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lunes, 12 de febrero de 2018

OSO POLAR : NATIONAL GEOGRAPHIC .- MEDIO AMBIENTE .- NATURALEZA.- POLO ÁRTICO.- CONSERVACIÓN .- Proteger al oso polar

Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., la Revista National Geogrphic, ha elaborado un amplio reportaje de los Osos Polares, una especie en vías e extinción, debido al deshielo constante que le ahuyentan sus presas como son las focas; el oso tiene un vida muy dura en el polo norte, ante tanta dificultad para encontrar sus presas, se están muriendo por inanición.
El Ignoto Ártico, solo admite a los más fuertes, y eso es justamente son los osos polares, una dura lucha por la superviviencia, que el cambio climático los extinguirá, según los científicos conservacionistas, el oso polar habría desaparecido para siempre dentro los próximos 100 años.
La Revista  National Geographic, nos ofrece la información adecuada de la vida de los osos polares, que les brindamos para su lectura......

http://www.nationalgeographic.com.es/naturaleza/grandes-reportajes/tierra-de-francisco-jose-el-significado-del-norte-2_8668/2
http://www.nationalgeographic.com.es/fotografia/foto-del-dia/oso-curioso_8748
http://www.nationalgeographic.com.es/fotografia/foto-del-dia/hembra-oso-kermode-canada_4724
http://www.nationalgeographic.com.es/fotografia/foto-del-dia/osos-polares-con-sus-crias_11279
http://www.nationalgeographic.com.es/naturaleza/grandes-reportajes/osos-polares-peligro_4610/1
http://www.nationalgeographic.com.es/viajes/observar-fauna-en-invierno_7844
http://www.nationalgeographic.com.es/naturaleza/osos-hibridos_4769
http://www.nationalgeographic.com.es/fotografia/foto-del-dia/oso-bajo-puente_11644
http://www.nationalgeographic.com.es/naturaleza/oso-polar-ante-una-pared-de-hielo-glacial-ursus-maritimus_6550
http://www.nationalgeographic.com.es/fotografia/visiones-de-la-tierra/un-oso-polar-nada-hacia-la-costa-en-la-bahia-de-hudson-canada_8535
http://www.nationalgeographic.com.es/fotografia/foto-del-dia/oso-polar-sobre-una-placa-hielo-ota-deriva-svalbard-noruega_4959
http://www.nationalgeographic.com.es/naturaleza/proteger-al-oso-polar_4334

Oso Polar.-

Por primera vez el hábitat del oso polar en Estados Unidos ha sido calificado de crítico. La franja en cuestión, una superficie de 484.734 kilómetros cuadrados, se encuentra en su mayor parte en el mar, frente a la costa de Alaska, donde unos 3.500 Ursus maritimus viven sobre el hielo marino, y donde se cree podría haber importantes yacimientos petrolíferos. La declaración oficial de hábitat crítico, hecha realidad el otoño pasado por el Departamento de Interior, implica que las autoridades federales revisarán los futuros planes de perforación (las estructuras existentes quedan exentas). También quedan protegidas las islas de barrera y el litoral, donde cada vez más osas construyen sus cubiles a medida que el hielo marino se funde. El Gobierno y las empresas de Alaska, que tienen sus esperanzas puestas en los ingresos del gas y el petróleo, consideran que las estrictas regulaciones y la gran extensión de la zona protegida supondrá cuantiosas pérdidas. Los ecologistas aplauden la medida, aunque temen que no se cumpla. Sostienen que habría que declarar a estos animales en peligro de extinción, y no sólo amenazados. De este modo la protección del oso polar sería mayor y resultaría más fácil buscar soluciones para la principal amenaza que se cierne sobre su territorio: la emisión de gases de invernadero. —Jeremy Berlin                                                                                                    Foto: Jonathan Hayward / Gtres

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Un oso polar sobre una placa de hielo flota a la deriva, Svalbard, Noruega

Oso Polar

En verano, un oso polar sobre una placa de hielo flota a la deriva en el archipiélago noruego de las Svalbard. El hielo marino es un hábitat fundamental para el gran depredador del Ártico, pero a causa del aumento de las temperaturas, cada vez son más largos los períodos sin hielo.

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Un oso polar nada hacia la costa en la Bahía de Hudson, Canadá

VOE02_OCTUBRE2014


Canadá— Un oso polar ofrece un primer plano a la cámara del fotógrafo en la bahía de Hudson, a tres kilómetros de la costa. Con el deshielo de los meses de verano, los osos más grandes

del mundo, una especie vulnerable, deben alcanzar la costa a nado.

Publicado en octubre de 2014

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Oso polar ante una pared de hielo glacial (Ursus maritimus)


Noruega y Rusia tienen amplias zonas protegidas en el Ártico, con grandes poblaciones de osos polares. Lo mismo sucede en el norte de Groenlandia y en los bloques de hielo errantes entre estos territorios. El número de osos polares aumentó cuando en 1973 se prohibió su caza comercial, y su población se ha estabilizado entre los 20.000 y 25.000 ejemplares en todo el mundo.
El oso polar se enfrenta hoy a una nueva amenaza: el cambio climático. El hielo que se derrite en verano hace que su presa principal, la foca anillada, sea muchísimo más difícil de cazar. Este oso fue fotografiado en Svalbard, donde las expediciones turísticas tanto en verano como en invierno permiten a los visitantes observar de cerca, a una distancia segura, a estos animales. Los extensos parques nacionales y reservas de Svalbard forman parte de la Red Esmeralda que protege zonas de especial interés para la conservación.                                                    www.wild-wonders.com/                                                                                                  www.rewildingeurope.com/
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El oso bajo el puente

Ursus Maritimus
Foto: Servicio de Pesca y Vida Silvestre de Los Estados Unidos.
En esta imagen sin fecha proporcionada por el Servicio de Pesca y Vida Silvestre de los Estados Unidos y tomada por una cámara de control remoto, una osa polar y su osezno se paran junto al puente de la carretera que conduce a una plataforma de producción de petróleo situada en una isla artificial del mar de Beaufort, en Alaska.



