Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., en la que creemos nuestra civilización occidental y cristiana, tuvo que aprender mucho de otras civilizaciones y no precisamente occidentales, sino en el oriente nacieron culturas y constituyen el asombro del mundo actual, tal como ejemplo el templo de Göbekli
Tepe, en el sur de Turquía, de 11.600 años de antigüedad; si, en
Göbekli Tepe, un centro religioso construido 7.000 años antes que la
pirámide de Keops.
National Geographic.- narra : " Cuando se edificó Göbekli Tepe, gran parte de la humanidad estaba
organizada en pequeñas bandas nómadas que vivían de la recolección de plantas
y de la caza de animales salvajes. Para construir el templo,
probablemente fue necesario reunir en un solo lugar más personas de las
que jamás se habían reunido hasta entonces. Asombrosamente, los
constructores lograron extraer, tallar y transportar piedras de 16
toneladas a lo largo de cientos de metros, aunque no conocían la rueda
ni disponían de animales de carga. Los peregrinos que acudían a
Göbekli Tepe vivían en un mundo sin escritura, ni metales ni cerámica. A
aquellos que se acercaron al templo subiendo la pendiente, los pilares
debieron de parecerles gigantes petrificados, cubiertos de animales
esculpidos que temblaban a la luz de las llamas, emisarios de un mundo
espiritual que la mente humana apenas comenzaba a vislumbrar...."
https://www.nationalgeographic.com.es/mundo-ng/grandes-reportajes/el-templo-mas-antiguo-del-mundo_4377/2
Creíamos que la agricultura había dado origen a las ciudades y, más adelante, a la escritura, el arte y la religión. Ahora, el templo más antiguo del mundo sugiere que la conciencia de lo sagrado pudo encender la chispa de la civilización.
Pilares del templo de Göbekli Tepe
Los pilares del templo de Göbekli
Tepe, en el sur de Turquía, de 11.600 años de antigüedad y hasta 5,5
metros de altura, podrían representar un grupo de sacerdotes danzando.
Obsérvense, en la figura en primer término, las manos por encima del
cinturón que sostiene el taparrabos.
Foto: Vincent J. Musi
El templo más antiguo del mundo
Es probable que no viviera nadie en
Göbekli Tepe, un centro religioso construido 7.000 años antes que la
pirámide de Keops. Los arqueólogos han excavado menos de una décima
parte del yacimiento, suficiente para comprender la enorme importancia
del lugar.
Foto: Vincent J. Musi
Los guardianes del templo
En el sudeste de Turquía hay
agricultores que aún siegan el trigo con una hoz. En esta región se
domesticó por primera vez el trigo escaña, tal vez con el objetivo de
alimentar a todos los peregrinos que se concentraban en Göbekli Tepe
para llevar a cabo rituales religiosos.
Foto: Vincent J. Musi
Cuenco de caliza hallado en Nevalı Çori
En un cuenco de caliza hallado en
Nevalı Çori, un asentamiento fundado mil años después que Göbekli Tepe,
dos figuras bailan con un animal. Los animales, tal vez guías
espirituales, eran símbolos importantes en la época en que el hombre
empezó a domesticar ovejas y cabras.
Foto: Vincent J. Musi
El nacimiento de los Dioses
Esta escultura de tamaño natural, que
data por lo menos del año 8000 a.C., fue descubierta en el sudeste de
Turquía, a 14 kilómetros de Göbekli Tepe, el templo más antiguo del
mundo. Cuando los grupos de cazadores-recolectores evolucionaron hacia
sistemas sociales más complejos la representación de seres humanos –o
divinidades– hicieron su aparición.
Pieza fotografiada en el museo de Şanliurfa, Turquía.
Pieza fotografiada en el museo de Şanliurfa, Turquía.
Foto: Vincent J. Musi
Un bestiario sagrado
Indicios de lo que fue tal vez la
primera religión organizada del mundo se encuentran dispersos en un
conjunto de yacimientos neolíticos del sur de Turquía, norte de Siria e
Iraq. Los iconos más frecuentes eran las bestias peligrosas que
acechaban los asentamientos que los humanos acababan de crear como, por
ejemplo, los jabalíes. El que aparece en la imagen procede de Göbekli
Tepe.
Pieza fotografiada en el museo de Şanliurfa, Turquía.
Foto: Vincent J. Musi
Dioses viperinos
Otro icono habitual de las primeras
religiones era la serpiente. La que aparece en la foto fue hallada en la
parte posterior de una cabeza humana en Nevalı Çori.
Pieza fotografiada en el museo de Şanliurfa, Turquía.
