Antonio Machado fue uno de los poetas más importantes del panorama literario español y uno de los máximos exponentes de la generación del 98.
Leonor Izquierdo (a la edad de 15 años) el día de su boda con Antonio Machado el 30 de julio de 1909.
Antonio Machado Ruiz nació en Sevilla el 26 de julio de 1875 y murió en Colliure, Francia, el 22 de febrero de 1939.
Uno de los poetas españoles más admirados de la historia probablemente sea Antonio Machado. Pero no alcanzó la popularidad tan solo por la calidad de sus versos, sino también por su indiscutible talla humana. De hecho, Machado ha sido definido en muchas ocasiones como un "hombre bueno".
Nacido el 26 de julio de 1875 en una de las viviendas de alquiler de Sevilla, en el llamado palacio de las Dueñas, Antonio Machado, el segundo de seis hermanos, pasó su infancia en la capital hispalense y en 1883 se instaló con su familia en Madrid. Se formó en la Institución Libre de Enseñanza (ILE), donde acudió a las clases del pedagogo, filósofo y ensayista Francisco Giner de los Ríos, del pedagogo e historiador Manuel Bartolomé Cossío y del jurista Aniceto Sala entre otros.
ENTRE MADRID Y PARÍS
Tras la muerte de su padre en 1893 y la de su abuelo en 1895, y a pesar de las dificultades económicas por las cuales atravesaba su familia, los hermanos Antonio y Manuel se lanzaron a vivir la vida bohemia del Madrid de finales del siglo XIX. Antonio, además, era un apasionado del teatro y entró a formar parte como meritorio de la compañía de María Guerrero. Por esa época, Antonio escribía bajo el seudónimo de "Tablante de Ricamonte".
A finales del siglo XIX, Antonio Machado entró a formar parte como meritorio de la compañía de teatro María Guerrero
En 1899, Antonio se trasladó con su hermano Manuel a París, donde ambos trabajaron como traductores en la editorial Garnier. Antonio entró en contacto con la vida literaria parisiense, llegando a conocer a Pío Baroja y a Oscar Wilde. Ese mismo año regresó a Madrid y conoció a Rubén Darío y a Juan Ramón Jimenez. En 1903 se publicó su obra Soledades. Se trata de una serie de poemas que Machado compuso entre 1899 y 1902, a caballo entre sus dos primeros viajes a París y su estancia en Madrid, y que en 1907 amplió con una nueva edición: Soledades. Galerías. Otros poemas.
LEONOR, EL GRAN AMOR DE MACHADO
En 1907 Machado, conoció a quien sería el gran amor de su vida, Leonor Izquierdo. A pesar de la diferencia de edad que los separaba –ella tenía 13 años y él 32–, Machado quedó fascinado por la muchacha y cuando tuvo la certeza de que era correspondido acordó el compromiso con la madre de Leonor. Tuvieron que esperar hasta que ella tuviera la edad legal para casarse, que entonces eran 15 años. El 30 de julio de 1909, cuando Machado contaba 34 años, él y Leonor se casaron en la Iglesia de Santa María la Mayor (Soria). Pero tres años más tarde, el 1 de agosto de 1912, Leonor moriría por culpa de una tuberculosis, dejando a su esposo totalmente devastado.
Su matrimonio con su amada Leonor sólo duró tres años, puesto que la joven murió de tuberculosis al cabo de ese tiempo
Desde 1908, y viviendo ya en Soria, Machado escribió unos poemas que, en un primer compendio, envió a finales de 1910 a Gregorio Martínez Sierra, un escritor, dramaturgo y empresario teatral español del modernismo, para su publicación en la editorial Renacimiento. Pero el editor consideró que no había suficiente material por lo que el libro no sé publicó hasta finales de abril de 1912. Al principio se pensó en titularlo Tierras de España, pero Machado lo cambió por Campos de Castilla, en el que incluía el largo poema romanceado La tierra de Alvargonzález.
GUIOMAR Y LOS ÚLTIMOS POEMAS AMOROSOS
Tras pasar una temporada en Baeza, en 1919 Machado se trasladó a Segovia donde desarrolló una intensa actividad. En 1924 publicó Nuevas canciones y en 1924 fue elegido miembro de la Real Academia Española. Fue en esa época cuando conoció a Pilar Valderrama, poetisa y dramaturga de la alta burguesía madrileña. Casada y madre de tres hijos, Pilar era autora de algunos libros de poemas y durante casi nueve años hizo las funciones de musa y "oscuro objeto del deseo" de un rejuvenecido Machado. El poeta inmortalizó a Pilar en sus últimos poemas amorosos con el nombre de Guiomar.
