Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., continuando con la difusión de los reportajes publicados en la Revista Folklore - Primera Edición - Setiembre de 1,942 - Año 1 - N° 1; bajo la dirección del poeta ayabaquino Florentino Gálvez Saavedra, más conocido en el mundo literario como: Florencio de la Sierra.
Hoy publicamos el reportaje : El Privilegio de la Piedra Negra (Leyenda ayavaquina), escrita justamente por el poeta Florencio de la Sierra; una recreación sobre las vicisitudes que sufren los comuneros de la Comunidad Campesina de Mostazas, por la constante falta de lluvias, que perdura en el tiempo y el espacio en la mayoría de las comarcas ayabaquinas
Firmaba todos sus poemas con el seudónimo de "Florencio de la Sierra", pero en realidad era el profesor FLORENTINO GALVEZ SAAVEDRA, nacido el 14-03-1903, Publicó entre otros libros de poesía: “Aúllan los perros” (1951) con portada del artista plástico Essquerriloff, “Capullos de Rocío” (1959) con portada de César Calvo de Araujo, y “Danza de serpientes” (1963) con portada de Raúl Vizcarra. Fue Director de la Revista Folklore, que se publicó por primera vez en Setiembre de 1,942; murió en Lima; el 17 de noviembre 1964. Su existencia real fue después de 61 años vividos en su tierra natal, Lima, Piura, Bolivia y Chile. Foto: Cedida por Rosa Hortencia Morocho Sánchez.
Leer su Biografía:
http://piuraenlambayeque.blogspot.com/2009/01/florencio-de-la-sierraun-poeta.html
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Este es el logotipo de la Revista Folklore, con el que se editó las obras del poeta Florencio de la Sierra
Foto: Archivos del Blog: A Vuelo de un Quinde.
Por : Florencio de la Sierra.
- ¡Qué verano tan largo!
Así se lamentaba, bostezando.doña Teresa López, del ayllu de Mostazas, de la Provincia de Ayavaca (Ayabaca); allí en esas lomas aromadas de viento y Sol en Verano, huérfanas del arrullo de las montañas con sus hondonadas cubiertas de humareda.
En aquella época habían florecido los surales de las montañas de "Cuyas", así como también los cañaverales en las "quichuas", ondulando al aire sus flores como blancos abanicos. Y las garzas blancas --pocas veces vistas en la región-- surcaban las sombras después de la oración, y se perdían en el murmullo lejano del Río Calvas.
Doña Teresa, con sus ojos azules de cordillera, dobla el matizado paisaje del tejido, bajo las sombras somnolientas del techo de cortezas de chachacomo, y con la prontitud de una mujer joven, no obstante sus sesenta años, se levanta cantando, en el mismo instante de presentarse asesando y con la lengua afuera el perrito "tumbalay".
--- Rumalda, ¿Ya está el pepián? Apura. No tarda en llegar el Teófilo. El cachorro ya está aquí.
--- Ya mesmo, señora.
Contesta la india de adentro de la cocina, entre la humareda que sale deshilachando las telarañas del mojinete de la choza.
¡Bé! ¡Beé! ¡Beeeé!, ronda la choza el balido de las ovejas enclenques y se escucha la sonajera de sus torcidas uñas largas.
--- No ves ! Yá está aquí el cholo. ¿No te dije que ya llegaba? Apura que "¡tas!" voy ayudarte a encerrar los animalitos en el corral.
Diciendo esto, agarra un trozo de sal carcomido del "todo" de la pared, y corre al encuentro del rebaño, estira su mano arrugada por los años, y deja escapar de sus labios aceituna, con triste monotonía:
--- ¡Cach ! ¡Cachicachi!
A esta voz, las ovejas, tropezando las unas con las otras, agrupadas, corren balando, balando, estiran el cuello y lamen el aire, al olor de la sal pastoril. Detrás de la manada, aparece Teófilo. En su pálido semblante y sus labios resecos por los ventarrones de la jalca, se manifiesta la ardua labor de todo el día. Sostiene en sus brazos dos corderos blancos, salpicados de embrujadores lunares negros. Y tras soltar al suelo la alforja llena de "vicundos", arrima con cuidado a los corderos junto al cerco del corral. Los animalitos quieren caminar y ruedan balando por tierra.