Foto: Vincent J. Musi
Mundos etéreos
En la base de uno de los círculos de
pilares de Göbekli Tepe se conservan los restos de una puerta, tal vez
una entrada simbólica a un mundo sobrenatural simbolizado al parecer por
los animales que abundan en todo el yacimiento. Muchos de los animales
eran carnívoros, incluido el zorro representado en el pilar del fondo de
la imagen (arriba a la derecha).
Foto: Vincent J. Musi
Una difícil interpretación
Descubierta en verano de 2010, esta
puerta de entrada al templo, de 11.600 años de antigüedad, está rodeada
de fieras esculpidas en la piedra. Entre ellas, una serpiente, un uro
(especie de toro salvaje), un jabalí y un animal depredador todavía sin
identificar. Sabemos muy poco acerca de estas estructuras.
Foto: Vincent J. Musi
Un canto a los muertos
Figuras de buitres, como la de esta
escultura, se han hallado en Göbekli Tepe. Tradicionalmente, las aves se
han asociado con la muerte, lo que lleva a pensar que Göbekli Tepe pudo
ser un lugar para la celebración de rituales relacionados con el poder
espiritual de los ancestros muertos.
Foto: Vincent J. Musi
Sociedad y su arte
Los refinados bajorrelieves con
buitres, escorpiones y otras criaturas hallados en los pilares en forma
de T debieron de ser obra de hábiles artesanos, una evidencia de que los
cazadores-recolectores estaban evolucionando hacia estructuras sociales
más complejas,
Foto: Vincent J. Musi
Trabajos incompletos
Los arqueólogos han hallado un pilar a medio tallar en una de las colinas cercanas a Göbekli Tepe, visible al fondo.
Foto: Vincent J. Musi
Karaca Dağ
Esta familia de pastores lleva un
siglo cuidando del ganado en el extremo septentrional del Creciente
Fértil. El campo donde pacen los animales, en las laderas del Karaca
Dağ, está a menos de 100 kilómetros de Göbekli Tepe, donde los
genetistas creen que una variedad del trigo actual fue domesticado por
primera vez. Las ovejas y las cabras también fueron domesticadas en esta
región.
Foto: Vincent J. Musi
Göbekli Tepe
Un pilar con la estilizada figura de
un zorro se yergue bajo la noche estrellada. Para proteger los frágiles
bajorrelieves, está previsto techar el yacimiento a lo largo de este
año. Reflexionar bajo las estrellas sobre los misterios de este antiguo
templo pronto será cosa del pasado.
Foto: Vincent J. Musi
Göbekli Tepe: el templo más antiguo del mundo y el nacimiento de la religión
Cada cierto tiempo, en lo alto de una colina remota del sur de Turquía, se escenifica el despertar de la civilización.
Los actores son legiones de turistas, por lo general
turcos, a veces europeos, llegados en autocares blancos con aire
acondicionado y televisión, que suben dando tumbos por el firme
irregular de la sinuosa carretera y aparcan ante el portal de piedra
como acorazados en un puerto. Los visitantes se apean, con sus
botellines de agua y sus reproductores de música, y los guías les gritan
instrucciones y explicaciones. Sin prestarles atención, los turistas
suben la cuesta. Cuando llegan a la cima, se quedan mudos de asombro.
Tienen ante sí decenas de enormes columnas de piedra dispuestas en una serie de círculos, apiladas unas encima de otras. El lugar, llamado Göbekli Tepe, recuerda vagamente Stonehenge,
pero es mucho más antiguo y no está hecho de toscos bloques sino de
pilares de piedra caliza finamente tallados y adornados con
bajorrelieves de animales: un desfile de gacelas, serpientes, zorros,
escorpiones y feroces jabalíes. El conjunto fue construido hace
unos 11.600 años, siete milenios antes que la Gran Pirámide de Keops, y
contiene el templo más antiguo conocido hasta ahora. De hecho, Göbekli Tepe es el ejemplo más antiguo conocido de arquitectura
monumental, la primera estructura levantada por el ser humano con una
envergadura y complejidad mayores que las de una choza. Hasta donde
alcanzan nuestros conocimientos, cuando se erigieron esas columnas no
había en el mundo ninguna otra construcción de tamaño comparable.
Cuando se edificó Göbekli Tepe, gran parte de la humanidad estaba
organizada en pequeñas bandas nómadas que vivían de la recolección de plantas
y de la caza de animales salvajes. Para construir el templo,
probablemente fue necesario reunir en un solo lugar más personas de las
que jamás se habían reunido hasta entonces. Asombrosamente, los
constructores lograron extraer, tallar y transportar piedras de 16
toneladas a lo largo de cientos de metros, aunque no conocían la rueda
ni disponían de animales de carga. Los peregrinos que acudían a
Göbekli Tepe vivían en un mundo sin escritura, ni metales ni cerámica. A
aquellos que se acercaron al templo subiendo la pendiente, los pilares
debieron de parecerles gigantes petrificados, cubiertos de animales
esculpidos que temblaban a la luz de las llamas, emisarios de un mundo
espiritual que la mente humana apenas comenzaba a vislumbrar.
