miércoles, 29 de octubre de 2025

La espectacular metrópolis helenística: Alejandría, la última capital de Egipto

 Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., la Revista National Geographic, nos entrega un reportaje sobre la fundación de la Ciudad de Alejandría, por el rey de Macedonia Alejandro Magno, quien fascinado con la ubicación pensó así mediante una profecía : "«Será privilegio de esta ciudad, urbe de magníficos templos, superar con su población a las mayores multitudes y que resulte excelente por la saludable composición de su clima. Yo seré su protector para que las calamidades no perduren largo tiempo en ella, ya sea un hambre o un terremoto, sino que, a la manera de un sueño, atraviesen raudas la ciudad....", la revista agrega:.... "Se cuenta que el mismo Alejandro diseñó el trazado básico de la nueva fundación, con el asesoramiento técnico del gran arquitecto Dinócrates de Rodas. Su dibujo era semejante al de una ciudad moderna, de planta hipodámica, es decir, con un damero de grandes calles rectas (como antes Mileto, Rodas o el Pireo). Según ese proyecto surgieron las principales arterias y desde sus comienzos la ciudad se fue edificando amplia, esplendorosa, marinera, monumental. Por sus rectas calles y avenidas soplaban en verano benéficas y frescas las brisas de los vientos etesios...."  .... siga leyendo lo que fue la hermosa y fascinante cuidad de Alejandría capital de Egipto.........



A los pocos decenios de su fundación, Alejandría se había convertido en una ciudad monumental y prodigiosa que reunía gentes de todo el Mediterráneo oriental, atraídas por la fama de sus puertos, su faro y su Biblioteca


El faro de Alejandría, erigido en una isla enfrente de la ciudad, era una de las siete maravillas del mundo antiguo. Grabado del siglo XVIII.

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Faro de Alejandría: Dibujo del arqueólogo Hermann Thiersch (1909).
https://es.wikipedia.org/wiki/Faro_de_Alejandr%C3%ADa


BIBLIOTECA DE ALEJADNDRÍA.

La biblioteca de Alejandría fue uno de los iconos del Saber y la Ciencia más importantes de la Antigüedad. Durante el reinado de Cleopatra, se llegó a albergar alrededor de un millón de volúmenes de tratados sobre ciencias, arte y religiones, cuna de notables filósofos y cientistas.

IMÁGENES DE LA REINA CLEOPATRA POR SER PARTE DE LA GRANDEZA DE ALEJANDRÍA.
Estatua egipcia de Arsínoe II o Cleopatra como diosa egipcia en basalto negro de la segunda mitad del siglo I a. C.,[420]​ expuesta en el Museo del Hermitage.


El encuentro de Antonio y Cleopatra (1885), de Lawrence Alma-Tadema.


La muerte de Cleopatra (1796-1797), de Jean-Baptiste Regnault.
https://es.wikipedia.org/wiki/Cleopatra


Estatua romana restaurada en mármol de Cleopatra encontrada en la Vía Cassia, expuesta en el Museo Pio-Clementino.[1]

ALEJANDRO MAGNO, EL CREADOR DE ALEJANDRÍA.

Alejandro Magno, fundador de Alejandría.
https://es.wikipedia.org/wiki/Alejandr%C3%ADa


Corría el año 331 a.C., y Alejandro Magno decidió fundar una nueva ciudad en Egipto, país que acababa de arrebatar a los persas. Ordenó señalar su perímetro para abarcarlo con la vista, y los obreros tomaron harina de trigo y marcaron con un rastro blanco los límites de la ciudad. Entonces acudieron volando pájaros de todas clases y picotearon la harina y remontaron el vuelo.

Alejandro observó la escena y, preguntándose qué significaría el suceso, mandó llamar a los intérpretes de prodigios y les expuso el caso. Le contestaron: «La ciudad que has mandado construir alimentará a todo el mundo civilizado y por todas partes habrá hombres que vayan y vengan de ella. Porque las aves recorren el mundo entero». 

Tanto Plutarco, en su Vida de Alejandro, (26, 5-6) como la biografía novelesca de Alejandro por Pseudo Calístenes (I, 32, 9) recogen esta anécdota. Esa nube de pájaros que acuden a picotear la harina que dibujaba el perímetro de la futura Alejandría es un magnífico augurio. Fue un genial acierto personal del monarca macedonio la decisión de elegir aquel lugar de resonancias homéricas. Allí, frente al islote de Faro, que Homero en la Odisea mencionaba como isla de Proteo, sabio dios marino, Alejandro ordenó construir la acogedora ciudad, la más espléndida y duradera de las muchas Alejandrías que llevaron su nombre.

