Hola amigos: A VUELO DE UN QUINDE EL BLOG., la Revista National Geographic, nos entrega un Podcasts, sobre la guerra de los Estados Unidos de América contra el Imperio Español en las Filipinas, que destruyó completamente a la flota española y tomó Manila con el apoyo de los insurrectos filipinos que puso fin al dominio español el 10 de diciembre 1,898, con el tratado de Paz de París; Los Estados Unidos se anexaron las Islas Filipinas, dándoles la libertad e independencia el 04 de julio de 1,946.... siga leyendo......................
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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
A finales de agosto de 1896 se reunieron en Balintawak, a las afueras de Manila, los líderes del movimiento revolucionario filipino Katipunan para decidir qué camino debían emprender en su lucha contra el régimen colonial español. Algunos pensaban que aún era pronto para comenzar la revolución porque les faltaban armas y apoyos, pero otros consideraban que era el momento de iniciar la lucha armada.
Andrés Bonifacio, el líder del Katipunan, después de un encendido discurso a favor de la rebelión, salió a consultar a los seguidores que esperaban en la calle y, ante los gritos de «¡Revolución!, ¡Revolución!», les animó, en un gesto simbólico, a romper las cédulas personales que identificaban a la población y fijaban las tasas que debía pagar a la Administración española. El Grito de Balintawak marcó el inicio de la revolución filipina contra España.
Las causas del conflicto
A lo largo del siglo XIX, diferentes factores acrecentaron el descontento de la población filipina con el dominio que España mantenía sobre el archipiélago desde el siglo XVI. Los filipinos sufrían una evidente desigualdad de derechos y oportunidades respecto a los peninsulares, carecían de representación parlamentaria y se les negaba una mayor participación en la vida política.
En el Ejército, los oficiales nacidos en las islas se veían relegados por sospecharse de su lealtad. La economía filipina tampoco resultó favorecida por la metrópoli, que nunca se convirtió en un mercado preferencial de las exportaciones filipinas.
Los habitantes de las islas estaban sometidos a fuertes impuestos definidos por categorías étnicas hasta los últimos años del siglo. Además, existía un extendido malestar por la influencia que ejercían las órdenes religiosas españolas en muchos sectores de la vida de las islas, mientras que el clero filipino era postergado por los regulares españoles.
Todo ello provocó distintos movimientos y estallidos de violencia sin que las autoridades españolas dieran respuestas satisfactorias. De ahí que, a finales de siglo, los filipinos pasaran de la lucha por el autogobierno a la revolución independentista.
El primer líder e ideólogo del movimiento nacionalista filipino, apoyado por el grupo de los «Ilustrados», fue José Rizal, que en 1892 fundó la Liga Filipina. En un principio, Rizal planteó reivindicaciones moderadas, sin cuestionar la unión con España. Pero al comprender que los españoles nunca atenderían sus demandas impulsó la lucha por el autogobierno, aunque señalando que debía llevarse a cabo de manera pacífica, evitando cualquier acción violenta. Aún así, sus ideas parecieron tan subversivas que el Gobierno colonial lo exilió a Dapitán, en el sur del archipiélago.
Los movimientos políticos de Filipinas pasaron de pedir mayor igualdad y autonomía a reivindicar la independencia de España
Fue esto lo que permitió que el Katipunan, promovido por Andrés Bonifacio, se hiciera con el liderazgo de las reivindicaciones filipinas. Este movimiento era más radical en sus planteamientos, aspiraba ya a la independencia completa y no renegaba del uso de la violencia. Tenía el apoyo de sectores procedentes de los antiguos barangays –los pueblos nativos–, la pequeña burguesía y la población urbana y rural menos favorecida.
El movimiento se fue extendiendo gracias a una gran labor de propaganda y al periódico Kalaayan, en el que se llamaba ya a los filipinos a la lucha armada contra los españoles. Paulatinamente se fue organizando, además, una lucha de guerrillas con gran éxito popular. Las reclamaciones de estos movimientos políticos pasaron, de este modo, de pedir mayor igualdad y autonomía, pero aún bajo la unión con España, a reivindicar la independencia y la ruptura total de los lazos con los españoles.
