Hace más de un siglo, en julio de 1921, el imprudente avance de las tropas españolas en territorio rifeño se saldó con una trágica derrota que se cobró la vida de más de 7.000 soldados.
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Melilla ya no es Melilla, / Melilla es un matadero / donde van los españoles / a morir como corderos». Coplas como ésta muestran bien a las claras el escaso entusiasmo que la expansión colonial hispana en Marruecos despertaba entre las clases populares, puesto que eran sus hijos los que vertían su sangre para defender las posesiones del norte de África, en cruentas guerras que a veces los soldados afrontaron en condiciones miserables.
El año 1909 puede considerarse el comienzo de las campañas de Marruecos con la guerra de Melilla, que entrañó la pérdida de vidas humanas rememorada en la citada canción. El conflicto, que empezó por la defensa de los intereses de empresas mineras peninsulares, estuvo marcado por la derrota española en el Barranco del Lobo, que tuvo un profundo impacto en la opinión pública al saldarse (según fuentes oficiales) con 93 muertos y desaparecidos, aunque la prensa madrileña habló de medio millar de caídos. La guerra también estuvo marcada por la resistencia popular a la recién estrenada aventura colonial: el rechazo a la partida de los reservistas hacia Marruecos para intervenir en una guerra que se sentía ajena fue la mecha que prendió la revuelta barcelonesa de la Semana Trágica.
UN DOMINIO INSEGURO
En 1913, las fuerzas españolas avanzaron desde Ceuta hasta Tetuán, para lo cual se tuvo que hacer frente a la hostilidad del famoso caudillo, santón y bandolero El Raisuni. Tras el paréntesis de la primera guerra mundial, en 1919 se reanudaron las operaciones militares con rápidos progresos tanto en el área de Ceuta como en la de Melilla, comandadas por los generales Dámaso Berenguer y Manuel Fernández Silvestre respectivamente. Parecía una competición por ver quién llegaba antes a Alhucemas.
El plan de Berenguer, para el cual acumulaba fuerzas y recursos militares que, por otro lado, sustraía a la Comandancia General de Melilla, constaba de tres fases. La primera, dominar el estratégico desfiladero de Fondak, vital para asegurar las comunicaciones con Tetuán –la capital del protectorado español–, lo que se consiguió en 1919. La segunda, pacificar toda la región de Yebala (que se extiende desde Tánger hasta el Rif, en el interior del país) y dar un golpe de efecto con la toma de la ciudad sagrada de Xauen, que tuvo lugar en 1920. La tercera, preparar el avance hacia Alhucemas y unir Ceuta con Melilla por tierra, para lo cual había que neutralizar a El Raisuni.
Por su parte, Silvestre, comandante general de Melilla desde enero de 1920 y veterano de las campañas marroquíes, parecía tener asegurado su propio avance. Ese año logró tomar el monte Mauro, verdadera fortaleza natural de la potente y belicosa cabila o tribu bereber de los Beni Said. Esta montaña estaba a 35 kilómetros de Melilla y ocuparla fue un verdadero logro para los intereses españoles: la hazaña fue celebrada con salvas de artillería. Al año siguiente continuaron los grandes avances y en marzo de 1921 se había llegado a la línea marcada por las posiciones de Sidi Dris y Annual, en la que se concentraba el mayor número de fuerzas españolas.
Tal avance fue fruto de la audacia del mando español y de la grave hambruna que sufrieron en el invierno de 1920 las tribus del Rif (la región montañosa que se extendía desde la Yebala hasta el límite oriental del protectorado, más allá de Melilla). Sin comida no se podía combatir, y la necesidad obligó a muchos nativos a alistarse en la Policía Indígena, compuesta por efectivos indígenas bajo el mando de oficiales españoles.
Los Beni Said, que no habían sido vencidos, se plegaron ante el empuje español, pero conservaron intactos todos sus medios de guerra. Otra potente cabila, la de los Temsamán, cuyos límites territoriales coincidían con la línea de frente de Silvestre –de unos 80 kilómetros de extensión y unas 130 posiciones fijas para su defensa–, se había declarado favorable a la presencia española y se había sometido. En mayo, esa línea parecía estable. Berenguer, que como alto comisario español en Marruecos era el superior de Silvestre, no autorizaba nuevos avances y sólo permitía operaciones de policía.
