Rodrigo Díaz, el Cid, fue desterrado dos veces por su rey, Alfonso VI. El 'Cantar de mio Cid' nos presenta un vasallo que intenta por todos los medios recuperar el amor de su soberano, pero la realidad fue muy distinta.
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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
Rodrigo Díaz fue alzado a la categoría de mito a partir del célebre Cantar de mio Cid, que dibuja un héroe de conducta ejemplar: desterrado por su rey, recupera el favor del monarca, quien lo destierra de nuevo; sin embargo, a pesar de tales condenas, siempre injustas, nunca se enfrenta a su soberano, Alfonso VI; por el contrario, siempre intenta recuperar la buena voluntad del monarca. Esta imagen del Cid, positiva y sin fisuras, pasó a diferentes crónicas medievales que incorporaron los hechos narrados en el Cantar. Según esta óptica, nuestro personaje se mereció la fama que tiene por ser un caballero perfecto, un vasallo ejemplar, un campeón de la Cristiandad. Pero la visión del Cid acuñada por el Poema se compadece mal tanto con el Rodrigo soberbio que aparece en el romance de la Jura de Santa Gadea como con la realidad histórica de los desencuentros entre el soberano y su vasallo, que terminaron en dos destierros.
FIEL SERVIDOR DE SANCHO II
En una de aquellas crónicas medievales, la llamada Primera crónica general, se cuenta que, siendo aún muy joven, Rodrigo Díaz de Vivar entró en contacto con la familia real de León, encabezada por Fernando I, lo que le permitió tratarse con sus hijos Sancho, Alfonso y García, y con sus hijas Urraca y Elvira. Sobre todo con la primera: entre Urraca y Rodrigo quizá pudo haber surgido algún tipo de relación amorosa, como sugieren los versos de un romance que pone en boca de la princesa estas palabras: «Yo te calcé espuela de oro porque fueses más honrado; / pensando casar contigo, ¡no lo quiso mi pecado!, / casástete con Jimena, hija del conde Lozano; / con ella hubiste dineros, conmigo hubieras estados».
Viéndose cercano a la muerte, que le llegó en 1065, Fernando I decidió repartir entre sus hijos los reinos que tanto le había costado reunir. A Sancho, el primogénito, le asignó el condado de Castilla; Alfonso, su hijo predilecto, heredó León, y a García le correspondió Galicia. A su hija Urraca le dejó Zamora, mientras que Elvira recibió la villa de Toro. Todos quedaron contentos salvo, naturalmente, Sancho, el primogénito, que pensaba ser el único rey. Y, como el padre advirtió su reticencia, obligó a todos sus vástagos a jurar que acatarían su voluntad. Sin embargo, tras la muerte del rey, Sancho se preparó para iniciar una particular reconquista que le permitiera reunir en sus manos los antiguos dominios paternos. Para ello contaba con la ayuda de Rodrigo, su amigo y estrecho colaborador.
Tras la muerte del rey, Sancho se preparó para iniciar una particular reconquista que le permitiera reunir en sus manos los antiguos dominios paternos. Para ello contaba con la ayuda de Rodrigo
La paz entre los hermanos se mantuvo hasta la muerte de su madre doña Sancha, en 1067. Entonces Sancho, convertido en el primer rey de Castilla, atacó a su vecino Alfonso. En 1068, los ejércitos de ambos se enfrentaron en Llantada, en territorio leonés, con la condición de que el hermano derrotado debía ceder el trono al vencedor. Ganó la batalla el ejército castellano, dirigido por Rodrigo, pero el resultado no fue tan decisivo como para que Alfonso se considerase muy mermado, de forma que nada cambió. Con todo, Sancho y Alfonso acordaron unir sus fuerzas para destronar a García y repartirse sus dominios de Galicia, lo que hicieron en 1071. García, derrotado, desapareció de la escena política.
Por supuesto, Alfonso no podía dormir tranquilo, pues conociendo a su hermano debía de temer otro enfrentamiento. Y así fue. El segundo choque se produjo en enero de 1072, de nuevo en territorio leonés. Esta vez las tropas castellanas, con Rodrigo al frente, se impusieron en toda la línea y Alfonso terminó exiliado en el reino taifa de Toledo, cuyo soberano era tributario del monarca leonés. Desde luego, el amor fraterno entre los reyes de Castilla y de León –si alguna vez lo hubo– se había esfumado. Y la inquina que Alfonso sentía por Sancho debía de ir a la par con la que albergaba hacia Rodrigo, mano derecha del rey castellano.
