En la historia de los científicos perseguidos por la Inquisición, Galileo Galilei ocupa un lugar especial no solo por sus descubrimientos, sino también por su tozudez. A pesar de su condena que le obligó a abjurar de algunas de sus ideas, se mantuvo firme en ellas y siguió ignorando hasta el final las prohibiciones impuestas.
Galileo Galilei nació en Pisa el 15 de febrero de 1564, hijo de una madre noble y un padre burgués, pero ambos venidos a menos. Como primogénito, al joven Galileo le correspondería un día ser el cabeza de familia, por lo que su padre quiso que estudiara medicina y consiguió, tras bastantes esfuerzos, que fuera aceptado en la universidad de Pisa a los dieciséis años. Sin embargo, este pronto se dio cuenta de que la medicina no era su vocación y la dejó para dedicarse a las matemáticas y a la física, en las que destacó notablemente.
Terminados sus estudios, su intención era dedicarse a la enseñanza: empezó a dar clases privadas de matemáticas en Florencia y en Siena, pero su deseo era conseguir una plaza oficial que le asegurara el sustento. Gracias a sus contactos -especialmente Guidobaldo del Monte, físico como él- consiguió que Ferdinando I de Medici, Gran Duque de Toscana, le concediera en 1589 una cátedra de matemáticas en la Universidad de Pisa.
Nada más convertirse en profesor, Galileo ya se procuró las primeras antipatías al exponer que en sus clases nunca se supondría como cierto nada que careciera de una explicación razonada.
Nada más convertirse en profesor ya se procuró las primeras antipatías al exponer que en sus clases nunca se supondría como cierto nada que careciera de una explicación razonada, afirmando que “son pocos los que indagan, se creen más doctos por tener el mayor número de textos” y que no le importaba “que una tesis sea contraria a la opinión de muchos mientras corresponda a la experiencia y a la razón”. Galileo estaba enunciando los principios de aquello que más adelante sería conocido como el método científico; es decir, la comprobación empírica de los hechos mediante la experimentación, la observación directa y el razonamiento lógico.
Eso iba en contra de la tendencia de muchos catedráticos que, especialmente en los campos de las ciencias naturales, tendían a dar por buenas las tesis de los pensadores clásicos, principalmente Aristóteles. Durante su estancia en Pisa ya demostró la falsedad de algunas ideas del pensador griego; famosos son, por ejemplo, sus experimentos sobre el peso de los objetos, que realizó desde la torre inclinada del campanario. Y si bien los conflictos académicos eran un problema menor e incluso representaban seguramente un estímulo para él, más adelante su actitud iba a causarle serios problemas con la Iglesia.
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Pisa, la ciudad natal de Galileo, fue el escenario de sus primeros experimentos físicos. Sus investigaciones sobre el movimiento tuvieron gran influencia en los estudios de Isaac Newton acerca de la gravedad.
LA ÉPOCA MÁS FELIZ
Galileo empezó a publicar sus primeros textos científicos durante los tres años en los que impartió clases en Pisa, en su mayoría tratados de física centrados en el movimiento de los cuerpos. Gracias a ello y, de nuevo, a la intervención de Guidobaldo del Monte, al término de sus tres años de contrato consiguió una cátedra de matemáticas en la Universidad de Padua, que formaba parte de los dominios venecianos en tierra firme.
Permaneció en la ciudad véneta entre 1592 y 1610, años que él mismo definió como los mejores de su vida. Para complementar su sueldo, empezó a crear y patentar inventos con la ayuda de Marcantonio Mazzoleni, un artesano relojero con quien compartía casa: algunos de estos, como un mecanismo para elevar el agua, le valieron el reconocimiento oficial de la República de Venecia, que le recompensó con una patente y un sueldo por el uso de sus invenciones. Su fama como maestro creció enormemente e incluso los nobles y cardenales mandaban a sus hijos a Padua para que recibieran lecciones privadas del maestro Galileo.
En Padua, la fama de Galileo creció enormemente e incluso los nobles y cardenales le mandaban a sus hijos para que recibieran lecciones privadas.
Seguramente fueron también los años más felices para él a nivel personal, ya que mantuvo una larga relación con Marina Gamba, una veneciana que fue su esposa en todo menos sobre el papel: nunca se casaron, pero le dio dos hijas y un hijo. El muchacho, Vincenzio, fue reconocido como legítimo, permaneció con su madre y Galileo incluso le animó a estudiar física. En cambió mandó a sus dos hijas, Virginia y Livia, a vivir con su abuela -la madre de Galileo-; más adelante, debido a la difícil relación con esta, les obligó a tomar los votos para evitarse la obligación de proporcionarles una dote, algo que como cabeza de familia ya había tenido que hacer para sus propias hermanas.