LA SEGUNDA REPÚBLICA
"¡Aquellas horas, Dios mío, tejidas todas ellas con el más puro lino de la esperanza, cuando unos pocos viejos republicanos izamos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia! [...]. Con las primeras hojas de los chopos y las últimas flores de los almendros, la primavera traía a nuestra república de la mano!". Con estas palabras, el 14 de abril de 1931 Machado expresó emocionado la proclamación de la Segunda República desde el balcón del ayuntamiento de Segovia.
En octubre de 1931, el gobierno republicano concedió a Machado una cátedra de francés en Madrid, donde a partir de 1932 pudo vivir de nuevo en compañía de su familia (su madre, su hermano José y la mujer e hijas de éste). En la capital, el poeta continuó viéndose en secreto con su musa. En esa época, Machado escribió menos poesía, pero aumentó su producción en prosa, publicando con frecuencia en el Diario de Madrid y El Sol.
El gobierno de la República concedió a Machado una cátedra de francés en Madrid, donde vivió en compañía de su familia
MUERTE FUERA DE SU AMADA ESPAÑA
Desde noviembre de 1936 hasta abril de 1938, Machado, un firme partidario de la República, tuvo que huir de Madrid tras el estallido de la Guerra Civil. Machado y su familia se trasladaron a Rocafor, un pueblecito cercano a Valencia donde fueron acogidos provisionalmente por la Casa de la Cultura de Valencia y vivieron en un chalet llamado villa Amparo. Machado asistió al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura organizado por la Alianza de Intelectuales Antifascistas y celebrado en la capital valenciana, donde leyó su reflexión titulada El poeta y el pueblo.
El poeta y el pueblo
Cuando alguien me preguntó, hace ya muchos años, ¿piensa usted que el poeta debe escribir para el pueblo, o permanecer encerrado en su torre de marfil –era el tópico al uso de aquellos días– consagrado a una actividad aristocrática en esferas de la cultura sólo accesibles a una minoría selecta?, yo contesté con estas palabras, que a muchos parecieron un tanto ingenuas: «Escribir para el pueblo –decía un maestro– ¡qué más quisiera yo! Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos –claro está– de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas de inagotable contenido que no acabamos nunca de conocer. Y es mucho más, porque escribir para el pueblo nos obliga a rebasar las fronteras de nuestra patria, escribir para los hombres de otras razas, de otras tierras y de otras lenguas. Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España; Shakespeare, en Inglaterra; Tolstoi, en Rusia. Es el milagro de los genios de la palabra. Tal vez alguno de ellos lo realizó sin saberlo, sin haberlo deseado siquiera. Día llegará en que sea la suprema aspiración del poeta. En cuanto a mí, mero aprendiz de gay-saber, no creo haber pasado de folklorista, aprendiz, a mi modo, de saber popular.
Mi respuesta era la de un español consciente de su hispanidad, que sabe, que necesita saber cómo en España casi todo lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, cómo en España lo esencialmente aristocrático, en cierto modo, es lo popular. En los primeros meses de la guerra que hoy ensangrienta a España, cuando la contienda no había aún perdido su aspecto de mera guerra civil, yo escribí estas palabras que pretenden justificar mi fe democrática, mi creencia en la superioridad del pueblo sobre las clases privilegiadas.
Los milicianos de 1936
Después de puesta su vida tantas veces por su ley al tablero...
I
¿Por qué recuerdo yo esta frase de don Jorge Manrique, siempre que veo, hojeando, diarios y revistas, los retratos de nuestros milicianos? Tal ves será, porque estos hombres, no precisamente , sino pueblo en armas, tienen en sus rostros el grave ceño y la expresión concentrada o absorta en lo invisible, de quienes, como dice el poeta, «ponen al tablero su vida por su ley», se juegan esa moneda única –si se pierde, no hay otra– por una causa hondamente sentida. La verdad es que todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de sus rostros.