Teófilo, como sacando las palabras de adentro de la garganta, exclama:
--- ¡Viera mamá! Si nu'ay vicundos. Arriba, en el "Irapampa", quedó muerta la "muca". Pa' la "inga", tuve que treparme a los árboles, a buscar agua en la raíz de los vicundos. Encontré unas goteritas que ¡das! se las eché al hocico. Con esto se reanimó, pero su ojo está azul, azul de triste. Mala regia ¡Si usté hubiera oído como los borreguitos de la "muca" balaban tan tristes, oliendo a su mama muerta!
--- ¡Qué va'ser, hijo!
Contesta doña Teresa, mirando las lomas cubiertas de polvo que el viento levanta en remolinos, con silbidos que se alargan a medida que la luz del crepúsculo va cediendo paso a la noche.
--- ¡Hambruna!
Prosigue la mujer:
--- Ya estamos pa' diciembre y tuaviya no llueve. Lo de sentir es por esas criaturas, que no tienen la culpa. ¡Ah! en otros años, nu'era así. ¡Qué haremos, Dios mío! Si es el "alicuy", ya no deja vaquitas. En las quichuas la zambada se pasea todos los días, buscando que comer.
Dando la espalda a los cerros, que se tiñen de amarillo, entra doña Teresa a la cocina, seguida de Teófilo. Rumalda, apurada adereza su olla de pepián, La noche lentamente, apaga las últimas llamaradas en la cima de los cerros. Barbotea la olla hirviente en su ángulo de la cocina. Arriba, en la jalca solitaria, la "piedra negra" simula el brochazo definitivo de la noche.
----o----o----
Pasan los días y no hay esperanza de lluvia. La tierra cada día más reseca, los gallinazos revolotean al olor del ganado muerto y se pierden en largas espirales de vuelo, en la masa azul de esas profundidades.
Mientras en los polvorientos y ásperos senderos, el ganado tambaleando, camina a los bebederos, bajo la luz anaranjada del Sol de media día. El agua, que apenas resume de los arroyos, corre mezclada con estiércol, en el que se hunde el ganado hasta los corvejones.
El año es seco. La mortandad del ganado alarma a la indiada. El pasto, que en otros años se reservaba en los potreros, ha desaparecido. Por el potrero del común, los pastores, arreando sus rebaños, en vano buscan el brote de los "cordonazos" de agosto y el setiembre. Las sementeras no ofrecen el menor indicio de cultivo. Todo es tierra, sólo tierra, como si nunca hubiera sido cultivada por la mano del hombre.
Los comuneros, cansados de esperar la lluvia, se reunen en junta general y acuerdan que cuatro de los más viejos se dirijan a las lagunas de "Huamba", que ya tienen fama el privilegio de sus aguas curanderas. Elegida la Comisión, al día siguiente emprende caminata por el accidentado serpentear del Ande. Llega al cerro del "Balcón" cuando la tarde se aleja al son del hermoso canto de las aves montaraces. Aquella noche, los comisionados duermen sobre las hojas secas, rodeados del suave rumor de la montaña. La Luna, que sale a más de media noche, baña con la suavidad de su luz, los pómulos relucientes de los indios color de la tierra.
El alegre concierto montañez, entonado por aves multicolores, y al que no son ajenos las ardillas y otros habitantes de la selva, despierta al grupo de hombres a las primeras horas de la madrugada. La caminata se reanuda. Y a la medida que el grupo se acerca al pajonal, el viento se estrella con furor contra los peñascos y las aguas de las lagunas se agitan embravecidas, llenándose de blanca espuma. Los indios sienten pavor. Sombrero en mano, rezan sus oraciones. Y el viento se aleja silbando por la inmensa llanura y las aguas se calman. Y de esas aguas frías y puras como la aparición de la mañana, llenan los indios sus porongos. Y al regresar a la altura de las cordilleras, desde las que, en el valle lejano, se divisa el Río "Jambur", ven que los cerros se hallan cubiertos de negros nubarrones.