VIRGINIA GALILEI
Al no poder o no querer proporcionar una dote para casar a sus hijas -algo a lo que estaba obligado por ley en caso de legitimarlas-, Galileo optó por mandarlas con su madre y más adelante a un convento. La mayor, Virginia (en la imagen), aceptó su decisión y adoptó el nombre de sor María Celeste; mientras que la segunda, Livia, nunca perdonó la imposición de su padre y cortó la relación con él.
APUNTANDO HACIA LOS CIELOS
Hacia el final de su estancia en Padua, en 1609, Galileo inventó el artefacto que daría inicio al apogeo de su carrera de inventor; y también, aunque no lo supiera, el inicio de sus problemas: un dispositivo óptico semejante a un catalejo que permitía hasta diez aumentos, fruto de su colaboración con los artesanos del cristal de Murano. El inquieto físico llevaba años investigando los fenómenos astronómicos y estaba al tanto de los avances hechos en otros lugares de Europa en el campo de los instrumentos de óptica.
En Padua, Galileo empezó a crear y patentar inventos, entre ellos un dispositivo óptico semejante a un catalejo que permitía hasta diez aumentos.
Gracias a su invento pudo observar detalladamente la Luna y otros astros, descubriendo los cuatro satélites mayores de Júpiter -Ganímedes, Calisto, Io y Europa- y comprobando que la superficie lunar presentaba numerosas irregularidades. En 1610 publicó sus descubrimientos en su tratado Siderius Nuncius (Mensajero sideral), del cual envió una copia al nuevo Gran Duque de Toscana, Cosimo II de Medici, al que había impartido lecciones privadas. Ese detalle, junto con el hecho de que bautizara los satélites de Júpiter como “planetas mediceos” evidencian su voluntad de ganarse el favor de la dinastía, intuyendo seguramente que podría necesitar de su protección.
La estrategia dio resultado: poco después escribió a Cosimo II para pedirle una nueva cátedra en Pisa; este no solo se lo concedió sino que le otorgó además el título de Primer Matemático de la Universidad de Pisa y Filósofo del Serenísimo Gran Duque, junto con un envidiable sueldo de mil escudos anuales. Con estos nuevos honores, el científico se trasladó a Florencia, donde continuó sus investigaciones sobre los cuerpos celestes e inventó sus primeros telescopios.
INSTRUMENTOS GALILEO
Instrumentos orginales de Galileo en el Museo de Historia de la Ciencia Galileo Galilei, en Florencia.
HOMBRES DE CIENCIA Y HOMBRES DE FE
Galileo ya había empezado a atraer la atención de la Inquisición desde su estancia en Padua, puesto que realizaba horóscopos para ganarse un sobresueldo, una práctica que la Iglesia no veía con buenos ojos. A medida que se interesaba por la astronomía y su reputación crecía, sus descubrimientos y su defensa del modelo copernicano del Universo provocaron una polémica creciente entre algunos círculos eclesiásticos.
El problema al que se enfrentaron muchos astrónomos era que sus ideas contradecían las escrituras cristianas, o al menos así lo creían algunos. Los nuevos instrumentos ópticos y las observaciones de Galileo permitían ver que el mundo de los cielos no era perfecto ni tampoco lo eran los astros. En realidad dentro de la propia Iglesia había dos tendencias: quienes consideraban que las escrituras debían interpretarse al pie de la letra y quienes opinaban que había que hacer una relectura de las mismas para acomodarlas a los descubrimientos.
El propio Galileo no negaba la veracidad de los textos religiosos, pero defendía que los nuevos hallazgos demostraban la necesidad de leerlos de manera menos literal. Galileo era un hombre de su tiempo y su fe católica no se contradecía con su pensamiento científico; para él, tanto la ciencia como las escrituras derivaban de Dios y por lo tanto no concebía que pudieran contradecirse, por lo que el problema debía residir en que la “palabra divina” había sido mal interpretada a causa de la falta de conocimientos científicos, algo que ahora podía solventarse.
GALILEO ANTE LA INQUISICIÓN
En un primer momento Galileo no tuvo la impresión de que debiera preocuparse. El papa Pablo V incluso le invitó a Roma en 1611, con todos los honores, para que pudiera presentar sus descubrimientos en el Colegio Romano, considerado la mayor institución científica de la época en el campo de la astronomía. También miembros de la alta nobleza se mostraron encantados por su visita; el príncipe Federico Cesi, fundador de la Accademia dei Lincei -que con el tiempo se convertiría en una prestigiosa institución en el ámbito de las ciencias naturales- le inscribió como miembro. Todo ello pudo haber contribuido a dar a Galileo una sensación de falsa seguridad.
Pero no todos le recibieron de buen grado: algunos eclesiásticos alzaron la voz contra los científicos que “trataban con sus teorías de subvertir las Sagradas Escrituras”, con tanta insistencia que en 1616 el mismo papa que le había acogido envió una carta a Galileo en la que se le instaba a “abandonar del todo aquella doctrina [el heliocentrismo defendido por Copérnico], a no defenderla y a no tratarla”. Sin embargo, parece ser que el científico -seguramente influido por la buena acogida que le había brindado el papa- se tomó aquella carta como una sugerencia más que una orden, como realmente era, e hizo caso omiso de ella. Siguió difundiendo sus descubrimientos y en 1632 publicó una obra, el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, en el que abiertamente se daba por válida la teoría copernicana.
