Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., continuamos con la difusión de los reportajes publicados en la Revista Folklore - Primera Edición - Setiembre 1,942 - Año 1 - N°1; bajo la dirección del poeta ayabaquino Florentino Gálvez Saavedra, más conocido en el ambiente literario como: Florencio de la Sierra.
Hoy publicamos el reportaje: El Cargo (Cuento puneño), por Mateo Jaika.
Firmaba todos sus poemas con el seudónimo de "Florencio de la Sierra", pero en realidad era el profesor FLORENTINO GALVEZ SAAVEDRA, nacido el 14-03-1903, Publicó entre otros libros de poesía: “Aúllan los perros” (1951) con portada del artista plástico Essquerriloff, “Capullos de Rocío” (1959) con portada de César Calvo de Araujo, y “Danza de serpientes” (1963) con portada de Raúl Vizcarra. Fue Director de la Revista Folklore, que se publicó por primera vez en Setiembre de 1,942; murió en Lima; el 17 de noviembre 1964. Su existencia real fue después de 61 años vividos en su tierra natal, Lima, Piura, Bolivia y Chile. Foto: Cedida por Rosa Hortencia Morocho Sánchez.
Leer su Biografía:
http://piuraenlambayeque.blogspot.com/2009/01/florencio-de-la-sierraun-poeta.html
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Este es el logotipo de la Revista Folklore, con el que se editó las obras del poeta Florencio de la Sierra
Foto: Archivos del Blog: A Vuelo de un Quinde.
Aquí observamos la imagen que aparece en el reportaje : El Cargo, (cuento puneño), ilustración que fue pintada por Manuel D. Pantigoso.
Foto: Archivos del Blog: A Vuelo de un Quinde.
EL CARGO (Cuento puneño)
Por: Mateo Jaika
El caserío de la hacienda serrana, de paredes borrosas, de techos pajizos, de habitaciones oscuras con piso de tierra y de patios enormes, embaldosados desigualmente., tienen un aspecto sombrío que llena de terror, y hacer pensar de inmediato en los dramas familiares que calla, en los secuestros, torturas y extorsiones de que hicieron víctimas por muchos siglos a los indígenas que se resistían a ceder sus parcelas.
Ahí están las picotas de piedra donde los ataban con ronzales, cuando en días de hambruna, preferían vender a sus hijos antes que empeñar sus parcelas, ahí está el arco donde se colgaba a quienes teniendo hambre o no, se atrevían a robar un mendrugo. Junto al caserío está siempre la capilla, donde el señor Cura celebra la fiesta de San Santiago, patrón de la hacienda; donde con una sola misa, se casa a los indios por docenas; donde los indios mugrientos, piojosos, cuando están contritos y jimoteando, se les dice: Bienaventurados los que sufren miseria y hambre, por que de ellos será el reino de los cielos; donde, además, se les exhorta en la lengua nativa para ser honrados, obedientes y sumisos, se les conmina a servir al patrón, si fuera posible, de rodillas, haciéndoles ver como él los cría, cómo él los quiere, cual un padre amante y cariñoso a sus hijos.
El caserío no tiene un solo muro pintado ni enlucido, no tiene establos, baños ni silos. no tiene huerta, jardín, ni macetas, no tiene palomares, ni acuarios para peces, ni estanques para patos, no tiene criaderos de gallinas ni conejos y no siquiera han plantado árboles donde aniden y canten las pocas avecillas de la región, ni crían en una jaula un jilguero. Todo es tétrico y hostil. La crueldad de sus dueños se refleja a las claras y se agrava más viendo cómo en Verano el ganado se enfanga en su propio estiércol en los pesebres y cómo, en el Invierno la helada lo aniquila, lo diezma. Todo en el caserío es magro y huraño. No se oye un canto, ni se ve una flor; sólo se mira por todas partes la falta de labor, de sentimientos y de bondad de sus dueños. No es la vivienda campestre, llena de luz, aire y alegría, con que se sueña en las ciudades; es un cuchitril desordenado donde ni siquiera hay un sitio para estarse parado un momento; y el trato que dan sus gentes a los desgraciados, es algo que rebela por haber llegado a su límite de la maldad.
