Un viaje en coche eléctrico por Estados Unidos ilustra cómo las nuevas ideas pueden ser nuestro combustible hacia un futuro sostenible.
Los alerones traseros de los Cadillac apuntan a la lluvia en el Aparcamiento de Vehículos Recreativos Cadillac Ranch de la ciudad texana de Amarillo.
22 de marzo de 2021, 13:06 | Actualizado a
En un malecón azotado por el océano Pacífico, cerca de las cabinas de fotomatón, un puesto de pretzels y un hombre que moldea en arcilla los bustos de los turistas, gira una noria alimentada por electricidad solar. Unos cien metros más allá, un cartel marca el final de la vieja Ruta 66. El muelle de Santa Mónica, donde confluyen la energía verde y la historia de la automoción, parecía el lugar idóneo para emprender un viaje por carretera –el clásico road trip estadounidense–, de costa a costa del país, al volante de diversos coches eléctricos.
La Ruta 66, una de las primeras vías perfectamente practicables de Estados Unidos, nació en Chicago. Desde los años treinta hasta que cayó en desuso, obsoleta por obra de las autopistas interestatales, canalizó a millones de migrantes del Medio Oeste que hacían un alto en sus moteles y tiendas de baratijas de camino hacia las costas resplandecientes de California y contribuyó a la transformación de este estado, que pasó de paraíso rural a aglomeración de ciudades en expansión. En el proceso adquirió carta de símbolo: el poder transformador de los coches, la libertad de la carretera desierta, la magia de combinar lo uno y lo otro en un viaje al volante. Hoy los viajeros ávidos de cultura estadounidense, habiéndose metido en el cuerpo 3.600 kilómetros de la vieja Ruta 66, hacen cola ante una caseta de madera del muelle de Santa Mónica para obtener el certificado que atestigua que han completado la ruta.
El muelle de Santa Mónica, en la ciudad homónima de California, está conectado con Chicago por la vieja Ruta 66... y por su noria alimentada con energía solar.
La exposición universal de Chicago de 1893 exhibió la primera noria, así como una nueva forma de energía: la electricidad. Para millones de estadounidenses, el futuro era ilusionante.
El muelle también invita a reflexionar sobre el mundo que hemos creado, en parte a través de nuestra historia de amor con el motor de combustión interna. Al este se extiende Los Ángeles, con sus siete millones de coches sedientos de gasolina, que emiten más dióxido de carbono que 13 estados de este país. Al sur queda Venice Beach, donde en la década de 1940 no cabía un solo pozo petrolífero más y a cuyas playas han arribado en los últimos años leones marinos famélicos, víctimas de las olas de calor que sufre el océano agravadas por el cambio climático. Al oeste y al norte están Malibú y las colinas que la dominan, escenario del devastador incendio que asoló Woolsey en noviembre de 2018, tras años de sequía y temperaturas al alza. El fuego se cobró tres vidas, forzó la evacuación de 250.000 vecinos y calcinó 1.075 viviendas.
Los vientos de Santa Ana «avivaron aquel incendio con una rapidez increíble, expandiéndolo hasta el mismo mar en un solo día», recordaba Dean Kubani un caluroso día del pasado otoño mientras charlábamos al pie de la noria. Kubani acababa de jubilarse como director de sostenibilidad de Santa Mónica tras 25 años en el Ayuntamiento; había observado el incendio desde la playa. «Normalmente la temporada de incendios es septiembre, octubre», dijo. Pero ahora es más larga, «porque no nos llega la lluvia ni el frío».
Los hornos de la fábrica de acero SSAB America en Montpelier, Iowa, son eléctricos; la empresa afirma que en 2022 se calentarán con energía renovable.
El sector del hierro y el acero, que suele depender del carbón, es responsable de alrededor del 7 % de las emisiones globales de CO2. Desenganchar la industria pesada del calor barato que aportan los combustibles fósiles es especialmente difícil.
Para quienes se pregunten cómo será el mundo en 2070, el momento actual es tan crítico como confuso. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas afirma que debemos reducir a cero la emisión de gases de efecto invernadero en los próximos 50 años, o incluso antes, si queremos impedir una catástrofe climática. En lugar de eso, el mundo está produciendo más combustibles fósiles, no menos. Las compañías petroleras y gasistas de Estados Unidos, convertido en el primer productor mundial, planean potenciar su desarrollo un 30% antes de 2030. Donald Trump ha retirado al país del Acuerdo de París, cuya meta es empezar a abandonar gradualmente el uso de combustibles fósiles.
Sin embargo, al mismo tiempo estamos en plena revolución de la energía verde. En todo el mundo, en el próximo lustro las energías renovables darán un salto productivo equivalente a la capacidad de producción eléctrica de Estados Unidos. ¿Qué profesión crecerá más en Estados Unidos a lo largo de la próxima década, según el Departamento de Estadísticas Laborales? Instalador de paneles solares. (En segundo lugar: técnico de mantenimiento de aerogeneradores).
