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A comienzos del siglo XX era frecuente ver paseando por el madrileño parque del Oeste a una anciana menuda y frágil, pero altiva y Elegante. Residía en Inglaterra, pero cuando arreciaba el frío del invierno británico viajaba a España y se instalaba en el palacio de Liria junto a sus sobrinos los duques de Alba. Los viandantes la miraban con admiración y una cierta lástima. Sabían que lo había tenido todo y que todo lo había perdido. Se llamaba Eugenia de Palafox y Portocarrero, y fue la última emperatriz de Francia.
Eugenia de Montijo, como se la conocía en virtud de uno de los títulos nobiliarios de su padre, nació en Granada el 5 de mayo de 1826. Bautizada como María Eugenia Ignacia Agustina, era hija de Cipriano de Palafox y Portocarrero, XIII duque de Peñaranda y conde de Teba y Montijo, y de María Manuela Kirkpatrick de Closeburn y de Grevignée, una dama de origen escocés de la que Eugenia heredó el color rojizo de su cabello y su piel blanca salpicada por alguna que otra peca. Segunda de los hijos del matrimonio, la precedía su hermana María Francisca, Paca, que al correr de los años acabaría convertida en duquesa de Alba por su matrimonio con Jacobo Fitz-James Stuart y Ventimiglia.
El conde de Montijo fue un militar reconocido y hombre de costumbres sencillas al que le costó comprender las ambiciones y el gusto por la ostentación de su esposa. Su condición de afrancesado le hizo querer para sus hijas una formación particular, y de ahí que las jóvenes se educaran en Francia e Inglaterra. María Manuela Kirkpatrick compartía el criterio de su esposo, pero con otras expectativas: conseguir para sus hijas un futuro brillante. Para ello, la condesa de Montijo se valió de la amistad de un viejo amigo, el escritor Prosper Mérimée, que hizo las veces de mentor de las jóvenes y las introdujo en la alta sociedad de la capital francesa, una vez acabados sus estudios en el colegio parisino del Sacré-Coeur.
En 1839, tras la muerte del conde de Montijo, sus hijas regresaron a Madrid e hicieron su entrada en sociedad por la puerta grande dando un espléndido baile de máscaras en su palacio de la plaza del Ángel. Poco después, en 1844, Paca cumplió con las expectativas casamenteras de su madre y contrajo matrimonio con el duque de Alba.
La condesa viuda decidió entonces regresar a París, convencida de que allí Eugenia encontraría nuevas oportunidades de futuro que, al menos, la igualaran en categoría a su hermana. Dotada de una extraña belleza que se apartaba de los cánones usuales, Eugenia era extremadamente refinada, culta e inteligente. Estaba dotada, a decir de sus contemporáneos, de un extraño poder de seducción que administraba sabiamente. No le costó, pues, brillar en los salones que frecuentaban madre e hija ni tampoco atraer la atención del entonces presidente de la II República, Luis Napoleón Bonaparte, cuando los presentaron en el transcurso de un baile el 12 de abril de 1849.
Heredó los derechos dinásticos de los Bonaparte tras la muerte de su hermano mayor y de Napoleón II, único hijo del Gran Corso. Tras varios intentos fracasados de golpe de Estado, en 1848 fue elegido por mayoría presidente de la II República. Dotado de un gran carisma y de la aureola heroica que debía a su apellido, Luis Napoleón tenía una debilidad: las mujeres. Se rindió, pues, al encanto de la condesa de Teba, título que Eugenia de Montijo había heredado de su padre. Pero los avatares políticos interrumpieron el que prometía ser uno más de los muchos affaires amorosos del galante presidente de la República. El 2 de diciembre de 1851, el mismo día de la coronación de su ilustre antepasado, Luis Napoleón dio un golpe de Estado, disolvió el Parlamento y se autoproclamó «príncipepresidente». Tan sólo un año más tarde, con la aprobación del Senado, se otorgó el título de emperador de los franceses. Había comenzado el Segundo Imperio.
El recién proclamado imperio necesitaba un heredero y para ello se precisaba una emperatriz. La casamentera condesa viuda de Montijo vio el cielo abierto y cabe pensar que otro tanto le sucedió a su hija. Por entonces, Eugenia de Montijo ya había descartado cualquier interés romántico, puesto que había sido desdeñada por el duque de Alba, que prefirió a su hermana Paca, y por el marqués de Alcañices, José de Osorio, de quien se dice que fue su gran amor. La fama de licencioso y los veinte años que le llevaba el sobrino del Gran Corso no parecieron ser un problema. Deslumbrada por la posibilidad de convertirse en emperatriz de los franceses, supo administrar convenientemente sus encantos hasta conseguir que el emperador cayera rendido a sus pies.
La leyenda asegura que cuando éste le preguntó por el camino para llegar a su alcoba, Eugenia de Montijo le respondió: «Pasando por la vicaría, Sire». No deja de ser un mito, ya que la anécdota se ha atribuido también al inicio de la relación entre Ana Bolena y Enrique VIII, pero, en cualquier caso, lo cierto es que contra la opinión de buena parte de la corte y del sector político, que veía en ella a una extranjera, consiguió lo que otras habían intentado sin éxito: retener a su lado a un rendido Bonaparte.
La boda se celebró en Notre Dame el 26 de enero de 1853. Los novios llegaron al templo en la misma carroza en que lo hicieran Napoleón y Josefina el día de su coronación en 1804. La celebración alcanzó unas cotas de boato inimaginables, reverdeció los fastos versallescos y dejó claro cómo sería el II Imperio: un momento histórico en el que Francia recuperó su proverbial grandeur en el concierto político europeo, mientras que, gracias a su remodelación urbanística, París se convertía en ejemplo de capital europea, al tiempo que desde la corte se promovía una nueva estética cortesana, burguesa en sus usos, pero aristocrática en su forma.