Se cuenta que el mismo Alejandro diseñó el trazado básico de la nueva fundación, con el asesoramiento técnico del gran arquitecto Dinócrates de Rodas. Su dibujo era semejante al de una ciudad moderna, de planta hipodámica, es decir, con un damero de grandes calles rectas (como antes Mileto, Rodas o el Pireo). Según ese proyecto surgieron las principales arterias y desde sus comienzos la ciudad se fue edificando amplia, esplendorosa, marinera, monumental. Por sus rectas calles y avenidas soplaban en verano benéficas y frescas las brisas de los vientos etesios.

Con esta expresión («Alexandria apud Aegyptum», en latín) se referían los antiguos al hecho de que la cosmopolita Alejandría no guardaba con Egipto otra relación que la de sustentarse con los recursos que los Ptolomeos extraían del país del Nilo. Arriba, el Nilo en un mosaico conservado en Pompeya. Siglo I d.C.

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El monarca macedonio, sigue contando Pseudo Calístenes, realizó un sacrificio en honor del gran dios Amón-Zeus (al que ese texto tardío llama Serapis) y recibió de éste una profecía: «Será privilegio de esta ciudad, urbe de magníficos templos, superar con su población a las mayores multitudes y que resulte excelente por la saludable composición de su clima. Yo seré su protector para que las calamidades no perduren largo tiempo en ella, ya sea un hambre o un terremoto, sino que, a la manera de un sueño, atraviesen raudas la ciudad.

Muchos serán los reyes que a ella acudan, no para guerrear contra ella, sino para rendirle sumisión. Y tú, convertido en dios, serás adorado aquí después de muerto, y recibirás el homenaje de numerosos soberanos una y otra vez, y habitarás la ciudad, muerto y no muerto. Tendrás como tumba la ciudad que fundaste...».



LA TUMBA DE ALEJANDRO

Pseudo Calístenes redactó su Vida de Alejandro unos siglos después de muerto el rey, cuando ya Alejandría era desde mucho atrás una magnífica metrópolis, y en ella estaba la tumba de su fundador y se había mitificado su figura. No sabemos cuándo ni si fue él quien se inventó esa profecía de Serapis o Amón sobre el destino de la ciudad, pero estaba muy cumplida cuando nuestro escritor alejandrino la albergó en su curioso texto. Alejandro, desde luego, no vio crecer la ciudad, ni tras su breve paso volvería a Egipto con vida, ya que, después de conquistar todo el Imperio persa, murió en Babilonia ocho años más tarde. 


En la imagen, la llamada «columna de Pompeyo»,
uno de los pocos restos conservados del Serapeo (el gran templo dedicado a Serapis), junto a una esfinge.

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Pero su cadáver viajó hasta allí y su tumba quedó en un templo monumental, en pleno centro de la ciudad. En ese lugar, el Soma, su cadáver –primero en un sepulcro de oro, luego en otro de cristal– fue objeto de culto heroico e imán atractivo de incontables visitas turísticas antes de desaparecer para siempre.

En la elección del emplazamiento de la ciudad puede advertirse la grandeza de miras de Alejandro. Necesitaba una gran salida al Mediterráneo para el nuevo reino de Egipto. Construir un gran puerto y una hermosa ciudad costera, griega y egipcia, era lo más adecuado para garantizar una cómoda salida de los productos de Egipto al mar y la comunicación más directa con el mundo helénico. Y aquél parecía ser un lugar idóneo: ofrecía un puerto espléndido, un clima muy agradable, agua dulce, canteras de piedra caliza y un fácil acceso al Nilo. Ocupaba la franja costera que separaba el mar de la gran laguna Mareotis, junto a una aldea de pescadores, Racotis, enfrente del mencionado islote de Faro. Parecía un terreno óptimo en todos los sentidos.



LA MAYOR CIUDAD DEL MEDITERRÁNEO

La urbe, rectangular, con su trazado rectilíneo, presentaba en sentido paralelo a la costa la calle principal, la avenida Canópica, y a la mitad la cruzaba perpendicularmente la del Soma. En el cruce de las dos se alzaba el templo del Soma o Sema («Cuerpo» o «Tumba» de Alejandro) y a su lado se había construido una colina artificial, dedicada al dios Pan, desde donde se podía contemplar toda la ciudad. En la zona junto al mar se construyeron dos puertos, separados por el dique que unía la ciudad con la isla de Faro.


En la imagen superior se reproduce un mosaico con una representación alegórica de la ciudad de Alejandría, personificada como una diosa coronada.