A lo largo y ancho del país, ciudades y estados se comprometen con el cambio. Desde este año California exige que las viviendas de nueva construcción estén provistas de placas solares. El Ayuntamiento de Berkeley ha prohibido el gas natural en las nuevas edificaciones; Santa Mónica y otros municipios están tomando medidas parecidas. Los Ángeles pretende instalar 28.000 puntos de recarga para vehículos eléctricos en tan solo ocho años; Santa Mónica ha puesto sus miras en disponer de 300 para este mismo año.
«Cuando empecé aquí, la ciudad tenía un solo coche eléctrico, un Ford Taurus reconvertido», nos contó Kubani. Llevaba paneles solares en el techo. «Tenía una autonomía de unos 15 kilómetros». El fotógrafo David Guttenfelder y yo planeábamos recorrer más de 7.000 kilómetros en una serie de coches eléctricos. Cargados con plátanos (para mí) y carne seca (para él), partimos de Santa Mónica hacia la Costa Este, acuciados por una pregunta: ¿podemos como país alcanzar el destino en el que necesitamos estar? O, en otras palabras, ¿podemos desengancharnos de los combustibles fósiles con la rapidez necesaria para que en 2070 sigamos teniendo un mundo habitable?
Oatman, en Arizona, antaño un pueblo minero donde el oro y la plata se bajaba del monte en burro, se reinventó como un alto en el camino para los migrantes que recorrían la Ruta 66.
Hoy es una atracción turística, con burros que dormitan a la sombra y «pistoleros» del Salvaje Oeste que actúan en shows. En otro punto del condado de Mohave se está construyendo un centro de datos alimentado con energía solar.
Al norte de Los Ángeles, en el condado de Kern, todavía se bombea crudo de vastos campos petrolíferos. Pero al este de la capital comarcal del petróleo, Bakersfield, más allá de la polvorienta sierra Tehachapi, un futuro más limpio centellea bajo el aire recalentado. Llegamos al pueblo de Mojave, en el desierto homónimo, en nuestro Hyundai Kona de alquiler y estacionamos en el aparcamiento de una tienda de ropa, donde el viento sacudía los vestidos colgados en el exterior. Al otro lado de unas herrumbrosas vías férreas pudimos ver los aerogeneradores que descollaban sobre los parques solares en la que quizá sea la concentración de renovables más densa del país.
Ben New, vicepresidente de construcción de 8minute Solar Energy (el nombre alude al tiempo que tarda la luz del Sol en llegar a la Tierra), nos condujo a un clúster de módulos solares que en una superficie de 200 hectáreas generan 60 megavatios, un suministro suficiente para 25.000 hogares californianos. Enjuto y de barba canosa, New hablaba con precipitación, como quien está habituado a trabajar contra reloj. «Hace 20 años las placas solares eran tan caras que nadie habría creído posible hacer lo que hemos hecho aquí», dijo.
Hoy los paneles solares son una ganga. El precio de los módulos fotovoltaicos se ha desplomado un 99% desde los años setenta, en gran parte gracias a las políticas públicas y la investigación, en Alemania, Japón, China y Estados Unidos. A medida que los Gobiernos empujaban a las energéticas a fomentar las renovables, la demanda se disparó. La producción se hizo más eficiente. Los precios cayeron. Instalar un vatio de energía solar cuesta a New la quinta parte de lo que le costaba hace 10 años; además, ocupa la mitad de espacio.
Estados Unidos tardó 40 años –lo logró en 2016– en instalar un millón de sistemas de energía solar, desde paneles en tejados hasta parques solares de tamaño industrial. El segundo millón, que estaba listo en 2019, se instaló en solo tres años. Se prevé que en 2023 la cifra se haya duplicado de nuevo. Estados Unidos tiene ya energía solar suficiente para abastecer a 13 millones de hogares. Los proyectos están ganando entidad: la empresa de New ha anunciado la firma de otros 400 megavatios, con una capacidad de almacenamiento de 300. Este y otros proyectos de 8minute suministrarán energía limpia a un millón de angelinos.
Aerogeneradores y módulos solares tapizan el desierto de Mojave en el condado de Kern, California, una de las concentraciones más densas de energía renovable en Estados Unidos.
Los sectores solar y eólico han crecido con rapidez y hoy suministran energía a millones de hogares. Aun así, siguen produciendo menos del 10 % de la electricidad del país.