La situación dio un giro radical el 7 de octubre de 1072. Ese día, Sancho fue asesinado a traición mientras cercaba la Zamora de su hermana Urraca, misión en la que Rodrigo desempeñó un notable papel. Entonces Alfonso, por derecho de sangre, se convirtió en señor de los reinos de sus hermanos. Pero algunos textos refieren que el monarca de León tuvo que cumplir el requisito exigido por los castellanos: jurar que no había participado en el asesinato de su hermano, jura de la que se encargó precisamente Rodrigo.
VASALLO DEL REY ALFONSO
El juramento del monarca se narra en el célebre romance de la Jura de Santa Gadea, y también en la Primera crónica general compuesta por orden de Alfonso X el Sabio, a mediados del siglo XIII. En esta última, la dureza inicial del tono empleado por el Cid suscita en Alfonso el desamor hacia su vasallo, hasta el punto de desterrarlo. Sin embargo, se nos dice que «al cabo fueron amigos: así lo supo merecer el Cid». Pero en el romance se mantiene un tono altanero por parte de Rodrigo, quien se dirige al monarca de esta forma: «Villanos te maten, rey, / villanos, que no hidalgos; [...] sáquente el corazón vivo, / por el derecho costado, / si no dices la verdad / de lo que te es preguntado: / si tú fuiste o consentiste / en la muerte de tu hermano». Alfonso, que se siente humillado, acaba por desterrar durante un año a su soberbio vasallo, quien le espeta entonces altivamente: «Tú me destierras por uno, yo me destierro por cuatro».
La dureza inicial del tono empleado por el Cid suscita en Alfonso el desamor hacia su vasallo, hasta el punto de desterrarlo. Sin embargo, se nos dice que «al cabo fueron amigos».
Desde luego, noticias e imágenes como las que contiene este romance resultaban lesivas para la Corona: a la presunta participación de Alfonso en la muerte de su hermano Sancho se le sumaba el tono conminatorio de Rodrigo a la hora de exigir a su rey el juramento de que no había participado en el magnicidio.
No es extraño, pues, que en la Crónica promovida por Alfonso X la jura acabe felizmente: un monarca no podía aceptar desplantes como el que sufre el rey en la Jura. Éste pudo haber sido el origen del Cantar, tal vez compuesto en el entorno real para ofrecer un contrapeso a la imagen del monarca humillado que transmite la Jura. En aquel poema épico –que justamente empieza cuando Rodrigo abandona Burgos camino del destierro, al frente de su mesnada–, Rodrigo es desterrado no porque la exigencia del juramento haya ofendido al rey, sino por la intervención de malos consejeros, lo que deja a salvo la figura del monarca y el prestigio de la Corona. Y todo el afán del Cid durante el destierro será recuperar el amor de su rey, al que no deja de enviar regalos y la parte del botín correspondiente a la Corona. Al final, con su acatamiento, el Cid se verá encumbrado a lo más alto por el soberano. Ése es el modelo de conducta que propone el Cantar. Pero la realidad histórica ofrece una imagen menos idílica de las relaciones entre el monarca y su vasallo.
EL PRIMER DESTIERRO
Como nuevo soberano de Castilla, Alfonso se había convertido en señor del hombre que lo había derrotado dos veces, y aunque la nueva situación le permitía vengarse de él, ese acto le podía acarrear serios problemas con los nobles castellanos. Así las cosas, y actuando más con diplomacia que por benevolencia, el soberano no tomó medidas contra Rodrigo. Más aún, lo dignificó casándolo con su propia pariente Jimena, aunque, desde luego, el Cid perdió la importancia que tenía con Sancho. Ello no impidió que algunos miembros del séquito real lo miraran con malos ojos, por lo que las fricciones no tardaron en producirse. De hecho, cuando el Cid del Cantar da una razón para explicar su destierro alude –como ya hemos dicho– a ciertos «mestureros», sembradores de cizaña que aconsejan mal al soberano y lo alejan de su fiel vasallo. En definitiva, la leal actuación de Rodrigo sería criticada en la corte y malinterpretada por el rey, lo que le acarrearía no un destierro, sino dos.