Además; la sequía y el Invierno son trágicos, y crueles en la puna. Amarillean los pastizales, se secan los pantanos, los estanques, las vertientes, los arroyos y hasta los ríos, y aún se recogen las lagunas lejanas; desaparece la flora y aniquila la fauna; la tierra se enferma y agoniza dolorosamente; como un febricitante se muere de sed. El Sol todo lo mira lánguida y tristemente sobre la sierra exhausta, en cuyas estepas, se levanta el polvo como llamaradas de fuego. En todos los sitios se advierte sólo la angustia de la sed, sed y nada más que sed. El silencio de las montañas y de la altipampa solitaria, se torna fúnebre, mientras el silbido del viento ulula como lamento de ultratumba.
Para el hombre del Ande, un día de falta de lluvia, es otro paso hacia el hambre, hacia la miseria, hacia la desesperación. El hombre, en su desesperación, clava la vista en el cielo parejo y encapotado, por si descubre siquiera el más leve vestigio de nube, pero no encuentra nada; afina las narices y otea el ambiente para ver si percibe ese airecillo frío y seco de las sierras que anuncia tormenta, pero sólo aspira ese viento seco que sopla del Norte, ese que lame hasta la última brizna de yerba seca sobre el suelo calcinado, ese que se entra hasta los huesos, ese que tazajea la carne y abre grietas en los pies, en los labios y las manos, sólo ese es él que retoza en la amplia meseta puneña.
--- Hace varios añitos que no llueve mamá. No siquiera hay nieve en las cumbres y hasta el río es un hilito distante..
Dice a su mujer el anciano Pedro Jahuira. La anciana le contesta suspirando:
--- Será por lo que dice "Taytacura"; por que somos unos zamarros que ya no creemos en los santos, porque a San Santiago no le devolvemos todo lo que nos dá, mandándole decir siquiera una misita.
--- Qué será..
Pedro Jahuira era colindante de la hacienda, tenía una estancia pegada a un roqueado y en ella un ojo de agua y un pastal que se hacían codiciar. Por salvarla del "cuco" se vio obligado a simular una venta escriturada a "Macuco", quien para completar su obra de protector sometió a su servicio a aquél y sus familiares. Durante el largo tiempo que tenía de colono fue trasladado a varias cabañas para desorientarlo y despojarlo de su propiedad; pero en vano, por que Jahuira, dice siempre a su hijo apuntado con el dedo:
--- Aquella rinconadita es nuestra, por ella no, hemos recibido ningún centavo.
El Sol más que calentar, quema. El agua sale turbia de tanto arañar el manantial. Ni las cabras, ni las ovejas, ni las vacas ya dan leche; de tanto exprimirlas, las ubres se les agrietan. No hay queso, ni mantequilla; la carne es insípida y sanguinoleta, y ya no da sebo para la lumbre. No hay boñiga suficiente para el fuego. El alimento del colono, el que duramente se lo puedo costear, es chuño sancochado y mazamorra de chuño. Cómo se le podría agregar un trocito de cecina, aunque fuera de esa que el patrón amontona desde hace muchos años en los almacenes, y que está pudriéndose y hasta con pelusa verde. "De ninguna manera". Sería hacerles gustar e insinuarles al robo.
Cubierto de andrajos y con una taleguita de tostado colgada al cuello, el hijo de Jahuira corre tras la tropa de ovejas, que avanza presurosa, ramoneando la escasa yerba de cañadas, laderas y lomas, todo él agitado, sudoroso, quemado por el Sol, con la cara y las pestañas cubiertas por esa tierra caliza de las estepas, con las huellas visibles de los surcos dejado por las lágrimas; con los pies desollados por los guijarros, las entrañas mordidas por el hambre y la piel, agujereados por el "iru", esa paja que hinca como agujas, comiéndose los piojos y el moco; cuidando el "cargo" de la hacienda, de la voracidad y la astucia de las zorras, de la insolación, de la fiereza de los pumas y el asalto de los cóndores, y de esas muchas desgracias que siempre han ocasionado la pérdida de ovejas del cargo y, en consecuencia, la merma de la reducida majadita propia.
Son terroríficos atardeceres de Invierno en la puna; el polvo que levanta la ventisca furiosa, asemeja lenguas de fuego que retarán al cielo; el viento de las cañadas, roquedos y ventisqueros, ruge como la tempestad, las crestas agudas de la cadena de Los Andes, arde como colosales mechones encendidos por los últimos fulgores solares. Luego el Occidente se ilumina de una coloración rojiza, una bruma violácea primero y una azulosa después, lo envuelve todo en su seno misterioso. En la noche las estrellas titilan alegres en el cielo, mientras en las cabañas agoniza la mecha de sebo, donde como en una vivienda de cerdos, duermen los indios enfermos de esa tos seca que desgarra el pecho de los ancianos y asfixia a los niños: el cielo se alegra mientras en la tierra se gime.
