Determinado a imponer la hegemonía de Francia en el continente, Luis XIV creó una poderosísima máquina militar, que llegó a reunir 400.000 combatientes dispuestos a luchar en todos los frentes.
El rey marchó a Flandes a una conquista segura [...] Le bastó con presentarse [en la frontera]. Entró en Charleroi como en París; Ath, Tournai fueron tomadas en dos días; Furnes, Armentières, Courtrai, no aguantaron más tiempo. Bajó a la trinchera frente a Douai, que se rindió al día siguiente. Lille, la más floreciente ciudad de esas regiones, la única bien fortificada y con una guarnición de seis mil hombres, capituló después de nueve días de asedio. Los españoles sólo tenían 8.000 hombres para oponer al ejército victorioso, y su retaguardia fue destrozada por el marqués de Créqui. El resto se escondió en Bruselas y Mons, dejando que el rey venciera sin combatir».
Como relató Voltaire en El siglo de Luis XIV, la conquista de Flandes de manos españolas en 1667 fue un paseo triunfal para Luis XIV. En unas pocas semanas su ejército de 50.000 hombres ocupó toda la parte meridional de las provincias de Flandes que pertenecían al Rey Católico. La campaña demostró a toda Europa no sólo la fuerza militar del Rey Sol, sino también su determinación de imponer su ley sin reparar en formalismos legales. Luis apelaba a los supuestos derechos sobre Flandes de su esposa española, María Teresa, y aunque ésta había renunciado a todo derecho sobre los dominios españoles al casarse con Luis, los juristas franceses consideraban que esta renuncia no era válida dado que el rey de España no había pagado la dote convenida para el matrimonio, 500.000 escudos.
La Guerra de Devolución, como fue denominado el conflicto de 1667, sólo fue el inicio. Tras ocupar el ducado de Lorena en 1670, dos años después lanzó la invasión de las Provincias Unidas, donde sus ejércitos se mantuvieron seis años, a la vez que conquistaba otra posesión española, el Franco Condado, que quedó incorporado a Francia en la Paz de Nimega de 1678. Tras ocupar Estrasburgo, en 1683 los ejércitos franceses conquistaban Luxemburgo, y en 1688 emprendían una nueva guerra continental, la Guerra de los Nueve Años (1688-1697), a la que seguiría el último y más destructivo conflicto: la Guerra de Sucesión española. Todo ello con el objetivo, por un lado, de debilitar a los Habsburgo, la dinastía reinante en España y Austria; y, por otro, de extender las fronteras territoriales de Francia hasta sus límites naturales, es decir, hasta el Rin por el este y los Pirineos por el sur.
UN EJÉRCITO NUNCA VISTO
Para llevar a cabo esta política de guerra y expansión territorial Luis XIV contaba sin duda con el ejército más poderoso de Europa. Así se reflejaba en los efectivos que llegó a reunir, que alcanzaron cifras nunca vistas en el continente.
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El poder del Rey Sol. En este busto, Gian Lorenzo Bernini (1665) representó a Luis XIV como un monarca joven y poderoso, con un aire de grandeza. Museo de Versalles.
Apenas siete años más tarde, en 1668, estos efectivos se habían quintuplicado: 220.000 soldados de infantería, 60.000 de caballería y 10.000 de las fuerzas selectas de la Casa del Rey. En 1690 la cifra ya se elevaba a un total de 388.000 hombres, que ascenderían a 600.000 si se les suman las fuerzas de milicias y las de la marina. Eran unas cifras de efectivos nunca vistas en Europa, lo que arrastró a las demás potencias a seguir como pudieran esta desenfrenada y costosísima escalada, si no querían dejar de ser consideradas como tales.
EL DINERO, NERVIO DE LA GUERRA
Movilizar eficazmente semejantes masas de hombres requería un ingente esfuerzo por parte del Estado en todos los planos, en primer lugar el financiero. Soldadas, abastecimientos y armamento engullían una proporción enorme de los recursos del Estado. Sabemos que en 1691 nada menos que el 73 por ciento de todos los ingresos públicos de la monarquía francesa iban destinados al ejército, y el 16 por ciento a la marina.
En 1691 nada menos que el 73% de todos los ingresos públicos de la monarquía francesa iban destinados al ejército, y el 16% a la marina.
