El 17 de marzo de 1861, un nuevo país nació en Europa: Italia. La península itálica, dividida desde la caída del Imperio Romano de Occidente casi 14 siglos atrás, se reunía de nuevo bajo la monarquía de los Saboya. La unificación italiana, conocida como Risorgimento, fue el resultado de varias guerras, apuestas arriesgadas, complejas tramas políticas, traiciones y algún golpe de suerte. Pero si bien se logró unir geográficamente, Italia siguió siendo durante mucho tiempo un mosaico de territorios diversos y a menudo enfrentados.
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A principios del siglo XIX, un hombre había intentado unir Europa bajo su mandato. Napoleón Bonaparte, a pesar de sus éxitos, al final logró todo lo contrario: despertar en muchos lugares el deseo de independencia. El resentimiento contra la ocupación francesa y el posterior retorno al imperio austríaco caló entre una parte de los intelectuales del norte itálico, principalmente lombardos y piamonteses. Alimentados también por el movimiento romántico y el recuerdo lejano del Imperio Romano, soñaban con materializar esas aspiraciones en una nueva Italia unida, heredera de las glorias del pasado.
Contra todo pronóstico y jugando hábilmente sus cartas, el Reino de Cerdeña navegó entre las aguas tortuosas de la diplomacia europea y logró hacerse, uno tras otro, con casi todos los territorios itálicos: pero Italia tardaría mucho más en formarse y sería a menudo de un modo doloroso. Las cicatrices de la unificación se dejan sentir aún hoy tras casi 160 años como consecuencia del modo en que se llevó a cabo.
La primavera de los pueblos
Derrotado Napoleón, las potencias europeas se enfrentaban a una amenaza interna igualmente problemática: las ideas liberales de la Revolución Francesa habían calado entre una parte de la población y, junto con los ideales del Romanticismo, desataron movimientos antiimperiales. Por toda Italia, especialmente en las grandes ciudades, nacieron asociaciones políticas, entre las cuales destacó la Carbonería, de influencia masona y ferozmente contraria al Imperio Austríaco, que controlaba el Reino Lombardo-Véneto en el norte de la península. Estas sociedades llevaron a cabo en la década de 1820 diversos intentos de revuelta contra el absolutismo y el dominio austríaco, que fueron duramente reprimidos y castigados.
Pero la primera en formular la idea de la unificación fue la Joven Italia fundada por Giuseppe Mazzini, uno de los padres intelectuales de la unidad italiana. Uniendo nacionalismo y liberalismo, la Joven Italia abogaba por una república que incluyera a todos los territorios de la península sometidos a un gobierno extranjero o absolutista. En los años siguientes estallaron revueltas en diversas ciudades, la más importante de las cuales tuvo lugar en Génova -perteneciente al Reino de Cerdeña- en 1834 e implicó a Mazzini y a otro personaje que más adelante sería uno de los protagonistas de la unificación: un soldado de la marina sarda llamado Giuseppe Garibaldi. Habiendo fracasado la insurrección, Garibaldi y Mazzini tuvieron que exiliarse.
Giuseppe Garibaldi fue en buena parte el artífice material de la unificación italiana. Su gran carisma y sus ideas revolucionarias atrajeron a miles de voluntarios que jugaron un papel decisivo. Tras la proclamación del Reino de Italia en 1861 fue diputado del parlamento durante algunos años, pero nunca se sintió cómodo entre los políticos. En esta fotografía, tomada en 1866, aparece vestido con su característico poncho sudamericano.
Las revueltas, a pesar de no tener éxito en derrocar los regímenes monárquicos, consiguieron la promulgación de varios estatutos de carácter liberal en los diversos territorios de la península, entre los cuales dos de los grandes estados de la Italia preunitaria: el Reino de Cerdeña gobernado por la dinastía de los Saboya, que comprendía Saboya, Piamonte -el corazón político del estado- y la isla de Cerdeña; y el de las Dos Sicilias gobernado por los Borbones, que ocupaba Sicilia y el sur de la península.
Uniendo nacionalismo y liberalismo, la Joven Italia abogaba por una república que incluyera a todos los territorios de la península sometidos a un gobierno extranjero o absolutista.