Los arqueólogos todavía están excavando en Göbekli Tepe y aún no se han puesto de acuerdo respecto a su significado. Pero
lo que sí saben es que el yacimiento es el más notable de una serie de
hallazgos inesperados que han cuestionado anteriores ideas sobre el
pasado remoto de nuestra especie. Hace apenas 20 años la
mayoría de los investigadores creía conocer el momento, el lugar y la
secuencia aproximada de la revolución neolítica, la crucial transición
que condujo al nacimiento de la agricultura, determinante para que Homo sapiens
dejara atrás los grupos dispersos de cazadores-recolectores para
empezar a formar poblados agrícolas y, a partir de ahí, sociedades
tecnológicamente avanzadas con grandes templos, torres, reyes y
sacerdotes que regían el trabajo de sus súbditos y registraban sus
hazañas por escrito. Pero en los últimos años, nuevos descubrimientos,
entre los que destaca Göbekli Tepe, han obligado a los arqueólogos a
replantearse sus puntos de vista.
Al principio, la revolución neolítica se consideraba como un suceso único ocurrido en un único lugar, Mesopotamia, entre los ríos Tigris y Éufrates (en lo que hoy es el sur de Iraq), que más tarde se extendió a la India, Europa y el resto del mundo. La
mayoría de los arqueólogos creía que ese florecimiento súbito de la
civilización había sido propiciado en gran medida por cambios
climáticos: un calentamiento gradual al final de la última glaciación
que permitió a algunos pueblos iniciar el cultivo de plantas y el
pastoreo de animales. La reciente investigación sugiere que, en realidad, la «revolución» fue obra de muchas manos que actuaron en un área muy extensa y a lo largo de miles de años. Además, es posible que su motor no fuera el medio ambiente sino algo completamente diferente.
Tras un momento de silencio, los atónitos turistas que llegan al
yacimiento se ponen a hacer fotos con sus cámaras y teléfonos móviles.
Hace once milenios, nadie disponía de equipos digitales para captar
imágenes, por supuesto, pero las cosas han cambiado menos de lo que uno
podría suponer. La mayoría de los grandes centros religiosos del mundo,
los del pasado y los que existen en la actualidad, son la meta de los
peregrinos. Basta pensar en el Vaticano, La Meca, Jerusalén,
o Bodh Gaya (donde Buda accedió a la iluminación). Son lugares
monumentales para viajeros espirituales, que recorren a menudo grandes
distancias para conmoverse y admirarse ante su grandeza. Göbekli Tepe es
quizás el primero de todos esos lugares de peregrinaje. Lo que
sugiere, al menos a los arqueólogos que trabajan allí, es que el sentido
humano de lo sagrado, y quizá también el gusto del ser humano por la
escenificación, pueden haber sido el motor de la civilización.
A los pocos minutos de llegar, se dio cuenta de que estaba en un lugar donde habían trabajado decenas o incluso centenares de personas varios milenios atrás.
Klaus Schmidt supo casi de inmediato que iba a
dedicarle muchas horas de trabajo a Göbekli Tepe. Actualmente
investigador del Instituto Arqueológico Alemán (DAI), Schmidt había
pasado el otoño de 1994 recorriendo el sudeste de Turquía. Tras varios
años de trabajo en un yacimiento, estaba buscando otro lugar donde
excavar. La ciudad más grande de la zona es Şanlıurfa. Comparada con jóvenes ciudades como Londres,
Şanlıurfa es increíblemente antigua; de hecho, es el lugar donde se
cree que nació el profeta Abraham. Schmidt había ido a la ciudad para
localizar un yacimiento que le permitiera comprender mejor el
neolítico, un lugar a cuyo lado incluso Şanlıurfa pareciera una
adolescente. El paisaje se ondula al norte de Şanlıurfa para formar las
primeras estribaciones de las montañas que atraviesan el sur de Turquía,
donde nacen los ríos Tigris y Éufrates. A 14 kilómetros de la ciudad se
yergue una cresta alargada, de cima redondeada, que los lugareños
llaman Göbekli Tepe, es decir, «monte panzudo».