Pero por impresionantes que sean las cifras, están muy lejos de ser suficientes. Actualmente en Estados Unidos menos del 2% de la electricidad procede del sol, y otro 7% es de origen eólico. Las cifras mundiales son equiparables. Para frenar el calentamiento en 1,5 °C, estimaba un reciente informe de la ONU, las emisiones globales deben caer un 7,6 % anual en la próxima década. El año pasado volvieron a aumentar. Para que las renovables salven esa brecha, decía el informe, tendrían que crecer a un ritmo seis veces superior al actual.
Esto exigiría una movilización masiva e ingentes inversiones en infraestructuras: en capacidad de fabricación de acero y cable, en baterías y líneas de transmisión eléctrica. En Estados Unidos, cuya red eléctrica se divide en tres áreas (la oriental, la occidental y Texas), se necesitaría una reforma colosal para llevar energía de la soleada Arizona a la carbonífera Virginia Occidental. Por ahora, apuntó New, tendríamos que generar muchos gigavatios «en zonas del país que nunca lo han hecho». Ello implicaría la complicada obtención de licencias en lugares donde los combustibles fósiles gozan de gran predicamento. Aunque nada agradaría más a New que asistir a una rápida transición a la energía solar, no cree que se logre a tiempo. La desgravación fiscal del 30% a la inversión solar, en vigor desde el mandato de George W. Bush, empieza este año a desaparecer paulatinamente.
¿Podría expandirse la energía solar al ritmo necesario si se fomentase como es debido? No sería la primera vez que los expertos subestiman su potencial. En 2008 el profesor de Harvard David Keith predijo que podríamos darnos con un canto en los dientes si llegábamos a ver energía solar a 30 centavos el vatio antes de 2030. En realidad vamos a verla en 2020. «Nos equivocamos de plano –ha declarado Keith recientemente–. La energía solar barata es una realidad. Algo asombroso».
La mesa de una cafetería de Tucumcari, en Nuevo México, es real; la pareja de comensales, un trampantojo.
La pintura situada sobre ellos muestra una escena, otrora común en el Oeste, de ganado reunido alrededor del agua que bombea un molino de viento. Los paisajes del futuro tendrán que incluir un gran número de turbinas eólicas y parques solares, sobre todo si damos la espalda a la energía nuclear.
Al despedirnos de New, pensé en lo rápido que puede cuajar en Estados Unidos cualquier transformación tecnológica, desde el auge de los teléfonos inteligentes y las redes sociales hasta la expansión en apenas unos años de los sucedáneos de la carne, ya presentes en las hamburgueserías de este país carnívoro. Esa misma tarde Guttenfelder y yo aparcamos en la Base Aérea y Espacial de Mojave, un centro de pruebas y lanzamientos.
Fuimos allí porque la base contaba con puntos de recarga para vehículos eléctricos. Al enchufar nuestro Kona, apareció un mensaje en el salpicadero: la recarga llevaría cerca de seis horas. Allí lo dejamos hasta el día siguiente y, con el mentón hundido contra el pecho para protegernos de la brisa arenosa, caminamos casi dos kilómetros hasta el motel más cercano.
¿Podemos expandir la energía solar con la rapidez necesaria? No sería la primera vez que los expertos subestiman su potencial, y la tecnología puede obrar transformaciones vertiginosas
El road trip americano surgió con una apuesta. En 1903, cuando no existían autopistas interestatales ni gasolineras, un socio de un club privado californiano apostó 50 dólares a que Horatio Jackson, médico de profesión, no sería capaz de llegar en automóvil a la Costa Este. Al cabo de cuatro días, según Horatio's Drive: America's First Road Trip, película y libro de 2003 de Dayton Duncan y Ken Burns, Jackson y un mecánico salieron de San Francisco en un Winton de 20 caballos. Adoptaron un bulldog y le pusieron gafas de piloto para protegerle los ojos del polvo. Subieron puertos de montaña por pistas sin asfaltar, vadearon arroyos, sufrieron averías y fueron remolcados por caballos, y aguardaron la llegada por correo ferroviario de las piezas de repuesto que necesitaban. Jackson llegó a Nueva York 63 días después, tras completar el primer viaje transpaís al volante de un automóvil.
Ahora el viaje por carretera está grabado a fuego en la psique estadounidense, que ha visto en él un vehículo de descubrimiento, una ocasión de recordar, olvidar, pasar página, perderse. Guttenfelder y yo, oriundos ambos del Medio Oeste (él es de Iowa; yo, de Kansas) ya habíamos completado sendos viajes de costa a costa en nuestra juventud. El mío me introdujo, a los 21 años, a los paisajes rocosos del Oeste: los Teton, los Olympics, el Gran Cañón. Aquel viaje me cambió la vida. Menos de un año después me mudé a Wyoming. Desde entonces nunca he vivido a más de una hora en coche de las montañas.