----o----o----
En la comunidad, amanece un día nublado. En las vertientes atestaban el cloar de los "gimbirícos". Las lombrices se arrastran por las orillas de los caminos, envueltas en polvareda. Las "Pachillas", como nubes negras, se levantan sobre los árboles. Las piedras relucen, húmedas de "shulla". Los toros retan de banda a banda a la bruma. Revolotean las golondrinas y los "chuquiacos", saltando de rama en rama lanzan el son alegre de su canto, su "seco estoy" que pide lluvia.
Por el cerro del mojón, asoman los indios cargados de porongos de agua. Caminan seguidos de la tarde y de la tormenta, que al caer al suelo, levanta menuda polvareda olorosa de tierra reseca.
La noche de la llegada de los indios se torna en fiesta,. Se baila a golpe de caja y a son de pinguillo. Y mientras la indiada se alegra, las crecientes bajan por las hoyadas, arrastrando osamentas de ganado que se estanean en las orillas, cubiertos de blanca espuma.
El canto de los gallos anuncia la llegada del nuevo día. Los comuneros, luciendo sus más pintorescos ponchos, se dirigen en procesión al cerro de la "piedra negra", llegados al cual, en suntuosa ceremonia depositan el agua que trajeron de las distantes lagunas de "Huamba", entre las abras del abrupto peñasco.
Más tarde, nos cuenta la leyenda que cada año seco acuden los comuneros al cerro de la piedra negra, con una indiecita de 10 años, y hasta que la menor mueva con una vara el agua que resume del peñasco, para que el firmamento se cubra de densos nubarrones y la lluvia reverdezca los campos, donde las aves entonan la eterna canción de la piedra negra de los ayllus de Mostazas.
NOTA
Esta es una fiel copia de la original que fue publicada en la Revista Folklore . Primera Edición - Año 1 N° 1, Setiembre de 1,942.
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
ayabaca@gmail.com
ayabaca@hotmail.com
ayabaca@yahoo.com
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A esta voz, las ovejas, tropezando las unas con las otras, agrupadas, corren balando, balando, estiran el cuello y lamen el aire, al olor de la sal pastoril. Detrás de la manada, aparece Teófilo. En su pálido semblante y sus labios resecos por los ventarrones de la jalca, se manifiesta la ardua labor de todo el día. Sostiene en sus brazos dos corderos blancos, salpicados de embrujadores lunares negros. Y tras soltar al suelo la alforja llena de "vicundos", arrima con cuidado a los corderos junto al cerco del corral. Los animalitos quieren caminar y ruedan balando por tierra.
Teófilo, como sacando las palabras de adentro de la garganta, exclama:
--- ¡Viera mamá! Si nu'ay vicundos. Arriba, en el "Irapampa", quedó muerta la "muca". Pa' la "inga", tuve que treparme a los árboles, a buscar agua en la raíz de los vicundos. Encontré unas goteritas que ¡das! se las eché al hocico. Con esto se reanimó, pero su ojo está azul, azul de triste. Mala regia ¡Si usté hubiera oído como los borreguitos de la "muca" balaban tan tristes, oliendo a su mama muerta!
--- ¡Qué va'ser, hijo!
Contesta doña Teresa, mirando las lomas cubiertas de polvo que el viento levanta en remolinos, con silbidos que se alargan a medida que la luz del crepúsculo va cediendo paso a la noche.
--- ¡Hambruna!
Prosigue la mujer:
--- Ya estamos pa' diciembre y tuaviya no llueve. Lo de sentir es por esas criaturas, que no tienen la culpa. ¡Ah! en otros años, nu'era así. ¡Qué haremos, Dios mío! Si es el "alicuy", ya no deja vaquitas. En las quichuas la zambada se pasea todos los días, buscando que comer.
Dando la espalda a los cerros, que se tiñen de amarillo, entra doña Teresa a la cocina, seguida de Teófilo. Rumalda, apurada adereza su olla de pepián, La noche lentamente, apaga las últimas llamaradas en la cima de los cerros. Barbotea la olla hirviente en su ángulo de la cocina. Arriba, en la jalca solitaria, la "piedra negra" simula el brochazo definitivo de la noche.