En la década de 1960, arqueólogos de la Universidad de Chicago estudiaron
la región y llegaron a la conclusión de que Göbekli Tepe no tenía
interés. Observaron signos evidentes de intervención humana en la cima
del monte, pero los atribuyeron a la existencia de un puesto militar
fronterizo de la época bizantina. Hallaron fragmentos dispersos de
piedra caliza, que interpretaron como lápidas. Schmidt había leído la
breve descripción que los investigadores de Chicago habían hecho del
yacimiento y decidió ir a verlo con sus propios ojos. Sobre el terreno
vio astillas de pedernal, grandes cantidades de ellas. A los
pocos minutos de llegar, recuerda el propio Schmidt, se dio cuenta de
que estaba en un lugar donde habían trabajado decenas o incluso
centenares de personas varios milenios atrás. Las losas de
piedra caliza no eran tumbas bizantinas sino algo mucho más antiguo. Al
año siguiente empezó a trabajar en colaboración con el DAI y el Museo de Şanlıurfa.
Unos centímetros por debajo de la superficie el equipo encontró una
piedra cuidadosamente esculpida. A ésta le siguió otra, y otra más,
hasta sacar a la luz un círculo de pilares en pie. A lo largo de los
meses y los años, el equipo de Schmidt, compuesto por estudiantes de
posgrado alemanes y turcos, y más de medio centenar de habitantes de la
zona, encontró un segundo círculo de piedras, después un tercero y a
continuación varios más. En 2003 unas prospecciones
geomagnéticas revelaron la existencia de al menos 20 círculos
distribuidos desordenadamente bajo tierra, los bloques de
piedra apilados unos encima de otros. Los pilares eran de gran tamaño
(los más altos medían 5,4 metros de altura y pesaban unas 16 toneladas) y
presentaban en la superficie toda una galería de bajorrelieves de
animales en diferentes estilos, algunos toscos y otros, los menos, mucho
más refinados y con un claro carácter simbólico. Otras partes
de la colina estaban sembradas de antiguos utensilios tallados en
pedernal, la mayor colección que Schmidt había visto en su vida: un
auténtico almacén de cuchillos, azuelas y puntas de proyectil del
neolítico. La piedra tuvo que ser transportada desde los valles próximos. «Había más piezas de pedernal aquí, en un área de uno o dos metros cuadrados –dice Schmidt–, que las que encuentran muchos arqueólogos en yacimientos enteros.»
Los círculos presentan un diseño común. Todos están hechos de pilares de caliza en forma de una enorme letra T mayúscula. Parecen
cuchillos, miden cinco veces más de ancho que de fondo y se yerguen a
un brazo de distancia unos de otros, interconectados por unos muros
bajos de piedra. En el centro de cada círculo hay dos pilares más altos,
cuyas bases aguzaron los constructores para poder hincarlos en unas
ranuras poco profundas abiertas en el suelo. Le pregunté al arquitecto e
ingeniero civil alemán Eduard Knoll, colaborador de
Schmidt en los trabajos de conservación del yacimiento, si el sistema de
anclaje de aquellos pilares centrales estaba bien diseñado. Me
respondió que no. «Todavía no dominaban la ingeniería.» Knoll piensa que quizá las columnas estuvieran apuntaladas, tal vez con postes de madera.
Los enigmas se acumulaban a medida que avanzaba la excavación.
Según Schmidt, los pilares en forma de T son figuras humanas
estilizadas, como parecen confirmar los brazos esculpidos que parten de
los «hombros» de algunos de ellos, con las manos dirigidas hacia el vientre cubierto con taparrabos. Todos miran al centro del círculo, «como en una reunión o una danza»,
dice Schmidt, en representación quizá de algún ritual religioso. En
cuanto a las figuras animales que corren y brincan en las piedras,
señala que se trata en su mayoría de bestias peligrosas: escorpiones
venenosos, jabalíes en pleno ataque o leones feroces. Las
figuras humanas representadas por los pilares podrían estar protegidas
por esos animales, a los que pudieron atribuir un carácter totémico.
Los enigmas se acumulaban a medida que avanzaba la excavación. Por
razones aún desconocidas, parece ser que los círculos de Göbekli Tepe
perdían su poder, o al menos sus cualidades mágicas, al cabo de cierto
tiempo. Tras unas cuantas décadas, la gente del lugar enterraba las
columnas y levantaba otras nuevas, que formaban un círculo más pequeño
dentro del anterior. A veces construían un tercer anillo de piedras
pasado un tiempo. Después los constructores rellenaban toda la
estructura con escombros y levantaban un nuevo círculo en las
proximidades del anterior. Es posible que este proceso se haya repetido
muchas veces a lo largo de siglos.