Semejantes dispendios eran difíciles de soportar incluso para los ministros del rey. En 1674, por ejemplo, Colbert, ministro de Hacienda, dirigió esta advertencia al rey mientras éste dirigía el asedio de Besançon, en el Franco Condado: «He oído decir que Vuestra Majestad ha superado en mucho el dinero acordado para el sitio de Besançon. Estoy obligado a decir a Vuestra Majestad que no podré pagarlo. Os ruego que toméis en consideración la miseria de vuestros pueblos y el mal estado de las cosechas». Pero Colbert poco podía ante las apetencias conquistadoras de su soberano, y tras su muerte en 1683 Luis XIV estuvo aún más libre para gastar sin tasa en sus campañas militares. Ello hizo que, para «alimentar» a este nuevo ejército, el gobierno de Luis XIV hubiera de crear nuevos impuestos, incluidos dos que pretendían gravar los bienes del conjunto de la población, incluida la nobleza y el clero: la capitación, establecida en 1695, y la décima o dixième, de 1710.
Sin embargo, el éxito de los ejércitos de Luis XIV no radicó en las cifras globales de combatientes y de recursos financieros, sino más bien en otro factor: el modelo de organización de las fuerzas armadas. Fue la estructura de mando, la disciplina, el sistema de abastecimiento de provisiones y de armamento y el control completo por parte del Estado de los asuntos bélicos lo que dio a Francia una ventaja decisiva sobre sus rivales y lo que convertiría al ejército francés en un ejemplo para las máquinas militares de los demás países europeos a lo largo de más de un siglo.
LA BUROCRACIA DE GUERRA
En esta transformación tuvieron un papel muy destacado los ministros de la guerra del rey. Primero Le Tellier y luego su hijo, Louvois, dos servidores abnegados del rey, se encargaron de remodelar la administración militar de la monarquía, hasta hacer que las tropas francesas fueran consideradas el mejor ejército regular de Europa. Particular importancia tuvo la revisión total de la estructura de mando que se llevó a cabo. En 1675 se promulgó una ordenanza, el Ordre de tableau, por la que se regulaban las promociones dentro de la jerarquía militar, con los privilegios de cada grado y los méritos que había que hacer para cada ascenso. El objetivo era lograr un ejército más profesional, que obedeciera directamente al rey y a sus ministros, acabando con los privilegios nobiliarios; como escribió Voltaire: «Se tuvo en cuenta los servicios, y no los abuelos, algo que no se había visto demasiado hasta entonces». Del mismo modo, se procuró que los empleos de oficiales de baja y media graduación no estuvieran únicamente en manos de los nobles, e incluso se intentó crear una academia militar para garantizar una formación adecuada de los oficiales, aunque la idea no prosperó.
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El poderoso ministro de la guerra de Luis XIV, Michel Le Tellier, marqués de Louvois, se encargó de modernizar el ejército, mejorando su equipamiento e infraestructuras. Retrato por P. Mignard. Museo de Bellas Artes, Reims.
Desde su cargo de ministro de la Guerra, Lou-vois se ocupaba personalmente del buen orden de las tropas. Así lo muestra una anécdota recogida por una escritora de la época, Madame de Sévigné. En 1689, estando en Versalles, Lou-vois se aproximó al capitán de una compañía, que en vez de cumplir con sus tareas militares prefería alternar con la buena sociedad versallesca, y le dijo: «“Monsieur, vuestra compañía está en muy mal estado”. “Monsieur, no lo sabía”. “Hay que saberlo. ¿La habéis visto?” “No, Monsieur”. “Deberíais haberla visto, Monsieur”. “Monsieur, daré orden de hacerlo”. “Deberíais haberla dado. Hay que decidirse, Monsieur, o hacer de cortesano o cumplir con el deber cuando uno es oficial”».
LAS TROPAS MÁS DISCIPLINADAS
Para vigilar que los oficiales cumplieran con su deber se puso en práctica, ya desde mediados de siglo, un sistema de vigilancia y corrección extraordinariamente estricto. En la cúspide se encontraba el ministro, el secretario de Estado para la Guerra. Éste enviaba a los ejércitos inspectores para que pudieran controlar e informar de cualquier tipo de irregularidad que se pudiera producir. Por debajo de éstos se encontraban los «intendentes del ejército», que tenían unas atribuciones muy amplias en materia de policía y de disciplina y que podían controlar a oficiales de muy alta graduación. En un nivel inferior estaban los «comisarios de guerra», que vigilaban los alistamientos con objeto de impedir los fraudes y supervisaban el acuartelamiento y abastecimiento de las tropas. Louvois reforzó aún más este sistema, con un objetivo bien preciso: imponer la obediencia absoluta de los soldados a sus superiores. Como le escribía en 1673 a un oficial superior: «El rey desea que metáis en prisión o en el calabozo al primero que no os obedezca o que os oponga la menor dificultad».