Los trabajadores de Hilcorp Alaska descubrieron en diciembre el año pasado la guarida de la pareja de osos junto al puente y restringieron su actividad para asegurarse de que ambos, madre y cachorro, no fueran perturbados durante su hibernación. La osa polar y el pequeño emergieron de su madriguera el pasado 18 de marzo y permanecieron cerca de la guarida durante dos semanas, tras las cuales, partieron a la caza de focas.
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Osos híbridos

Ursidos.
Foto: Sean Kilpatrick Gtres(izquierda). AP Gtres(derecha)

En los últimos cinco años dos osos de aspecto extraño, con la piel blanca y manchas marrones, fueron abatidos en el Ártico canadiense por unos cazadores. Los análisis de ADN lo confirmaron: osos polares y grizzlies se están cruzando en el medio natural 200.000 años después de que sus linajes empezaran a divergir. El cambio climático parece ser la explicación.
El biólogo evolutivo Brendan Kelly dice que con la desaparición de barreras naturales como el hielo marino, 22 especies árticas corren peligro de hibridación. Una perspectiva nada optimista para el oso polar, cuya supervivencia depende de una adaptación al medio muy especializada. Según Kelly, si los «pizzlies» (mezcla de oso polar y oso pardo, del cual el grizzly es una subespecie) salvajes carecen de esos rasgos adaptativos vitales en el Ártico, como es el caso de los ejemplares nacidos en zoos (abajo), la hibridación constituiría un peligro añadido para una especie ya de por sí amenazada. —Jeremy Berlin


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Osos polares en peligro: sobre el frágil hielo

El Ártico se está calentando tan deprisa que hacia el año 2050 podría quedar completamente libre de hielo en verano. ¿Cómo sobrevivirán los osos polares sin su plataforma helada de caza? El fotógrafo Florian Schulz nos muestra los desafíos que estos gigantes del hielo deberán afrontar en el futuro


Flotando a la deriva

En verano, un oso polar sobre una placa de hielo flota a la deriva en el archipiélago noruego de las Svalbard. El hielo marino es un hábitat fundamental para el gran depredador del Ártico, pero a causa del aumento de las temperaturas, cada vez son más largos los períodos sin hielo.
Florian Schulz


Siempre atentas

Los machos pueden comerse a las crías, por lo que las madres están siempre vigilantes. 
Jenny E. Ross

Amamantando a sus crías

Una osa amamanta a sus crías sobre el hielo marino de finales de julio, frente a las costas de las Svalbard. 
Florian Schulz


¡Por fin a salvo!

«Nada más verlo, la hembra dio un resoplido y los cachorros empezaron a correr.» Saltando de un témpano a otro, siguieron huyendo hasta mucho después de estar a salvo.
Florian Schulz


Osamenta de ballena

En tierra, un macho olfatea una osamenta de ballena. Las reservas de grasa que acumulan los osos cazando focas anilladas y barbudas, y a veces morsas, tienen que durarles todo el verano.
Florian Schulz


Ataque a un charrán ártico

Un oso famélico ignora el ataque de un charrán ártico mientras busca huevos en la costa de la bahía de Hudson. El verano obliga a los osos a quedarse en tierra, donde el biólogo Ian Stirling ha visto una relación entre la reducción del hielo marino, la delgadez de los osos y las camadas más pequeñas.
Florian Schulz


Acechando a dos oseznos

El fotógrafo Florian Schulz vio cómo un macho de las Svalbard (al fondo) acechaba a una hembra con dos oseznos. 
Florian Schulz
4 de octubre de 2011
En agosto de 1881, el naturalista John Muir navegaba frente a las costas de Alaska a bordo del vapor Thomas Corwinen busca de tres barcos que se habían perdido en el Ártico. Cerca de punta Barrow vio tres osos polares, «ejemplares magníficos, sanos y corpulentos, que gozaban de su fuerza en el seno de la helada naturaleza salvaje».



Si Muir visitara hoy punta Barrow en el mes de agosto, no vería ningún oso polar viviendo en esa naturaleza de hielo, sino nadando en el mar abierto, quemando sus valiosas reservas de grasa, porque el hielo marino que constituye su hábitat está desapareciendo, y muy deprisa.
Los osos polares habitan el nicho ártico, donde confluyen aire, hielo y agua. Perfectamente adaptados a ese ambiente hostil, la mayoría pasa toda la vida sobre el hielo marino, cazando todo el año, y sólo vuelven a tierra firme para preparar las madrigueras donde dan a luz. Se alimentan sobre todo de focas anilladas y barbudas, pero a veces cazan morsas e incluso belugas.
El hielo marino es la base del hábitat marino ártico. Debajo y dentro del propio hielo, que no es macizo sino que está horadado por infinidad de canales y túneles de todos los tamaños, viven organismos de vital importancia: billones de dia­tomeas, crustáceos e integrantes del zooplancton. En primavera, la luz solar penetra en el hielo y desencadena una proliferación de algas. Estas algas se hunden hacia el fondo, y en las aguas someras de la plataforma continental forman la base de una cadena alimentaria en la que figuran almejas, estrellas de mar, peces como el bacalao ártico, morsas, y también osos polares.



Se calcula que hay en el mundo entre 20.000 y 25.000 osos polares, distribuidos en 19 subpoblaciones. Las del archipiélago noruego de Svalbard (donde Florian Schulz tomó la mayoría de las fotografías de este reportaje), las del mar de Beaufort y las de la bahía de Hudson son las más estudiadas. La delicada situación de esta especie se hizo patente por primera vez en la costa occidental de la bahía de Hudson, donde el hielo marino se funde en verano y vuelve a congelarse hasta alcanzar la orilla en otoño.
Ian Stirling, hoy ya retirado del Servicio de Vida Salvaje canadiense, lleva estudiando a los osos polares de la bahía de Hudson desde finales de la década de 1970. Allí observó que se hartaban de carne de foca en primavera y a principios del verano, antes de que el hielo se resquebraje, y que se retiraban a tierra firme cuando el hielo se fundía. En un año bueno, llegaban a la época del deshielo con una gruesa capa de grasa. Una vez en tierra, entraban en un estado denominado de hibernación ambulante, con el metabolismo al mínimo para conservar las reservas de grasa. «En la bahía de Hudson, hasta principios de los años noventa los osos podían ayunar durante toda la temporada sin hielo, desde el verano hasta el otoño, porque la caza primaveral en el hielo marino era excelente», dice Stirling.
Durante los años subsiguientes, Stirling y su colega Andrew Derocher empezaron a notar una tendencia alarmante. Comprobaron que pese a que la población de osos se mantenía estable, los animales estaban cada vez más flacos. Los de la costa occidental de la bahía de Hudson habían perdido varias semanas de la temporada de caza de focas y habían prolongado el ayuno, porque el mar se congelaba más tarde. En 1999, los biólogos habían relacionado ya el persistente descenso de la mayoría de los indicadores de salud de los osos polares con el retroceso del hielo marino. Los osos ya no eran tan grandes, y algunos llegaban a tierra firme mucho más flacos que antes. Las hembras parían con menos frecuencia y tenían menos crías, que a su vez presentaban una tasa más baja de supervivencia.