La mortandad del ganado alarma. En los almacenes de las haciendas ya no hay espacio para arrimar la cecina y tienen que depositarla en los patios. No se aprovechó de la escasa lluvia de los años pasados para sembrar en los bajíos; no se renovó el pasto viejo; no se almacenó berza del trigo ni de la cebada; ni se hizo estanques para poder, con esa agua, regar las laderas.
Se ignora del beneficio que prestan los establos, los silos y los baños. Se espera que todo lo haga la Providencia. Se cree todavía en los milagros, y en que el rezo y las misas los puedan remediar todo. Como no se ha defendido los pastizales, ni con cercos, ni con árboles, la helada el Sol y el viento han lamido hasta el último reducto de yerba seca, que guarnecían los pedrones y los "irus".
--- Señor se han muerto siete ovejas más del cargo.
Avisó Jahuira humildemente al mayordomo, con la cabeza gacha, y el sombrero en la mano.
Y agregó:
--- De mi escasa tropita también se han muerto mi caballo, mis dos llamitas y algunas ovejas.
Más, aquel no era de buena pasta, astutamente le contestó:
--- Verdad es que se está muriendo ganado, pero solamente por descuido de ustedes, de ustedes que solamente dan preferencia al cuidado del propio.
--- Señor la prueba de que descuido el mío está, en que ya han muerto más de la mitad.
--- Ya veremos qué se hace.
Diciéndole esto último despidió al colono, pero ese "ya veremos" no sonó bien en los oídos de Jahuira. En efecto era una amenaza poco tranquilizadora cargada de pólvora o veneno.
El mayordomo era un criollo de raza indefinida: entre un cruzado de sangre y espíritu. Tenía del negro la sumisión del esclavo; del español lo fanático y holgazán; del asiático, además de los ojos, esa reserva artera y peligrosa; del indio sólo algunos rasgos fisonómicos que le dio el ambiente. Era de estatura baja, rechoncho, lujurioso, alcohólico y brutal. Su maldad parecía venirle de esos cruces ilícitos, mediante la violencia, en la oscuridad de las cocinas y los calabozos. Satisfacía su sadismo y ambición de esclavo, estirando el feudo enorme a costa de homicidios, secuestros y extorsiones de los colindantes, para consuelo del patrón, que era de la misma pasta.
--- Señor han muerto cinco ovejitas más. Es desesperante nuestra situación...
Volvió a dar cuenta Jahuira, tres días después de la primera vez, con esa voz trémula que les está permitido emplear ante los patrones.
--- Está muy bien
Fue la respuesta tajante del mayordomo.
Cuando volvía a su cabaña el anciano Jahuira, las palabras del mayordomo, jugaban en su mente, como remolinos del viento en la pampa dilatada. Al llegar aquélla se enteró de que habían muerto otras más. Corría el riesgo de diezmarse el cargo. Antes de que esto sucediera, Jahuira, de acuerdo con su mujer una mañana frígida, arreó a las ovejas restantes y en la unión de su hijo, cargaron con la cecina en dirección del caserío de la hacienda. El rebaño, como aniquilado. caminaba apenas.
--- Tatay, hemos traído el cargo y las fallas. No las podemos tener más. Se mueren cada día, y no queremos hacernos responsables.
--- ¡ Ajá ! ¿No quieren hacerse responsables? ¡Quipo! ¡Rodante!
Llamé con voz estentórea, y cuando los aludidos se presentaron les ordenó:
--- Vayan arrear el ganado de estos zamarros.
Los secuaces partieron al galope en sus caballejos bajos y pelones. Al cabo de algunas horas volvieron con el ganadito de Jahuira. Los colonos lloraron en silencio al ver su majadita en el caserío fatídico.
--- Cómo dices que tu ganado ha muerto....¿Cómo es que no muere tu ganado....? Lo mantienen, pues, en los mejores pastos de la hacienda. ¿Es así o no?