Por el momento, atravesar el país en coche eléctrico exige recalibrar las expectativas. La recarga completa del vehículo puede llevar entre una y 24 horas, dependiendo de la batería y del cargador. Con la salvedad de los más de 750 puntos de carga ultrarrápida específicos de Tesla, pocos lugares hay en Estados Unidos donde se pueda llevar a cabo una recarga rápida, frente a las casi 150.000 gasolineras que hay en el país. Pero la mayoría de los vehículos eléctricos pueden cargarse de noche, en casa. Y Tesla, dueña de la mejor red de carga rápida, también tiene unos 3.800 puntos de carga lenta.
Una bomba petrolífera en un campo de algodón de Lubbock, Texas, en el borde norte de la cuenca Pérmica.
El fracking de arcilllas compactadas profundas permitió a esta región extraer más de una tercera parte de todo el crudo estadounidense en 2019. En septiembre, fecha en que se tomó esta foto, Estados Unidos fue exportador neto de crudo por primera vez desde que empezaron a llevarse registros mensuales en 1973.
Después de Mojave, dejamos atrás las llanuras salinas y entramos en el estrecho valle de Panamint. En condiciones ideales, nuestro Hyundai Kona tenía 415 kilómetros de autonomía. Pero pasábamos por puertos de montaña y el viento tórrido hacía traquetear las puertas y nos obligaba a tener el aire acondicionado a tope. Había leído que tanto lo uno como lo otro podían reducir la vida de la batería, lo cual despertó en nosotros el primero de varios brotes de «ansiedad de la autonomía». Aquel acabó sin novedad en el valle de la Muerte, en el sudeste de California, donde encontramos un hospedaje espléndido con cargador incluido.
Al día siguiente cargamos a tope en el aparcamiento del Termómetro más Alto del Mundo, un imponente pilar que conmemora el récord de temperatura mundial: los 56,7 °C registrados en 1913. Matando el tiempo en la tienda de regalos, Ian Bowen, el encargado, me contó que en su infancia había sido «el niño aburrido del asiento de atrás» cuando su familia recorría como una exhalación Nebraska y Iowa en sus vacaciones, dejando atrás las tentaciones del camino. «De pequeño nunca entendí qué sentido tenía viajar en coche si total no íbamos a hacer paradas», decía. Para él, los viajes por carretera son una ocasión para paladear el trayecto y explorar. Por ahora, las largas paradas obligadas en los puntos de recarga «casan perfectamente con esa filosofía».
Enchufar coches y camiones a la red eléctrica es parte fundamental de la estrategia que busca desenganchar a Estados Unidos y al mundo de los combustibles fósiles. En décadas venideras aumentará enormemente la demanda de electricidad. En otras épocas del pasado el mercado habría respondido con más centrales térmicas de carbón, pero ya no. El nuevo proyecto de 8minute, por ejemplo, suministrará energía a Los Ángeles por menos de dos centavos el kilovatio-hora, un precio mucho más económico que el carbón.
Nos topamos con Russell Benally una tarde que revisaba su caballo en un promontorio rocoso a las afueras de LeChee, una pequeña comunidad navaja de Arizona cercana al lago Powell. A lo lejos, silueteada por el sol crepuscular, se distinguía la Estación Generadora Navaja, la central térmica de carbón más grande al oeste del Mississippi.
Esta central con 45 años de historia, que en su día generaba en un año electricidad suficiente para dos millones de hogares –Los Ángeles recibió de ella parte de su energía hasta 2016– se hallaba en proceso de cierre porque ya no podía competir con el gas barato y las renovables. Su clausura supondría la destrucción de cientos de empleos, casi todos ellos ocupados por nativos americanos. Y aunque los navajos y hopi no eran propietarios de la central, sí se embolsaban millones de dólares en concepto de regalías y arrendamiento, unos ingresos de difícil sustitución. Pero la central había sido enormemente contaminante: 14 millones de toneladas como mínimo de CO2 al año. Para irritación de algunos miembros de la nación de los navajos, aquellos malos aires los generaba una energía que en su inmensa mayoría se consumía lejos de allí. «Muchos habitantes de esta zona ni siquiera tienen electricidad», nos contó Benally, un fontanero navajo jubilado.
Lo acompañamos a su casa para conocer a su esposa, Sharon Yazzie. Criada en LeChee, recordaba cómo era la vida antes de la central. Asegura que no la echará de menos. «Siempre ha producido para fuera, nunca para nosotros», dijo.
El cierre de la térmica se enmarca en una tendencia que parece imparable. En Estados Unidos se han clausurado desde 2010 más de 500 centrales de carbón, y en el horizonte cercano se vislumbran decenas de cierres más. En este país, el consumo de carbón en 2019 fue el menor de los últimos 40 años: en abril, las renovables generaron más electricidad que el carbón por primera vez en la historia. China y la India todavía están sumando centrales térmicas de carbón de nueva creación, pero incluso allí se intuye el cambio de paradigma: muchas centrales chinas funcionan esporádicamente; en 2018 la India sumó más energía renovable que carbón.