La primera guerra de independencia
Ante la perspectiva de que el republicanismo pudiera cobrar más fuerza, y especialmente después de la fallida insurrección en Génova, la monarquía saboyana decidió adelantarse y convertirse en promotora de la unidad italiana. En 1848, una serie de revueltas antiaustríacas en las principales ciudades del Reino Lombardo-Véneto proporcionaron al rey piamontés Carlos Alberto el motivo para intervenir, bajo el argumento de proteger a los italianos sometidos a un imperio extranjero.
Así empezaba la llamada primera guerra de independencia, que tenía como objetivo la retirada de los austríacos del Reino Lombardo-Véneto. Después del triunfo de las insurrecciones en algunas de las principales ciudades como Milán, muchas otras se rebelaron y obligaron al ejército austríaco a encerrarse en el Cuadrilátero, un cerco formado por las ciudades fortificadas de Verona, Peschiera, Mantua y Legnago. Los revolucionarios confiaban en lograr la victoria gracias a los numerosos apoyos externos: los reinos de Cerdeña y de las Dos Sicilias, el Estado Pontificio, otros territorios sublevados del norte -Toscana, Parma y Módena- y un ejército de voluntarios italianos.
Entre estos últimos se encontraba Garibaldi, al que el gobierno provisional de Milán había concedido el cargo de general: ahora ya no era un marino fugitivo, sino un respetado líder militar que había luchado por la libertad de las repúblicas de América Latina y que llegaría a ser conocido como “héroe de los dos mundos”. Las relaciones con la monarquía piamontesa seguían siendo tensas y sobre él pesaba una condena a muerte por su implicación en las insurrecciones de Génova de 1834; sin embargo, sus gestas militares, su enorme carisma y su patriotismo en favor de la unidad italiana lo hacían un hombre muy valioso en el campo de batalla, por lo que se forjó una extraña alianza de conveniencia entre él y la dinastía saboyana.
Entre 1848 y 1866 se libraron las tres guerras italianas de independencia: la primera y tercera contra el Imperio Austríaco y la segunda contra el Reino de las Dos Sicilias.
La primera guerra de independencia, sin embargo, no logró su objetivo: el Reino de las Dos Sicilias y el Estado Vaticano, que aportaban contingentes decisivos, se retiraron pronto del conflicto: el primero a causa de una insurrección en Sicilia y el segundo a causa de las posibles consecuencias políticas de enfrentarse al Imperio Austríaco. Viena no perdió esa ocasión y envió refuerzos al general Josef Radetzky, el veterano comandante del ejército en el Reino Lombardo-Véneto; con los nuevos contingentes a su disposición, fue reconquistando una tras otra las posesiones perdidas, llegando a invadir el Reino de Cerdeña en 1849.
El rey Carlos Alberto no tuvo más remedio que pedir un armisticio, que suponía el retorno al statu quo previo a la guerra, tras lo cual abdicó a favor de su hijo Víctor Manuel II. En los territorios sublevados del Reino Lombardo-Véneto se aplicó una feroz represión y un mayor control para prevenir futuras insurrecciones; y en los ducados de Toscana, Parma y Módena se reinstauraron las casas reinantes con el apoyo del Imperio Austríaco. En cuanto a Garibaldi, escapó por poco y consiguió llegar a territorio piamontés, tras lo cual se retiró a la pequeña isla de Caprera en Cerdeña.
Víctor Manuel II (Vittorio Emmanuele II) fue rey de Cerdeña de 1849 a 1861, y el primer rey de Italia de 1861 a 1878. Pertenecía a la antigua casa Saboya, que desde 1720 gobernaba el Reino de Piamonte (oficialmente Reino de Cerdeña, aunque la capital era Turín). Como soberano supo ver que el tiempo de los absolutismos había terminado y, para evitar insurrecciones revolucionarias, había que hacer concesiones, emprender reformas liberales y modernizar el funcionamiento del estado.