Preguntó el mayordomo. Y señalando la tropa con el dedo, dijo a sus satélites:
--- Este ganado queda en cambio del que han matado estos bribones.
Jahuira y sus familiares se deshicieron en súplicas y lloros. Querían en su desesperación, besarles los pies y las manos del mayordomo, arrastrarse en el suelo, y hacerse flagelar, a fin de que no les quitasen su único bien, su esperanza, su vida. Querían ablandar el corazón del mayordomo con lamentos; pero solamente recibieron puntapiés. Sus súplicas e invocaciones se estrellaron contra los paredones sucios de piedra y barro de la hacienda y se perdieron en la inmensidad del feudo. Jahuira, el pequeño Hilario, sintió como si se le hubieran partido en dos el corazón, cuando vio que a su "petizo", a su "montonblanco", a su "bocatiznada", les aplicaban la marca candente y los entroparon en los ganados de la hacienda. Esas ovejitas eran sus únicos amigos de la infancia, los seres que más quería sobre la tierra, fuera de su perro y sus padres. Ellos le comprendían su lenguaje, tal como lo hablaban; el mismo perro, con quien formaban un círculo de amigos, miraba con tristeza, bajo los pelos que cubrían sus ojos la separación de las ovejas. Todos los indios de la hacienda tuvieron compasión. Querían rebelarse, pero no podían, ya estaban enfurecidos por el dolor y escarmentados por las balas.
NOTA
Esta es una fiel copia de la original que fue publicado en la Revista Folklore. Primera Edición . Año 1, N°1 Setiembre 1,942.
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
ayabaca@gmail.com
ayabaca@hotmail.com
ayabaca@yahoo.com
El caserío no tiene un solo muro pintado ni enlucido, no tiene establos, baños ni silos. no tiene huerta, jardín, ni macetas, no tiene palomares, ni acuarios para peces, ni estanques para patos, no tiene criaderos de gallinas ni conejos y no siquiera han plantado árboles donde aniden y canten las pocas avecillas de la región, ni crían en una jaula un jilguero. Todo es tétrico y hostil. La crueldad de sus dueños se refleja a las claras y se agrava más viendo cómo en Verano el ganado se enfanga en su propio estiércol en los pesebres y cómo, en el Invierno la helada lo aniquila, lo diezma. Todo en el caserío es magro y huraño. No se oye un canto, ni se ve una flor; sólo se mira por todas partes la falta de labor, de sentimientos y de bondad de sus dueños. No es la vivienda campestre, llena de luz, aire y alegría, con que se sueña en las ciudades; es un cuchitril desordenado donde ni siquiera hay un sitio para estarse parado un momento; y el trato que dan sus gentes a los desgraciados, es algo que rebela por haber llegado a su límite de la maldad.
Además; la sequía y el Invierno son trágicos, y crueles en la puna. Amarillean los pastizales, se secan los pantanos, los estanques, las vertientes, los arroyos y hasta los ríos, y aún se recogen las lagunas lejanas; desaparece la flora y aniquila la fauna; la tierra se enferma y agoniza dolorosamente; como un febricitante se muere de sed. El Sol todo lo mira lánguida y tristemente sobre la sierra exhausta, en cuyas estepas, se levanta el polvo como llamaradas de fuego. En todos los sitios se advierte sólo la angustia de la sed, sed y nada más que sed. El silencio de las montañas y de la altipampa solitaria, se torna fúnebre, mientras el silbido del viento ulula como lamento de ultratumba.
Para el hombre del Ande, un día de falta de lluvia, es otro paso hacia el hambre, hacia la miseria, hacia la desesperación. El hombre, en su desesperación, clava la vista en el cielo parejo y encapotado, por si descubre siquiera el más leve vestigio de nube, pero no encuentra nada; afina las narices y otea el ambiente para ver si percibe ese airecillo frío y seco de las sierras que anuncia tormenta, pero sólo aspira ese viento seco que sopla del Norte, ese que lame hasta la última brizna de yerba seca sobre el suelo calcinado, ese que se entra hasta los huesos, ese que tazajea la carne y abre grietas en los pies, en los labios y las manos, sólo ese es él que retoza en la amplia meseta puneña.
--- Hace varios añitos que no llueve mamá. No siquiera hay nieve en las cumbres y hasta el río es un hilito distante..