En 2019, 40 años después de la fusión parcial de un reactor en la central nuclear de Three Mile Island, en Pennsylvania, la planta cerró definitivamente.
Tanto la construcción como el funcionamiento de las nucleares sale caro, pero a cambio producen electricidad las 24 horas sin emitir carbono. En Estados Unidos suministran casi el 20 % de la electricidad.
A unos 10 kilómetros de LeChee, en Page, todavía en Arizona, aparcamos nuestro nuevo coche de alquiler, un Tesla Model S, junto a un majestuoso meandro del río Colorado llamado Horseshoe Bend. Estaba repleto de turistas. El cierre de la térmica era un palo, nos contó Judy Franz, directora de la Cámara de Comercio de Page, pero el turismo crecía por momentos. Cada vez eran más las familias navajas que abrían restaurantes y agencias de guías. «Al principio mucha gente se asustó un poco –dijo–, pero saldremos adelante».
Durante los días siguientes describimos una enorme curva a través del futuro y el pasado, que coexisten en una tensión incómoda. Entrando en Utah por el sur, pasamos junto a bosques ralos y montículos de roca blanca. Salvamos el remoto terreno aterrazado del Monumento Nacional de Grand Staircase–Escalante, la última región cartografiada de los estados contiguos. Tras parar en un punto de recarga lenta de Boulder (240 habitantes), en Utah, pusimos rumbo a Colorado.
En las afueras de Denver, en el Laboratorio Nacional de Energías Renovables (NREL, por sus siglas en inglés), un minibús eléctrico autónomo acababa de entrar en funcionamiento para trasladar a los científicos desde el garaje hasta sus espacios de trabajo. Guttenfelder y yo observamos cómo uno de ellos, David Moore, con bata y guantes de laboratorio, untaba de líquido con un pincel un recuadro de vidrio conductor del tamaño de una tarjeta de crédito, transformándolo instantáneamente en una diminuta célula fotoeléctrica. El líquido era una disolución de perovskitas, un material cristalino semiconductor que ofrece una excepcional eficiencia a la hora de absorber la radiación solar. Hay quien cree que las perovskitas podrían ejercer un efecto transformador de profundo calado, haciendo que la energía solar sea omnipresente y baratísima.
«Podríamos revestir de estos materiales una pared de ladrillo, un entablado, un muro orientado al sur… cualquier cosa que reciba sol –dijo Moore–. El techo de un coche. El exterior de la ropa. Una mochila». Él imagina células solares que se imprimen en rollos de película, como los periódicos en las rotativas, lo que facilitaría su fabricación en serie a gran velocidad. En el sector hay curiosidad, pero también escepticismo. A menudo los descubrimientos revolucionarios no cuajan fuera del laboratorio.
Muchas de esas revoluciones llegarán entre hoy y 2070; la cuestión es a qué velocidad permitirán los intereses creados que se destierren las viejas tecnologías. En Texas fuimos testigos de esa dinámica.
Una malla de varillas corrugadas forma la base de uno de los 120 aerogeneradores que se sumarán al parque eólico de Sage Draw, en la cuenca Pérmica.
Texas genera más energía eólica que ningún otro estado. La energía eólica sale tan barata que ExxonMobil ha adquirido la mayor parte de la producción de este parque de 338 megavatios... para continuar extrayendo crudo y gas mediante la técnica del fracking.
Una mañana, al sudeste de Lubbock, vimos un camión que entre cultivos de algodón transportaba una pieza de aerogenerador. Al igual que nosotros, la pieza acababa de cruzar las llanuras de Texas en dirección a Sage Draw, un proyecto eólico de 16.500 hectáreas todavía en construcción. Nos pusimos el casco y nos pateamos la periferia de una zanja de tierra en la que un entramado de barras de acero corrugado pronto sostendría una torre aerogeneradora, una de las 120 que en conjunto generarán 338 megavatios.
Texas, sinónimo de crudo, genera hoy más energía eólica que cualquier país del mundo excepto cuatro. El órgano legislativo dispuso que las compañías energéticas invirtiesen miles de millones de dólares en la actualización de la red eléctrica del estado, tendiendo miles de kilómetros de nuevas líneas de transmisión para que los parques eólicos del ventoso oeste de Texas pudiesen vender electricidad a ciudades del este como Dallas. El resultado fue espectacular. En 2017, el Estado de la Estrella Solitaria producía ya la cuarta parte de la electricidad eólica del país.
