La momificación en el antiguo Egipto se convirtió en una sofisticada técnica, que mezclaba ciencia y magia. Pero requería de un ingrediente muy especial y valioso.
Miles de años después de su confección, las momias egipcias se han conservado sorprendentemente bien: muchas aún tienen los rasgos faciales reconocibles e incluso trazas de piel y cabellos. ¿Cómo lo lograron? La respuesta está en un mineral clave: el natrón, una mezcla natural de sales que los sacerdotes usaron como auténtico ingrediente mágico para vencer a la descomposición.
El natrón es un mineral compuesto principalmente por carbonato de sodio y pequeñas cantidades de bicarbonato, cloruro y sulfato de sodio. A simple vista se parece a la sal, pero sus propiedades son muy diferentes: es un potente desecante y un eficaz agente antibacteriano. Estas cualidades lo convirtieron en un recurso indispensable no solo para la momificación, sino también en la vida cotidiana: se usaba como detergente, en la fabricación de vidrio e incluso como pasta dental.
En Egipto se extraía principalmente de lugares como el Wadi el-Natrun, un valle desértico situado al noroeste de El Cairo, famoso desde la Antigüedad por sus lagos salinos. Allí, bajo el sol abrasador, la evaporación dejaba costras cristalinas de natrón listas para ser recogidas. Pero aunque el natrón era un mineral relativamente accesible, su aplicación en la momificación no estaba al alcance de cualquiera.
Un conocimiento reservado a unos pocos
El poder del natrón era tal que los egipcios le atribuyeron connotaciones mágicas: era visto como un mineral purificador, capaz de limpiar tanto el cuerpo como el alma. La preparación de una momia seguía un complejo ritual religioso y técnico, dominado solo por sacerdotes especializados. El “secreto” de la momificación no estaba en la existencia del mineral, conocido y accesible a todos, sino en el conocimiento técnico y religioso de cómo usarlo. La momificación era una disciplina sagrada custodiada por los embalsamadores: no se trataba simplemente de cubrir el cuerpo con sales, sino de conocer las proporciones adecuadas, el tiempo de exposición y los pasos concretos.
Los embalsamadores rellenaban el interior del cadáver con lino, arena y resinas, lo que evitaba que el cuerpo se deformara mientras se secaba y ayudaba a que el natrón absorbiera los líquidos de forma uniforme. Pasados 40 días, se retiraba el natrón y se verificaba que no quedaran restos de humedad. El cadáver se lavaba otra vez y se aplicaban aceites perfumados para devolver cierta flexibilidad a la piel y darle un aspecto más humano. Finalmente, el difunto era envuelto con tiras de lino y entre capa y capa se añadían amuletos y resinas aromáticas que servían de pegamento y también se creía que aportaban una protección espiritual al difunto.
El proceso completo quedaba reservado a las élites, ya que requería grandes cantidades de natrón y esto elevaba el precio. La gente común podía recibir tratamientos más sencillos, a veces con menos natrón o con sustitutos más baratos, que a largo plazo no ofrecían los mismos resultados. Así pues, ni siquiera tras la muerte eran todos iguales: la inmortalidad en su mejor versión estaba reservada a quienes podían pagar por ella.


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