Dice a su mujer el anciano Pedro Jahuira. La anciana le contesta suspirando:
--- Será por lo que dice "Taytacura"; por que somos unos zamarros que ya no creemos en los santos, porque a San Santiago no le devolvemos todo lo que nos dá, mandándole decir siquiera una misita.
--- Qué será..
Pedro Jahuira era colindante de la hacienda, tenía una estancia pegada a un roqueado y en ella un ojo de agua y un pastal que se hacían codiciar. Por salvarla del "cuco" se vio obligado a simular una venta escriturada a "Macuco", quien para completar su obra de protector sometió a su servicio a aquél y sus familiares. Durante el largo tiempo que tenía de colono fue trasladado a varias cabañas para desorientarlo y despojarlo de su propiedad; pero en vano, por que Jahuira, dice siempre a su hijo apuntado con el dedo:
--- Aquella rinconadita es nuestra, por ella no, hemos recibido ningún centavo.
El Sol más que calentar, quema. El agua sale turbia de tanto arañar el manantial. Ni las cabras, ni las ovejas, ni las vacas ya dan leche; de tanto exprimirlas, las ubres se les agrietan. No hay queso, ni mantequilla; la carne es insípida y sanguinoleta, y ya no da sebo para la lumbre. No hay boñiga suficiente para el fuego. El alimento del colono, el que duramente se lo puedo costear, es chuño sancochado y mazamorra de chuño. Cómo se le podría agregar un trocito de cecina, aunque fuera de esa que el patrón amontona desde hace muchos años en los almacenes, y que está pudriéndose y hasta con pelusa verde. "De ninguna manera". Sería hacerles gustar e insinuarles al robo.
Cubierto de andrajos y con una taleguita de tostado colgada al cuello, el hijo de Jahuira corre tras la tropa de ovejas, que avanza presurosa, ramoneando la escasa yerba de cañadas, laderas y lomas, todo él agitado, sudoroso, quemado por el Sol, con la cara y las pestañas cubiertas por esa tierra caliza de las estepas, con las huellas visibles de los surcos dejado por las lágrimas; con los pies desollados por los guijarros, las entrañas mordidas por el hambre y la piel, agujereados por el "iru", esa paja que hinca como agujas, comiéndose los piojos y el moco; cuidando el "cargo" de la hacienda, de la voracidad y la astucia de las zorras, de la insolación, de la fiereza de los pumas y el asalto de los cóndores, y de esas muchas desgracias que siempre han ocasionado la pérdida de ovejas del cargo y, en consecuencia, la merma de la reducida majadita propia.
Son terroríficos atardeceres de Invierno en la puna; el polvo que levanta la ventisca furiosa, asemeja lenguas de fuego que retarán al cielo; el viento de las cañadas, roquedos y ventisqueros, ruge como la tempestad, las crestas agudas de la cadena de Los Andes, arde como colosales mechones encendidos por los últimos fulgores solares. Luego el Occidente se ilumina de una coloración rojiza, una bruma violácea primero y una azulosa después, lo envuelve todo en su seno misterioso. En la noche las estrellas titilan alegres en el cielo, mientras en las cabañas agoniza la mecha de sebo, donde como en una vivienda de cerdos, duermen los indios enfermos de esa tos seca que desgarra el pecho de los ancianos y asfixia a los niños: el cielo se alegra mientras en la tierra se gime.
La mortandad del ganado alarma. En los almacenes de las haciendas ya no hay espacio para arrimar la cecina y tienen que depositarla en los patios. No se aprovechó de la escasa lluvia de los años pasados para sembrar en los bajíos; no se renovó el pasto viejo; no se almacenó berza del trigo ni de la cebada; ni se hizo estanques para poder, con esa agua, regar las laderas.
Se ignora del beneficio que prestan los establos, los silos y los baños. Se espera que todo lo haga la Providencia. Se cree todavía en los milagros, y en que el rezo y las misas los puedan remediar todo. Como no se ha defendido los pastizales, ni con cercos, ni con árboles, la helada el Sol y el viento han lamido hasta el último reducto de yerba seca, que guarnecían los pedrones y los "irus".
--- Señor se han muerto siete ovejas más del cargo.
Avisó Jahuira humildemente al mayordomo, con la cabeza gacha, y el sombrero en la mano.
Y agregó:
--- De mi escasa tropita también se han muerto mi caballo, mis dos llamitas y algunas ovejas.