Cuando ese mismo año Stirling y sus colegas publicaron sus hallazgos, aún se podía dudar de que el calentamiento en el Ártico hubiera afectado a los osos polares. En una entrevista de 1999, Steven Amstrup, director científico de Polar Bears International, que había estudiado a los osos del mar de Beaufort desde 1980 por encargo del Servicio Geológico de Estados Unidos, declaró que aún no había visto los cambios descritos por Stirling. ¿O quizá sí? «Mi revelación llegó cuando comprendí que las dificultades que yo estaba experimentando en otoño para salir al hielo y hacer mis observaciones de campo no eran cuestión de uno o dos años malos –recuerda Amstrup–, sino una tendencia persistente, que además iba a peor. Poco después empezamos a ver los mismos cambios biológicos en nuestros osos.»
El mundo aún no lo sabía, pero durante el verano en el océano Ártico, el hielo se fundía antes y más deprisa, y el mar se congelaba más tarde. En las tres décadas transcurridas desde 1979 la extensión del hielo estival ha disminuido un 30%. La mayor duración del período libre de hielo amenaza toda la cadena alimentaria del Ártico, en cuya cima se encuentra el oso polar.
Los datos reunidos hasta ahora confirman las primeras señales de alarma. Desde que Muir se hizo a la mar a bordo del Corwin, los gases de efecto invernadero han contribuido a calentar la temperatura media de la Tierra alrededor de medio grado centígrado. Esta cifra puede parecer una variación mínima, pero en nuestro planeta incluso medio grado puede alterar de manera notable un entorno de hielo y nieve.



El hielo marino sobre las aguas someras de la plataforma continental ofrece casi todo el sustento a los osos polares, pero en los últimos tiempos el hielo se ha retirado de esas áreas, lo que ha reducido el hábitat estival que necesitan para sobrevivir. La capa de hielo marino donde cazan dura cada vez menos, por lo que se ven obligados a ayunar durante períodos cada vez más largos. Además, como el hielo más fino es arrastrado con más facilidad por el viento y las corrientes, los osos pueden verse desplazados a territorios desconocidos y tener que nadar más tiempo en mar abierto para encontrar una plataforma helada favorable o para volver a tierra firme.
Los osos polares son buenos nadadores, pero nadar grandes distancias en mar abierto es agotador y puede resultar fatal. En 2008 una osa con radiocollar y su cría de un año nadaron 687 kilómetros para alcanzar el hielo que hay frente a la costa norte de Alaska. El osezno no sobrevivió.
La situación es particularmente difícil para las hembras. Los machos desnutridos pueden llegar a matar y comerse a las crías (e incluso a las madres), un comportamiento que según los científicos se hará más frecuente a medida que disminuya el alimento. Cada vez es más difícil para las hembras llegar a los lugares de tierra firme donde antes daban a luz. En una de las islas Svalbard los científicos han comprobado que si el mar tarda en congelarse, la primavera siguiente apenas hay madrigueras.
Desde la infancia, la imagen que tenemos de nuestro mundo es bien clara: el cielo es azul y el Ártico es blanco. Pero antes de que acabe este siglo, y quizá mucho antes, la mayor parte del Ártico será del color azul del mar durante todo el verano. ¿Puede un Ártico azul mantener a los osos polares? Sólo a corto plazo, afirman Amstrup y Stirling.



En verano, las corrientes siguen arrastrando las placas de hielo marino hacia las Islas del Ártico Canadiense y el norte de Groenlandia, creando áreas con suficiente hielo para que vivan los osos polares a lo largo de este siglo. Si logramos reducir el calentamiento de la atmósfera, dice Amstrup, no será demasiado tarde para el oso polar. Sin embargo, añade, «si el planeta se sigue calentando, incluso esos últimos refugios dejarán de dar sustento al símbolo del Ártico».
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Osos polares con sus crías

Osos polares en el Parque Nacional Wapusk de Manitoba



En el Parque Nacional Wapusk, en Manitoba, una osa polar y su cría de cuatro meses se acurrucan junto a un sauce. En primavera, osas y oseznos salen hambrientos de su madriguera, al tiempo que las focas paren sus crías en la banquisade la bahía de Hudson.
Los osos polares se cuentan entre los animales más amenazados por la desaparición del hielo marino del ártico a causa del aumento de las temperaturas. Según la organización conservacionista WWF, en 2040 la extensión de la banquisa del Ártico podría reducirse a su mínimo histórico, afectando gravemente a numerosas criaturas que habitan en él, especialmente los osos polares.
Los ejemplares que tienen acceso continuo al hielo marino son capaces de cazar durante todo el año, pero en aquellas zonas donde la banquisa se derrite en verano, los osos se ven obligados a pasar meses en tierra. En ocasiones, la dificultad para conseguir alimento los puede llevar a una situación crítica.
Algunos paísees, como Estados Unidos o Canadá, intentan salvaguardar la especie actuando en sus hábitats de distribución. En 2011 Estados Unidos protegió una franja de casi 500.000 kilómetros cuadrados frente a la costa de Alaska, donde se cree que podría haber un número importante de yacimientos de petróleo cuya prospección podría poner en peligro a los varios miles de ejemplares de osos polares que habitan en la actualidad.
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Hembra de oso de Kermode, Canadá

OsosFondo03 .- No es oso polar
Esta hembra de oso de Kermode trepa a un manzano silvestre para darse un festín con sus frutos en el Bosque Lluvioso del Gran Oso, en Canadá.
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Un oso curioso

Bahía de Hudson, Canadá

Más de 5.000 visitantes al año suben a unos grandes vehículos denominados Buggies de la Tundra para ver a los osos polares de la bahía de Hudson, en Canadá. Los guías advierten que deben mantenerse a una distancia prudente de los plantígrados. En la foto, un ejemplar merodea en torno a un campamento motorizado.
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ÁRTICO IGNOTO

Tierra de Francisco José, el significado del Norte

Una expedición multidisciplinar se desplaza al archipiélago más septentrional del planeta para medir y estudiar las consecuencias del deshielo.

El significado del Norte
Un oso polar monta guardia en la isla del Príncipe Rodolfo, parte del archipiélago ruso de la Tierra de Francisco José, donde el verano de 2013 recaló una expedición científica multidisciplinar.
Foto: Cory Richards

El significado del Norte
Un grupo de morsas se acerca a uno de los botes de la expedición cerca de la isla Hooker. En verano, cuando el hielo marino se reduce, estos mamíferos se congregan en la costa, donde el alimento escasea  y las crías corren el riesgo de morir aplastadas.
Foto: Cory Richards

El significado del Norte
La escarpa vertical de la Roca Rubini, una formación rocosa de la isla Hooker, acoge a miles de parejas de aves marinas nidificadoras. Gaviotas tridáctilas, mérgulos atlánticos, gaviones hiperbóreos, araos de Brünnich y fulmares boreales llegan todos los veranos para criar.
Foto: Cory Richards

El significado del Norte
Los restos de un avión de carga Iliushin-14T dan fe de que son malos tiempos para la isla Hayes, habitada en su día por cientos de soviéticos destacados en la Estación Krenkel un puesto avanzado de meteorología. Hoy solamente queda una plantilla testimonial.
Foto: Cory Richards

El significado del Norte
Daria Martínova, de la Academia de Ciencias Rusa, toma muestras de la columna de agua para monitorizar la diversidad de los copépodos, minúsculos crustáceos fundamentales en las redes tróficas del Ártico.
Foto: Cory Richards