El primero, en 1081, se decretó a raíz de su ataque contra una zona del reino taifa de Toledo, en respuesta a la incursión de unos bandidos que había partido de allí. La actuación del Cid, sin permiso de Alfonso, dejó en evidencia a este último ante el rey de Toledo, que le pagaba tributo. ¿Acaso el poderoso monarca de León y Castilla no podía imponer su autoridad a sus vasallos y lograr que éstos respetasen la frontera? Mantener su crédito ante los tributarios musulmanes exigía castigar a Rodrigo.
Sin embargo, las circunstancias obligaron a Alfonso a perdonar al Cid. En 1086, los almorávides (bereberes integristas) invadieron la Península y el día 23 de octubre derrotaron a las tropas alfonsinas en la sangrienta batalla de Sagrajas. Necesitado del auxilio de todo el mundo, el rey acudió a Rodrigo, quien durante su destierro había entrado al servicio del rey moro de Zaragoza y se había ganado un gran renombre como guerrero al frente de sus tropas. El rey concedió siete fortalezas al Cid, con lo que éste se situó entre los primeros magnates de Castilla. Pero la reconciliación, en 1087, no implicó el regreso del vasallo a la corte, pues Rodrigo marchó hacia los divididos territorios musulmanes de Levante, cuyos soberanos estaban enfrentados entre sí. Aunque formalmente actuaba allí por cuenta de Alfonso VI, que deseaba asentar su protectorado sobre la taifa de Valencia y su rica y apetitosa capital, Rodrigo empezó a labrar su futuro a punta de lanza en aquellas tierras, y muy pronto el príncipe de Albarracín y el mismo rey de Valencia se reconocieron tributarios suyos.
LA SEGUNDA EXPULSIÓN
Una nueva ofensiva almorávide trastocó la situación y provocó el segundo destierro de Rodrigo. Los almorávides asediaron en 1089 el estratégico castillo de Aledo (Murcia), y Alfonso convocó al Cid para su defensa. Pero no se fijaron los detalles del encuentro, de modo que el soberano se dirigió hacia allí por una ruta mientras Rodrigo lo esperaba en otro lugar, y las tropas de ambos no llegaron a juntarse. Aunque el rey logró evitar que la plaza cayera en manos enemigas, consideró que el Cid lo había desobedecido y que incluso había puesto en peligro al ejército cristiano, de modo que lo volvió a desterrar. Ahora las condiciones fueron drásticas, ya que Rodrigo estaba acusado de traición: confiscó sus bienes y encarceló –aunque por breve tiempo– a su esposa e hijas. En vano proclamó Rodrigo su inocencia y denunció a los cortesanos que lo habían acusado, según él, sin fundamento.
Las condiciones fueron drásticas, ya que Rodrigo estaba acusado de traición: confiscó sus bienes y encarceló –aunque por breve tiempo– a su esposa e hijas
Sin embargo, el destierro le dio la oportunidad de construir su propio principado en tierras levantinas. Nunca más estaría al servicio de un señor cristiano o musulmán. Al parecer, en 1091 hubo un intento fallido de reconciliación por iniciativa de la reina Constanza y sus partidarios en la corte, quienes pidieron al Cid que se uniera a Alfonso VI en su campaña contra el poder almorávide en Granada. Pero a la vista de la ciudad, Rodrigo y el monarca disputaron por el lugar donde plantarían sus tiendas, y en Úbeda la ira del rey estalló. Alfonso debía de haber acumulado no pocos agravios, visto, por ejemplo, que Rodrigo había usurpado su posición como protector de Valencia.
La creciente amenaza almorávide llevó a Alfonso a perdonar definitivamente a Rodrigo en 1092, más por la utilidad de tener a su lado un guerrero de renombre que por magnanimidad: los únicos lugares que los almorávides no lograban conquistar eran aquellos por los que campaba el Cid. Rey y vasallo no se volvieron a ver jamás, aunque ambos siguieron luchando para contener a los almorávides. Rodrigo se adueñó de Valencia en 1094 y murió en 1099. Diez años más tarde fallecía Alfonso. Y al cabo de dos siglos, el altivo Cid del romance se había impuesto en la imaginación popular al sumiso Rodrigo del Cantar.
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