Sorprendentemente, las técnicas de construcción empleadas en
Göbekli Tepe fueron empeorando. Los primeros círculos son los más
grandes y los de mayor complejidad técnica y artística. Con el
paso del tiempo los pilares fueron haciéndose cada vez más pequeños y
sencillos, y anclándose al suelo con menos habilidad. Parece ser que
finalmente la actividad cesó por completo hacia el año 8200 a.C. Göbekli
Tepe se desmoronó y no volvió a levantarse.
Tan importante es lo que han hallado los investigadores como lo que no han hallado: ningún indicio de asentamiento. Seguramente fueron necesarios cientos de personas para tallar y levantar los pilares, pero no había agua en el lugar. La
corriente más cercana estaba a unos cinco kilómetros de distancia. Los
trabajadores debieron de necesitar un sitio donde vivir, pero las
excavaciones no han sacado a la luz la menor señal de muros, hogueras o
casas, ni ningún tipo de estructura que Schmidt haya interpretado como
doméstica. También tuvieron que comer, pero no hay indicios de agricultura.
Schmidt tampoco ha encontrado restos de cocinas, ni de fuegos donde se
cocinara. Era un centro puramente ceremonial. Si alguna vez vivió
alguien en ese lugar, debió de tratarse del personal del templo. A
juzgar por los miles de huesos de gacelas y uros que se han hallado, los
trabajadores debieron de alimentarse de remesas de carne de caza,
enviadas con regularidad desde lugares distantes. Para canalizar con
éxito todo ese complejo esfuerzo, debieron de ser necesarios organizadores y supervisores, pero hasta ahora no se han observado indicios de una jerarquía social:
no se han descubierto zonas reservadas a los más ricos, ni tumbas
llenas de ajuares funerarios propios de una élite, ni rastros de que la
dieta de algunos fuera mejor que la de otros.
Descubrir que unos cazadores-recolectores habían construido Göbekli Tepe fue como saber que alguien había fabricado un Boeing 747 con una navaja suiza.
«Eran forrajeadores –dice Schmidt, refiriéndose a gente que recogía plantas y cazaba animales salvajes–. Nuestra
imagen de los pueblos forrajeadores siempre ha sido de grupos pequeños y
móviles, formados por algunas decenas de individuos. Creíamos que no
podían construir grandes estructuras permanentes, porque tenían que
desplazarse constantemente en pos de sus recursos. Pensábamos que no
podían mantener castas separadas de sacerdotes y artesanos, porque no
les era posible transportar los suministros adicionales necesarios para
unos y otros. Pero aquí tenemos Göbekli Tepe, donde sí lo hicieron.»
Descubrir que unos cazadores-recolectores habían construido Göbekli
Tepe fue como saber que alguien había fabricado un Boeing 747 con una
navaja suiza. Paradójicamente, Göbekli Tepe se presenta a la vez
como un heraldo del mundo civilizado que estaba por venir y el último
símbolo de un pasado nómada a punto de desaparecer. La proeza fue asombrosa, pero es difícil comprender cómo la llevaron a cabo o lo que significaba. «Dentro de unos 10 o 15 años –afirma Schmidt–, Göbekli Tepe será más famoso que Stonehenge. Y con razón.»
Sobre Göbekli Tepe planea el espíritu de V. Gordon Childe. Australiano afincado en Gran Bretaña,
Childe era un hombre expansivo y apasionado, un marxista convencido que
solía vestir pantalones de golf y pajarita. También fue uno de los
arqueólogos más influyentes del siglo pasado. Gracias a su gran
capacidad de síntesis, interrelacionaba los datos inconexos de sus
colegas proponiendo nuevos métodos de interpretación de la prehistoria
basados en el materialismo histórico. También propuso nuevos conceptos,
el más famoso de ellos, acuñado en la década de 1920, el de «revolución neolítica». Bajo su punto de vista, la revolución neolítica fue un acontecimiento de vital importancia: «el más grande en la historia de la humanidad, después del dominio del fuego».
Hoy, el pensamiento de Gordon Childe podría resumirse más o menos así: Homo sapiens
apareció en escena hace alrededor de 200.000 años. Durante los milenios
que siguieron hubo, por lo general, muy pocos cambios y la especie
siguió organizada en pequeños grupos de forrajeadores nómadas. Entonces tuvo lugar la revolución neolítica, que según Childe supuso «un cambio radical, cargado de consecuencias revolucionarias para el conjunto de la especie».
En un súbito destello de inspiración, parte de la humanidad dejó atrás
el forrajeo y adoptó la agricultura. Este hecho, en opinión de Childe,
trajo consigo nuevas transformaciones. Para cuidar los campos, nuestros
ancestros tuvieron que dejar de desplazarse y se asentaron en poblados
permanentes, donde desarrollaron nuevos utensilios e inventaron la
cerámica.