El significado del Norte
Los edificios en ruinas de la Estación Krenkel conservan rastros conmovedores de sus antiguos ocupantes. Miembros de la expedición y un guarda ruso exploran las gélidas viviendas, las oficinas y la filmoteca de la comunidad.
Foto: Cory Richards

El significado del Norte
Los edificios en ruinas de la Estación Krenkel conservan rastros conmovedores de sus antiguos ocupantes. Miembros de la expedición y un guarda ruso exploran las gélidas viviendas, las oficinas y la filmoteca de la comunidad.
Foto: Cory Richards

El significado del Norte
Los edificios en ruinas de la Estación Krenkel conservan rastros conmovedores de sus antiguos ocupantes. Miembros de la expedición y un guarda ruso exploran las gélidas viviendas, las oficinas y la filmoteca de la comunidad.
Foto: Cory Richards

El significado del Norte
Los edificios en ruinas de la Estación Krenkel conservan rastros conmovedores de sus antiguos ocupantes. Miembros de la expedición y un guarda ruso exploran las gélidas viviendas, las oficinas y la filmoteca de la comunidad.
Foto: Cory Richards

El significado del Norte
Los mérgulos atlánticos anidan en acantilados o entre las rocas de laderas pedregosas. Los de esta imagen, que sobrevuelan la parte de atrás de la Roca Rubini, describen a veces vuelos elípticos sobre sus colonias. Se ignora el motivo de este comportamiento.
Foto: Cory Richards

El significado del Norte
La Estación Polar de la Bahía Tijaya, otro fantasmal puesto de avanzada, fue fundada en 1929 como la primera estación científica soviética en el alto Ártico. El teniente Georgiy Yakovlevich Sedov, quien murió en 1914 durante un intento de alcanzar el polo Norte en trineo de perros, dio nombre a la ensenada, que en ruso significa «bahía calma».
Foto: Andy Mann

El significado del Norte
Ni siquiera en las ruinas de la Estación Krenkel este guarda ruso que acompaña a la Expedición Mares Prístinos deja el arma. El peligro es real: en 2001 un oso mató a un residente.
Foto: Cory Richards
 
El significado del Norte
Los osos polares se alimentan sobre todo de focas anilladas y barbadas, que cazan en el hielo marino. En tierra firme gorronean aves marinas, huevos y hierba. Este estuvo varios días pastando al pie de la Roca Rubini… y mordisqueó la cámara con control remoto.
Foto: Cory Richards

La vida bajo el Ártico
Cápsulas ovígeras de una caracola
Foto: Andrey Kamenev

La vida bajo el Ártico
Gusano poliqueto polinoide
Foto: Andrey Kamenev

La vida bajo el Ártico
Estrella de mar
Foto: Andrey Kamenev

La vida bajo el Ártico
Medusa
Foto: Andrey Kamenev

La vida bajo el Ártico
Ángel de mar
Foto: Andrey Kamenev

La vida bajo el Ártico
Gusano poliqueto verde
Foto: Andrey Kamenev

La vida bajo el Ártico
Caracola rosada boreal
Foto: Andrey Kamenev

La vida bajo el Ártico
Cnidario hidroide en fase de pólipo
Foto: Andrey Kamenev

La vida bajo el Ártico
Erizo de mar
Foto: Andrey Kamenev

La vida bajo el Ártico
Berberecho de Groenlandia
Foto: Andrey Kamenev

La vida bajo el Ártico
Camarón de dientes de sierra
Foto: Andrey Kamenev

La vida bajo el Ártico
Colonia de briozoos
Foto: Andrey Kamenev
25 de diciembre de 2014

Feodor Romanenko alza los brazos. «Queridos colegas», anuncia en inglés con su habitual sonrisa pí­­cara, y a continuación se pasa al francés, que habla con acento ru­­so. «Queridos colegas» no son las únicas palabras que sabe decir en inglés, pero a todas luces sí sus favoritas, útiles para granjearse la atención de un grupo internacional tan variopinto como el nuestro. Queridos colegas, propongo que ahora subamos por ahí, dice, señalando hacia un pedregal empinado e inestable. Queridos colegas, ¡a comer! Disfrutemos del almuerzo en lo alto de este cerro antes de que empiece el vendaval y llegue la próxima ventisca. Queridos colegas, se pavonea con entusiasmo cuando nos reunimos al anochecer, hoy mi grupo ha hecho cinco hallazgos asombrosos, ¡entre ellos dos tipos de basalto! ¡Y unos sedimentos mesozoicos! ¡Y pruebas de una desglaciación reciente! Romanenko es un geomorfólogo de la Universidad Estatal de Moscú, y pese a tener a sus espaldas 28 campañas en las costas e islas del océano Ártico, sigue haciendo gala de un entusiasmo adolescente. Mientras avanza por el duro paisaje del norte, irradia la alegría contagiosa que le inspira el trabajo de campo: observar de cerca, identificar patrones, recopilar datos que ayuden a aclarar, entre otros misterios, la cuestión del hielo.
Con él nos hemos adentrado en el alto Ártico ruso hasta llegar a un archipiélago conocido como la Tierra de Francisco José, y aunque este no es nuestro objetivo principal, la cuestión del hielo subyace a gran parte de la misión que nos ha traído hasta aquí. En realidad las cuestiones son tres: ¿por qué se está derritiendo el hielo permanente? ¿Hasta dónde llegará ese deshielo? ¿Y cuáles serán las consecuencias ecológicas? Cuando se organiza una expedición biológica a las altas regiones polares –árticas o antárticas– en estos tiempos de cambio climático, la cuestión del hielo siempre es importante, ya sea objeto de estudio directo o indirecto.
El deshielo, las nuevas rutas marítimas y el factor económico están po­niendo de nuevo el archipiélago en el punto de mira del Gobierno ruso
Nuestro enfoque es indirecto. Después de zarpar de Múrmansk y cruzar el mar de Barents, los casi 40 integrantes de la Expedición Mares Prístinos 2013 a la Tierra de Francisco José he­­mos llegado a este archipiélago remoto con el propósito de estudiarlo desde diversos prismas: el de la botánica, la microbiología, la ictiología y la ornitología, entre otros.
La Tierra de Francisco José comprende 192 islas, la mayoría de ellas formadas por sedimentos mesozoicos cubiertos de basalto columnar, y su superficie es tan plana que, vistas sin hielo (algo cada vez más frecuente), recuerdan a las mesas o cerros testigo de Arizona. No tuvieron población humana permanente hasta que los soviéticos instalaron estaciones de investigación y bases militares en unas cuantas islas. Esa presencia quedó reducida a un remanente testimonial en la década de 1990, pero en la actualidad el aumento del deshielo, las nuevas rutas marítimas y el factor económico están po­niendo de nuevo el archipiélago en el punto de mira del Gobierno ruso.