La alianza con Napoleón III
Durante la primera década de su reinado, Víctor Manuel II no movió ficha contra los austríacos, consciente de que necesitaba un aliado más fuerte y estable y, sobre todo, al que le interesara tanto como a él debilitar el poder de Viena. A partir de 1852 la política sustituyó a las armas y tuvo como protagonistas a dos hombres en particular: Napoleón III, sobrino del conquistador Bonaparte, que a finales de ese año se proclamó emperador de Francia; y el primer ministro del Reino de Cerdeña: Camilo Benso, conde de Cavour.
Cavour es, de entre los artífices de la unificación italiana, uno de los que despierta más controversia. Su hábil diplomacia y su vasta red de alianzas contribuyeron de manera decisiva al nacimiento de Italia, pero sobre todo por el interés de la monarquía a la que servía: por eso a menudo se le ha acusado de ser un calculador que, bajo el pretexto de la unidad italiana, buscaba extender los dominios del Reino de Cerdeña. Eso lo llevó a un conflicto abierto con Garibaldi, de quien temía que su carisma pudiera llevar a una revolución republicana que escapara a su control.
Napoléon III fue el mejor aliado de la unidad de Italia: Cavour le convenció de que la unificación de Italia pondría bajo control los movimientos revolucionarios y antifranceses en la península.
En enero de 1858, un revolucionario italiano intentó asesinar a Napoleón. Eso llevó al emperador, reacio a entrar en el conflicto europeo que supondría aliarse con los Saboya contra Austria, a valorar esa posibilidad. Cavour le convenció de que la unificación de Italia bajo una monarquía le podía ser útil, en la medida que pondría bajo control a los revolucionarios -que no habían olvidado el imperialismo de los Bonaparte- y crearía un aliado común frente al poder austríaco. Tras una reunión secreta en Plombières, ambos llegaron a un pacto: Francia ayudaría al Reino de Cerdeña si este era atacado por Austria, siempre que fuera esta quien iniciara el conflicto; a cambio, exigía la anexión a Francia de Saboya y Niza.
Este último punto era el mayor escollo, ya que se trataba de territorios de tradición italiana y su cesión implicaba una contradicción con el ideal de unir a todos los italianos bajo un mismo estado. Además, ambos tenían un fuerte valor simbólico: Saboya era la cuna de la dinastía y Niza era de tradición cultural ligur desde finales del siglo XIV, además de ser la ciudad natal de Garibaldi. Cavour intentó que Napoleón desistiera, pero el emperador se mantuvo firme; sin embargo, para no causar revuelo, aceptó que la cesión solo se llevara a cabo si los Saboya conseguían hacerse con el norte de Italia.
Camilo Benso, conde de Cavour, era un noble piamontés de ideas liberal-conservadoras. En 1848 fue elegido diputado del parlamento de Turín y empezó una carrera meteórica que en solo cuatro años le convertiría en primer ministro, cargo que ocupó hasta su muerte. Su vasta red de influencias diplomáticas se extendía por varios países europeos y le permitió lograr apoyo político y financiero para la unificación de Italia.
La segunda guerra de independencia y sus consecuencias
Puesto que era condición expresa del acuerdo que Austria atacara en primer lugar, se necesitaba un pretexto. En primavera de 1859 Cavour ordenó llevar a cabo una serie de maniobras militares cerca de la frontera, gesto que desde Viena se interpretó como una provocación y, tras un ultimátum que fue ignorado, los austríacos atacaron el Reino de Cerdeña. Napoleón no tuvo más remedio que acudir en su ayuda, empezando así la segunda guerra de independencia italiana.
El apoyo francés se demostró decisivo en esta ocasión, así como la intervención de los Cazadores de los Alpes, un cuerpo de voluntarios formado por Garibaldi, que había regresado de su retiro en Caprera. En apenas un par de meses, el ejército combinado logró conquistar la Lombardía y acorralar de nuevo a los austríacos en el Cuadrilátero. Sin embargo, también en esta ocasión los aliados fallaron en el momento decisivo: Napoleón, ante la perspectiva de que otros estados acudieran en apoyo de Austria, decidió firmar la paz por separado, hecho que el gobierno piamontés consideró una traición.
A cambio de su apoyo al proyecto de unificación, Napoléon III exigió la cesión de Niza y Saboya a Francia, lo que fue el inicio de una profunda enemistad entre Garibaldi y Cavour.
