agrado a un embajador de Tamerlán, envió a su vez a Clavijo cargado de regalos para el victorioso soberano oriental. Tras un viaje por Grecia, Anatolia y Mesopotamia que duró más de un año, el 31 de agosto de 1404 Clavijo llegó a Samarcanda. Permanecería allí casi tres meses, y tan maravillado quedó por la visión de aquella remota ciudad que a su vuelta escribió un relato de su experiencia, la Embajada a la corte de Tamerlán.

Nada más entrar en la ciudad, Clavijo comprobó que Tamerlán había sabido conjugar en ella lo mejor de Oriente y Occidente: Siria enviaba sus tejedores, vidrieros y armeros; Delhi proporcionaba albañiles, constructores y talladores de gemas, y Anatolia suministraba orfebres, cordeleros y maestros armeros. Clavijo recorrió los bazares de Samarcanda y observó cómo en las calles se mezclaban lenguas y religiones, desde el Islam hasta el zoroastrismo y el cristianismo nestoriano.

En sus mercados abundaban todo tipo de productos procedentes de la Ruta de la Seda: de Rusia y Mongolia venían cueros y lienzos; de China, además de la seda, llegaban rubíes y diamantes, ruibarbo y perlas, y de la India, especias menudas como nuez moscada, jengibre, flor de canela y clavo de olor. A ojos de Ruy de Clavijo, Samarcanda era la casa donde Tamerlán iba depositando los tesoros que le proporcionaban sus conquistas.

En la corte del gran conquistador

A la hora y día convenidos, Ruy de Clavijo se presentó ante Tamerlán. Clavijo descubre la fragancia de los jardines de Samarcanda, repletos de jazmines y violetas, y la fresca sombra de las yurtas, las típicas tiendas mongolas. Éste era el ambiente preferido por Tamerlán y su corte, ya para las largas recepciones oficiales o para practicar su pasatiempo favorito, el ajedrez. Fogoso soldado a la vez que experimentado y prudente capitán, Tamerlán sabía rodearse en su corte de artistas y literatos que le hacían gozar tanto de la poesía y de la historia persas como del relato de sus conquistas militares.

Tras las oportunas reverencias, Tamerlán los mandó acercarse. Clavijo esperaba encontrarse con el «azote de las estepas», de cuerpo nervudo y recio, ojos amenazadores, gesto brusco y poderosa y bronca voz. Sin embargo, lo que vio fue un anciano ya caduco, acomodado entre cojines de seda bordada; «tan viejo era –dice Clavijo– que hasta los párpados de sus ojos estaban caídos». Todo fueron cortesías para Clavijo y su rey: «Mirad aquí estos embajadores –proclamó solemne Tamerlán ante sus cortesanos–, son éstos los que me envía mi hijo, el Rey de España, que es el mayor Rey que hay en los francos».

Copioso fue el banquete con el que se obsequió a Clavijo: carneros cocidos y asados, ancas de caballo sin su corvejón, jugosos melones, uvas y duraznos servidos en la dulce leche fermentada de las yeguas; y todo ello ofrecido en fuentes de oro y plata, junto a finas obleas de pan y escudillas con arroz, salsas y condimentos varios. No faltó tampoco el vino, con la venia del propio Tamerlán (aunque él era musulmán), escanciado en tazas de oro que descansaban sobre platos de fina porcelana.
Tamerlán mandaba demoler parte de la mezquita de su esposa, Bibi Khanum, para que ésta fuera reconstruida a su gusto en tan sólo diez días
Igualmente Clavijo observó la sensibilidad de Tamerlán por el arte y la cultura, en contraste con el devastador efecto de sus campañas. El conquistador puso especial empeño en sembrar su capital de espléndidas construcciones. Ruy de Clavijo presenció incluso cómo Tamerlán mandaba demoler parte de la mezquita de su esposa, Bibi Khanum, para que ésta fuera reconstruida a su gusto en tan sólo diez días. El monarca no reparó en gastos; incluso mandó traer el mármol, portado a lomos de un centenar de elefantes, desde las canteras de la India. Pero, apurado por sus campañas, delegó la dirección de las obras en su mujer, que también había iniciado la construcción de una tumba para ella misma enfrente de la mezquita.