Durante un mes zigzagueamos de isla en isla, recalando aquí y allá atraídos por las oportunida­des que nos brinda cada lugar y condicionados por la meteorología, huyendo de los vientos que empujan los fragmentos de hielo flotante y los témpanos, desembarcando cuando los osos polares nos lo permiten, admirando morsas, gaviotas marfileñas y ballenas de Groenlandia, recopilando datos en lugares de los que apenas se sabe nada.

Estamos a 800 millas náuticas (1.481 kilómetros) al norte del círculo polar Ártico a bordo del Polaris, un barco turístico reconvertido: armarios transformados en laboratorios, microscopios instalados sobre las mesas de la cafetería y un salón entero abarrotado de material de buceo, que incluye trajes secos para proteger a nuestros buzos de unas aguas que rondan un grado bajo cero. Integran el equipo rusos, estadounidenses, españoles, británicos, un australiano y un par de franceses. Todos los días unos cuantos expedicionarios desembarcamos en la isla frente a la cual hemos echado el ancla y nos dedicamos a hacer transectos, anillar aves, cuantificar morsas o recoger plantas, mientras los demás se sumergen en las aguas gélidas para inventariar algas, mi­crobios, invertebrados y peces marinos. A veces los días de trabajo en tierra se hacen largos, pero siempre regresamos a bordo antes de que se haga de noche, porque aquí nunca anoche­ce. El sol no se pone; gira y gira sin decidirse en el cielo boreal. Las inmersiones son breves, pero helado­ras. La actitud de Romanenko es importante para el resto del grupo, no solo por lo que aporta a la ciencia sino también porque, con su combinación de geología y brío, levanta la moral.

El atuendo de Feodor no es tan futurista como el de los buzos. Con su gorra de orejeras, chaleco naranja iridiscente, pantalones de goma y escopeta en mano, tiene la pinta de un afable cazador de patos de algún pueblo de Minnesota. La otra pieza fundamental de su equipación es una pala de jardinero. Katerina Garánkina, una de sus doctorandas en la Universidad Estatal de Moscú, pelirroja y curtida en el trabajo de campo, lo ayuda a trazar cortes geomorfológicos de las islas. Michael Fay, encargado de la botánica, es presencia habitual en los desembarcos diarios porque, al igual que Romanenko, es un caminan­te insaciable. Su épica caminata por los bosques de África central («Megatransect», octubre de 2000, y otros dos reportajes posteriores) no fue ni la primera ni la última de sus expediciones a pie, y ahora, a sus 58 años, con una vida a caballo entre una cabaña en Alaska y un trabajo de conservación para el Gobierno de Gabón, sigue anhelando con la impaciencia de siempre recorrer a pie los lugares más salvajes.
Apenas tiene experiencia con la flora ártica, pero la primera tarde que desembarcamos en la Tierra de Francisco José fui testigo de cómo identificaba el género de una docena de angiospermas, y eso que los especímenes no eran más que una delicada mata de hojas que asomaban entre las rocas y los musgos, con unos tallos rematados por minúsculas flores amarillas o rojas. Ahora, nueve días más tarde, Fay vuelve a estar de cuatro patas en el suelo de una isla llamada Payer, escudriñando, contando pétalos y carpelos, tomando fotos. Para cuando Romanenko y Garánkina terminan de medir las antiguas terrazas marinas que ascienden desde la playa, él tiene ya 12 especies en el cuaderno.

Esas antiguas terrazas marinas se encuentran en Payer y en todo el archipiélago porque la Tierra de Francisco José experimentó a finales del pleistoceno y en milenios recientes una serie de episodios de levantamiento tectónico que en algunas zonas supusieron más de 90 metros de elevación. Las islas, situadas en la cuña más septentrional de la placa Euroasiática, están ahora a mayor altura respecto al nivel del mar. Esos levantamientos son consecuencia de las fuerzas tectónicas y, en cierta medida, del deshielo. A medida que los glaciares se funden y van perdiendo masa y peso, el terreno sobre el que se asientan tiende a elevarse, como cuando nos levantamos del sofá y el hueco que dejamos vuelve a rellenarse. En otras palabras, la propia morfología del paisaje –por no hablar del ecosistema al que da soporte– queda determinada en parte por la presencia o la ausencia de hielo.

Desde que desembarcamos en Payer he estado deleitándome con las flores y las anotaciones de Fay, hasta que de pronto Romanenko llama nuestra atención: la silueta, enorme y hermosa, de un oso polar se recorta sobre una cresta hacia el oeste. Parece que no ha reparado en nosotros, pero sabemos que no nos conviene correr riesgos. Mientras camina, la pequeña cabeza se adelanta sobre los músculos ondulantes de su largo cuello. Nuestro guarda, un joven llamado Denis Mennikov, lleva una escopeta automática Saiga-12 con el cargador bien surtido, pero por nada del mundo querríamos recurrir a ella. El deshie­lo también dificulta la existencia de los osos, quizás hasta el punto de desquiciarlos. Queridos colegas, les ruego que estén alerta.
La naturaleza dinámica del hielo es uno de los factores que en su día hicieron del Ártico, y concretamente de la Tierra de Francisco José, un lugar tan difícil de explorar y a la vez tan tentador. Fridtjof Nansen es el más famoso de una larga nómina de exploradores que pisaron el archipiélago en el transcurso de alguna expe­dición polar tan sobrada de audacia como de penurias. Hoy las cosas son un poco más llevaderas –aunque para nada fáciles– que cuando Nansen vivaqueó a la desesperada en el invierno de 1895-1896.

En la expedición de Mares Prístinos llevamos mejores mapas, ambiciones más modestas, tecnología GPS y un barco mucho más cómodo. También tenemos un líder dotado de más aplomo que algunos de los tozudos jefes de otrora: Enric Sala, Explorador Residente de National Geographic, el ecólogo marino que con inteligencia ha concitado esta compleja iniciativa internacional –una de las últimas de sus Expediciones Mares Prístinos– con el apoyo de la Sociedad y otros patrocinadores.

No hace muchos años Sala era profesor del Instituto Scripps de Oceanografía, donde impartía asignaturas de posgrado sobre redes tróficas y conservación marina, pero no estaba satisfecho con su contribución al mundo. «Tenía la sensación de estar perfeccionando la necrológica de la naturaleza con una precisión cada vez mayor», me cuenta mientras charlamos a bordo del Polaris. Consternado por las tendencias imparables de degradación de los ecosistemas y extinción de especies, tanto en el reino marino como en el te­­rrestre, decidió abandonar el mundo académico. «Quería intentar solucionar el problema», dice. Por eso, en 2005 reunió un equipo multidisciplinar de científicos de élite (expertos en microbiología marina, algas, invertebrados y peces) y juntos pusieron rumbo a las Espóradas Ecuatoriales del Sur, un rosario de afloramientos coralinos en el Pacífico situado a unas 1.000 millas náuticas (1.850 kilómetros) al sur de Hawai.