Francia había llevado la iniciativa durante la guerra y obtuvo la Lombardía como botín. Ahora Napoleón tenía una pieza de trueque para ofrecer a Cavour y, a pesar de que el pacto no se hubiera cumplido íntegramente -pues el Véneto permanecía bajo control austríaco-, exigió la cesión de Niza y Saboya a cambio de entregar Lombardía al Reino de Cerdeña. El conocimiento del pacto secreto de Plombières despertó una gran indignación y el propio Garibaldi, furioso, intentó sin éxito impedirlo. Nunca perdonó al primer ministro, como años después le escribiría a su médico y amigo Enrico Albanese: “¡La patria no se vende ni se trueca! (…) Hice mal en no hablar claramente, en no protestar con energía, en no decirle a Cavour, allí en el Parlamento, que era un canalla y a aquellos que querían votar por la cesión, que eran tan viles como él”.
La cesión tenía que ser ratificada en referéndum, pero las prisas con las que se preparó -apenas dos semanas para Niza y una más para Saboya- y las numerosas irregularidades para favorecer la anexión a Francia fueron muy criticadas en el Parlamento de Turín, la capital piamontesa. En ambos territorios el “sí” ganó con casi el 100% de los votos entre acusaciones de fraude y amenazas, y alrededor de un cuarto de la población prefirió dejar su casa para irse a vivir al Reino de Cerdeña, a pesar de sentirse traicionados.
La anexión de los ducados
Pero las concesiones a Napoleón contemplaban otra compensación: el beneplácito del emperador a la anexión de los ducados del norte, que se llevó a cabo paralelamente a la segunda guerra de independencia. Estos eran el Gran Ducado de Toscana, el Ducado de Módena y el Ducado de Parma y Piacenza; tres territorios que habían sido devueltos a sus dinastías gobernantes a cambio del apoyo mutuo con el Imperio Austríaco para sofocar revueltas de corte liberal, por lo que los partidarios de la unidad italiana los veían como colaboracionistas.
De nuevo fue Cavour quien movió los hilos y, gracias a las aportaciones y préstamos de su vasta red de contactos en Europa, consiguió los fondos para financiar los grupos prounitarios. Las sublevaciones en las respectivas ciudades estallaron paralelamente a la segunda guerra de independencia, por lo que los duques no podían contar con la ayuda austríaca y se vieron obligados a abandonar sus capitales, dejando el poder en manos de gobiernos provisionales que se constituyeron en las Provincias Unidas del Centro de Italia. Terminada la guerra con Austria, en 1860 estos territorios pidieron referéndums de anexión al Reino de Cerdeña, que concluyeron con un “sí” rotundo pero no exento de irregularidades, como ya había sucedido en la cesión de Niza y Saboya.
Gracias a su vasta red de contactos en Europa, Cavour consiguió los fondos para financiar los grupos prounitarios, que aprovecharon la segunda guerra de independencia para sublevarse en varias ciudades del norte de Italia.
Un problema mayor representaba la Legación de las Romañas, un territorio perteneciente al Estado Pontificio que había votado también la anexión al Reino de Cerdeña: aceptarla significaba en la práctica arrebatar territorios al Papa y, aparte del conflicto político, suponía un grave desafío a la Santa Sede que podía poner muchos países católicos en contra del reino sardo, entre otros Francia, haciendo peligrar la alianza con Napoleón. Sin embargo el referéndum ya estaba hecho y el rey Víctor Manuel envió personalmente una carta al papa Pío IX en la que, con el mayor cuidado posible, le instaba a aceptar la anexión como un hecho consumado.
El pontífice respondió excomunicando al rey y a todos aquellos que habían cooperado en la anexión, algo que tenía un impacto moral nada desdeñable para muchos de ellos, de convicciones católicas. Pero las consecuencias más importantes de esta ruptura se harían notar en 1870, cuando Roma fuera asediada en la última fase de la unificación: una alianza de voluntarios acudió a la llamada del Papa para oponerse a la ocupación, viendo al Reino de Italia como un enemigo de la legitimidad católica.