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Era el llamado Heptastadion («de los siete estadios», es decir, kilómetro y medio), que ofrecía dos aperturas con sus puentes para comunicar el Mégas Limén («Gran Puerto», al este) con el puerto occidental llamado Eunostos («del Buen Regreso») donde anclaba la flota de guerra. Ese largo malecón servía para dar más espacio a la ciudad y para proteger tanto el famoso faro como las entradas y el anclaje de los barcos.

Ptolomeo I y sus sucesores Ptolomeo II y Ptolomeo III se esforzaron en hacer de la ciudad la hermosa capital de su reino. Construyeron una gran metrópoli, un tanto al margen del Egipto tradicional, totalmente helenizada, mirando al mar con una grandeza propia y una belleza espectacular, que en menos de un siglo se convirtió en la ciudad más populosa del Mediterráneo.

LAS MARAVILLAS DE ALEJANDRÍA

Entre sus monumentos famosos hay que destacar el faro, el palacio Real, el gimnasio, el Museo (con su Biblioteca), el Serapeo y las tumbas regias (el Soma). La más conocida de esas construcciones fue la gran torre del faro, de unos 120 metros de altura, que los Ptolomeos alzaron en el extremo oriental de la isla que le dio nombre.

En el subsuelo de Alejandría aún pueden verse los pasadizos de aire misterioso de antiguas catacumbas como las de Kom el-Shugafa (arriba).

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El faro fue un prodigio arquitectónico y devino casi un símbolo de la ciudad. Su arquitecto fue Sóstrato de Cnido, contemporáneo de Eratóstenes y Euclides. La luz del faro se veía desde muy lejos, a más de 50 kilómetros desde mar adentro, y el edificio con sus sólidos muros era a la vez una fortaleza, la más importante de las atalayas de la costa. Se dice que su esbelta silueta inspiró los minaretes de las mezquitas árabes.

El palacio Real, residencia y sede del gobierno, se extendía por la parte noreste de la ciudad. «Formaba un barrio especial, algo parecido a la Ciudad Imperial de Pekín», según E. M. Forster. Tenía su propio puerto palaciego dentro del Gran Puerto, y una pequeña isla llamada Antirrodos («rival de Rodas»). Junto al palacio estaban los edificios del Museo, institución que fue la máxima aportación cultural de los Ptolomeos. Albergaba a los sabios más destacados de la época de todas las ramas de la ciencia y la literatura. Tenía aulas, laboratorios, observatorios, una enorme biblioteca, comedores y dormitorios, un parque y un zoológico.


Los ptolomeos fueron proclamados faraones, como todos sus predecesores en el gobierno de Egipto. Al igual que ellos, rindieron culto a los antiguos dioses del país, en honor de los cuales erigieron espléndidos templos a lo largo del Nilo, como los de la isla de Filae (en la imagen).

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La Biblioteca era el edificio más famoso y representativo del Museo; con más de 500.000 rollos de papiro fue la más grande de las bibliotecas del mundo antiguo, y logró reunir en sus anaqueles no sólo los textos clásicos, sino todos los escritos de interés del mundo helenístico. El puesto de bibliotecario era el de más categoría en el Museo. Fue ocupado por los más ilustres editores de Homero, y sabios universales como Eratóstenes, geógrafo, matemático y crítico literario. Ni el Museo ni la Biblioteca estaban abiertos al gran público. Se trataba de centros de investigación de los científicos y literatos albergados y mantenidos bajo el mecenazgo de los Ptolomeos. 

El templo más famoso de Alejandría fue el Serapeo, un santuario de enormes proporciones donde se veneraba al nuevo dios Serapis, un producto del eclecticismo alejandrino que combinaba rasgos de Osiris y Dioniso con otros de Zeus, Amón y Apis. Situado en el antiguo Racotis, al suroeste de la ciudad, albergaba –tal vez siguiendo un uso de los templos egipcios– una biblioteca, la segunda de Alejandría.


Fundación de la Biblioteca (arriba) por Ptolomeo II, tal como la imaginó Vincenzo Camuccini en el siglo XIX. Galería de Capodimonte, Nápoles.

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También Serapis valdría como símbolo del espíritu religioso alejandrino, como explica Forster. «Si bien los orígenes eran egipcios, su apariencia y sus atributos eran griegos. Su estatua –atribuida al escultor griego Bryaxis– lo representaba en un trono clásico y vestido a la usanza griega. Sus rasgos eran los del Zeus barbudo, pero suavizados y bondadosos; a decir verdad, se parecía más a Asclepio, dios de la medicina... La cesta que reposaba sobre su cabeza indicaba que era un dios de las cosechas; el cancerbero tricéfalo a su lado, que representaba a Plutón, dios de los infiernos... Osiris-Apis-Dioniso- Zeus-Esculapio-Plutón puede parecernos un compuesto artificial, pero resistió la prueba del tiempo, satisfizo los deseos de los hombres, y fue el último baluarte del paganismo contra el cristianismo.».