Al bucear por los arrecifes y estudiarlos, hicieron como mínimo un descubrimiento importante: los depredadores, sobre todo tiburones, constituían en torno al 85 % de la biomasa local. Aquello no tenía sentido: la ciencia ecológica convencional postulaba una ratio de unas diez presas por cada depredador en cada eslabón de una cadena trófica. En consecuencia, el equipo de Enric Sala etiquetó aquella situación de pirámide de biomasa invertida. En aparente ausencia de masas de presas, ¿de qué se alimentaría una población tan numerosa de tiburones? La respuesta era que en realidad sí había masas de presas: se producían continuamente y en gran número, en forma de peces pequeños con eleva­das tasas de reproducción, crecimiento, maduración sexual y relevo, pero los depredadores daban cuenta de ellas a tal velocidad que casi no se apreciaba su presencia. Es lo que los ecólogos llaman regulación de arriba abajo, un dato crucial a la hora de describir un ecosistema dado. Cuatro años después Enric Sala estuvo presente cuando el presidente saliente George W. Bush firmó la ley por la cual se establecía el Monumento Nacional Marino de las Islas Remotas del Pacífico, una ley que incluía el mandato de preservar la pirámide invertida de biomasa.

Con el apoyo continuado de National Geogra­phic Society, Sala trasladó su modelo del proyec­to Mares Prístinos a otros ecosistemas oceánicos remotos, todos ellos tropicales, donde las aguas son cálidas, fecundas, biodiversas y cristalinas. Después desvió su atención hacia el archipiélago más septentrional del mundo, la Tierra de Francisco José.

La Tierra de Francisco José es un zakáznik (un área natural protegida) administrado como parte del Parque Nacional del Ártico Ruso, de modo que Enric Sala firmó un proyecto de colaboración con el parque y con la Sociedad Geográfica Rusa. Para coliderar la expedición reclutó a la subdirectora científica del parque, la bióloga es­­pecializada en aves marinas árticas María Gavrilo. Volvió a convocar a algunos de los avezados investigadores que lo acompañaron en anteriores iniciativas (como el ecólogo experto en virus Forest Rohwer, el ecólogo especializado en pesquerías Alan Friedlander, el experto en algas Kike Ballesteros, y Mike Fay) y volvió a confiar en los submarinistas profesionales de anteriores proyectos. También dio la bienvenida a una docena de colegas rusos además de a Gavrilo. Y reclutó a Paul Rose, de la Royal Geographical Society de Londres, por su experiencia en escalada y buceo en regiones polares, su capacidad de resolución de problemas y su inquebrantable buen humor.

A tan distinguido grupo nos sumamos unos cuantos profesionales de los medios de comunicación. A finales de julio de 2013 zar­pamos todos juntos hacia la Tierra de Francisco José, cuyas aguas tienen tan poco de cálidas como de cristalinas y donde el mar se ha mantenido casi prístino porque durante la mayor parte del año permanece –o permanecía hasta hace bien poco tiempo– congelado.
Los dos franceses del grupo, David Grémillet y Jérôme Fort, tienen la misión de estudiar el mérgulo atlántico (Alle alle), un ave blanquinegra que anida en acantilados y pedregales, desde donde se lanza en picado hacia las aguas gélidas en busca de alimento. El mérgulo sigue abundando en todo el Ártico, con una población estimada de más de 40 millones de ejemplares, lo que lo convierte en una de las aves marinas más numerosas del mundo. Sin embargo, su parentesco con el alca gigante, una especie emblemática de las extinciones causadas por el hombre (la última pareja fue abatida en 1844 en la costa de Islandia para obsequiar a un coleccionista), nos recuerda que no hay especie inmune al atropello de los humanos.
Un estudio de las tendencias árticas prevé incrementos de hasta 7,7 °C para fines del siglo XX
Grémillet y Fort se centran en el mérgulo también por otro motivo: es un ave minúscula para lo que suele ser habitual entre las marinas (la penúltima en menor tamaño de la familia de los álcidos), con unas alas diminutas que le permiten nadar bajo el agua además de volar. Presenta una tasa metabólica y un gasto energético elevados. Esto significa, me explica Grémillet, que ante cualquier modificación del entorno, el mérgulo atlántico quizá sufra más que otras especies. Y esa transformación medioambiental ya es un hecho: las temperaturas medias más recientes del Ártico son las más altas de los últimos 2.000 años. Un estudio de las tendencias árticas prevé incrementos de hasta 7,7 °C para fines del siglo XXI.

El mérgulo atlántico se alimenta sobre todo de copépodos, unos crustáceos minúsculos que constituyen el componente principal del zooplancton ártico. Cada ave necesita ingerir miles de ellos para alimentarse en condiciones. «Y los copépodos tienen unas preferencias muy específicas en lo que a temperatura se refiere –dice Grémillet–. Por eso podemos predecir que si las comunidades de copépodos varían como conse­cuencia del cambio climático en el Ártico, los efectos sobre el mérgulo serán muy significativos.»
¿Cómo pueden cambiar las comunidades de copépodos? Una de las especies más grandes y más ricas en lípidos, Calanus glacialis, depende de aguas muy frías y del hielo marino, debajo del cual crecen las algas de las que se alimenta. Otra especie más pequeña y magra, Calanus finmarchicus, es común en el Atlántico Norte y a menudo llega al Ártico arrastrada por las co­­rrientes, pero allí no prospera. Sin embargo, en cuanto el océano Ártico se caliente unos pocos grados, el equilibrio competitivo podría alterarse. Una mayor temperatura y una disminución del hielo marino podrían propiciar que los co­­pépodos pequeños y poco nutritivos reemplaza­sen a los grandes y más nutritivos, en perjuicio de los mér­gulos atlánticos y de otras criaturas. El bacalao ártico, el arenque y diversas aves marinas se alimentan de copépodos, e incluso mamíferos como la foca anillada y la beluga dependen de los peces que a su vez dependen de los copépodos. Por todo ello la ciencia considera a Calanus glacialis una especie clave para el Ártico.

Para capturar mérgulos, Grémillet y Fort tienden una trampa de lazo múltiple en la que las aves quedan atrapadas por las patas. Acto seguido pesan, tallan y anillan cada individuo, y en algunos casos también le colocan un registrador de profundidad y tiempo (TDR) o un geolocalizador, dispositivos miniaturizados que se fijan en la pata o en las plumas del pecho para recabar datos. Los geolocalizadores registrarán las rutas migratorias hacia el sur después de que las aves hayan criado. Los TDR revelarán la profundidad a la que se ha sumergido el ejemplar, cuánto tiempo ha durado cada inmersión y cuántas horas al día ha dedicado a tan laboriosa obtención de alimen­to. A partir de trabajos previos en Groenlandia y Spitsbergen, Grémillet y Fort saben que durante el invierno los mérgulos que solo disponen de Calanus finmarchicus pasan hasta diez horas al día buscando comida para cubrir sus necesidades energéticas. ¿Cuánto peor será si en verano, ya con polluelos que alimentar e incubar, solo tienen esa trabajosa fuente de alimento? Hasta ahora los mérgulos han demostrado una flexibilidad admirable frente a los cambios crecientes, pero la cuestión es, según Fort, si esa flexibilidad tiene mucho más recorrido.
Un lunes de finales de agosto, después de dos intentos fallidos, logramos alcanzar el cabo de Fligely, en la costa norte de la isla del Príncipe Rodolfo, la más septentrional del archipiélago. Mientras los demás están a lo suyo, Paul Rose y yo nos escapamos a tierra para ascender a lo más alto del glaciar.