Los soldados garibaldinos eran también conocidos como "camisas rojas", por la prenda que llevaban en combate. Garibaldi escogió este atuendo como distintivo en 1843, cuando combatía por Uruguay contra Argentina. El motivo de esa elección es anecdótico, ya que compró un montón de camisas rojas para sus soldados a precio de saldo: era la ropa de trabajo de los carniceros y su color servía para disimular las manchas de sangre y dar una imagen más limpia de cara al público.
La expedición de los Mil
La cesión de Niza y Saboya marcó el inicio de una aversión profunda entre Garibaldi y Cavour, pero ambos estaban condenados a colaborar de nuevo: el primero sobre el terreno y el segundo entre bambalinas. Mientras se desarrollaban los referéndums de anexión, en Sicilia estallaron nuevas protestas contra el gobierno de los Borbones. Las revueltas a favor de una mayor autonomía se repetían regularmente desde 1816, cuando el Reino de Nápoles y de Sicilia se unificaron en el Reino de las Dos Sicilias, lo que en la práctica centralizó el poder político en Nápoles.
Aunque sus planes iniciales contemplaban la unificación del norte de Italia, Cavour vio la ocasión de llevarlos más allá aprovechando el descontento hacia los Borbones. El detonante de las protestas fue la anulación de las reformas liberales y el retorno al absolutismo, sumado a las precarias condiciones de vida de la mayoría de la población. El Reino de las Dos Sicilias era un gigante de pies de barro, con grandes riquezas pero una organización social servil que concentraba el poder en manos de los grandes terratenientes y una corrupción generalizada en las altas esferas del gobierno y el ejército. Cavour supo aprovechar hábilmente estas debilidades en su favor.
El Reino de Cerdeña no podía declarar la guerra abiertamente a Nápoles sin entrar en conflicto con otras potencias europeas, por lo que recurrió al carisma de Garibaldi para alistar un cuerpo de voluntarios que atacó Sicilia.
No podía declarar la guerra abiertamente sin entrar en conflicto con otras potencias europeas, por lo que tenía que recurrir a Garibaldi, que había demostrado en repetidas ocasiones la eficacia de su carisma a la hora de reclutar voluntarios para la causa italiana. Inicialmente este se mostró contrario a la idea de atacar el sur, considerando una prioridad hacerse con el Estado Pontificio hasta llegar a Roma; sin embargo, el rey Víctor Manuel lo convenció a desistir de ese plan por el momento: el motivo era que un ataque directo a los territorios del Papa podía provocar una alianza católica contra el Reino de Cerdeña y dar un pretexto a los republicanos franceses para desembarazarse de Napoleón, su principal aliado, que se había comprometido a defender al pontífice de eventuales ataques. En cambio, si el general dirigía sus acciones hacia Sicilia, el gobierno piamontés le ayudaría de forma discreta.
Aceptando el cambio de planes, Garibaldi obtuvo el permiso para alistar voluntarios que quisieran “liberar Italia para siempre de sus enemigos y asegurarle la independencia”. Algo más de mil se presentaron y en mayo de 1860, a bordo de dos barcos de vapor proporcionados por el gobierno piamontés, partieron hacia Sicilia. La expedición no parecía tener todas las de ganar e incluso uno de los hombres de confianza de Garibaldi, Nino Bixio, le sugirió la posibilidad de retirarse, a lo que el general respondió con su famosa frase: “¡Aquí se hace Italia o se muere!” Sin embargo, Cavour había tomado sus precauciones enviando a agentes para sobornar a los altos oficiales de la marina y el ejército borbónicos: muchos de ellos desertaron o se unieron a las tropas garibaldinas, facilitando que la expedición tomara el control de la isla a finales de julio.
Uno de los hombres de confianza de Garibaldi, Nino Bixio, le sugirió la posibilidad de retirarse, a lo que el general respondió con su famosa frase: “¡Aquí se hace Italia o se muere!”
