Catalina II de Rusia fue llamada "la Grande" por una buena razón. En la segunda mitad del siglo XVIII, bajo su gobierno el país expandió sus dominios y se convirtió en la potencia hegemónica de Europa oriental. Pero también plantó, queriéndolo o no, la semilla de muchos problemas que estallarían en el futuro.
Cuando la princesa Sofía de Anhalt-Zerbst llegó a Rusia en 1744 para casarse con el heredero al trono, nada parecía presagiar que se convertiría en una de las zarinas más recordadas de la historia. Tenía apenas 15 años, era extranjera y pertenecía a la nobleza de un pequeño principado alemán. Pero fue este punto de partida lo que la motivó a esforzarse para ser aceptada e incluso admirada por su nuevo país: aprendió rápidamente el ruso, se integró en la corte y se convirtió al cristianismo ortodoxo, recibiendo el nombre con el que pasaría a la historia: Yekaterina, o Catalina.
DE PRINCESA A EMPERATRIZ
La corte rusa estaba en aquel entonces en manos de la poderosa emperatriz Isabel, tía del zarévich Pedro, el marido de Catalina. Isabel era quien la había elegido como esposa de su sobrino, deseosa de tejer alianzas con Prusia para hacer frente común contra Austria. Catalina nunca olvidó la deuda que tenía con ella e hizo lo posible por agradarle, a pesar de que esta no siempre la trató con benevolencia, llegando a arrebatarle a su hijo para ocuparse ella misma de su crianza.
El marido de Catalina, el zar Pedro III, carecía del carácter de su esposa y no opuso resistencia cuando ella lo apartó del poder.
El marido de Catalina, el zar Pedro III, carecía del carácter que tenían su tía y su esposa. Cuando la emperatriz Isabel murió en 1762, pronto se hizo evidente que aquel “niño en el cuerpo de un hombre”, como lo llamaba despectivamente su mujer, era incapaz de dirigir un imperio; en lugar de eso, prefería dedicarse a la caza y a recrear batallas con soldaditos de plomo en sus aposentos. Solo ocupó el trono de enero de 1762 a julio de ese mismo año, cuando Catalina, apoyada por buena parte de la corte, dio un golpe de Estado para arrebatarle el poder. Él lo aceptó de buena gana y solo pidió retirarse a una lujosa villa con su amante y que le dejaran llevarse su violín favorito. Se lo concedieron, pero un mes después murió en extrañas circunstancias, posiblemente estrangulado por orden de uno de los amantes de Catalina.
LA ZARINA ILUSTRADA
Habiendo apartado a su marido del poder, Catalina gobernó Rusia con puño firme durante casi 35 años. A pesar de no ser una Romanov de nacimiento, demostró un interés por su país de adopción mucho mayor que el depuesto zar. En su juventud había sido educada por tutores franceses, estaba en contacto con las ideas de la Ilustración y mantenía correspondencia con pensadores de la talla de Voltaire y Diderot. Llevó a cabo intentos de modernizar el país e implantar un cierto grado de monarquía parlamentaria, aunque no llegaron a prosperar y la propia emperatriz renegó de ello al estallar la Revolución Francesa, temerosa de que la situación se reprodujera en Rusia.
Si en la política interior no fue afortunada, tuvo más suerte en la exterior. Bajo su mando Rusia se extendió en todos los frentes, ganando espacio en el Báltico a expensas de Polonia y logrando acceso al Mar Negro a costa del Imperio Otomano. Con todo ello, el imperio ruso se convirtió en la potencia hegemónica del este de Europa. La zarina también favoreció la inmigración de profesionales cualificados de Europa -sobre todo de países de habla alemana-, con lo cual importó la modernización tecnológica e ideológica del Siglo de las Luces pero también plantó la semilla de un problema que el país arrastraría durante el resto de su historia: la integración de un número enorme de etnias y culturas en un corsé fabricado a medida de la Rusia europea.
TAMING OF THE SHREW
Esta caricatura de 1791, titulada "Taming of the shrew" ("Domando a la arpía"), ilustra a Gran Bretaña como Don Quijote, junto con Prusia y Holanda (que aparece como Sancho Panza), defendiendo a Turquía frente a Catalina la Grande, sostenida por Francia y Austria.
Sus intentos no dieron el fruto esperado porque, aunque suprimiera los privilegios de unos grupos sobre otros, estos continuaron comportándose mayoritariamente como sociedades separadas, con escaso contacto entre sí. La enorme extensión del imperio y la escasa red de comunicaciones en gran parte del territorio hicieron el resto. Solo en la parte europea y especialmente en San Petersburgo arraigaron las ideas ilustradas de la emperatriz y la modernización, aunque ello abrió una brecha insalvable entre la capital y el resto del imperio. No en vano el título de la zarina no era “emperatriz y autócrata de Rusia” sino “de todas las Rusias”.
EL ASOMBRO DE LA CORTE
Catalina fue una mujer excepcional para su tiempo no solo por la autoridad que ostentó, sino sobre todo por la seguridad con la que lo hizo. Otras emperatrices, como la propia Isabel, tía de su marido, habían ejercido el poder antes, pero se habían cuidado siempre de guardar las formas consideradas correctas para una mujer de la corte. Catalina, en cambio, nunca sintió la obligación de dar explicaciones a nadie sobre su comportamiento público o privado.
Nunca escondió bajo una aparente regencia que era ella quien mandaba ni quiso volver a compartir el poder con nadie más, a pesar de su larga lista de amantes. Incluso en la guerra se presentaba ante su ejército con vestido militar y montando a caballo, como lo habría hecho un emperador. Y puede que fuera esa seguridad la clave de su éxito, puesto que daba a sus ministros y oficiales la imagen de una líder en quien se podía confiar. Algunos nobles no estaban contentos con la situación y barajaron la posibilidad de un golpe de Estado para colocar en el trono a su hijo Pablo, al que su madre nunca permitió acceder al poder mientras ella vivió, pero nunca se llegó a consumar el intento.
En la corte se conocía a Catalina como “la catadora de amantes”; y aunque tuvo muchos, no compartió el poder con ninguno.
De hecho, el nombre de Catalina ha pasado a la historia también por la libertad con la que condujo su vida privada. En la corte se la conocía como “la catadora de amantes”, los cuales nunca le faltaron; el propio zarévich Pablo era, con casi toda seguridad, fruto de sus amores con su primer favorito, Sergéi Saltikov, ya que su esposo era impotente. Lo siguieron Grigori Orlov, de cuyos labios partió seguramente la orden de asesinar al depuesto zar Pedro III; Grigori Potemkin, quien fue el gran amor de la zarina y su esposo en todo menos en el título; y otros tantos militares y nobles. Catalina, a pesar de sentir verdadero afecto y pasión por ellos, nunca les permitió tocar el poder y, si tenía que despacharlos para hacer lugar a un nuevo favorito, se aseguraba de contentarlos con títulos, cargos y dinero.
Casi nadie se atrevió nunca a juzgar a la emperatriz en público, en parte por su autoridad pero también por genuino respeto: había demostrado que podía ejercer el poder tan bien o mejor que cualquier emperador, por lo que podía permitirse los mismos caprichos de los que ellos disfrutaban sin críticas. De hecho, las peores habladurías sobre Catalina la Grande proceden mayoritariamente de la época soviética, como la que aseguraba que murió al intentar que un caballo la penetrase. En realidad, la zarina sufrió un derrame cerebral cuando iba a tomar un baño, el 17 de noviembre de 1796. Dejaba a Rusia a las puertas de una modernización que no pudo llegar a completar, pero habiendo abierto una ventana hacia la Europa contemporánea.
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