Subimos desde la playa con mucha cautela porque anoche se dejaron ver por aquí dos osos polares, y esta mañana, uno. Pero parece que no hay moros en la costa. Como siempre, nos acompaña un agente de seguridad: otro joven ruso, Alexei Kabanihin, equipado con bengalas, radio y una Saiga-12 con las primeras rondas del cargador vacías. Hace un sol espléndido. Desde el cabo occidental en el que hemos desembarcado, un grandioso domo de hielo asciende y se interna lentamente. Más abajo, flotando en el agua azul acero, aguarda el Polaris. Con crampo­nes y piolets, Paul y yo empezamos a subir por la pendiente, que cruje a cada paso; Kabanihin nos sigue, algo retrasado. El hielo es blando en la superficie y firme por abajo; el pie se afianza bien. Después de haber pasado la víspera encerrados a bordo, Paul y yo estamos exultantes con esta escapada. Pero cuando nos aproximamos a la cima, en la radio de Kabanihin se oye una voz que nos cambia el ánimo. Es María Gavrilo: «Paul, el oso polar os está oliendo. Y va hacia vosotros. Glaciar arriba. Yo de vosotros bajaría».

Nos miramos. «Recibido, María –dice Paul–. Entendido.» Apaga la radio. Ignoramos que nuestra interlocutora tiene una situación complicada entre manos: hemos desembarcado demasiadas personas a la vez, nos hemos dispersado, no hacemos caso de las advertencias y hay osos campando por la isla. ¿Podemos seguir aunque sea un poquito?, pregunta Paul a Kabanihin, quien niega con la cabeza y hace un gesto con los brazos cruzados: absolutamente niet. Pero nosotros somos más partidarios del da. «Solo un minuto, anda», insiste mi compañero. Cuando el pobre muchacho empieza a sucumbir a la duda, Paul y yo salimos corriendo. Con una edad que entre los dos suma 126 años pero con un corazón adolescente, nos alejamos, imparables, de la autoridad y el sentido común hacia el que casi es –o quizá sin casi– el punto más elevado de la tierra más septentrional de Eurasia.

Paul canta la lectura del GPS: 81 grados, 50,428 minutos Norte. Altitud: 174 metros. Lo anoto en el cuaderno. Datos. Luego volvemos corriendo hasta Kabanihin, que parece descontento, aunque no tanto como lo estará enseguida.

Cuando descendemos, vemos un oso polar que se interpone entre nosotros y el barco, y otro a nuestra izquierda. El que tenemos en frente sube hacia nosotros. El otro está sentado, pero gira la cabeza siguiendo nuestros movimientos. Comprendo que la situación es muy peliaguda cuando Kabanihin me tiende una bengala. Seguimos avanzando, arrastrando los pies sobre el hielo. Silencio, indica Kabanihin con un gesto. No nos separemos. Parece muy nervioso. El glaciar es grande, una superficie abierta, y es territorio de osos. Intentamos colarnos entre los dos animales, pero el que tenemos delante nos cierra el paso cuando echa a andar hacia nosotros con decisión. De pronto tengo la sensación de que no somos más que tres trozos de carne oscura en un plato blanquísimo.
Morir sobre el terreno, o tener que matar un oso, nos recuerda Sala a nuestro regreso, habría arruinado la expedición
Kabanihin deja la escopeta en el hielo. Coge la bengala que me había dado, desenrosca la tapa y la dispara hacia –que no contra– el oso que te­­nemos delante. Una luz roja se desliza sobre el hielo. Cuando el animal se aleja unos pasos a la izquierda, se abre ante nosotros una vía de escape. Hemos tenido suerte. Morir sobre el terreno, o tener que matar un oso, nos recuerda Sala a nuestro regreso, habría arruinado la expedición.
En la costa nororiental de la isla Hayes, casi en el centro del archipiélago, se yergue lo que queda de un puesto meteorológico conocido como Estación Krenkel, que en la época soviética era un hervidero de actividad. Abierta en 1957, llegó a contar con varias antenas sujetas con cables, una plataforma de lanzamiento para pequeños cohetes de investigación, una vía férrea en miniatura para trasladar suministros y equipos, y decenas de edificaciones. En su mejor momento vivían y trabajaban en Krenkel 200 personas. Ahora no pasan de media docena, acompañados de dos perros que nos saludan con curiosidad en la playa cuando Romanenko, Garánkina, Fay y yo desembarcamos de un salto.

Nuestra presencia ha sido autorizada por el director de la estación, quien nos permite recorrer a placer su pequeño feudo de ruinas y escombros. La estación funcionó a pleno rendimiento entre 1967 y 1987, aproximadamente. En otras partes de la Tierra de Francisco José, una base aérea soviética daba apoyo a los bombarderos de largo alcance que sobrevolaban el Ártico, siempre listos para entrar en acción, igual que los de las bases estadounidenses. Pero la Estación Krenkel no formaba parte de aquella estrategia: sus objetivos eran científicos y, hasta cierto punto, internacionalistas, a través de un acuerdo de colaboración con meteorólogos franceses que lanzaban cohetes de investigación similares desde otros puntos. Entonces llegaron los grandes cambios de principios de la década de 1990, cuando comenzó la disolución de la Unión Soviética.

Quienes no vivimos aquello a duras penas podemos imaginar lo que fue: años de estrés, confusión y preocupación –así como de gran ilusión para muchos ciudadanos soviéticos–, y sin duda especialmente difíciles para quienes vivían en los confines de la URSS y asistían desde la distancia a la radical metamorfosis del Gobierno central. Y la Tierra de Francisco José es, literalmente, el confín más remoto. Para agravar la situación, un incendio arrasó en 2001 la Estación Krenkel. El personal fue evacuado, y nunca reemplazado. Abandonaron las casas, el centro recreativo y la biblioteca y se subieron a barcos y a helicópteros que los devolvieron al continente. Se diría que Romanenko repasa toda esa historia en su mente mientras recorremos las ruinas de esta pequeña estación polar.

«C’est la fin de l’empire», comenta, absteniéndose de complicarse con el pretérito francés. El fin del imperio. Él tiene edad para recordarlo.