El fin del Reino de las Dos Sicilias
Tras el fracaso en mantener el control de Sicilia, las tropas borbónicas restantes se retiraron al continente. En la corte de Nápoles reinaba una profunda intranquilidad, no solo por la pérdida de la isla sino por la intención de Garibaldi de cruzar el estrecho de Messina y continuar la conquista de todo el reino. El rey Francisco II llevaba apenas un año en el trono de las Dos Sicilias y su inexperiencia, unida a su carácter dócil, le llevó a manejar la situación con excesiva buena fe, fiándose de su ejército y sobre todo de sus alianzas internacionales: estaba casado con la hermana de la emperatriz Sissi, lo que en teoría le convertía en aliado del Imperio Austríaco, enemigo acérrimo del Reino de Cerdeña.
Sin embargo, tan pronto como las tropas de Garibaldi desembarcaron en el continente a finales de agosto, la poca autoridad del rey napolitano quedó en evidencia: buena parte de los comandantes de su ejército se rindieron sin ni siquiera presentar batalla y los nobles del reino -incluyendo algunos de su propia familia- le dieron la espalda ante la perspectiva de obtener beneficios de los Saboya. Por el contrario, el carisma de Garibaldi atrajo a miles de voluntarios, que engrosaron sus filas cada vez más a medida que avanzaban hasta llegar a unos 20.000 hombres. El ejército avanzó rápidamente y sin apenas resistencia entraron en Nápoles a principios de setiembre.
Tras la conquista de Sicilia, el ejército garibaldino continuó su marcha imparable hacia Nápoles, la capital del reino, donde fue recibido como un héroe por parte de prounitarios y liberales. El general era un convencido defensor de la unificación italiana y detractor acérrimo del absolutismo, lo que le hizo muy popular entre las gentes más desfavorecidas y atrajo muchos voluntarios a su causa.
Dándose cuenta del peligro demasiado tarde, Francisco II se había retirado de la capital con la corte y las tropas que permanecían fieles a él. La batalla decisiva se libró a finales de setiembre junto al río Volturno, donde a pesar de la superioridad numérica el ejército borbónico fue derrotado por los garibaldinos. Los supervivientes se atrincheraron en la ciudad de Gaeta junto a su rey, donde resistirían aún hasta febrero del año siguiente, cuando una epidemia de tifus convenció a Francisco II de ordenar la rendición de la ciudad. Tras firmar de facto el fin del Reino de las Dos Sicilias, se le permitió retirarse con su esposa a Roma.
El rey Francisco II, inexperto y de carácter dócil, pagó muy cara su confianza en el ejército. Las deserciones en masa permitieron a los garibaldinos apoderarse del Reino de las Dos Sicilias a pesar de ser muy inferiores en número.
La proclamación del Reino de Italia
Mientras sus tropas asediaban Gaeta, Garibaldi se dirigía al encuentro de Víctor Manuel II. Con el pretexto de detener el avance de las tropas garibaldinas antes de que atacaran Roma, el rey piamontés había atravesado con su ejército los territorios de las Marcas y Umbría, un movimiento muy arriesgado que, en la práctica, significaba la invasión del Estado Pontificio. Este no contaba con un ejército propio, por lo que el Papa hizo un llamamiento a los voluntarios católicos de toda Europa que quisieran luchar por la Santa Sede. Sin embargo, la falta de tiempo para organizar un cuerpo militar homogéneo jugó en su contra y Francia, comprometida solamente a la defensa de Roma y del Papa, no desplegó sus tropas fuera de la ciudad. Así, el Estado Pontificio quedó reducido a la capital y a los territorios del Lacio.
Garibaldi (a la izquierda, con su característica camisa roja y su poncho), se encuentra con Víctor Manuel II para entregarle formalmente los territorios conquistados en el Sur, de los que se había proclamado dictador provisional. Cavour temía que la política paralela del rey con Garibaldi se escapara a su control y provocara insurrecciones antimonárquicas, pero una vez tras otra se vio forzado a recurrir al liderazgo militar del general.
El encuentro entre Garibaldi y Víctor Manuel se produjo el 26 de octubre de 1860 cerca de la ciudad de Teano, al norte de Nápoles. Las crónicas de aquel momento relatan que el general, al encontrarse con Víctor Manuel, gritó “¡Saludo al primer rey de Italia!”, a lo que él respondió “¿Cómo estáis, querido Garibaldi?” El pacto, en efecto, era que Garibaldi habría entregado los territorios conquistados al Reino de Cerdeña, lo que efectivamente hizo. Aunque era de convicciones republicanas, había decidido que la unidad de Italia tenía prioridad y que solo un gobierno fuerte la habría mantenido unida.