Más, aquel no era de buena pasta, astutamente le contestó:
--- Verdad es que se está muriendo ganado, pero solamente por descuido de ustedes, de ustedes que solamente dan preferencia al cuidado del propio.
--- Señor la prueba de que descuido el mío está, en que ya han muerto más de la mitad.
--- Ya veremos qué se hace.
Diciéndole esto último despidió al colono, pero ese "ya veremos" no sonó bien en los oídos de Jahuira. En efecto era una amenaza poco tranquilizadora cargada de pólvora o veneno.
El mayordomo era un criollo de raza indefinida: entre un cruzado de sangre y espíritu. Tenía del negro la sumisión del esclavo; del español lo fanático y holgazán; del asiático, además de los ojos, esa reserva artera y peligrosa; del indio sólo algunos rasgos fisonómicos que le dio el ambiente. Era de estatura baja, rechoncho, lujurioso, alcohólico y brutal. Su maldad parecía venirle de esos cruces ilícitos, mediante la violencia, en la oscuridad de las cocinas y los calabozos. Satisfacía su sadismo y ambición de esclavo, estirando el feudo enorme a costa de homicidios, secuestros y extorsiones de los colindantes, para consuelo del patrón, que era de la misma pasta.
--- Señor han muerto cinco ovejitas más. Es desesperante nuestra situación...
Volvió a dar cuenta Jahuira, tres días después de la primera vez, con esa voz trémula que les está permitido emplear ante los patrones.
--- Está muy bien
Fue la respuesta tajante del mayordomo.
Cuando volvía a su cabaña el anciano Jahuira, las palabras del mayordomo, jugaban en su mente, como remolinos del viento en la pampa dilatada. Al llegar aquélla se enteró de que habían muerto otras más. Corría el riesgo de diezmarse el cargo. Antes de que esto sucediera, Jahuira, de acuerdo con su mujer una mañana frígida, arreó a las ovejas restantes y en la unión de su hijo, cargaron con la cecina en dirección del caserío de la hacienda. El rebaño, como aniquilado. caminaba apenas.
--- Tatay, hemos traído el cargo y las fallas. No las podemos tener más. Se mueren cada día, y no queremos hacernos responsables.
--- ¡ Ajá ! ¿No quieren hacerse responsables? ¡Quipo! ¡Rodante!
Llamé con voz estentórea, y cuando los aludidos se presentaron les ordenó:
--- Vayan arrear el ganado de estos zamarros.
Los secuaces partieron al galope en sus caballejos bajos y pelones. Al cabo de algunas horas volvieron con el ganadito de Jahuira. Los colonos lloraron en silencio al ver su majadita en el caserío fatídico.
--- Cómo dices que tu ganado ha muerto....¿Cómo es que no muere tu ganado....? Lo mantienen, pues, en los mejores pastos de la hacienda. ¿Es así o no?
Preguntó el mayordomo. Y señalando la tropa con el dedo, dijo a sus satélites:
--- Este ganado queda en cambio del que han matado estos bribones.
Jahuira y sus familiares se deshicieron en súplicas y lloros. Querían en su desesperación, besarles los pies y las manos del mayordomo, arrastrarse en el suelo, y hacerse flagelar, a fin de que no les quitasen su único bien, su esperanza, su vida. Querían ablandar el corazón del mayordomo con lamentos; pero solamente recibieron puntapiés. Sus súplicas e invocaciones se estrellaron contra los paredones sucios de piedra y barro de la hacienda y se perdieron en la inmensidad del feudo. Jahuira, el pequeño Hilario, sintió como si se le hubieran partido en dos el corazón, cuando vio que a su "petizo", a su "montonblanco", a su "bocatiznada", les aplicaban la marca candente y los entroparon en los ganados de la hacienda. Esas ovejitas eran sus únicos amigos de la infancia, los seres que más quería sobre la tierra, fuera de su perro y sus padres. Ellos le comprendían su lenguaje, tal como lo hablaban; el mismo perro, con quien formaban un círculo de amigos, miraba con tristeza, bajo los pelos que cubrían sus ojos la separación de las ovejas. Todos los indios de la hacienda tuvieron compasión. Querían rebelarse, pero no podían, ya estaban enfurecidos por el dolor y escarmentados por las balas.
NOTA
Esta es una fiel copia de la original que fue publicado en la Revista Folklore. Primera Edición . Año 1, N°1 Setiembre 1,942.
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
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