Al mismo tiempo, en cambio, la cuenca Pérmica del oeste de Texas y Nuevo México se convertía en uno de los campos petrolíferos más vastos del mundo gracias a los avances en la técnica de fractura hidráulica, o fracking. Hoy Texas produce más del doble de crudo del que salía de Alaska cuando alcanzó su pico de producción en 1988. Solo el gas natural sobrante que las empresas queman o disipan, a falta de gasoductos con los que comercializarlo, alcanza los 22,5 millones de metros cúbicos al día, según Rystad Energy, una cantidad suficiente para satisfacer la demanda de consumo del estado de Washington, donde yo resido. Quemar gas emite CO2; el gas natural disipado a la atmósfera es principalmente metano, cuyos efectos de calentamiento sobre el planeta son todavía más potentes.
En Sage Draw confluyen los booms eólico y petrolero de Texas. ExxonMobil proyecta ampliar su actividad de extracción de crudo un 80% en cuatro años. Para alimentar parcialmente sus operaciones, ha firmado la adquisición de la mayor parte de la electricidad renovable producida en Sage Draw y un parque solar cercano, propiedad ambos de la danesa Ørsted. Frank Sullivan, de la división terrestre americana de Ørsted, calificó el contrato de «elocuente indicador» de la nueva competitividad de la energía limpia. También es indicador del extrañísimo momento que vivimos. En Texas, la energía limpia sirve para extraer más combustibles fósiles, cuando lo suyo es que los sustituya totalmente.
En 2007 un tornado arrasó Greensburg, en Kansas. La ciudad reconstruida funciona con energía renovable: es el regreso a la autonomía de los pioneros de las praderas
Cierto es que la mayoría de los estadounidenses seguimos comprando lo que vende ExxonMobil. Y recorrer de lado a lado esta nación dividida pone de manifiesto que algunos no tienen el menor deseo de que las cosas cambien. En Tucumcari, Nuevo México, cerca del Blue Swallow Motel, hay un pequeño punto de recarga para vehículos eléctricos en una vieja gasolinera Conoco. El día que llegamos, una camioneta lo bloqueaba.
En la fábrica de TPI Composites de Newton, Iowa, los operarios lijan, pintan y pulen las aspas de los aerogeneradores.
Las energías renovables insuflaron renovada vida a Newton tras el cierre en 2007 de la fábrica de lavadoras y secadoras Maytag. En un antiguo edificio de Maytag, TPI produce chasis de autobuses eléctricos; en otro, una empresa fabrica las torres de los aerogeneradores.
En Kansas, un camión que transportaba la gigantesca aspa de un aerogenerador no lograba doblar una esquina, produciendo el consiguiente embotellamiento. Mientras los coches se iban deteniendo, una pick-up dio un volantazo e hizo un cambio de sentido, escupiendo un chorro de humo negro. El impaciente conductor había trucado el motor diésel del vehículo para que emitiese más gases de escape con solo pulsar un botón, una forma de protesta antimedioambientalista conocida como «rolling coal» o «Prius dusting».
Así y todo, asistimos a un cambio de actitud; los estadounidenses se suman a la transición energética cuando esta les facilita la vida. Paseando por el parque de atracciones de Las Vegas, con sus fuentes iluminadas y reflectores que inundaban el cielo de luz, me quedé boquiabierto ante el despilfarro energético. Pero ha entrado ya en vigor la nueva ley que exige que la mitad de la electricidad consumida en el estado proceda de renovables antes de 2030. En el estado contiguo, Arizona, una energética invirtió 38 millones de dólares en 2018 para frustrar una iniciativa legislativa popular de objetivos similares. Este año, sin embargo, ha dado un golpe de timón al anunciar que se marca como meta ser cien por cien renovable en 2050.
En Colorado conocimos al ingeniero de software Kevin Li mientras cargaba su Tesla Model 3 de 2018. Acababa de recogerlo en California y volvía con él a su casa de Carolina del Norte. Cuando le pregunté hasta qué punto el cambio climático había influido en su decisión de pasarse al coche eléctrico, Li pareció confundido. Repetí la pregunta. ¿Había comprado un Tesla movido por una profunda preocupación por el calentamiento global?
«No», respondió Li.
¿Entonces por qué?
«Porque corre –me dijo con una sonrisa–. Es rápido. Rapidísimo».
En el oeste de Kansas nos pasamos un día en Greensburg (790 habitantes). En 2007 un tornado arrasó más del 90% de este pueblo agrícola y segó 11 vidas. Cuando llegó el momento de reconstruirlo, hubo quien propuso aprovechar la coyuntura para subirse al tren de la sostenibilidad: haría honor a su nombre convirtiéndose en un «green burg», un burgo verde. A Bob Dixson, el exalcalde, aquello le sonó bastante hippy. Sin embargo, con el tiempo empezó a verlo como un retorno a las virtudes de los antepasados que se asentaron en aquellas praderas. Los pioneros de Kansas levantaban molinos de viento para bombear agua, vivían en casas techadas con tepes vivos y almacenaban el alimento en bodegas subterráneas. El nuevo colegio de Greensburg utiliza energía solar y calefacción geotérmica, y la comunidad reconstruida genera electricidad eólica. Hoy la red eléctrica de Greensburg emite cero carbono.