II
Cuando una gran ciudad –como Madrid en estos días– vive una experiencia trágica, cambia totalmente de fisonomía, y en ella advertimos un extraño fenómeno, compensador de muchas amarguras: la súbita desaparición del señorito. Y no es que el señorito, como algunos piensan, huya o se esconda, sino que desaparece – literalmente–, se borra, lo borra la tragedia humana, lo borra el hombre. La verdad es que, como decía Juan de Mairena, no hay señoritos, sino más bien «señoritismo», una forma, entre varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene que ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustre de las botas.
III
Entre nosotros, españoles, nada señoritos por naturaleza, el señoritismo es una enfermedad epidérmica, cuyo origen puede encontrarse acaso en la educación jesuítica, profundamente anticristiana y –digámoslo con orgullo—perfectamente antiespañola. Porque el señoritismo lleva implícita una estimativa errónea y servil, que antepone los hechos sociales más de superficie –signos de clase, hábitos o indumentos– a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos. El señoritismo ignora, se complace en ignorar –jesuíticamente– la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme y la ética popular. «Nadie es más que nadie» reza un adagio de Castilla. ¡Expresión perfecta de modestia y de orgullo! Si, «nadie es más que nadie» porque a nadie le es dado aventajarse a todos, pues a todo hay quien gane, en circunstancias de lugar y de tiempo. «Nadie es más que nadie», porque –y éste es el más hondo sentido de la frase–, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre. Así habla Castilla, un pueblo de señores, que siempre ha despreciado al señorito.
IV
Cuando el Cid, el Señor, por obra de una hombría que sus propios enemigos proclaman, se apercibe, en el viejo poema, a romper el cerco que los moros tienen puesto a Valencia, llama a su mujer, doña Jimena, y a sus hijas Elvira y Sol, para que vean «cómo se gana el pan». Con tan divina modestia habla Rodrigo de sus propias hazañas. Es el mismo, empero, que sufre destierro por haberse erguido ante el rey Alfonso y exigiéndole, de hombre a hombre, que jure sobre los Evangelios no deber la corona al fratricidio. Y junto al Cid, gran señor de sí mismo, aparecen en la gesta inmortal aquellos dos infantes de Carrión, cobardes, vanidosos y vengativos; aquellos dos señoritos felones, estampas definitivas de una aristocracia encanallada. Alguien ha señalado, con certero tino, que el Poema del Cid es la lucha entre una democracia naciente y una aristocracia declinante. Yo diría, mejor, entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquellos tiempos.
V
No faltará quien piense que las sombras de los yernos del Cid acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan lamentables como aquella del «robledo de Corpes». No afirmaré yo tanto, porque no me gusta denigrar al adversario. Pero creo, con toda el alma, que la sombra de Rodrigo acompaña a nuestros heroicos milicianos y que en el Juicio de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá que faltarle al respeto a la misma divinidad.
* * *
Entre españoles, lo esencial humano se encuentra con la mayor pureza y el más acusado relieve en el alma popular. Yo no sé si puede decirse lo mismo de otros países. Mi folklore no ha traspuesto las fronteras de mi patria. Pero me atrevo a asegurar que en España el prejuicio aristocrático, el de escribir exclusivamente para los mejores, pueda aceptarse y aún convertirse, en norma literaria, sólo con esta advertencia: la aristocracia española está en el pueblo, escribiendo para el pueblo se escribe para los mejores. Si quisiéramos piadosamente, no excluir del goce de una literatura popular a las llamadas clases altas tendríamos que rebajar el nivel humano y la categoría estética de las obras que hizo suyas el pueblo y entreverarlas con frivolidades y pedanterías. De un modo más o menos consciente es esto lo que muchas veces hicieron nuestros clásicos. Todo cuanto hay de superfluo en «El Quijote» no proviene de concesiones hechas al gusto popular, o como se decía antes, a la necedad del vulgo, sino, por el contrario, a la perversión estética de la corte. Alguien ha dicho con frase desmesurada, inaceptable ad pedem litera, pero con profundo sentido de verdad; en nuestra gran literatura casi todo lo que no es folklore es pedantería.
* * *
Pero dejando a un lado el aspecto español o, mejor, españolista de la cuestión que se encierra, a mi juicio, en este claro dilema: o escribimos sin olvidar, al pueblo, o sólo escribiremos tonterías, y volviendo al aspecto universal del problema, que es el de la difusión de la cultura, y el de su defensa, voy a leeros palabras de Juan de Mairena, un profesor apócrifo o hipotético, que proyectaba en nuestra patria una Escuela Popular de Sabiduría Superior.