El uniforme exhibía la correspondiente graduación de cada soldado, lo que también ayudó a la mejor administración militar
Así, se generalizaron las visitas e inspecciones de tropas. También se introdujo el uniforme para los distintos cuerpos armados: en azul, los guardias franceses y los regimientos reales, en rojo los guardias suizos y en gris los demás regimientos de infantería. El uniforme exhibía la correspondiente graduación de cada soldado, lo que también ayudó a la mejor administración militar. No faltaban tampoco las instrucciones para mantener el orden moral entre los soldados, tarea especialmente ardua. Los duelos, el juego y la prostitución debían ser perseguidos rigurosamente. Se amenazó incluso con cortar la nariz y las orejas a las mujeres descubiertas en compañía de soldados a menos de dos leguas del campamento, aunque al final se les hacían tan sólo unas cicatrices que las afeaban y les servían de «señal». Semejante rigor fue totalmente abandonado a partir de 1689.
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El general Turenne en la batalla de las dunas, en 1658. Charles Lariviere. 1837. Museo de Versalles.
De la misma manera, la administración militar trató de resolver un viejo problema de los ejércitos, el de los suministros, tanto de víveres como de municiones. Anteriormente estas funciones estaban en buena parte en manos de intermediarios y proveedores privados, lo que entrañaba muchos casos de corrupción y abuso. Louvois implantó un estrecho control a través de los comisarios de guerra, que supervisaban la artillería, las municiones, el transporte, las ambulancias, los servicios del cuartel general, etcétera. Por su parte, los intendentes civiles debían cuidarse de proporcionar a los comandantes de campo los suministros fundamentales para la subsistencia de las tropas, y, como ocurría en el plano civil, debían informar directamente a Versalles del desarrollo de las operaciones. Además, en las fronteras se crearon una serie de centros de abastecimiento y de intendencia para alimentar a los trenes de avituallamiento. Todo ello tenía como objetivo impedir que las tropas saquearan los lugares por los que pasaban, con las indeseables consecuencias que eso tenía por los continuos roces con la población civil y las deserciones que se producían cuando los soldados eran encargados de ir a buscar comida.
LA FUERZA DE LOS CAÑONES
Menos novedoso fue el capítulo del armamento utilizado por los ejércitos de Luis XIV. El uso de un nuevo tipo de mosquetón llevó a un aumento considerable de los mosqueteros frente a los piqueros. También se normalizaron los calibres de artillería y se dividieron en tres clases principales: de sitio, de campaña y de regimiento. Asimismo, el desarrollo de la guerra de sitio hizo que cada vez fueran más indispensables los artilleros; así, en 1693, en la batalla de Neerwinden, el ejército francés disponía de cinco veces más cañones que en Rocroi (1643). Hubo igualmente un cambio notable y progresivo en la efectividad de las armas portátiles, y el mosquete de chispa y la bayoneta fueron sustituyendo al mosquete de llave y la pica.
En la década de 1680 Luis XIV había llegado al culmen de su poder.
Fue justamente la guerra de sitio la que propició una importante reforma del sistema de fortificaciones a cargo de los ingenieros militares franceses, en particular el genial Vauban. Desde 1670 a finales de siglo, Vauban hizo edificar imponentes fortalezas concebidas no sólo como instrumentos de defensa, sino también para servir de trampolín a las invasiones de Francia hacia los Estados limítrofes. El modelo llegó con él a su máximo esplendor, y es otra de las claves para entender la pujanza militar única del ejército del Rey Sol.
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La galería de los espejos preside Versalles. Proyectado por el arquitecto Hardouin-Mansart entre 1678 y 1684, el célebre salón de Versalles conmemora en sus pinturas murales, de Le Brun, todas las victorias militares del Rey Sol.
Gracias a todas estas reformas de la administración militar, a las imponentes fortificaciones de Vauban y –no hay que olvidarlo– al gran incremento experimentado por la marina organizada por Colbert, en la década de 1680 Luis XIV había llegado al culmen de su poder. La imagen propagandística de un monarca siempre triunfante, que celebraba con pomposos tedeums y toda clase de fiestas y de fuegos artificiales cada victoria militar, por pequeña que fuera, no parecía totalmente exagerada. Pero los temores que esta supremacía militar absoluta generaba en sus vecinos pronto llevaron a una reacción. Primero, mediante la liga antifrancesa de Augsburgo de 1686, prácticamente toda Europa se puso enfrente del Rey Sol hasta obligarlo a ceder sus últimas conquistas en la paz de Ryswick de 1697. Luego, la guerra de Sucesión española mostró que, ante la nueva pujanza de Inglaterra, los destellos del Rey Sol no asegurarían eternamente la hegemonía francesa en Europa.
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