De todos los aspectos de la revolución, la agricultura fue el más importante.
Durante miles de años, hombres y mujeres provistos de útiles de piedra
habían recorrido los campos en busca de espigas de gramíneas silvestres,
que cortaban y se llevaban a casa. Aunque es posible que aquellos
grupos cuidaran y protegieran los campos donde crecían esas espigas, las
plantas seguían siendo silvestres. El trigo y la cebada silvestres, a
diferencia de las variedades domésticas, producen semillas que caen de
la planta en cuanto están maduras, lo que hace casi imposible la
recolección del grano en su grado óptimo de maduración. Desde el
punto de vista genético, la verdadera agricultura de los cereales
comenzó sólo cuando el hombre empezó a plantar extensas áreas nuevas con
variedades mutadas, que no dispersaban las semillas maduras.
Así aparecieron campos de trigo y de cebada domésticos que, por decirlo
de algún modo, «esperaban» a que los agricultores cosecharan el grano.
En lugar de recorrer el entorno en busca de alimento, nuestros
antepasados ya podían producir todo lo que necesitaban donde les hacía
falta, lo que les permitió vivir juntos en grupos más grandes. La
población aumentó. «Sólo después de la revolución, pero de forma inmediata –escribió Childe–, nuestra especie empezó a multiplicarse con verdadera rapidez.»
En esas sociedades repentinamente más numerosas, era más fácil
intercambiar ideas, y las innovaciones tecnológicas y sociales empezaron
a sucederse a ritmo acelerado. Florecieron la religión y el arte, signos distintivos de la civilización.
Childe, como la mayoría de los investigadores actuales, creía
que la revolución se produjo por primera vez en el Creciente Fértil, el
arco de territorio que se curva hacia el nordeste, desde Gaza hasta el
sur de Turquía, y sigue hacia el sudeste, hasta el actual Iraq.
Delimitado al sur por el desierto de Siria y al norte por las montañas
de Turquía, es una franja de clima templado entre ambientes inhóspitos.
Su extremo meridional es la confluencia de los ríos Tigris y Éufrates,
en el sur de Iraq, el lugar donde floreció el reino de Sumer, hacia 4000
a.C.
En la época de Childe, la mayoría de los investigadores consideraba que Sumer representaba el inicio de la civilización. El arqueólogo Samuel Noah Kramer recogió
esa argumentación en la década de 1950 en su obra La historia empieza
en Sumer. Pero incluso antes de que acabara el libro, la hipótesis ya
estaba siendo cuestionada por nuevos hallazgos en el otro extremo del
Creciente Fértil, el occidental. Allí, en el Levante mediterráneo (área
que hoy abarca Israel, los territorios palestinos, Líbano, Jordania y el oeste de Siria),
los arqueólogos habían descubierto asentamientos que se remontaban al
año 13000 a.C. Aquellos poblados o aldeas, conocidas como natufienses
(así llamadas por el lugar donde fue hallada la primera), se
extendieron por todo el Levante hacia el final de la última glaciación,
durante un período en que el clima de la región se volvió relativamente
cálido y húmedo.
El descubrimiento de la cultura natufiense fue la primera objeción a la revolución neolítica de Childe. Para
el arqueólogo, la agricultura había sido la chispa que permitió los
asentamientos permanentes y prendió la llama de la civilización. Sin
embargo, aunque los natufienses vivían en aldeas estables de varios
centenares de personas, eran forrajeadores, no agricultores, ya que
cazaban gacelas y recolectaban centeno, cebada y trigo silvestres. «Era un indicio importante de que debíamos revisar nuestras ideas», dice Ofer Bar-Yosef, arqueólogo de Harvard.
Las aldeas natufienses entraron en una época difícil hacia el año
10800 a.C., cuando las temperaturas de la región sufrieron un brusco
descenso de unos 7 °C: una miniglaciación que duró 1.200 años y creó
unas condiciones mucho más áridas en todo el Creciente Fértil. Con la
disminución del hábitat de los animales y la reducción de los campos de
cereales, varias aldeas resultaron de pronto demasiado pobladas para
los recursos alimentarios locales. Muchos de sus habitantes volvieron al
forrajeo nómada.
Algunos asentamientos trataron de adaptarse a un entorno más árido. Abu Hureyra,
en el actual norte de Siria, intentó al parecer cultivar centeno, tal
vez replantando los granos recolectados. En 2000, tras examinar granos
de centeno del yacimiento, Gordon Hillman, del University College de Londres, y Andrew Moore, del Instituto Tecnológico de Rochester, concluyeron
que algunos eran más grandes que sus equivalentes silvestres, lo que
podría ser un indicio de domesticación, ya que el cultivo mejora las
cualidades del grano, como el tamaño del fruto y de las semillas.