Algunos destacados oficiales bajo el mando de Silvestre también se inclinaban por asegurar el territorio, pues así lo aconsejaban poderosas razones. En primer lugar, la cosecha de 1921 había sido muy buena en la zona oriental y eso aseguraba el suministro de víveres para las posibles harcas o partidas de guerrilleros. En segundo lugar, el avance había sido muy amplio pero la sumisión de algunas cabilas no parecía fiable. Además, había un grupo de unos 2.000 combatientes de la cabila más importante, la de los Beni Urriaguel, que merodeaban por la zona. Por último, algunos líderes tribales se quejaban de la retirada del pago de pensiones –con las que se compraba la voluntad de esos dirigentes– y de la presión que elementos rifeños desafectos a Madrid ejercían sobre ciertas facciones tribales y cofradías religiosas musulmanas.
DECISIÓN FATAL
La toma del monte Abarrán, fuera de la línea autorizada por el alto comisario Berenguer, se produjo en este contexto. Se dice que el propio rey Alfonso XIII animó al general Silvestre, con quien le unía una estrecha amistad, a actuar de este modo. Para justificar la operación se alegó que en aquellos momentos existía la posibilidad de avanzar sobre Alhucemas, pero el envío de una pequeña fuerza para ocupar Abarrán fue precipitado.
Aquella altura era un lugar santo de los Temsamán y estaba en una posición muy difícil de defender: no contaba con una fuente de agua disponible, se hallaba en un terreno muy escarpado, no había piedras para fortificarla –se emplearon sacos terreros podridos que se desfondaban– y se encontraba a distancia de la posición principal (seis kilómetros en línea recta de Annual), sin caminos y sin posibilidad de fácil socorro o aprovisionamiento. El día 1 de junio de 1921, Berenguer recibía un telegrama en el que se comunicaba la operación, iniciada el día anterior. Al día siguiente recibió otro telegrama: la posición se había perdido en unas cuatro horas.
Este hecho marcó el comienzo de la catástrofe, pues los rifeños se hicieron con piezas de artillería y los europeos mostraron su debilidad al ser aniquilados en escasos 240 minutos. Sólo un tercio de la guarnición logró huir a Annual. Esto se debió a la traición de las tropas indígenas y la muerte prematura de los oficiales, lo que descabezó la resistencia, además del avance interrumpido de una columna de apoyo que se apresuró a retirarse en vez de acudir a luchar. Abd el-Krim, el líder harqueño que había obtenido la victoria, adquirió un prestigio enorme y los Temsamán se le unieron, ofendidos por la intentona de avance español.
A pesar de la gravedad de lo sucedido, parece que Berenguer consideró el incidente como un episodio desagradable más de la guerra colonial. Estaba demasiado ocupado acabando con El Raisuni y preparando el asalto a su fortaleza de Tazarut como para preocuparse de algo que no dejaba de ser parte del oficio de la guerra. Pero en los meses de junio y julio se sucedieron los ataques rifeños –algunos de importante intensidad– sobre la caterva de posiciones españolas, hasta que tuvo lugar el siguiente acto del desastre en Igueriben, una posición ocupada el 7 de junio de 1921 para reforzar Annual, amenazada tras la caída de Abarrán.
EL DRAMA DE IGUERIBEN
Al igual que Abarrán, Igueriben sufría serios problemas: estaba rodeada de alturas desde donde los rifeños podían disparar, el punto de agua estaba a más de cuatro kilómetros y no había posibilidad de grandes abastecimientos debido a una orografía abrupta que dificultaba su comunicación con el exterior. Tras una serie de actuaciones dubitativas por parte española, las fuerzas enemigas sitiaron la posición el 17 de julio. Los convoyes enviados desde Annual eran tiroteados y cada vez se mostraban menos capaces de abastecer a los asediados. El coste humano por llevar viandas y alguna cuba con agua era enorme.
Las peticiones de refuerzos de Silvestre eran insistentes, pero ambiguas, igual que confusa –cuando no nula– era la comunicación con Berenguer. Mientras tanto, la posición sitiada sufría una sed indecible y hay testimonios que hablan de soldados asomados a los sacos terreros para que los tiroteasen y acabar de ese modo con su sufrimiento. Igueriben, además, era cañoneado por los rifeños, que se estrenaban como artilleros con las piezas capturadas en Abarrán.