La reina y el arquitecto

Cuenta la leyenda que el arquitecto de la mezquita se enamoró perdidamente de Bibi Khanum. La reina, en un intento de disuadirlo, le mostró cuarenta huevos y le dijo: «Miradlos, cada uno está pintado de una forma diferente y, sin embargo, da igual su color; pues ya sea éste rojo, azul o verde, su sabor siempre será el mismo». El arquitecto guardó silencio entonces, pero una semana más tarde volvió a presentarse con cuarenta botas, treinta y nueve con agua y una llena de vino: «¡Ay mi Bibi Khanum! –le susurró malicioso–. Aunque todas ellas te puedan parecer iguales, el agua de unas me refresca y apacigua mis sentidos, pero tan sólo el vino de esta última ha logrado embriagarme».
Bibi Khanum, vencida, accedió a recibir un beso, pero su mano tendría que separar sus mejillas de los labios de ese loco adulador. Sin embargo, la pasión del arquitecto era tan fuerte que traspasó esa barrera y el beso dejó una marca indeleble. Tamerlán, al volver, se encontró con la mezquita casi acabada: la grandiosa belleza de ésta, su riqueza y exquisitas proporciones emocionaron incluso a un hombre rudo como él. Se volvió a agradecérselo a su mujer, pero observó entonces con horror la huella del furtivo beso. Lleno de furia, se cuenta que Tamerlán empujó a su mujer al vacío y que ésta se salvó gracias al vuelo de sus trajes. Quiso también castigar ejemplarmente al arquitecto, pero éste ya había huido o se había dado muerte.

Durante la estancia de Ruy de Clavijo en Samarcanda, Tamerlán, que se hallaba inmerso en los preparativos de su última campaña contra China, cayó enfermo. Sus ministros despidieron entonces a los castellanos, que tuvieron que emprender el viaje de vuelta el 18 de noviembre de 1404. El emperador murió poco después de la marcha de Clavijo, a los 71 años, el 19 de enero de 1405.

El fantasma del conquistador

Tamerlán fue enterrado en el mausoleo Gur-e Amir, otra joya del arte timúrida. Inicialmente concebido para el nieto predilecto del conquistador, Muhammad Sultan, acabó albergando también los cuerpos de Tamerlán y otros destacados miembros de la dinastía timúrida. Una madraza y unos baños, hoy en ruinas, completaban el complejo, al que se accedía por una monumental entrada. La bóveda del iwan (capilla), aún en pie, está decorada con un diseño en retícula romboidal, en forma de panal, como símbolo del cielo y de la armonía cósmica. Mosaicos con piezas hexagonales de ónice y lapislázuli e inscripciones de letras de oro sobre un fondo de jaspe verde completan este delicado trabajo. La cripta acoge los restos de Tamerlán junto a los de su nieto y otros familiares.
Su lápida guarda un ominoso augurio: «Si yo me levantase de mi tumba, el mundo entero temblaría»
El sitio exacto donde descansa el conquistador está marcado por una enorme lápida de nefrita de Mongolia que lleva inscrito un ominoso augurio: «Si yo me levantase de mi tumba, el mundo entero temblaría». De hecho, el 22 de junio de 1941, el mismo día en que el arqueólogo soviético Mijail Gerasimov exhumaba su cadáver, Hitler invadía Rusia. En sus restos se adivinaron rasgos como una frente despejada y abrupta, la nariz corta, los pómulos salientes y, sobre todo, su cojera, características que las descripciones antiguas destacaban en el físico de Tamerlán. Pero donde más profundamente quedó impresa su huella fue en Samarcanda, la ciudad que él hizo su capital y convirtió en espejo de su gloria.

Para saber más

Tamerlán. Justin Marozzi. Ariel, Barcelona, 2009.
Embajada a Tamorlán. Ruy González de Clavijo. Castalia, Barcelona, 1999.
Samarcanda. Amin Maalouf. Alianza, Madrid, 2004.

NATIONAL GEOGRAPHIC
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
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