Bar-Yosef y otros investigadores se convencieron de que lugares
cercanos, como Mureybet o Tell Qaramel, también tuvieron sociedades agrícolas.
Si estos arqueólogos están en lo cierto, aquellas
protociudades ofrecen una nueva explicación para el inicio de las
sociedades humanas complejas. Childe creía que primero fue la
agricultura, considerada como la innovación que permitió al hombre
aprovechar la oportunidad de un entorno nuevo y rico para extender su
dominio sobre la naturaleza. Los yacimientos natufienses del
Levante mediterráneo, en cambio, sugieren que lo primero fueron los
asentamientos y que la agricultura llegó más tarde, como fruto de una
crisis. Ante un clima cada vez más frío y seco, y una población
en aumento, los habitantes de las pocas áreas fértiles que quedaban
pensaron, según Bar-Yosef: «Si nos movemos, vendrán otros a
aprovechar nuestros recursos. Lo mejor para sobrevivir es quedarnos
donde estamos y explotar nuestro territorio». Entonces surgió la agricultura.
La idea de que la revolución neolítica fue impulsada por el cambio climático
tuvo mucho eco durante la década de 1990, una época en que aumentaba la
preocupación por los efectos del actual calentamiento planetario. Pero
los críticos adujeron que los indicios no eran concluyentes, entre otras
cosas porque Abu Hureyra, Mureybet y otros muchos yacimientos del norte
de Siria habían sido inundados por la construcción de presas antes de
que pudieran excavarse a fondo. «Teníamos toda una teoría sobre el
origen de la cultura humana basada, a grandes rasgos, en apenas media
docena de semillas inusualmente grandes –comenta George Willcox, especialista en cereales antiguos del Centro Nacional de Investigación Científica, de Francia–.
¿No es más probable que los granos se hincharan al quemarse o que
alguien en Abu Hureyra hallara un tipo de centeno silvestre poco
corriente?»
La religión organizada surgió con la necesidad de una idea compartida que cohesionara grupos de personas más grandes y diversificados.
Mientras el debate sobre los natufienses se intensificaba, Schmidt
trabajaba a fondo en Göbekli Tepe. Y lo que encontró obliga una vez
más a los investigadores a replantearse sus ideas.
Los antropólogos han presupuesto que la religión organizada surgió
como un medio para aliviar las tensiones que inevitablemente tuvieron
que aparecer cuando los cazadores-recolectores se establecieron como
agricultores y formaron grandes sociedades. En comparación con
una banda nómada, el poblado tenía objetivos más complejos y a más largo
plazo, por ejemplo, almacenar grano y mantener viviendas permanentes.
Para cumplir sus objetivos, era conveniente que los miembros del
poblado estuvieran involucrados en los fines colectivos. Aunque las
prácticas religiosas primitivas (dar sepultura a los muertos, ejecutar
pinturas rupestres y tallar estatuillas) habían surgido decenas de miles
de años antes, la religión organizada sólo comenzó, según este
punto de vista, cuando fue necesaria una visión común del orden
celestial, una idea compartida por todos que cohesionara esos nuevos
grupos más grandes y diversificados. También es posible que la
religión ayudara a justificar la jerarquía social establecida en una
sociedad más compleja. Los que ascendían al poder se presentaban a sí
mismos como poseedores de una vinculación especial con los dioses. Las
comunidades de fieles, unidos por una visión común del mundo y del lugar
que ocupaban en él, tenían una mayor cohesión que un simple grupo de
individuos propenso a las disputas.
En opinión de Schmidt, Göbekli Tepe representa una inversión de ese panorama. La
construcción de un templo enorme por parte de un grupo de forrajeadores
indica que la religión organizada pudo haber surgido antes que la
agricultura y otros aspectos de la civilización, y sugiere que el
impulso humano de congregarse para la práctica de rituales sagrados
apareció cuando el ser humano dejó de verse como parte del mundo natural
y empezó a tratar de dominarlo. Cuando los forrajeadores
comenzaron a asentarse en poblados, trazaron una línea divisoria entre
el ámbito humano (un grupo fijo de viviendas con cientos de habitantes) y
el peligroso mundo poblado de bestias feroces que había más allá de sus
hogares.
Para el arqueólogo francés Jacques Cauvin, ese cambio en la conciencia fue una «revolución de los símbolos», una transformación conceptual que permitió a la humanidad imaginar que existían dioses en un plano diferente del mundo físico. Para Schmidt, Göbekli Tepe confirma la teoría de Cauvin: «Los animales eran guardianes del mundo espiritual. Los relieves de los pilares en forma de T ilustran ese otro mundo».