Así se llegó a la sublevación de Balintawak. El gobernador general Ramón Blanco ofreció un período de gracia de 48 horas, en el que los insurrectos podrían rendirse sin sufrir represalias. Sin embargo, el movimiento se extendió rápidamente a Manila y a sus alrededores y se expandió luego por el archipiélago, ganando cada vez más adeptos.
Ante la extensión de la revolución, el 30 de agosto Blanco declaró el estado de emergencia en ocho provincias, decretó el embargo de bienes de los rebeldes y de sus posibles apoyos, y pidió refuerzos a la Península. Con las fuerzas que tenía en Manila, más otras llegadas de otras partes del archipiélago filipino, Blanco consiguió defender la capital, pero no logró detener la insurrección.
La estrategia de Polavieja
Tras meses de enfrentamientos, el Gobierno peninsular decidió sustituir a Blanco por el general Camilo García de Polavieja, el cual inició una acción mucho más contundente para acabar con la revolución. Apoyado por un gran contingente de soldados y oficiales llegados de la Península, Polavieja intensificó la lucha contra los revolucionarios.
Con la ayuda de la División Lachambre obtuvo varias victorias importantes en la provincia de Cavite, pero, pese a las muchas bajas sufridas por ambas partes, no logró doblegar la revolución. En abril, volvieron a manos españolas varias provincias de la isla de Luzón: Manila, Zambales, Bataán, Tárlac, Nueva Écija y parte de Cavite.
Sin embargo, Polavieja no consiguió la pacificación completa, ya que los insurrectos trasladaron la contienda a otras provincias que hasta entonces habían permanecido en paz. El gobernador solicitó entonces 20.000 hombres de refuerzo para acabar con la rebelión. Al no poder el Gobierno proporcionarle esas fuerzas, el general, escudándose en razones de salud reales –se le había agravado una antigua dolencia hepática-, presentó su dimisión en marzo de 1897, aunque se mantuvo al frente de las tropas hasta la llegada de su sucesor.
Entretanto, en las filas independentistas surgió un problema de liderazgo. Andrés Bonifacio, que no era un militar ni un gran estratega, comenzó a perder posiciones, y frente a él emergió la figura de Emilio Aguinaldo, miembro de una familia mestiza chino-filipina, ilustrada y de buena posición, que durante más de ocho años desempeñó cargos municipales en la ciudad de Cavite.
Convertido en oficial de las tropas revolucionarias, sus triunfos en las batallas en torno a Cavite, el corazón de la insurrección, le granjearon una gran popularidad entre los revolucionarios. En marzo de 1897, en medio de profundas disensiones en el movimiento insurreccionista, se creó un Gobierno revolucionario en el cual Aguinaldo fue elegido presidente, mientras que Bonifacio era nombrado secretario de Interior.
Las disensiones continuaron y Bonifacio acabó siendo sometido a un juicio en el que fue considerado culpable de traición y condenado a muerte. Aguinaldo revocó la pena, pero, en una maniobra todavía hoy poco clara, un pistolero asesinó al fundador del Katipunan el 10 de mayo de 1897. Aguinaldo quedó así como líder indiscutible del movimiento independentista filipino.
Pacificación provisional
El general elegido para sustituir a Polavieja, Fernando Primo de Rivera, llegó a las islas en mayo de 1897. Primo de Rivera, que ya había estado en el archipiélago, emprendió una nueva política, combinando las acciones bélicas y las diplomáticas.
Con las fuerzas y tácticas organizadas por Polavieja, culminó la pacificación de la provincia de Cavite, obligando a Aguinaldo y a sus hombres a refugiarse primero en Batangas y luego en las montañas de Biak Na Bató, al norte de Manila. Allí, el líder filipino reagrupó a sus fuerzas y exhortó a los filipinos a continuar con la lucha.