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Pasan los días y no hay esperanza de lluvia. La tierra cada día más reseca, los gallinazos revolotean al olor del ganado muerto y se pierden en largas espirales de vuelo, en la masa azul de esas profundidades.
Mientras en los polvorientos y ásperos senderos, el ganado tambaleando, camina a los bebederos, bajo la luz anaranjada del Sol de media día. El agua, que apenas resume de los arroyos, corre mezclada con estiércol, en el que se hunde el ganado hasta los corvejones.
El año es seco. La mortandad del ganado alarma a la indiada. El pasto, que en otros años se reservaba en los potreros, ha desaparecido. Por el potrero del común, los pastores, arreando sus rebaños, en vano buscan el brote de los "cordonazos" de agosto y el setiembre. Las sementeras no ofrecen el menor indicio de cultivo. Todo es tierra, sólo tierra, como si nunca hubiera sido cultivada por la mano del hombre.
Los comuneros, cansados de esperar la lluvia, se reunen en junta general y acuerdan que cuatro de los más viejos se dirijan a las lagunas de "Huamba", que ya tienen fama el privilegio de sus aguas curanderas. Elegida la Comisión, al día siguiente emprende caminata por el accidentado serpentear del Ande. Llega al cerro del "Balcón" cuando la tarde se aleja al son del hermoso canto de las aves montaraces. Aquella noche, los comisionados duermen sobre las hojas secas, rodeados del suave rumor de la montaña. La Luna, que sale a más de media noche, baña con la suavidad de su luz, los pómulos relucientes de los indios color de la tierra.
El alegre concierto montañez, entonado por aves multicolores, y al que no son ajenos las ardillas y otros habitantes de la selva, despierta al grupo de hombres a las primeras horas de la madrugada. La caminata se reanuda. Y a la medida que el grupo se acerca al pajonal, el viento se estrella con furor contra los peñascos y las aguas de las lagunas se agitan embravecidas, llenándose de blanca espuma. Los indios sienten pavor. Sombrero en mano, rezan sus oraciones. Y el viento se aleja silbando por la inmensa llanura y las aguas se calman. Y de esas aguas frías y puras como la aparición de la mañana, llenan los indios sus porongos. Y al regresar a la altura de las cordilleras, desde las que, en el valle lejano, se divisa el Río "Jambur", ven que los cerros se hallan cubiertos de negros nubarrones.
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En la comunidad, amanece un día nublado. En las vertientes atestaban el cloar de los "gimbirícos". Las lombrices se arrastran por las orillas de los caminos, envueltas en polvareda. Las "Pachillas", como nubes negras, se levantan sobre los árboles. Las piedras relucen, húmedas de "shulla". Los toros retan de banda a banda a la bruma. Revolotean las golondrinas y los "chuquiacos", saltando de rama en rama lanzan el son alegre de su canto, su "seco estoy" que pide lluvia.
Por el cerro del mojón, asoman los indios cargados de porongos de agua. Caminan seguidos de la tarde y de la tormenta, que al caer al suelo, levanta menuda polvareda olorosa de tierra reseca.
La noche de la llegada de los indios se torna en fiesta,. Se baila a golpe de caja y a son de pinguillo. Y mientras la indiada se alegra, las crecientes bajan por las hoyadas, arrastrando osamentas de ganado que se estanean en las orillas, cubiertos de blanca espuma.
El canto de los gallos anuncia la llegada del nuevo día. Los comuneros, luciendo sus más pintorescos ponchos, se dirigen en procesión al cerro de la "piedra negra", llegados al cual, en suntuosa ceremonia depositan el agua que trajeron de las distantes lagunas de "Huamba", entre las abras del abrupto peñasco.
Más tarde, nos cuenta la leyenda que cada año seco acuden los comuneros al cerro de la piedra negra, con una indiecita de 10 años, y hasta que la menor mueva con una vara el agua que resume del peñasco, para que el firmamento se cubra de densos nubarrones y la lluvia reverdezca los campos, donde las aves entonan la eterna canción de la piedra negra de los ayllus de Mostazas.
NOTA
Esta es una fiel copia de la original que fue publicada en la Revista Folklore . Primera Edición - Año 1 N° 1, Setiembre de 1,942.
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
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