Para quienes sobrevivieron a las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, su tragedia no terminó con la guerra: la sociedad creía que las enfermedades debidas a la radiación eran contagiosas y durante décadas tuvieron que ocultar su pasado.
Joe O'Donnell
Cuando el 6 de agosto de 1945 la primera bomba atómica arrasó Hiroshima y, tres días después, otra devastó Nagasaki, decenas de miles de personas murieron al instante. Pero hubo quienes sobrevivieron a la onda expansiva y a las posteriores secuelas inmediatas. A estos se les llamó hibakusha, “supervivientes de la explosión”. Sin embargo, la posguerra les reservaba una carga adicional, invisible pero demoledora, de estigma y marginación.
Los hibakusha, además de arrastrar secuelas físicas y psicológicas, se encontraron con un estigma que afectaba a todos los ámbitos de su vida. La ignorancia sobre los efectos de la radiación alimentó mitos persistentes: se les consideraba enfermos crónicos, incapaces de trabajar normalmente, y se creía que podían transmitir enfermedades a sus descendientes. Estas creencias, aunque científicamente infundadas, se reforzaban con el temor a lo desconocido y el silencio institucional de la posguerra.
Una marginación que duró décadas
En los primeros días tras el desastre, los hibakusha fueron vistos con una mezcla de compasión y miedo. Pero en los años que siguieron, esa compasión inicial se fue diluyendo, dejando paso a una marginación estructural. La gente común no entendía qué era la radiación, y pronto corrió el rumor de que los supervivientes podían contagiar enfermedades o que sus hijos nacerían con malformaciones.
En el mundo laboral, ser identificado como hibakusha podía significar la pérdida inmediata de un empleo o la imposibilidad de ser contratado, sobre todo en poblaciones pequeñas donde todo el mundo se conocía. Y en lo personal, las dificultades para contraer matrimonio eran frecuentes: muchas familias rechazaban la idea de que uno de sus miembros se casara con un superviviente por miedo a “contaminar” la línea familiar.
Estos prejuicios, aunque sin base científica sólida, se extendieron rápidamente y el silencio forzado se impuso. Ante este panorama, ocultar el pasado se convirtió en un mecanismo de supervivencia social: muchos hibakusha ocultaban su condición para evitar perder un empleo o ver rechazada una propuesta de matrimonio, y no pocos cambiaban de ciudad o mentían sobre su lugar de nacimiento para borrar cualquier vínculo con Hiroshima o Nagasaki.
Esta discriminación velada se mantuvo durante décadas y no empezó a remitir hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, cuando los hibakusha comenzaron a organizarse, compartir sus testimonios y exigir reconocimiento y apoyo del gobierno japonés. Sin embargo, el daño social ya estaba hecho: muchos habían pasado la mayor parte de su vida escondiendo su pasado y soportando en silencio y sin ayudas el peso de una tragedia que el resto del país prefería no mirar de frente.
El rechazo se sumaba a problemas de salud muy reales. La exposición a la radiación provocó leucemias, cánceres y un sinfín de dolencias crónicas. La incertidumbre sobre su futuro médico hacía que las compañías aseguradoras, e incluso las administraciones, los discriminaran. Fue solo con el paso de los años y gracias a la presión de organizaciones de supervivientes que se aprobaron leyes para ofrecerles atención médica gratuita y reconocimiento oficial como víctimas de guerra.
Paradójicamente, los hibakusha también fueron testigos involuntarios de una carrera armamentística que crecía en nombre de la “seguridad” mundial. Muchos se convirtieron en activistas por la paz y el desarme nuclear, llevando su testimonio a foros internacionales. Su voz tenía un peso único: no hablaban desde la teoría ni desde la política, sino desde la experiencia directa de lo que significa que una ciudad entera se convierta en cenizas en cuestión de segundos.
Hoy, el término hibakusha ha dado un giro considerable: ahora es símbolo de una memoria histórica que se desvanece a medida que los supervivientes van muriendo, y una advertencia global sobre los peligros de la carrera armamentística. Aunque la discriminación social ha disminuido con el tiempo, el trauma físico y emocional sigue marcando sus vidas. Y su mensaje, repetido incansablemente en cada aniversario de Hiroshima y Nagasaki, permanece claro: que nadie más tenga que vivir para contarlo.






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