Otros edificios notables fueron el gimnasio, el teatro y el estadio, lugares de encuentro muy característicos en cualquier gran ciudad griega. El gimnasio ocupaba una manzana en pleno centro, con su pórtico, una larga columnata de 200 metros. Más tarde se añadieron otros, como el Cesareo, comenzado por Cleopatra y acabado por Augusto, y el hipódromo, ya en las afueras de la ciudad, de tiempos de Augusto.

POR ALEJANDRÍA EN FIESTAS

En la novela de Aquiles Tacio Leucipa y Clitofonte (del último tercio del siglo II d.C.) el protagonista llega por mar a Alejandría y se queda maravillado de su belleza. «En tres jornadas de viaje por mar llegamos a Alejandría. En cuanto entré por la puerta que llaman del Sol me sobrecogió de inmediato la resplandeciente hermosura de la ciudad que llenó mis ojos de placer... Iban mis miradas calle por calle y no saciaba mi anhelo de ver y era incapaz de abarcar a la vez tal maravilla... Y así recorriendo todas las calles, cautivo de un anhelo insaciado ante tanto espectáculo, exclamé extenuado: “¡Ojos míos. estamos vencidos!”.

Durante mucho tiempo se consideró que las ruinas que se ven aquí, en la colina de Kom el- Dik, correspondían a un odeón de época romana.

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Por su novedad y rareza dos cosas me admiraban: el tamaño y la riqueza rivales, el gentío y la ciudad que era mayor que un continente y el otro más numeroso que una nación. Mirando la urbe no creía que ninguna muchedumbre humana pudiera llenarla; contemplando la muchedumbre, me preguntaba asombrado si alguna ciudad podría contenerla. Era entonces la fiesta del gran dios al que los griegos llaman Zeus y los egipcios Serapis. Y había una procesión de antorchas, el espectáculo más espléndido que he visto. Era al atardecer, pero otro sol se alzaba, quebrado en mil chispas. Entonces vi a la ciudad competir con el cielo.» 
Como este ficticio viajero hubo muchos otros que pasearon por esas calles de Alejandría admirando su belleza monumental, entre sus abigarradas y multitudinarias gentes, en sus tumultuosas fiestas y su algarabía políglota y su tráfago comercial. ¡Cuántos escritores se hicieron eco de sus estupendas visitas! Teócrito, Herodas, Filón, Estrabón, Diodoro, y otros, han dejado apuntes vistosos sobre esa Alejandría. Pronto fue más moderna, más colorida y mucho más extensa que Atenas, e incluso que Roma. Diodoro, que la visitó hacia el 60 a.C., cuenta que estaban censados 300.000 hombres libres, lo que nos lleva a calcular que el total de la población sobrepasaría el millón. 


Con Cleopatra VII, hija de Ptolomeo XII, se pone punto final a la dinastía de los monarcas helenísticos que dieron gloria a Alejandría, conjugando la antigua historia egipcia con el mundo helénico. Estatua de piedra caliza conservada en el Museo Metropolitano, Nueva York.

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Polibio, que la conoció un siglo antes, comentaba su conglomerado racial y social, según resume Estrabón (XVII, 1,12): «en ella conviven tres clases de gentes: el contingente indígena, el egipcio, raza voluble y resistente al control cívico; el mercenariado, muy numeroso, pendenciero e ignorante, pues ya desde antiguo los egipcios han mantenido un ejército compuesto de extranjeros, debido a la incapacidad de sus reyes; y el tercer elemento, el estrictamente alejandrino. Este también es difícil de gobernar.» Entre los extranjeros destacaban como grupo numeroso los judíos, que poblaban un barrio propio.

La ciudad fue la capital de Egipto, pero por su población y su cultura constituía un mundo aparte en el milenario país del Nilo. De sus mitos y sus símbolos nos quedan dos: el gran Alejandro, mitificado aquí como hijo del dios Amón y también, en una leyenda novelesca, como hijo del último faraón, Nectanebo II, y Cleopatra, última reina de una dinastía que duró tres siglos, que cautivó con sus encantos a César y a Marco Antonio y asustó a Roma, fascinante y trágica suicida en el crepúsculo de Alejandría.

NATIONAL GEOGRAPHIC
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui

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