Tras un referéndum -de nuevo, con numerosas irregularidades-, los territorios de las Dos Sicilias se unieron al reino de Cerdeña. Cavour decidió entonces que había llegado el momento de dar el paso que reconociera oficialmente la unificación: el 21 de febrero presentó un proyecto para declarar formalmente el nacimiento del Reino de Italia el 17 de marzo. Aquella fue la última contribución de Cavour al proyecto unitario: el conde murió tres meses después. En su lecho de muerte, se lamentaba de todo lo que quedaba por hacer y se le permitió recibir los últimos sacramentos. Pío IX, al enterarse de su desaparición, exclamó “¡Ah, ese Cavour! Nos ha hecho mucho daño y Dios no se lo perdonará fácilmente, pero al final era un hombre que creía amar a su país”.
La tercera guerra de independencia
A pesar de su nacimiento formal, la unificación de Italia no podía considerarse terminada, pues quedaban por resolver dos grandes cuestiones: la conquista del Véneto, pendiente desde la segunda guerra de independencia, y de Roma, que se consideraba la única capital posible para un reino que se presentaba como el resurgir de la nación italiana.
La ocasión de tomar el Véneto se presentó en 1866 gracias a una alianza con Prusia, el más potente de los Estados germánicos, al que le unía el interés común de debilitar a Austria. Esta vez, el joven Reino de Italia podía contar con un ejército mayor y, de nuevo, miles de voluntarios reclutados gracias al carisma de Garibaldi. Las rivalidades entre los diversos generales del ejército italiano impidieron una acción conjunta efectiva para capturar el Véneto, pero su mera presencia obligaba a Austria a dividir sus fuerzas y no poder concentrarse en el frente septentrional, donde los prusianos les ponían en apuros. Finalmente, el emperador austríaco Francisco José pidió la ayuda de Napoleón como mediador para un tratado de paz, ofreciendo algo aparentemente imposible de rechazar: la anhelada cesión del Véneto a cambio de que Italia se retirase de la guerra.
La guerra entre Austria y Prusia de 1866 fue la ocasión para que Italia pudiera completar la unificación con los territorios "irredentos" que seguían en poder de los austríacos. Aunque no logró todos sus objetivos, sí consiguió hacerse con el Véneto.
Contra todo pronóstico, la propuesta fue recibida con frialdad. Bettino Ricasoli, sucesor de Cavour al frente del gobierno italiano, consideraba que era mejor aprovechar la debilidad de Austria para avanzar hasta el Trentino y Dalmacia; y por su parte, el jefe de estado mayor Alfonso La Marmora -hombre fuerte del ejército desde la primera guerra de independencia- consideraba una humillación recibir el Véneto como un regalo de su eterno enemigo austríaco. Sin embargo, la falta de coordinación de los mandos militares y las derrotas navales convencieron a Ricasoli de que convenía aceptar el tratado de paz. La campaña se cerraba así con una victoria agridulce, ya que algunos territorios reclamados por Italia seguían en poder de los austríacos: esa fue una de las razones principales que motivarían su entrada en la Primera Guerra Mundial.
La cuestión romana y el fin de la unificación
El último asunto por resolver era la llamada “cuestión romana”: ya que Italia se consideraba heredera del legado romano, era imposible concebir que la Ciudad Eterna no fuera parte del reino. Mover la capitalidad a Roma era el objetivo último para lograr la legitimidad del Reino de Italia como un proyecto unitario y no como una expansión del Reino de Cerdeña: se dio un primer paso en este sentido en 1865, trasladando la capital a Florencia -muy a pesar de Víctor Manuel, que amaba Turín-, que por la herencia cultural del Renacimiento era la más “italiana” de las candidatas. Sin embargo, la captura de Roma era un objetivo irrenunciable para los patriotas, entre ellos Garibaldi.