Desde que en 1873 arribara a las islas una expedición austrohúngara, más de un imperio ha caído. Más de una bandera ha ondeado aquí y ha sido arriada. Más de una suposición geofísica, como la existencia de un continente ártico, ha sido refutada. El polo Norte es real, como punto determinable, si bien invisible, pero los primeros exploradores, como Nansen, que llegaron y partieron a través de este archipiélago con sus trineos de perros y sus embarcaciones capaces de navegar por el hielo, no llegaron a alcanzarlo. La Tierra de Francisco José ha sido un hito memorable en la gloriosa ruta polar hacia la frustración y la desilusión. Sus solitarias islas dan fe de que por obstinado, competente e intrépido que pueda ser el hombre, la naturaleza es mucho más compleja y poderosa.

Las ruinas de la antigua Estación Krenkel atemperan ese testimonio de la primacía de la naturaleza de una forma ambivalente, y muy suya: con cientos de toneladas de basura industrial y tenues vestigios de las personas que lucharon por sobrevivir aquí.

Como la estación está en la Tierra de Francis­co José, que forma parte del ámbito administrativo del Parque Nacional del Ártico Ruso (aunque aún no goza de protección integral), la dirección del parque ha emprendido unas operaciones de limpieza en Krenkel. Proyectan integrar la estación en un muzei pod otkrtm nebom, o gran museo al aire libre. Pero se enfrentarán a cuestiones delicadas a la hora de decidir dónde termina la labor de restauración y dónde empieza la de preservación. Cuando un lugar acaba en el vertedero de basuras de la historia, ¿cómo sabemos qué parte es historia y qué parte es basura?

Más delicadas aún, y de consecuencias mucho más trascendentales, serán las decisiones de Moscú acerca del papel del Ártico en los nuevos planes del ejército ruso. A principios de noviembre de 2013, apenas dos meses después del final de nuestra expedición, el ministro de Defensa Serguéi Shoigú anunció el destacamento de un escuadrón de buques de guerra con capacidad de rompehielos para proteger las nuevas rutas marítimas transárticas y los posibles depósitos de petróleo y gas. Según la agencia de noticias rusa Novosti, desde 2011 el 95 % de las reservas de gas natural y el 60 % de las de crudo se hallan en la región ártica, aunque la mayoría están bajo los mares de Barents y Kara, más cerca de la masa continental. El descubrimiento de esos depósitos sumado al calentamiento climático hacen que Rusia ponga sus miras más al norte. El anuncio de Shoigú hablaba incluso de reabrir la base aé­­rea de la Tierra de Francisco José. Si este afán de recuperación territorial cristaliza, ¿será compatible con la protección de los ecosistemas árticos? Enric Sala cree que sí. Al fin y al cabo, se dice que el propio Vladímir Putin simpatiza con el conservacionismo. ¿Pero quién sabe, tratándose de Putin? Sala confía en que la Tierra de Francisco José pronto reciba protección integral como parque nacional y cree que el fortalecimiento de la presencia militar «incluso puede contribuir a que se respete ese estatus».
La cuestión del hielo que subyace a todos estos asuntos no se aclarará en una sola expedición. Podemos hacer mediciones, tomar fotografías, establecer comparaciones entre la capa de hielo actual y la que vieron los primeros explora­dores, pero las relaciones causa efecto son ingentes y complejas. Los científicos de este equipo hacen lo que siempre hace un buen científico de campo: recopilar observaciones cuantitativas de aspectos concretos. Encadenando una inmersión tras otra en las aguas heladas, Alan Friedlander identifica 16 especies de peces árticos de aguas someras y empieza a preguntarse la razón de que la diversidad parezca ser tan reducida. Kike Ballesteros, que también se pasa el día en traje de buzo, con los dedos entumecidos y las mejillas enrojecidas, hace un inventario exhaustivo y una evaluación de la biomasa de algas ma­­rinas, una tarea sin precedentes. María Gavrilo y su equipo crean un censo de gaviotas marfileñas, gaviotas tridáctilas, araos de Brünnich, mérgulos atlánticos, eíderes comunes y gaviones hiperbóreos; los miden, pesan, anillan y ponen geolocalizadores a algunos. Forest Rohwer y su doctorando Steven Quistad capturan miles de millones de virus de diversos medios propicios a estos organismos, como cieno de playa y guano, para, a su regreso al laboratorio de Estados Unidos, secuenciar el ADN y extraer conclusiones. Mike Fay identifica y recoge más de 30 especies de angiospermas. Daria Martínova toma muestras de la columna de agua en busca de copépodos para cuantificar la penetración de la especie noratlántica Calanus finmarchicus en el reino ártico de Calanus glacialis. Estas labores y el resto de las observaciones reunidas en el marco de la expedición ayudarán a responder las preguntas específicas que subyacen a la cuestión general.

¿Está cambiando la comunidad planctónica? ¿Han perdido capacidad reproductiva las gaviotas tridáctilas y los araos de Brünnich? ¿Se han visto afectadas la fauna bentónica o la flora terrestre por las tendencias de cambio de la temperatura? ¿Se han concentrado más en las islas los osos polares, atrapados en ellas ahora que el hielo marino desaparece de la Tierra de Francis­co José en los meses de verano? Y si en efecto se están produciendo cambios en el plancton, ¿ejercen alguna influencia detectable en la población del mérgulo atlántico? Esto es ecología en estado puro: todo interconectado. En los próximos meses, el corpus completo de datos y análisis se cohesionará en un informe compendiado bajo la supervisión editorial de Enric Sala.

Al final de nuestro viaje y tras su conclusión, invade mi memoria el recuerdo vívido de un episodio de los primeros días, cuando desembarqué en la isla Hooker con los franceses. Tras pasar una tarde con las trampas en posición, solo habían capturado y estudiado tres mérgulos. Cuando recogíamos el equipo para marcharnos, Grémillet distinguió un ejemplar adulto entre las rocas, donde anida la especie. Lo atrapó, y al hacerlo se topó con un polluelo. Atrapó también esa cría y vino hacia nosotros. Para tallar y anillar un ave hacen falta dos manos; para hacer una extracción de sangre, cuatro. Por eso, Grémillet me entregó el polluelo. Lo tomé, formando un cuenco con mis manos, consciente de ese privilegio, e intenté protegerlo del viento.

Los mérgulos atlánticos son longevos –pueden vivir hasta 20 años– y de reproducción lenta –a un ritmo de un pollo por año–, por lo que cada cría es un tesoro. Desde que eclosiona hasta que emplumece, el período más vulnerable de toda su vida, pasan unos 25 días. Aquel pollo acababa de salir del cascarón. Era una bola de plumón negro del tamaño de una ciruela. Inocente y desvalido. Al cabo de un rato se lo pasé con cuidado a Grémillet, que lo devolvió al nido.

Al recordar ese momento me pregunto dónde estará ahora aquella ave, si habrá sobrevivido a sus 25 días en las rocas, cambiado su plumaje y abandonado la Tierra de Francisco José para pasar el invierno en algún otro lugar.
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 NATIONAL GEOGRAPHIC
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui Alaska
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