Schmidt piensa que los forrajeadores que vivían en un radio de
menos de 160 kilómetros de Göbekli Tepe pudieron erigir el templo como
lugar sagrado, donde se reunían y al que tal vez llevaban ofrendas y
tributos para los sacerdotes y los artesanos. Debió de ser
necesario establecer algún tipo de organización social, no sólo para
construirlo sino también para manejar a las multitudes que atraía.
Observándolo, es fácil imaginar cánticos y tambores, y a los animales
de las columnas moviéndose a la luz temblorosa de las antorchas.
Seguramente había festines. Schmidt ha encontrado piletas de piedra que
quizá se usaron para la cerveza. El templo era un centro espiritual, un
escenario para el rito.
Schmidt cree que, con el tiempo, la necesidad de conseguir suficiente
alimento para quienes trabajaban en Göbekli Tepe y los que allí se
reunían para celebrar ceremonias religiosas pudo conducir al cultivo
intensivo de cereales silvestres y a la creación de algunas de las
primeras variedades domésticas. De hecho, los científicos creen
que uno de los centros donde surgió la agricultura fue el sur de
Turquía, a una distancia que es posible cubrir a pie desde Göbekli Tepe,
exactamente hacia la época en que el templo alcanzó su máximo
esplendor. Actualmente, los antepasados silvestres más directos
del trigo escaña cultivado se encuentran en las laderas del monte
Karaca Da, a sólo 96 kilómetros al nordeste de Göbekli Tepe. En
otras palabras, la adopción de la agricultura pudo ser el resultado de
una necesidad profunda de la psique humana, un apetito que aún hoy
impulsa a las personas a recorrer el mundo en una búsqueda espiritual.
Quizá no hubo un único camino hacia la civilización, sino varios, que condujeron al mismo destino por diferentes rutas.
Algunos de los primeros indicios de domesticación de plantas se sitúan en Nevalı Çori, un asentamiento en las montañas a apenas 30 kilómetros de Göbekli Tepe. Como éste, también surgió después de la miniglaciación, una época conocida por los arqueólogos como neolítico precerámico.
La reciente construcción de una presa que proporciona agua de regadío y
electricidad a la región ha inundado el yacimiento. Pero antes de que
el agua impidiera la investigación, los arqueólogos hallaron en Nevalı
Çori pilares en forma de T con imágenes de animales
muy parecidas a las que más adelante Schmidt descubriría en Göbekli
Tepe. Se han encontrado columnas e imágenes similares en yacimientos del
neolítico precerámico a una distancia de hasta 160 kilómetros de
Göbekli Tepe. Según Schmidt, las imágenes de esos yacimientos
son la prueba de una religión común que se practicaba en torno a Göbekli
Tepe y que fue quizá la primera confesión religiosa verdaderamente
grande del mundo.
Naturalmente, algunos de sus colegas discrepan de sus ideas. La falta
de indicios de viviendas, por ejemplo, no demuestra que no viviera
nadie en Göbekli Tepe. Por otra parte, los arqueólogos que estudian los
orígenes de la civilización en el Creciente Fértil miran cada vez con
más recelo los intentos de hallar un solo factor desencadenante
aplicable a la totalidad de los casos. En un lugar determinado, ese
factor pudo ser la agricultura; en otro, el arte y la religión, y en
otro, la presión demográfica o la organización social y la jerarquía. Al
final todos llegaron al mismo punto. Quizá no hubo un único camino hacia la civilización, sino varios, que condujeron al mismo destino por diferentes rutas.
Este verano Schmidt cumplirá su decimoséptimo año en el yacimiento.
Los anales de la arqueología están llenos de científicos que por actuar
con precipitación dieron al traste con hallazgos importantes e hicieron
que algunos conocimientos se perdieran para siempre. Schmidt está
decidido a no añadir su nombre a la lista. Hoy se excava menos de la
décima parte de un yacimiento que ocupa nueve hectáreas.
Schmidt cree que futuras investigaciones en Göbekli Tepe podrían
cambiar sus actuales ideas acerca del yacimiento. Ni siquiera su
antigüedad se conoce con certeza; Schmidt no está seguro de haber
alcanzado el estrato más profundo. «Por cada enigma que resolvemos, aparecen misterios nuevos», afirma. Aun así, ha sacado algunas conclusiones. «Hace 20 años todos creían que la civilización había sido impulsada por causas de tipo ecológico –declara–. Creo que ahora estamos vislumbrando que la civilización es un producto de la mente humana.»
NATIONAL GEOGRAPHIC
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
ayabaca@gmail.com
ayabaca@hotmail.com
ayabaca@yahoo.com
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
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