Brian Clatrider cosecha maíz en la granja familiar en Iowa.
MidAmerican Energy, la empresa eléctrica que abastece la zona, ha instalado aerogeneradores en el condado de Adair desde 2018, generando unos bienvenidos ingresos a los agricultores. Su cosecha de maíz se retrasó en 2019 por culpa de unas lluvias torrenciales en primavera, el tipo de meteorología extrema que se supone traerá consigo el cambio climático.
Una noche en Des Moines, Iowa, mientras me acomodaba en mi habitación del hotel, Guttenfelder me envió un mensaje de móvil desde el otro lado del pasillo. Una visitante inesperada iba a dar una conferencia al día siguiente a dos horas de donde nos encontrábamos: la activista climática Greta Thunberg. La adolescente sueca también estaba cruzando el país en un Tesla como nosotros, solo que en sentido contrario.
Entramos en Iowa City cuando miles de personas se concentraban para oírla. Vi un dibujo de un planeta con la leyenda «Socorro, me muero». Thunberg apareció en el estrado acompañada de estudiantes de la ciudad. «Los líderes mundiales están comportándose como niños y alguien tiene que hacer el papel de adulto», dijo. La multitud aplaudió a rabiar.
Thunberg había llegado a Estados Unidos por mar para no coger un avión; un solo vuelo puede generar más CO2 que algunas personas en todo un año. Con una apuesta climática cada vez más arriesgada y un tráfico aéreo cada vez más popular, algunos europeos y estadounidenses –científicos entre ellos– se han propuesto restringir los viajes en avión. Guttenfelder y yo hablamos sobre la enorme presencia de los combustibles fósiles en nuestras vidas.
Al principio de nuestro viaje incluso me había subido a un avión para estar en casa en el undécimo cumpleaños de mi hija. Sentí culpa al contribuir a crear un mundo un poco más inhóspito para ella. Y frustración al verme obligado a elegir entre su presente y su futuro. Pero el objetivo es construir un mundo en el que podamos viajar sin lamentarnos del carbono que emitimos. En el NREL se investigan combustibles para aviones a partir de algas o residuos alimentarios. La primera aeronave comercial eléctrica, un hidroavión de seis pasajeros, completó con éxito el primer vuelo de prueba en Canadá el pasado mes de diciembre.
Por todo Iowa los aerogeneradores giraban sus aspas sobre los campos de maíz; las desgravaciones fiscales los han convertido en una valiosa fuente de ingresos para los agricultores. Tras Kansas, Iowa es ya el segundo estado que obtiene de fuentes renovables la mayor proporción de electricidad. En Newton (15.000 habitantes), los aerogeneradores se fabrican en una antigua fábrica de lavadoras Maytag. En Montpelier, la acerera sueca SSAB manufactura piezas para aerogeneradores. Las infernales temperaturas que manejan no provienen de quemar carbón de coque, como en la mayoría de las fábricas de acero, sino de hornos de arco eléctrico. Dentro de dos años esos hornos se alimentarán exclusivamente de energía limpia. Una acería de la América profunda que utiliza energía eólica para fabricar piezas de aerogeneradores: nos pareció todo un hito.
Cuando estudiaba en el Instituto Tecnológico de Massachussets, Robert Scaringe (conocido como R. J.) trataba de minimizar su huella de carbono, aunque eso «le exigiera tiempo y esfuerzo». Instar a los demás a renunciar a las comodidades modernas, concluyó, no era una estrategia muy prometedora. «Exige demasiado», nos dijo. Hoy Scaringe dirige la start-up de vehículos eléctricos Rivian, que planea comercializar un SUV y una pick-up este mismo año. También ha firmado un acuerdo con el gigante comercial Amazon para construir 100.000 camiones de reparto eléctricos antes de 2030.
Sobre las renovables puede decirse lo mismo que sobre los vehículos eléctricos: las cosas cambian a buen ritmo, solo que no lo bastante rápido. En todo el mundo hay cinco millones de coches eléctricos, un incremento de casi dos millones al año. Volkswagen, por poner un ejemplo, proyecta fabricar otros 26 millones en 10 años. Pero en el mundo hay unos 1.500 millones de coches y camiones. Los vehículos eléctricos apenas suponen el 2% del mercado estadounidense.
Tesla no es la única empresa que intenta hacer que los coches eléctricos sean más atractivos. Ford ha presentado un Mustang eléctrico; Harley-Davidson, una moto enchufable. Pero a escala mundial los conductores siguen optando por los SUV, coches pesados y más contaminantes; hay más de 200 millones en las carreteras, seis veces más que en 2010. Scaringe quiere entrar en ese mercado.