A esas alturas, Silvestre, que se encontraba en Annual, era plenamente consciente de la gravedad de la situación y comprendió que su frente de casi un centenar de kilómetros pendía de un hilo. El general Felipe Navarro llegó de Melilla con refuerzos y Silvestre ordenó que lo mejor de sus fuerzas tratase de romper el cerco sobre Igueriben el 21 de julio. Pero los combatientes de Abd el-Krim no cedieron un paso y las distintas unidades implicadas en la maniobra fueron desistiendo.
EL DESASTRE
Finalmente, los sitiados recibieron la orden de retirada y, ante un enemigo que se lanzaba en tromba a por ellos, el centenar de supervivientes de Igueriben y las fuerzas de apoyo adoptaron el «sálvese quien pueda». El coste de la operación de rescate fue enorme, y únicamente llegaron a las líneas españolas diez soldados y un sargento, en un estado físico y mental lamentable.
El cerco sobre Annual se completaba. Silvestre se mostraba abatido y las fuerzas concentradas en la posición no debían de tener mejor estado anímico que su líder. De nuevo, la situación geográfica no era la más indicada: había alturas cercanas que dominaban la posición, el acceso al agua era distante… La noche de ese 21 de julio se reunieron los altos mandos y hubo una abrumadora mayoría de opiniones a favor de una retirada a posiciones más consolidadas. Para evitar que la información llegase al campo enemigo, Silvestre decidió encargarse en persona de la arriesgada maniobra y no informar a la oficialidad de la misma. La madrugada del 22 de julio, los 5.000 hombres acampados en Annual iniciaron una retirada «por sorpresa», lo que generó un enorme caos, con soldados sueltos retirándose, grupos que marchaban sin oficiales y servicios de protección mínimos (cuando los hubo).
La visión de cinco columnas de rifeños avanzando en su dirección tornó el anárquico repliegue en una desbandada. Se sucedían órdenes contradictorias, Silvestre había desaparecido (algunos afirman que se suicidó), no había fuego artillero que cubriese la retirada, muchas posiciones entre Annual y Melilla no sabían a qué atenerse… Los oficiales que pistola en mano trataban de ordenar algún retén se veían sobrepasados por una marabunta humana en busca de salvación. Los nativos al servicio de España, que solían ocupar la extrema retaguardia y los flancos, desertaron masivamente y se pusieron a matar a los que, segundos antes, eran sus compañeros de armas. En el mismo sentido, buena parte de las cabilas sometidas vieron que habían apostado por el caballo perdedor y se alzaron en armas contra los españoles: ya no había un ejército europeo, sino unos miles de hombres huyendo.
La Comandancia de Melilla cayó cual fichas de dominó. Algunos mandos que trataron de empujar a soldados despavoridos dentro de posiciones fuertes se encontraron con individuos que habían arrojado sus armas y sus municiones, sin moral y sin ganas de seguir luchando. No había casi vehículos de transporte para una retirada rápida y muchos heridos fueron abandonados a su suerte y capturados por los cabileños. La escena debió de ser dantesca: soldados aprisionados y torturados, degollados por las gumías rifeñas, españoles obligados a disparar sobre sus compañeros bajo amenaza de muerte, indígenas aplastando cráneos con piedras, mutilando cuerpos…
Entre tanto desastre también hubo actos de valentía y generosidad. Por ejemplo, el teniente coronel Fernando Primo de Rivera (hermano del futuro dictador) se lanzó reiteradamente con sus cinco escuadrones del Regimiento Alcántara de Caballería a frenar a los rifeños que hostigaban la desbandada española. La unidad acabó casi exterminada y sus caídos se sumaron a los más de 7.000 muertos de aquella tragedia, entre los cuales el número de oficiales no llegó al centenar.
Foto: Oronoz / Album
La catástrofe militar no se debió sólo a las carencias materiales del ejército español. Fiarse de los pactos con las cabilas y dejar que mantuvieran su armamento detrás de las líneas españolas, así como el uso constante de fuerzas indígenas aliadas no fueron buenas políticas ante la tentación de la traición. Tampoco lo fue, por ejemplo, la obsesión por el dominio de las cumbres mediante blocaos, habitualmente difíciles de abastecer.