Desde el mismo día de su boda, Eugenia de Montijo supo que no iba a limitarse a ser una figura decorativa al lado del fundador del II Imperio. Para empezar sólo aceptó los 600.000 francos como regalo de boda del Ayuntamiento de París si éstos se destinaban a la fundación de la primera de las muchas instituciones de caridad que nacerían en sus años de reinado. Luego, cuando el 16 de marzo de 1856, después de dos embarazos fallidos, nació su único hijo, Napoleón Luis, decidió que ya había cumplido su misión de dar un heredero al trono y se volcó de lleno en la política imperial.
LA REINA DE LA MODA
Para dedicarse a la política Eugenia contaba con el beneplácito de su marido, que la nombró regente en tres ocasiones en las que éste tuvo que alejarse del trono: en 1859, durante la campaña de Italia; en 1865, cuando el emperador viajó a Argelia, y en 1870, ya en las postrimerías del II Imperio. Su actividad política no quedó ahí. Católica convencida, no dudó en apoyar a los partidos más conservadores, lo que le valió la enemistad de buena parte de los sectores políticos.
Pese a su bonapartismo militante, Eugenia de Montijo no se recataba de mostrar su admiración por María Antonieta. Es más, durante los días de luna de miel en el palacio de Saint Cloud insistió en ocupar las que habían sido las habitaciones de la última reina del Antiguo Régimen. Y, como había ocurrido con su antecesora en el trono, se ganó fama de frívola y soberbia. Lo cierto es que la emperatriz se convirtió en un icono de la moda. No era por mera vanidad, sino que se tomaba su vestuario como una más de las obligaciones de su cargo. A este fin llegó a un acuerdo con su esposo para promocionar con su indumentaria o sus alhajas aquellos sectores industriales más necesitados, bien fuera la joyería, el comercio o el ámbito textil. Tal comportamiento sirvió para impulsar determinados sectores de la vida económica francesa como, por ejemplo, las manufacturas sederas de Lyon, y tanto su alianza con el modisto Charles Frederick Worth como su pasión por las joyas y los complementos fueron definitivos a la hora de hacer de París el motor de la moda internacional, lo que redundó en beneficio de la economía nacional. Lamentablemente, la mayoría de sus contemporáneos no supieron verlo así. La emperatriz era consciente de ello. Una vez exiliada escribió a su amigo y biógrafo Lucien Daudet: «Me han acusado de frívola y de amar demasiado la ropa, pero es absurdo; eso equivale a no darse cuenta del papel que debe desempeñar una soberana, que es como el de una actriz. ¡La ropa forma parte de ese papel!».
LA CAÍDA DEL IMPERIO
Su descrédito aumentó cuando defendió la intervención francesa en la aventura mexicana de Maximiliano de Habsburgo en 1867, que acabó con el fusilamiento de éste y un altísimo balance de pérdidas entre las tropas francesas. Con ello se olvidó su labor social como fundadora de asilos, orfanatos y hospitales, su protección a la labor investigadora de Louis Pasteur, su implicación en la construcción del canal de Suez o su intervención en la mayor parte de los indultos concedidos por el emperador que habían salvado la vida a muchos de sus enemigos políticos. El pueblo y los políticos achacaban el declive del imperio a «la española», como la llamaban con el mismo desprecio con que habían apodado a María Antonieta como «la austríaca».
En 1870, la derrota francesa en Sedán en el transcurso de la guerra franco-prusiana fue la gota que colmó el vaso. Con Napoleón III prisionero tras la batalla y la proclamación de la III República Francesa, la emperatriz y su hijo tuvieron que huir a Inglaterra y se instalaron en la finca de Camden House, de Chislehurst, adonde se les unió el depuesto emperador en 1871 tras haber sido liberado. Pese a todo, durante sus primeros años de exilio, y especialmente tras la muerte de Napoleón III en 1873, Eugenia siguió conspirando a fin de que su hijo recuperara el trono. No pudo ser. La república estaba ya muy afianzada en Francia, pero, además, el joven marchó voluntario con las tropas británicas a combatir contra los zulúes y murió el 1 de junio de 1879 en una emboscada.
AÑOS DE SOLEDAD
Eugenia de Montijo sobrevivió a su hijo cuarenta años, pero ya nunca fue la misma. Abandonó cualquier implicación política y, tras instalarse en Farnborough (Hampshire, Inglaterra), mandó construir cerca de su residencia un mausoleo para padre e hijo, la abadía de Saint Michael, cuya custodia encomendó a los frailes benedictinos. Consagrada a obras piadosas y prácticamente retirada de toda actividad social, pronto se olvidaron su legendaria belleza y su proverbial elegancia, que habían convertido a Winterhalter, su pintor, en el retratista favorito de las testas coronadas europeas, y a Worth, su modisto preferido, en el predecesor de los grandes couturiers franceses del siglo XX. Retirada en Farnborough, atrás quedaron su ambición, su belleza, su capacidad para la intriga política, las múltiples infidelidades por parte de su esposo o el desamor de su pueblo.
En sus últimos años repartía sus días entre Inglaterra y España, donde refugiaba su soledad junto a sus sobrinos los duques de Alba. Allí se encontraba el 11 de julio de 1920 cuando un problema renal acabó con su vida. Su cuerpo se repatrió a Inglaterra a fin de que recibiera sepultura junto a su esposo y su hijo. Eugenia de Montijo, la emperatriz, había muerto y comenzaba la leyenda.
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