En Plymouth, Michigan, vimos a los empleados de la central de ingeniería y diseño de Rivian desplazarse por las instalaciones en monopatín. Scaringe, de 37 años, quiere fabricar vehículos para personas activas que hacen vida al aire libre. Junto con sus socios, planea instalar puntos de recarga en zonas menos transitadas. De igual modo que los adolescentes no pueden imaginarse cómo vivíamos sin redes sociales, Scaringe confía en que sus propios hijos –que todavía no han cumplido cinco años– no lleguen a conocer un mundo «sin puntos de recarga en cada esquina».
Este cartel de Menlo, una ciudad de Iowa, se colocó en 1934 en la que entonces era la autopista 6.
El fotógrafo David Guttenfelder solía pasar por delante de él cuando de pequeño iba a Menlo a visitar a sus abuelos. La gasolinera cerró cuando la I-80 desvió el tráfico por el sur de la ciudad, pero el cartel, restaurado en 2008, saluda de nuevo a los transeúntes diciendo adiós a la vieja cultura del automóvil y hola a la innovación.
Durante los siguientes días Guttenfelder y yo pisamos a fondo rumbo a nuestro destino: Washington D.C. Hicimos un alto en Ohio para visitar First Solar, el primer fabricante estadounidense de paneles solares. En Pennsylvania pasamos junto a la central nuclear de Three Mile Island. Cuarenta años después del accidente nuclear que supuso el cierre de su primer reactor, el otro acaba de clausurarse también: hoy resulta demasiado caro mantenerlo en funcionamiento. Desde 2013 han cerrado en Estados Unidos otras siete centrales nucleares; siete más tienen fecha de caducidad para antes de 2025. Buena parte de la electricidad libre de carbono que producían será sustituida por gas natural, un gran generador de emisiones. El debate sobre el futuro de la energía nuclear es complejo y cada vez más ideológico.
Otro tanto ocurre con el debate sobre el cambio climático. «Por desgracia, y debido a motivos difícilmente comprensibles, la sostenibilidad se ha convertido en un tema de lo más politizado», me dijo Scaringe. Pero si queremos acelerar nuestra transición a la energía limpia, es imprescindible que se corrijan las políticas a todos los niveles gubernativos. ¿Puede una nación polarizada cohesionarse en torno a las soluciones?
En vísperas de iniciar nuestro viaje visité a un hombre que se había presentado a las elecciones presidenciales para conseguir justamente eso. La tarde en la que la CNN organizaba debates públicos sobre el clima con candidatos demócratas, me puse al volante de un Nissan Leaf y conduje desde mi casa de Seattle hasta Olympia, capital del estado de Washington, para ver al gobernador, Jay Inslee. Inslee había confeccionado una hoja de ruta integral que contenía desde políticas nacionales de energías renovables para las compañías energéticas hasta unos estándares de construcción de cero emisiones. Pero su campaña presidencial no llegó a despegar, y acababa de darla por finiquitada.
Me contó una historia que ponía de manifiesto la capacidad del país de moverse con celeridad cuando hay voluntad. En 1940 el Ejército de Estados Unidos había solicitado a los fabricantes de automoción que diseñasen un nuevo vehículo de «reconocimiento ligero». Al término de la Segunda Guerra Mundial, cinco años más tarde, habían fabricado casi 645.000 Jeeps. «Estamos en una película y todavía no hemos visto el rollo final –dijo Inslee–. Y está en nuestra mano conseguir que sea un final feliz».
Al mes de partir de Santa Mónica, Guttenfelder y yo llegamos a Washington D.C. Al pasarnos por el Museo Nacional de Historia Nacional distinguí el Winton rojo de Horatio Jackson, incluida la réplica del bulldog con gafas. La exposición, que versaba sobre viajes por las carreteras de Estados Unidos, también resaltaba la ardua travesía campo a través de un convoy militar en 1919 en uno de cuyos vehículos viajaba un joven Dwight Eisenhower. Siendo ya presidente, Eisenhower sería paladín del sistema de autopistas interestatales.
Unos paneles trazaban la historia de cómo las autopistas llegaron a ser imprescindibles. En menos de 25 años desde la travesía de Jackson, los coches se habían convertido en parte del estilo de vida americano. Veintitrés millones de ellos recorrían sus carreteras en 1930, cuando empezó a asfaltarse la Ruta 66. Más de la mitad de las familias estadounidenses tenían su propio automóvil.
En este país nos adaptamos con rapidez una vez estamos convencidos de que el cambio es necesario, incluso útil. Podríamos adaptarnos una vez más. Es posible que en 2070 los humos de quienes practican el «rolling coal» no sean más que el recuerdo de unas volutas perdidas en el viento.
Este artículo pertenece al número de Abril de 2020 de la revista National Geographic.
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