LAS CONSECUENCIAS
Otros factores coyunturales contribuyeron al desastre. Uno fue la ambición de Silvestre, que le llevó a estirar sus líneas más allá de lo conveniente, a subestimar al enemigo y a fiarse de las promesas de cabilas insumisas, además de no diseñar un plan de retirada, posiblemente porque nunca contempló una derrota. No ayudó su tirante relación con Berenguer y la falta de coordinación entre ambos. Además, se calcula que había 20.000 soldados desplegados sobre el terreno, la mitad de los que teóricamente tenía que haber, algo achacable a las corruptelas y la desidia administrativa. También contribuyeron al desastre el resentimiento de Abd el-Krim, líder de la rebelión rifeña, por haber sido encerrado en una cárcel española en el pasado, y la influencia de agentes alemanes y otomanos durante la Gran Guerra, que habían entregado dinero y armas a los nativos para crear problemas a Francia en el norte de África.
Annual tuvo graves consecuencias: miles de muertos, territorio perdido, prisioneros en manos de los rifeños y responsabilidades político-militares por depurar. La derrota a manos de unos indígenas impactó a la sociedad peninsular. El sistema político de la Restauración no superó la prueba. Los militares no estaban dispuestos a vivir el oprobio de ser culpados por lo acaecido, y el rey Alfonso XIII, llamado el Africano, aceptó y apoyó en 1923 un golpe de Estado que tumbó el sistema liberal y lo libró de toda responsabilidad, dando pie a la dictadura del general Miguel Primo de Rivera. Al mismo tiempo, un sector del ejército de Marruecos, los llamados africanistas, cargó con el peso del contraataque, para lo que usaron métodos expeditivos y contaron con el mejor material bélico: en Alhucemas, en 1925, se produjo la primera operación de desembarco con apoyo aeronaval exitosa de la historia. Durante esas campañas, muchos destacados oficiales se vieron inmersos en una espiral de violencia que los marcó para siempre, como Sanjurjo, Goded, Varela, Mola… y Francisco Franco.
LA GUERRA DE MARRUECOS
Al avance protagonizado por el general Silvestre y la caída de sus posiciones en el verano de 1921 le siguieron feroces campañas en las que la venganza se mezcló con los imperativos militares de recuperación del territorio, e incluyeron el uso de gases tóxicos contra la población civil.
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LOS INICIOS DE LA OCUPACIÓN
En 1900, España contaba con cinco posesiones en el norte de África: las islas Alhucemas y Chafarinas, el peñón de Vélez de la Gomera y Ceuta y Melilla. La ocupación del territorio marroquí empezó en 1908, cuando, aprovechando un conflicto por la sucesión al sultanato marroquí, España salió de las fronteras de Melilla y tomó La Restinga y el cabo de Agua para evitar, se dijo, el contrabando de armas y la anarquía.
EL RAISUNI
Caudillo de las cabilas o tribus de la región de Yebala, a la vez bandido y líder religioso, proclamó en 1913 el yihad o guerra santa contra los españoles. Derrotado en 1919, colaboró con éstos desde 1922, esperando hacerse con el gobierno de parte de Marruecos, pero en 1925 fue capturado por Abd el-Krim y murió estando en su poder.
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ABD EL-KRIM EL JATABI
El dirigente de la cabila de los Beni Urriaguel colaboró con España en su juventud y llegó a ser cadí de Melilla, pero su oposición a la colonización española lo llevó a la cárcel en 1915. Tras esta experiencia, alentó la rebelión en el Rif, protagonizó la victoria de Annual y creó la República del Rif. En 1926 se rindió a los franceses; murió en Egipto, en 1963.
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POCOS ESPAÑOLES
Los reclutas españoles que llegaban a Marruecos tenían una baja moral, estaban atemorizados ante la ferocidad que se atribuía a su enemigo y carecían de material y entrenamiento adecuados. Por ello no es de extrañar que se tendiera a usar combatientes indígenas instruidos y dirigidos por oficiales españoles; los soldados españoles sólo se enviaban a primera línea para defender posiciones en altura tomadas previamente o pactadas con las cabilas. En Annual, esta dependencia de los combatientes nativos –que tomaron las armas contra sus compañeros españoles– se reveló como un error de la estrategia de ocupación.
Este artículo pertenece al número 211 de la revista Historia National Geographic.
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