Aquella fue la gota que colmó la paciencia de la Santa Sede; en setiembre de ese mismo año, la Inquisición romana envió a Galileo la orden de comparecer en Roma para dar explicaciones. El viaje inicialmente se retrasó por los problemas de salud del científico, pero finalmente partió a principios del año siguiente. Incluso en aquellas circunstancias Galileo pensaba que saldría indemne, puesto que a su parecer no había dicho nada que contradijera las escrituras o que pudiera meterle en problemas. Además el nuevo papa, Urbano VIII, era amigo y admirador suyo desde hacía años; por lo que llegó incluso a pensar que lo convocaban para darle su apoyo, como se manifiesta en una carta al sobrino del papa en la que le decía: “Estamos a punto de asistir al retorno del precioso saber del largo exilio al que había sido condenado”.
“Y SIN EMBARGO, SE MUEVE”
Pero no podía estar más equivocado: la Inquisición estaba en manos de los dominicos, una orden que se había mostrado especialmente belicosa contra él; durante el proceso, el comisario insistió en todas las advertencias que se le habían mandado para que dejase de defender el modelo heliocéntrico “por no haber sido todavía demostrado”. Galileo respondió diciendo que nunca le había parecido que aquellas cartas fuesen una orden directa y llegó incluso a sugerir que sus acusadores no habían sabido interpretar bien sus escritos: “En dicho libro yo muestro lo contrario de la opinión de Copérnico, y que las razones de Copérnico no son válidas ni concluyentes”.
Finalizado el proceso, el tribunal lo retuvo durante algunas semanas en Roma “con libertad de deambular bajo estrecha vigilancia”. La sentencia llegó en junio de 1633: se le obligaba a abjurar de las teorías copernicanas, a recitar salmos durante tres años -obligación que Galileo delegó en su hija mayor Virginia, que era monja, para que lo hiciera por él- y a “cárcel formal a discreción del Santo Oficio”, además de ordenar la censura de sus obras. Galileo aceptó la condena con resignación, aunque según la leyenda -muy probablemente una invención literaria- añadió en voz baja “eppur si muove” (“y sin embargo, se mueve”) en referencia al movimiento de la Tierra alrededor del Sol.
Muchos dentro de la Iglesia pensaban que la Inquisición había sido demasiado dura con Galileo, un científico de gran fama y que además había manifestado abiertamente que su intención no era contradecir las escrituras. Uno de estos, el arzobispo de Siena Ascanio Piccolomini, incluso le ofreció su residencia como lugar en el que cumplir la condena; pero de nuevo, eso generó en el científico una sensación de falsa confianza: una vez en la ciudad toscana, Piccolomini le permitió pasear libremente, recibir visitas y organizar debates científicos, hasta que fue denunciado por una carta anónima. Airados al ver que Galileo no cambiaba de actitud ni siquiera tras la condena, los inquisidores ordenaron que fuese recluido en su villa Il Gioiello en Arcetri, en las colinas de Florencia, y que solo se le permitiera comunicarse con sus familiares.
VILLA IL GIOIELLO
La Villa Il Gioiello, donde Galileo pasó sus últimos años, se encuentra en la zona sur de Florencia. Actualmente es un museo propiedad de la Universidad de Florencia.
El científico pasó sus últimos años prácticamente solo ya que únicamente mantenía contacto con su hija Virginia, que además era monja de clausura, por lo que solo podían comunicarse por carta. Cuando Virginia murió en abril de 1634, se permitió a Galileo mantener la relación epistolar con amigos y admiradores a condición de que no hablara de los temas por los que se le había condenado; condición que, una vez más, no respetó. Pero para entonces los inquisidores parecían haberse cansado ya de él y en sus últimos años de vida, cuando se quedó ciego, le permitieron tomar un ayudante llamado Vincenzo Viviani para que le cuidara, que se convirtió también en su aprendiz y lo acompañó hasta su muerte, el 8 de enero de 1642.
Tras su muerte, la Iglesia fue modificando gradualmente su actitud para con Galileo: en 1734 permitió que se construyera un mausoleo en su honor en la iglesia de Santa Croce de Florencia; en 1822 levantó el veto formal a sus enseñanzas; y finalmente, en 1992, su condena fue anulada. Con 350 años de retraso, se daba la razón al científico que, en una de las cartas escritas durante su cautiverio domiciliario, escribió: “La infamia caerá sobre los traidores y sobre aquellos que representan el más sublime grado de la ignorancia”.
NATIONAL GEOGRAPHIC
Guillermo Gonzalo Sánchez Achutegui
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