La cultura vista desde fuera, como la ven quienes nunca contribuyeron a crearla, puede aparecer como un caudal en numerario o mercancías, el cual, repartido entre muchos, entre los más, no es suficiente para enriquecer a nadie. La difusión de la cultura sería para los que así piensan –si esto es pensar– un despilfarro o dilapidación de la cultura, realmente lamentable. ¡Esto es tan lógico!... Pero es extraño que sean, a veces, los antimarxistas, que combaten la interpretación materialista de la Historia, quienes expongan una concepción tan espesamente materialista de la difusión cultural.
En efecto, la cultura vista desde fuera, como si dijéramos desde la ignorancia o, también, desde la pedantería, puede aparecer como un tesoro cuya posesión y custodia sean el privilegio de unos pocos; y el ansia de cultura que siente el pueblo, y que nosotros quisiéramos contribuir a aumentar en el pueblo, aparecería como la amenaza a un sagrado depósito. Pero nosotros, que vemos la cultura desde dentro, quiero decir desde el hombre mismo, no pensamos ni en el caudal, ni en el tesoro, ni en el depósito de la cultura, como en fondos o existencias que puedan acapararse, por un lado, o, por otro, repartirse a voleo, mucho menos que puedan ser entrados a saco por las turbas. Para nosotros, defender y difundir la cultura es una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante. ¿Cómo? Despertando al dormido. Y mientras mayor sea el número de despiertos...
Para mí –decía Juan de Mairena– sólo habría una razón atendible contra una gran difusión de la cultura –o tránsito de la cultura concentrada en un estrecho círculo de elegidos o privilegiados a otros ámbitos más extensos –si averiguásemos que el principio de Carnot-Clausius, rige también para esa clase de energía espiritual que despierta al durmiente. En ese caso, habríamos de proceder con sumo tiento; porque una difusión de la cultura implicaría, a fin de cuentas, una degradación de la misma que la hiciese prácticamente inútil. Pero nada hay averiguado, a mi juicio, sobre este particular. Nada serio podríamos oponer a una tesis contraria que, de acuerdo con la más acusada apariencia, afirmase la constante reversibilidad de la energía espiritual que produce la cultura.
* * *
Para nosotros, la cultura ni proviene de energía que se degrada al propagarse, ni es caudal que se aminore al repartirse; su defensa, obra será de actividad generosa que lleva implícitas las dos más hondas paradojas de la ética: sólo se pierde lo que se guarda, sólo se gana lo que se da.
Enseñad al que no sabe; despertad al dormido; llamad a la puerta de todos los corazones, de todas las conciencias; y como tampoco es el hombre para la cultura, sino la cultura para el hombre, para todos los hombres, para cada hombre, de ningún modo un fardo ingente para levantado en vilo por todos los hombres, de tal suerte que tan sólo el peso de la cultura, pueda repartirse entre todos; si mañana un vendaval de cinismo, de elementalidad humana, sacude el árbol de la cultura y se lleva algo más que sus hojas secas, no os asustéis. Los árboles demasiado frondosos necesitan perder algunas de sus ramas, en beneficio de sus frutos. Y a falta de una poda sabia y consciente, pudiera ser bueno el huracán.
Antonio Machado
https://www.filosofia.org/hem/dep/lvg/9370716.htm
EL BASILISCO
Machado leyó en el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura una reflexión titulada El poeta y el pueblo
En 1936 publicó Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo, un cuaderno en el que, a través de dos personajes ficticios, Abel Martín y Juan de Mairena, Machado expresa sus ideas acerca de la cultura, el arte, la sociedad, la política, la literatura y la filosofía. En 1937 se publicó La Guerra, el último libro a de Antonio Machado en vida. En 1938 se fue a Barcelona, para posteriormente, entre una interminable caravana de cientos de miles de españoles anónimos que huían de su patria, refugiarse en Francia con su madre. Ambos, muy enfermos, fueron acogidos en un hotelito de la localidad francesa de Colliure, donde el 22 de febrero de 1939, y esperando una ayuda que nunca llegó, Antonio Machado, uno de los poetas españoles más queridos, exhaló su último suspiro.
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