La insurrección no acababa de sofocarse y las guerrillas se extendían, aunque sus fuerzas y apoyos estaban cada vez más mermados. Primo de Rivera apostó entonces por negociar un acuerdo en el que los insurrectos aceptaran deponer las armas. Las negociaciones fueron largas, pero en diciembre de 1897 se llegó al Pacto de Biak Na Bató.
En él se establecía que España pagaría 800.000 pesos a los rebeldes a cambio de que acabaran con la insurrección, entregaran las armas y reconocieran la soberanía de España. Se acordó también el exilio a Hong-Kong de Aguinaldo y otros 27 líderes revolucionarios. El pacto acabó con la revolución de manera formal, aunque sus cláusulas no fueron totalmente cumplidas por ninguna de las dos partes.
A principios de 1898, pensando que las Filipinas estaban prácticamente pacificadas, el Gobierno español propuso importantes medidas autonomistas, que puso en marcha el nuevo gobernador Basilio Augustí al llegar a las islas en abril de 1898. Sin embargo, la lucha de los filipinos no cesó de forma completa. Tan solo estaban esperando el momento más oportuno para reanudar abiertamente la batalla contra el régimen colonial. Esa ocasión se presentó al declararse la guerra entre Españay Estados Unidos.
El 20 de abril de 1898, con el pretexto del hundimiento del Maine en la bahía de La Habana, el presidente William McKinley declaró la guerra a España. El principal objetivo estadounidense era acabar con la administración española en Cuba, poner así fin a la revolución iniciada en 1895 por los independentistas cubanos, que estaba perjudicando los intereses americanos, y hacerse con el control de una isla fundamental para sus planteamientos estratégicos y defensivos.
La guerra hispano-norteamericana
El conflicto de Cuba no tenía nada que ver con Filipinas, pero la marina de EE. UU. tenía antiguos planes estratégicos que sostenían que la escuadra española en Filipinas podía ser una amenaza en caso de guerra contra España. De este modo, el escuadrón asiático de la marina estadounidense, al mando del comodoro George Dewey, se dirigió al archipiélago filipino y el 1 de mayo de 1898 atacó a la flota española, mandada por el contralmirante Patricio Montojo, en su base de Cavite, en la bahía de Manila. El resultado fue el incendio y hundimiento de todos los buques españoles y más de 400 bajas.
Los estadounidenses, por su parte, decidieron aprovechar la oportunidad e incrementar su intervención en Filipinas. McKinley y los círculos expansionistas tras él eran plenamente conscientes de que las grandes potencias ocupaban cada vez más territorios en Asia y parecían a punto de iniciar el reparto definitivo de China, ámbito del que EE. UU. corría el riesgo de quedar excluido.
Si, en cambio, se aprovechaba la guerra iniciada contra España por Cuba para atacar al mismo tiempo a Filipinas, los norteamericanos tendrían posibilidad de hacerse con un establecimiento frente a las costas de China desde el que proteger sus intereses en Asia. Manila, pues, debía convertirse en la gran base naval de EE. UU. en Asia oriental.
Para ello era necesario conquistar la ciudad, todavía en manos españolas. El 4 de mayo, solo tres días después de la batalla naval de Cavite, partió de San Francisco una expedición de 5.000 hombres –que habían sido previamente concentrados en aquella ciudad– con el fin de colaborar por tierra en la toma de la ciudad de Manila.
Durante el verano de 1898 continuó el envío de nuevas tropas estadounidenses, de modo que a finales de julio ya se habían hecho tres grandes expediciones y 16.000 norteamericanos luchaban en Filipinas, capitaneados por el general Wesley Merrit.
Apoyo de los rebeldes a EE. UU.
En esa tesitura, los estadounidenses contaron con el apoyo de los revolucionarios filipinos, que se apresuraron a retomar su lucha contra los españoles para lograr su ansiada independencia. Aguinaldo y sus hombres entraron en contacto con los cónsules estadounidenses en Hong Kong y Singapur a fin de establecer una estrategia conjunta contra los españoles, y se entrevistaron con Dewey y los oficiales de su escuadra. En ese encuentro se prometieron apoyo mutuo con unas fórmulas ambiguas no aprobadas por Washington.