Mover la capitalidad a Roma era el objetivo último para lograr la legitimidad del Reino de Italia como un proyecto unitario, pero significaba desafiar la autoridad del Papa.
Ya en 1861 Ricasoli había intentado establecer negociaciones con Pío IX, pero las heridas diplomáticas causadas por la ocupación de los Estados Pontificios nunca se cerrarían y fue rechazado contundentemente: “En cuanto a llegar a acuerdos con los expropiadores, no lo haremos nunca”, dijo el Papa. Intentar una conquista por la fuerza estaba fuera de discusión, ya que Napoleón seguía obligado por su juramento a proteger Roma. Sin embargo, en setiembre de 1870 el emperador fue derrotado en la guerra franco-prusiana -en la que combatió, por última vez, el incansable Garibaldi-, y el Segundo Imperio Francés cayó: el camino estaba finalmente libre.
El rey Víctor Manuel envió una carta al pontífice en la que le pedía, “por indeclinable seguridad de Italia y de la Santa Sede”, la entrada de su ejército en Roma: caído Napoleón, que había retirado sus tropas para hacer frente a los prusianos, el Papa se encontraba efectivamente indefenso y Víctor Manuel se ofrecía a protegerlo de eventuales insurrecciones populares. El rey firmaba “con afecto de hijo, con fe de católico, con lealtad de rey, con ánimo de italiano”. Pío IX le contestó que su actitud "no era digna de un hijo afectuoso que se enorgullezca de la fe católica" y le “llenaba de amargura”, pero sabía que le era imposible oponerse a los acontecimientos.
El episodio conocido como "la brecha de la Puerta Pía" significó la captura de Roma y el fin del poder temporal de los papas. Pío IX había ordenado que la guarnición, formada por los cuerpos de guardias pontificias y voluntarios católicos, se rindiera al primer cañonazo para evitar muertes inútiles; aun así, hubo varias decenas de bajas. Para evitar el miedo a la excomunión con la que el Papa había amenazado a quien diera la orden de atacar, el mando italiano puso a un capitán judío a cargo del asalto.
Así, las tropas italianas entraron en el último reducto del Estado Pontificio y la madrugada del 20 de setiembre llegaron frente a las murallas de Roma, donde algunas tropas de voluntarios católicos habían acudido a la última defensa de la ciudad. El Papa ordenó una “resistencia simbólica” de las tropas, que habría debido cesar “al primer cañonazo” y que, sin embargo, no se produjo hasta cuatro horas después de que los cañones abrieran fuego, cuando una parte de las murallas cerca de la Puerta Pía se derrumbó.
Pocas horas después el general Hermann Kanzler, jefe del estado mayor pontificio, declaró la rendición de la ciudad. La captura de Roma, que tantas preocupaciones había causado a lo largo de los años por el miedo a las reacciones de los estados católicos, tuvo una acogida tibia por parte de estos, que aceptaron los hechos consumados con la satisfacción de que no hubiera habido una sangrienta batalla ni un saqueo de la ciudad. El 3 de febrero de 1871, la Ciudad Eterna fue nombrada capital del Reino de Italia, terminando así el largo proceso de unificación.
Una unificación imperfecta
No obstante, la unidad se había logrado de una forma muy distinta a la que habían imaginado sus primeros promotores. Urbano Rattazzi, que sucedería a Ricasoli en el gobierno, había declarado ya en 1861: “Hemos hecho Italia, ahora hay que hacer a los italianos”. Pues en efecto, la división había sido la norma durante la mayoría de su historia y de un día para otro no se podían hacer desaparecer siglos de rivalidades.
La anexión del Sur, en particular, se reveló una fuente de problemas: la caída del Reino de las Dos Sicilias acentuó el viejo problema del bandolerismo, que llevaría muchos años controlar, y la profunda división ideológica entre el Norte liberal y el Sur tradicional se agravaría con las leyes de corte laico. Incluso los más entusiastas prounitarios, como el revolucionario Mazzini, se sintieron profundamente desilusionados. Sentían que la unificación habría podido hacerse mejor, pero ya estaba hecha: ahora solo podían construir el nuevo país sobre unos cimientos colocados demasiado deprisa.
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