El 19 de mayo, a bordo del buque norteamericano McCulloh, Aguinaldo regresó a Filipinas, donde el día 24 decretó un levantamiento general. Sus fuerzas se aprestaron a colaborar en el sitio que los norteamericanos habían establecido sobre Manila.
En junio, Aguinaldo declaró unilateralmente la independencia de Filipinas –no reconocida ni por los estadounidenses ni por los españoles– y nombró un Gobierno revolucionario. A finales de ese mes la rebelión se había extendido por toda la isla de Luzón, incluyendo puntos hasta entonces no sublevados, como Zambales, Pangasinan, Ilocos o Camarines. Estalló también en otras islas, como Cebú.
Sin embargo, el asedio de Manila mostró que norteamericanos y filipinos tenían distintos intereses para el futuro de Filipinas. Al conocerse en Washington las conversaciones entabladas por Dewey, el Gobierno de EE. UU. ordenó frenar esa colaboración para mantener abiertas todas sus opciones en el archipiélago y no comprometerse a nada. Los estadounidenses dejaron de respaldar los avances de los filipinos y les impidieron participar en la toma de la ciudad para evitar que pudieran hacer ningún tipo de reclamaciones. Manila debía quedar solo en manos de Estados Unidos.
La defensa de Manila
En medio de esa complicada situación, el general Augustí defendió la capital todo el tiempo que pudo con el apoyo de los cerca de 6.000 efectivos de que disponía, reforzados por numerosos voluntarios españoles. Los españoles resistieron los asaltos enemigos y la falta de agua y alimentos durante más de cien días, en espera de un auxilio que no llegó.
Las demás fuerzas españolas estaban diseminadas por el archipiélago en pequeñas guarniciones y, ante la feroz resistencia de las partidas nativas que les cerraban el paso, fueron incapaces de agruparse en columnas de cierta entidad para dirigirse a Manila. En respuesta a las peticiones de auxilio, el Gobierno español envió una escuadra al mando de Manuel de la Cámara, pero cuando estaba en el canal de Suez regresó a la Península para defender sus costas.
Los españoles aguantaron el asedio hasta después de la firma del Protocolo de Washington, el 12 de agosto de 1898, que estableció la paz entre EE. UU y España. Al día siguiente, en el límite de las fuerzas y tras una dura resistencia, Manila capituló. La caída de la capital arrastró tras de sí todo el archipiélago. La ciudad fue entregada a los oficiales estadounidenses, y se estableció que EE. UU. ocuparía y retendría Manila hasta la conclusión de un tratado que determinaría los términos definitivos sobre el control y gobierno de Filipinas.
Una vez perdida Manila, elgeneral Diego de los Ríos y Nicolau, anteriormente al mando de las islas Visayas y Mindanao, fue nombrado gobernador general interino con el encargo de resolver los últimos retazos de la guerra y ocuparse de la ingrata tarea de desmantelar la Administración española y repatriar a los funcionarios, tropas, misioneros y personal civil que quisiera regresar a la Península.
Tuvo también que negociar la protección de los intereses españoles que permanecerían presentes en las islas –fundamentalmente económicos y religiosos–, así como la devolución de prisioneros. Una vez acabado ese doloroso proceso, el general abandonó las islas el 3 de junio de 1899, en compañía de una gran contingente de tropas y rezagados.
Durante esos mismos meses, después de muchas vacilaciones y negociaciones, el Gobierno de McKinley decidió anexionarse la totalidad de las islas Filipinas. En consecuencia, el 10 de diciembre de 1898 se ratificó el tratado de paz de París, mediante el cual España cedía a Estados Unidos tanto Filipinas como la isla de Guam a cambio de una indemnización de veinte millones de dólares.
De este modo, los filipinos, derrotados en la guerra a la que se lanzaron contra la anexión norteamericana, experimentaron durante cuatro décadas el peso de una nueva administración colonial, esta vez la de Estados Unidos. Tendrían que esperar hasta el año 1946 para conseguir la independencia completa.
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
ayabaca@gmail.com

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